¿Para qué acumularon oro los Incas y
Aztecas? – Monografias.com
¿Para qué acumularon oro
los Incas y Aztecas?
Cuando llegaron los españoles en dirección
a Yucatán. Desembarcaron en la isla de Cozumel, y
descubrieron Nueva España, Panuco y la provincia de
Tabasco (que es como nombraron a estos nuevos lugares).
Pertrechados con una gran variedad de objetos para el trueque y
no sólo con armas, los españoles se encontraron
tanto con indígenas hostiles como amistosos. Vieron
más construcciones y monumentos de piedra, sintieron la
punzada de las flechas y las lanzas de punta de obsidiana, y
examinaron los objetos que hacían los indígenas.
Muchos estaban hechos de piedra, común o semipreciosa;
otros brillaban como el oro, pero al examinarlos de cerca
resultaban ser de cobre. En contra de lo esperado, había
pocos objetos de oro, y no había minas ni otras fuentes de
oro, ni de ningún otro metal, en aquella
tierra.
Entonces, ¿de dónde había llegado
el oro, por poco que fuera? Los mayas decían que lo
habían obtenido comerciando. Según ellos,
venía del noroeste: allí, en el país de los
aztecas, había mucho. El descubrimiento y la conquista del
reino de los aztecas, en las alturas del centro de México,
está unido históricamente al nombre de
Hernán Cortés. Éste salió de Cuba, al
mando de una verdadera armada de once barcos, alrededor de
seiscientos hombres y un buen número de preciados
caballos.
Cortés estableció un campamento base y lo
llamó Veracruz (nombre que ha quedado hasta el día
de hoy). Fue allí donde, llegaron los emisarios del
soberano azteca dándoles la bienvenida y portando
exquisitos regalos. Según un testigo presencial, Bernal
Díaz del Castillo, entre los regalos había
«una rueda como el sol, tan grande como la rueda de un
carro, con gran cantidad de imágenes en ella, todo de oro
fino, y maravilloso para ser contemplado. Después, otra
rueda aún más grande, «hecha de plata de gran
brillantez, a imitación de la luna». También
un casco, lleno hasta el borde de pepitas de oro; y un tocado de
plumas del extraño pájaro
quetzal.
Los emisarios entregaron los regalos de su soberano,
Moctezuma, al divino Quetzalcóatl, la «Serpiente
Emplumada», dios de los aztecas, gran benefactor que fue
forzado por el Dios de la Guerra a dejar la tierra de los aztecas
mucho tiempo atrás. Con un grupo de seguidores, fue al
Yucatán, y después zarpó en dirección
este, prometiendo volver el día de su nacimiento en el
año «1 Carrizo». En el calendario azteca, el
ciclo de los años se completaba cada 52 años, y de
ahí que el año del prometido retorno, «1
Carrizo», sólo tuviera lugar una vez cada 52
años. En el calendario cristiano, estos fueron los
años 1363, 1415, 1467 y 1519, precisamente el año
en que Cortés apareció de las aguas por oriente, a
las puertas de los dominios aztecas.
Barbado y con casco, al igual que Quetzalcóatl
(algunos también sostenían que el dios era de tez
clara), Cortés parecía cumplir con las
profecías. Los regalos ofrecidos por el rey azteca no se
habían seleccionado de forma casual, pues eran ricos en
simbolismo. El montón de pepitas de oro se ofrecía
porque el oro era un metal divino perteneciente a los dioses. El
disco de plata que representaba a la luna se incluyó
porque algunas leyendas sostenían que Quetzalcóatl
zarpó para volver a los cielos, haciendo de la luna su
morada. El tocado de plumas y las vestimentas ricamente adornadas
eran para que se las pusiese el dios que regresaba. Y el disco de
oro era un calendario sagrado que representaba el ciclo de 52
años, e indicaba el Año del Retorno.
Para ellos, los objetos no eran más que la prueba
de las enormes riquezas del reino de los aztecas. Estos objetos
se llevaron a Sevilla desde México el 9 de diciembre de
1519, a bordo del primer barco de tesoros que enviara
Cortés a España. El rey de España, Carlos I,
nieto de Fernando y soberano de otros países europeos como
Carlos V, emperador del Sacro Imperio Romano, estaba entonces en
Flandes, de modo que el barco fue enviado a Bruselas. Entre todo
aquel oro había, además de los simbólicos
regalos, figurillas de patos, perros, tigres, leones y monos, y
un arco con sus flechas de oro. Pero sobrepasándolos a
todos estaba el «disco de oro», de 197,5 cm de
diámetro, y grueso como cuatro reales. El gran
artista Alberto Durero, que vio el tesoro que llegó de
«la Nueva Tierra de Oro», dijo que «estas cosas
eran todas ellas tan preciosas que se valoraron en 100.000
florines. Pero nunca en todos mis días había visto
algo que regocijara tanto mi corazón como aquellas cosas.
Pues vi entre ellas asombrosos objetos artísticos, y me
maravillé de la delicada ingenuidad de los hombres de
aquellas distantes tierras. Ciertamente, no puedo decir
suficiente de las cosas que había allí, ante
mí».
Pero fuera cual fuera el valor artístico,
religioso, cultural o histórico que «aquellas
cosas» pudieran tener, para el rey no eran más que
oro, oro con el cual poder financiar sus luchas contra las
insurrecciones internas y las guerras en el exterior. Sin perder
el tiempo, Carlos dio la orden de que éstos y todos los
objetos futuros hechos de metales preciosos fueran fundidos a su
llegada y convertidos en lingotes de oro o plata. En
México, Cortés y sus hombres adoptaron la misma
actitud. Avanzando lentamente, y venciendo cualquier resistencia
que se encontraban por la fuerza de su superioridad en armas o
por medio de la diplomacia y la traición, los
conquistadores llegaron a la capital azteca, Tenochtitlán
-la actual ciudad de México- en noviembre de 1519. A la
ciudad, situada en medio de un lago, sólo se podía
acceder a través de unas calzadas de fácil defensa.
Sin embargo, todavía sobrecogidos por la profecía
del dios que regresaba, Moctezuma y sus nobles salieron de la
ciudad para recibir a Cortés y su séquito.
Sólo Moctezuma llevaba sandalias; los demás iban
descalzos y se postraron ante el dios blanco. Moctezuma
recibió a los conquistadores en su magnífico
palacio; había oro por todas partes, incluso los
artículos de la mesa estaban hechos de oro; y les
mostraron un almacén lleno de objetos de oro. Los
conquistadores apresaron a Moctezuma y lo retuvieron en sus
dependencias, exigiendo para su liberación un rescate en
oro. Ante esto, los nobles enviaron emisarios por todo el reino
para que reunieran el rescate; trajeron oro suficiente como para
llenar un barco.
Consiguiendo el oro de forma astuta, y debilitando a los
aztecas sembraron cizaña entre ellos. Cortés
tenía Planeado liberar a Moctezuma y dejarle en el trono
como un rey títere. Pero su segundo en el mando
perdió la paciencia y ordenó una masacre entre los
nobles y jefes aztecas. En la confusión que siguió,
Moctezuma fue asesinado.
Cortés se retiró de la ciudad, y
sólo consiguió volver a entrar en ella en agosto de
1521, potentemente reforzado desde Cuba y tras una serie de
prolongadas batallas. En este periodo habían saqueado unos
600.000 pesos de oro, convertidos ya en lingotes.
Mientras estaba siendo conquistado, México fue
una Nueva Tierra de Oro; pero cuando se llevaron los objetos de
oro creado y acumulado durante siglos, si no milenios,
quedó claro que México no era lo que esperaban y
que Tenochtitlán no era la legendaria Ciudad de Oro. Y
así, la búsqueda del preciado metal, a la que ni
aventureros ni reyes estaban dispuestos a renunciar, se
encaminó hacia otros lugares del Nuevo Mundo.
Los españoles establecieron una base en
Panamá, en la costa del Pacífico, y desde
allí enviaban expediciones y delegados a América
Central y del Sur. Fue allí donde escucharon la seductora
leyenda de El Dorado, abreviatura de el hombre dorado.
Se trataba de un rey que gobernaba en un reino tan rico en oro,
que se embadurnaba cada mañana de la cabeza a los pies con
un aceite previamente rociado con polvo de oro. Al llegar la
noche, se sumergía en el lago y se quitaba el oro y el
aceite, para repetir aquel ritual al día
siguiente.
Reinaba en una ciudad que estaba en el centro de un
lago, emplazada en una isla de oro. Según la
crónica titulada Elegías de Varones Ilustres de
Indias, el primer informe concreto de El Dorado lo obtuvo
Francisco Pizarro en Panamá de uno de sus capitanes: Se
decía que un indígena de Colombia había
oído hablar de «un país rico en esmeraldas y
oro. Entre las cosas de las que se ocupaban estaba ésta:
su rey se desnudaba y, a bordo de una balsa, iba hasta el centro
de un lago para hacer abluciones. Su regia forma era untada con
aceite fragante, sobre el cual se esparcía una capa de oro
en polvo, desde la planta de los pies hasta la coronilla,
dejándolo resplandeciente como los rayos del sol».
Muchos peregrinos iban para contemplar el ritual, haciendo
«ricas ofrendas votivas de objetos de oro y esmeraldas
singulares, así como otros muchos ornamentos»,
arrojándolos en el lago sagrado.
Otra versión, sugería que el lago sagrado
estaba en algún lugar del norte de Colombia, hacía
llevar al rey dorado una «gran cantidad de oro y
esmeraldas» hasta el centro del lago. Allí, en
calidad de emisario de las multitudes que se aglomeraban gritando
y tocando instrumentos musicales en las orillas, arrojaba el
tesoro en el lago como ofrenda a su dios. Otra versión
más llamaba a la ciudad dorada Manoa y afirma que se
encontraba en la tierra de Biru (Perú para los
españoles).
La leyenda de El Dorado se difundió entre los
europeos como el fuego, y no tardó mucho en llegar a
Europa. Lo que pasaba de boca en boca terminó por ponerse
por escrito; comenzaron a circular por Europa panfletos y libros
en los que se describía el país y el lago, la
ciudad y el rey a quien nadie había visto aún, e
incluso el ritual mediante el cual se doraba al rey cada
mañana.
Mientras algunos, como Cortés, que fue a
California, u otros que fueron a Venezuela, buscaban en
direcciones de su propia elección, Francisco Pizarro y sus
tenientes confiaron en los informes de los
indígenas.
Pizarro, convino en que el Perú tenía que
ser el lugar correcto. Desde la base de Panamá, dos
expediciones recorrieron la costa del Pacífico en
dirección sur, y trajeron suficientes objetos de oro como
para convencer de que valdría la pena centrar los
esfuerzos en Perú. Tras obtener el permiso real y
conseguir los títulos de capitán general y
gobernador (de una provincia que aún no había sido
conquistada), Pizarro zarpó hacia Perú a la cabeza
de dos centenares de hombres en el año 1530.
¿Cómo esperaba conquistar, con tan
pequeño ejército, un inmenso país protegido
por miles de guerreros ferozmente leales a su señor, el
Inca, al que consideraban la personificación de su dios?
El plan de Pizarro consistía en repetir la eficaz
estrategia que empleó Cortés: atraer al soberano,
apresarlo, obtener el oro como rescate y, después, dejarlo
en libertad para que fuera un títere de los
españoles.
La cuestión es que los incas, estaban en una
guerra civil cuando desembarcaron los conquistadores, lo cual era
una ventaja. Se encontraron con que, tras la muerte del Inca, su
primogénito, nacido de una «esposa
secundaria», estaba cuestionando la legitimidad sucesoria
de un hijo nacido de la esposa principal del Inca. Cuando la
noticia del avance de las tropas españolas llegó a
oídos del aspirante, llamado Atahualpa, éste
tomó la determinación de dejar que los
conquistadores penetraran tierra adentro (alejándose
así de sus barcos y refuerzos) mientras él
terminaba de hacerse con el control de la capital, Cuzco. Cuando
los españoles llegaron a la principal ciudad de los Andes,
le enviaron emisarios con regalos y con una oferta de
conversaciones de paz. Proponían que se encontraran en la
plaza de la ciudad, desarmados y sin escolta militar, como
muestra de buena voluntad.
Atahualpa accedió pero, cuando llegó a la
plaza, los conquistadores atacaron a su escolta y lo capturaron.
Luego, pidieron rescate por su liberación: Una gran sala
llena de oro hasta la altura de un hombre con la mano extendida
hacia el techo. Atahualpa creyó entender lo que
significaba llenar la sala con objetos de oro, y accedió.
Por orden suya, todo tipo de utensilios de oro se sacó de
templos y palacios: copas, ánforas, bandejas, jarras de
todas las formas y tamaños, ornamentos entre los que
había imitaciones de animales y plantas, y placas con las
que se forraban los muros de edificios públicos. Durante
semanas, acumularon aquellos tesoros para llenar la sala. Pero,
entonces, los españoles dijeron que el trato
consistía en llenar la sala con oro sólido, no con
objetos huecos; y, durante un mes, los orfebres incas se
dedicaron a fundir todos los objetos artísticos y
convertirlos en lingotes.
Y dado que la historia insiste en repetirse, el destino
de Atahualpa fue exactamente el mismo que el de Moctezuma.
Pizarro pretendía liberarlo para que gobernase como un rey
títere, pero sus tenientes y los representantes de la
Iglesia, en un simulacro de juicio, lo sentenciaron a muerte por
el crimen de idolatría y el asesinato de su hermanastro,
su rival en el trono.
Según las crónicas de la época, el
rescate obtenido por la liberación del Inca fue el
equivalente a 1.326.539 pesos de oro -alrededor de 5.670 kilos-,
tesoro que se repartió rápidamente Pizarro y sus
hombres después de dejar la requerida quinta parte para el
rey. Pero a pesar de que lo que cada hombre recibió iba
más allá de sus sueños más
fantásticos, aquello no era nada comparado con lo que
aún estaba por llegar.
Cuando los conquistadores entraron en la capital, Cuzco,
vieron templos y palacios cubiertos literalmente de oro y llenos
de este metal. En el palacio real había tres
cámaras llenas de objetos de oro y cinco con objetos de
plata, y una montaña de 100.000 lingotes de oro con un
peso de 2,265 kilos cada uno, una reserva de tan precioso metal
que estaba a la espera de ser convertida en objetos
artísticos. El trono, también de oro, y equipado
con un taburete de oro, diseñado para convertirse en una
litera sobre la cual pudiera reclinarse el rey, pesaba 25.000
pesos (alrededor de 113 kilos); incluso las varas para
transportarlo estaban recubiertas de oro. Por todas partes
había capillas y cámaras funerarias en honor a los
antepasados llenas de estatuillas e imágenes de
pájaros, peces y animales pequeños, espigas,
pectorales. En el gran templo (que los españoles llamaron
el Templo del Sol), las paredes estaban cubiertas con pesadas
placas de oro, y tenía un jardín artificial en
donde todo –árboles, arbustos, flores, pájaros y
una fuente- estaba hecho de oro. En el patio, había un
campo de maíz con tallos de plata y espigas de oro, un
campo que cubría una superficie de 91 por 182 metros -es
decir, ¡16.562 metros cuadrados de maíz de
oro!
En Perú, los conquistadores españoles
vieron cómo en un corto espacio de tiempo sus
fáciles victorias iniciales dieron paso a unas
encarnizadas rebeliones de los incas, y la riqueza inicial dio
paso al azote de la inflación. Para los incas, igual que
para los aztecas, el oro era un don propiedad de los dioses, no
un medio para el intercambio.
Nunca lo utilizaron como una mercancía, como
dinero. Para los españoles, el oro era un medio para
adquirir todo lo que deseaban. Atiborrados de oro, pero
desprovistos de cualquier lujo o, incluso, de necesidades
cotidianas, los españoles no tardaron en pagar sesenta
pesos de oro por una botella de vino, 100 por una capa o 10.000
por un caballo.
En Europa, la afluencia del oro, plata y piedras
preciosas disparó la fiebre del oro y las especulaciones
acerca de El Dorado. A despecho de las grandes cantidades de
tesoros que llegaban, persistía la convicción de
que El Dorado aún no había sido encontrado, y que
con algo de paciencia, de suerte y leyendo bien las pistas de los
indígenas y de enigmáticos mapas, alguien
podría hallarlo. Exploradores alemanes estaban seguros de
que la ciudad dorada se encontraría en las cabeceras del
río Orinoco, en Venezuela, o quizás en Colombia.
Otros llegaron a la conclusión de que el río que
había que seguir era otro, incluso el Amazonas, en
Brasil.
Pero como todo era fábula la fuente de todas esas
riquezas no se encontró, los conquistadores interrogaron
de forma intensiva a los nativos acerca del origen de aquellos
tesoros amasados, y siguieron cada una de sus pistas
incansablemente. Pero no tardaron en comprender que no iban a
encontrarlo en el Caribe y en el Yucatán; de hecho, los
mayas les habían dicho que ellos habían conseguido
la mayor parte de su oro comerciando con sus vecinos del sur y
del oeste, y explicaron que habían aprendido el arte de la
orfebrería de antiguos pobladores (los toltecas).
Sí, decían los españoles, pero, ¿de
dónde habían obtenido el oro los toltecas?: De los
dioses, era la respuesta de los mayas.
En las lenguas de la zona, el oro recibía el
nombre de teocuitlatl, que significa literalmente
«excreción de los dioses», su
transpiración y sus lágrimas. En la capital azteca,
los conquistadores supieron que el oro se consideraba el metal de
los dioses, de ahí que robarlo fuera un delito
gravísimo. Los aztecas también señalaron a
los toltecas como sus maestros en el arte de la
orfebrería. Pero, ¿quién les había
enseñado a los toltecas? El gran dios Quetzalcóatl,
respondían los aztecas.
Cortés, en sus informes al rey de España,
decía que le había preguntado una y otra vez a
Moctezuma sobre el origen del oro, y que Moctezuma le
había dicho que éste provenía de tres
provincias de su reino, una en la costa del Pacífico, otra
en la costa del golfo, y otra tierra adentro, en el sudoeste,
donde estaban las minas. Cortés envió a sus hombres
a investigar los tres lugares indicados. En los tres casos, se
encontraron con que los indígenas estaban obteniendo
ciertamente el oro de los lechos de los ríos, o bien
recogiendo las pepitas en la superficie, donde las habían
depositado los aluviones creados por las lluvias. En la provincia
donde estaban las minas, su actividad parecía ser algo del
pasado, puesto que los indígenas con los que se
encontraron los españoles no trabajaban en ellas «No
había minas en activo -escribió Cortés en su
informe-. Las pepitas se encontraban en la superficie; la
principal fuente era la arena de los lechos de los ríos.
El oro se guardaba en forma de polvo en pequeños tubos de
caña, o se fundía en pequeñas ollas y se
convertía en barras.» Así preparado, el oro
se enviaba a la capital, se devolvía a los dioses, a
quienes siempre había pertenecido.
Como se podrá notar los aztecas se dedicaban
exclusivamente a la minería de ribera (recojo de pepitas y
polvo de oro en las orillas y lechos de los ríos), y no a
una verdadera minería en la que se cavan pozos y
túneles en las laderas de las montañas, el asunto
aún está lejos de haber quedado
resuelto.
Sin embargo, los mismísimos aztecas habían
dicho que sus predecesores toltecas no solo conocían el
oficio de la orfebrería, sino también el
conocimiento del lugar oculto del oro y la habilidad para sacarlo
de las montañas. En un manuscrito azteca conservado en el
Códice Matritense de la Real Academia,
según la traducción de Miguel León Portilla
(Aztec Thought and Culture), se describe a los toltecas
así:
«Los toltecas eran un pueblo hábil; todos
sus trabajos parecen buenos, exactos, bien hechos y admirables…
Pintando, esculpiendo, tallando piedras preciosas, trabajando con
plumas o haciendo cerámica, hilando o tejiendo, los
toltecas se mostraban hábiles en todo lo que
hacían. Ellos descubrieron la turquesa, la piedra preciosa
verde; conocían la turquesa y sus minas. Encontraban sus
minas y encontraban las montañas en donde se ocultaba la
plata y el oro, el cobre, el estaño y el metal de la
luna.»
La mayoría de los historiadores coinciden en que
los toltecas llegaron a las tierras altas del centro de
México en los siglos anteriores a la era cristiana, al
menos, mil años antes, quizás mil quinientos, de
que los aztecas aparecieran en escena. ¿Cómo puede
ser que conocieran la minería, la minería
auténtica del oro y de otros metales, así como de
piedras preciosas como la turquesa, siendo que los que les
siguieron -los aztecas- no hacían más que recoger
pepitas de oro de las orillas de los ríos? ¿Y
quién enseñó a los toltecas los secretos de
la minería? La respuesta, como hemos visto, estaba en
Quetzalcóatl, el dios Serpiente Emplumada.
El misterio de la gran acumulación de oro de los
aztecas por una parte, y su limitada capacidad para obtenerlo,
por otra, se repitió en el caso de los incas. En
Perú, al igual que en México, los nativos
obtenían el oro a partir de las pepitas que depositaban
los ríos en las orillas. Pero la producción anual
de oro a través de este sistema no da cuenta de los
inmensos tesoros que se encontraron en manos de los incas. La
inmensidad de estas riquezas se hace obvia por las anotaciones
que se guardaron en Sevilla, puerto de entrada oficial de las
riquezas del Nuevo Mundo. En los Archivos de Indias –
todavía disponibles- se registró la llegada de
134.000 pesos de oro en los cinco años que van de
1521 a 1525. En los cinco años siguientes (¡Los del
botín de México!), se registraron 1.038.000 pesos.
De 1531 a 1535, cuando los embarques de Perú comenzaron a
sobrepasar a los de México, la cantidad se
incrementó hasta llegar a 1.650.000 pesos. Entre 1536 y
1540, cuando Perú se había convertido en la fuente
principal, los registros anotaron 3.937.000 pesos; y en la
década de 1550, las recepciones totalizaron casi
11.000.000 de pesos.
Uno de los principales cronistas de entonces, Pedro de
Cieza de León (Crónicas de Perú),
comenta que, en los años que siguieron a la conquista, los
españoles «extrajeron» del imperio inca unas
15.000 arrobas de oro al año, y 50.000 de plata;
es decir, ¡el equivalente a más de 170 toneladas de
oro y 567 toneladas de plata al año.
Aunque Pedro de Cieza no menciona durante cuántos
años se estuvieron «extrayendo» estas
fabulosas riquezas, las cifras nos dan una idea de la cantidad de
metales preciosos que los españoles fueron capaces de
llevarse del país de los incas. Las crónicas
cuentan que, después de conseguir el gran rescate pedido
por el señor de los incas, después del saqueo de
Cuzco y del templo sagrado de Pachacamac en la costa, los
españoles se hicieron expertos en la
«extracción» de oro de las provincias en
cantidades igualmente ingentes. En todo el imperio inca, los
palacios y los templos estaban ricamente decorados con oro.
También obtuvieron oro de los objetos de los
enterramientos, y supieron de la costumbre inca de sellar las
residencias de los nobles y los soberanos fallecidos, dejando
allí sus cuerpos momificados junto con todos los objetos
preciosos que habían poseído en vida. Los
conquistadores sospecharon también, acertadamente, que los
indígenas se habían llevado algunos tesoros a
lugares ocultos; unos fueron escondidos en cuevas, otros
enterrados, y otros más arrojados a los lagos. Y
también estaban las huacas, lugares apartados de
culto o de uso divino, en donde se amontonaba el oro y se
guardaba a la disposición de sus verdaderos propietarios,
los dioses.
Por medio de la tortura los españoles lograron
que los indígenas revelaran los lugares donde
tenían tesoros ocultos, y por este método los
españoles exportaron desde Perú a España
más de cuatrocientos millones de ducados de oro y plata, y
bien se puede decir que las nueve décimas partes de todo
esto no era más que el botín tomado por los
conquistadores; en este cálculo, dejamos de lado las
inmensas cantidades de metales preciosos enterrados por los
nativos para ocultarlos de la avaricia de los
invasores.
Pero la acumulación de oro por parte de los
nativos de América, a despecho de su forma de
obtención, presenta aún otra cuestión
básica: ¿para qué?
Tanto los cronistas como los expertos
contemporáneos, después de siglos de estudio,
coinciden en que aquellas gentes no daban un uso práctico
al oro, excepto el del adorno de los templos de los dioses y de
aquellos que gobernaban al pueblo en nombre de los dioses. Los
aztecas derramaron literalmente su oro a los pies de los
españoles, creyendo que representaban a la deidad que
regresaba. Y los incas, al principio también vieron en la
llegada de los españoles el cumplimiento de la promesa de
retorno de su deidad Wiracocha, desde más allá de
los mares, nunca llegaron a comprender por qué los
españoles habían llegado tan lejos y se
habían comportado tan mal por un metal al cual el hombre
no daba uso. Todos los expertos coinciden en que ni incas ni
aztecas utilizaban el oro con propósitos monetarios, ni le
daban un valor comercial. Sin embargo, a las naciones sometidas
les hacían pagar un tributo en oro. ¿Por
qué?
En las ruinas de la cultura preincaica de Chimú,
en la costa de Perú, el gran explorador del siglo XIX
Alexander Von Humboldt (ingeniero de minas de profesión)
descubrió gran cantidad de oro enterrado junto con los
muertos en las tumbas. Aquello le hizo preguntarse por qué
enterraban con oro a sus muertos, si éste no se estimaba
por su valor práctico. ¿Se creía que, de
algún modo, lo iban a necesitar en la otra vida, o que al
reunirse con sus antepasados podrían utilizar el oro del
mismo modo en que ellos lo habían hecho una
vez?
¿Quién había introducido tales
costumbres y creencias, y cuándo?
¿Quién había hecho que se valorara
tanto el oro, y quizá fuera a buscarlo a sus
fuentes?
La única respuesta que les dieron a los
españoles fue "los dioses". De las lágrimas de los
dioses se había formado el oro, decían los
incas.
Durante milenios, desde que el hombre alcanzó la
civilización, sacerdotes, y astrónomos, observaron
los cielos en busca de guía para el hombre en la Tierra.
Desde los zigurats de Sumer y Babilonia, los templos de Egipto,
el círculo de piedras de Stonehenge, las pirámides
de Caral, Tucume y el templo de Pachacamac; o el Caracol de
Chichén Itzá. Se observaron, se calcularon y se
registraron los complejos movimientos celestes de estrellas y
planetas; y, para poder hacer esto, zigurats, templos y
observatorios se alinearon con exactas orientaciones celestes y
se dotaron de aberturas y de otros detalles de
construcción que permitieran entrar la luz del Sol o de
otra estrella en los momentos de los equinoccios o de los
solsticios.
¿Para qué tanta precisión?
¿Para ver qué, Para determinar qué? Para los
expertos, es habitual atribuir los esfuerzos astronómicos
del hombre antiguo a la necesidad de un calendario para una
necesidad agrícola que precisaba saber cuándo
sembrar y cuándo cosechar. Esta explicación se ha
dado por supuesto durante mucho tiempo. Sin embargo, un
agricultor que labra la tierra año tras año puede
estimar el cambio de las estaciones y la llegada de las lluvias
mucho mejor que cualquier astrónomo, y aún
podría enseñarle algunas cosas más. Lo
cierto es que, dondequiera que se han encontrado sociedades
primitivas (que subsisten de la agricultura) en los lugares
más remotos del mundo, sus miembros han vivido y se han
alimentado durante generaciones sin necesidad de
astrónomos ni de un calendario preciso. Y también
es un hecho que el calendario fue diseñado en la
antigüedad dentro de una sociedad urbana, y no
agrícola.
Un simple reloj de sol como el intihuatana, un gnomon,
puede proporcionar suficiente información primaria y
estacional como para no poder sobrevivir sin él. Sin
embargo, el hombre antiguo estudiaba los cielos y alineaba sus
templos con las estrellas y los planetas, y no relacionaba su
calendario y sus festividades con el suelo sobre el que se
erguía, sino sobre los caminos del cielo ¿Por
qué? Porque el calendario no se diseñó con
fines agrícolas, sino con fines religiosos. No para
beneficio de la humanidad, sino para venerar a los dioses. Y los
dioses, según la primera de todas las religiones y
según el pueblo que nos dio el calendario, vinieron de los
cielos.
Autor:
Maestro Mason Herbert Oré
Belsuzarri
2do. Vig:. P:.F:.C:.B:.R:.L:.S:. FENIX
137-1
Valle de Lima Octubre de 2011
GRAN LOGIA CONSTITUCIONAL DEL
PERU.