¿Quién arruga la sábana? –
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¿Quién arruga la
sábana?
Por más que me esforcé, solo pude
distinguir en la oscuridad la mano flaca y arrugada que se
retiraba. No sé por se me hizo una cucaracha, porque una
cucaracha suele ser un ente frío, negro, brillante y
movedizo. Y esta mano era más bien lo contrario: la piel
arrugada y amarilla de una mujer que ya no era hermosa aunque se
marcara los párpados con una línea atrevida y que
sus pestañas volaran en el aire. ¿Eras vos?
¿Viniste a verme?
El reloj de la sala dio un pequeño suspiro,
sin duda agobiado por sus años. Claro, era este viejo
tarjetero alemán marca Bürke donde, en larga fila,
seguramente, marcaban sus horas de trabajo allá
por los años treinta, las miles de trabajadoras
textiles con el pelo ceñido por pañuelos en general
de colores y sus pechos untuosos, ocultos tras espesos
sacones de invierno. Pero vos, en el treinta, ni estabas
proyectado, Tomás, aunque tu viejo era ingeniero. Y tu
vieja era tan creyente que los hijos nacían con la
regularidad de los dos años, de dos en dos, marcados por
el reloj biológico.
Esa larga fila de relojes Bürke, estaban,
quizás, en alguna foto sepia de aquellos años, pero
después los habían cambiado por unos aburridos
aparatos -seguramente made in USA- también pintados de
amarillo industrial. Lo que sí se habían mantenido
en mil novecientos sesenta y tantos eran los soportes para las
miles de tarjetas de las obreras que cada mañana se
apuraban para entrar al laburo. Claro, eran las seis menos cuarto
de la mañana y en la oscuridad de la noche de Barracas
ellas venían quizás de lugares distantes, con
extrañas combinaciones de transportes que las arrastraban
lejos del calor del hogar y la cocina donde habían
calentado el agua y donde habían tomado sus mates, de
paradas nomás, para salir enseguida a la fría
llovizna del invierno.
Con la camarada Palacio las esperábamos, a
veces, en la vereda, justo en la puerta de entrada y ante la
mirada entre socarrona y feroz de los guardias de seguridad que
ya estaban acostumbrados a vernos, semana a semana, distribuyendo
las últimas novedades de la revolución y la lucha
de clases, enfundados cuidadosamente en casacas de cuero, gorras
y bufandas que no sólo nos protegían del
frío sino que también nos salvaban del fichaje de
esos Ambrosios, siempre interesados en obtener de nosotros los
menores detalles que facilitaran nuestra identificación en
algún archivo de Informaciones del que se pudiera hacer un
buen uso algún día de estos.
Ellas venían presurosas, el paso apretado,
en grupos de quince o de veinte, no porque fueran amigas y
estuvieran de regreso de una fiesta de locura y alcohol sino
porque las había juntado el azar de compartir el
último colectivo donde se amontonaron, quizás en
Retiro o en Constitución, o en Chacarita, después
de haber cerrado con doble llave la puerta de calle,
después de caminar por las veredas embarradas y en
sombra de su barrio, después de tomar el tren de las 4:10
al que subieron contentas por haber podido trepar al
último peldaño disponible del último
vagón, protegidas por manos duras y apretadas por cuerpos
amables pero enhiestos, y dispuestas a soportar olores
extraños cubiertos piadosamente por alguna colonia de
ocasión. Algunas de ellas habrán tenido que
aguantar en silencio que manos anónimas les hurgaran el
cuerpo mientras el tren atravesaba la noche cubierta de neblina y
frío y habrán bajado y vuelto a subir en cada
estación y quizás alguna hasta haya comprado un
cubanito para matar el hambre, al purrete que se acercaba a cada
puerta del tren, en cada estación, donde ellos, los
chiquitos, aprovechaban las horas de actividad ferroviaria para
ayudar a la economía familiar antes de volverse a sus casa
por calles de barro y sombra a descansar quizás un ratito
antes de salir de nuevo para ir a la
escuela.
Con la camarada Palacio vivíamos desde
hacía un año en un departamentito por escalera en
Villa del Parque, del cual nos había salido como
garante su padre, un empresario metalúrgico, camarada de
ruta de los estalinistas. Porque la camarada Palacio era de
familia burguesa, toda una definición para la gente de
nuestro equipo. A mí, antes de empezar a tener una
relación sentimental con ella, se me venía la
idea de una casa oscura, con muebles lustrosos y redondeados, con
parques, perros y un señor, el padre, tomando por las
mañanas su lujoso automóvil con chofer, de uniforme
gris. Don David, fabulaba yo, iba vestido con chaqueta,
bombín y bastón de caña y el chofer le
abría la puerta del auto, obsequioso. Pero el papá
de la camarada Palacio era un hombre sencillo. Seguro que no
aprobaba nuestra relación tan informal y militante aunque,
de puro buen tipo que era, no se metía en nuestras cosas y
nos miraba desde lejos, amable y preocupado. En realidad no era
él el preocupado sino su mujer, doña Ite, pulposa y
sensual dueña de la casa, propietaria frustrada de sus
hijas y fanática partidaria del hijo varón, un buen
Mauricio al que le decían El Gordo para diferenciarlo del
otro Mauricio, su primo, El Flaco. Sin embargo la pobre
deña Ite no podía hacer nada frente al indomable
carácter de la camarada Palacio, pequeña bestia
negra de sus afanes protectores.
Está claro que con la camarada Palacio no
salíamos a piquetear habitualmente juntos en las puertas
de las fábricas. Ello hubiera sido contrario a las
más elementales normas de la clandestinidad proletaria,
tan cuidada y observada por el camarada José, el
intelectual plus del Partido, el único que usaba lentes
-además de yo, pero yo lo hacía de puro coqueto.
Él no, era un intelectual en serio (miope, culo de
botella), aunque rechazara con una sonrisa halagada que lo
calificáramos de esa manera, muy impropia de un militante
-y menos de un dirigente- de esa internacional proletaria tan
rigurosa en sus principios de clase. Nunca lo
conversábamos pero seguramente él había
leído atentamente las tesis de Kautsky, de Plejanov, de
Lenin, y, claro, de Trotzky sobre las claudicaciones de clase de
los intelectuales que no se hermanaban naturalmente con los
cuadros proletarios y su ideología que era, eso sí,
revolucionaria por naturaleza.
No, con la camarada Palacio raramente
salíamos a militar juntos. No había que mezclar
nada. No confundir el calor de las sábanas con los ardores
militantes. Ella en su célula y su agrupación, yo
en las mías.
Los dos veníamos de universos bastante
distintos. Ella era de origen centro europeo, judíos
polacos para ser más precisos. Gente de aldea campesina y
rezadores a la luz de la luna. Aunque ella se divertía con
adjudicarse un origen ruso blanco. Ruso Blanco,
¡qué bien! decían conspicuos profesores del
Colegio Militar cuando organizaban salidas conjuntas de cadetes
con chicas de los liceos de señoritas (donde
también enseñaban), para aventar con esa clase de
comentarios sus temores de que por allí revolotearan
algunas nietas del Rey Salomón, no fueran a contaminar las
prístinas aguas de la noble Raza Hispana. Aunque sus
dislates racistas fueran hace tiempo sobrepasados por las
oleadas de italianos, griegos, libaneses y hasta sudamericanos
que llegaban a nuestras playas y fronteras, como bien puede
observarse en los apellidos de nuestros cercanos, en el tiempo,
almirantes y generales. Y aunque como opinaba el padre de
Mari, un valenciano libertario y bueno como el pan, mientras
comíamos butifarras acompañadas con chatos de
manzanilla: Que todos los españoles tenemos mezcladas las
sangres de moros y cristianos en nuestra genética
Los familiares de la camarada Palacio eran
agnósticos y hasta progresistas y don David era pro
soviético. El abuelo, el padre de doña Ite, era
originario de aquellas estepas plagadas de cosacos y caballos. Un
viejito chinchudo, cerrado observante de las prácticas
tradicionales religiosas hebreas, idish parlante negado a
cualquier cosa que no fuera su sinagoga, sus amigos y los
cigarrillos que juntaba en la calle para desarmarlos y así
fabricar los propios, costumbre adquirida sin ninguna duda en los
rigores de aquella guerra absurda. Tan ajeno a todo era que a
mí ni me veía, ni sabía que había un
goi paraguayo metido en la familia que intimaba con su nieta, me
saludaba tocándose el ala del sombrero y pasaba de largo,
hacia la calle, a parar el tráfico sobre Juan B. Justo con
el bastón para poder cruzar rumbo a la sinagoga, tan
etéreo y flaquito que parecía una de esas figuras
voladoras de Chagall. Don David, que se había hecho
cargo del traslado hasta aquí de toda la paisanada
sobreviviente del desastre, le había construido un
departamentito completo dentro de la majestuosa nave de Villa
Luro para que se cocinara e hiciera su vida sin atormentarlos a
todos ellos con sus reclamos contra el cerdo, la cocina de los
sábados y las comilonas de los domingos. El abuelo de la
camarada Palacio había llegado al país junto a su
hijo, su mujer y su nieta, traído cuando aquel
desastre lunático terminó y ellos se habían
salvado justo a tiempo cruzando la imprecisa frontera con la URSS
al ser invadida Polonia por las hordas teutónicas y les
habían dado a optar: quien se hiciera ciudadano
soviético podía quedarse cerca de la frontera.
Quien no, pues a la retaguardia, a los páramos de Siberia
donde estarían a salvo pero no representarían un
peligro para la Patria Socialista. Ellos, el hermano de
doña Ite, Jaime, su novia Rifke -que después
sería su mujer- y el padre rabínico optaron por no
adquirir la ciudadanía de los Soviets y fueron de los que
se salvaron trabajando de lo que podían y protegidos por
los campesinos siberianos. Los que se radicaron en la frontera
del lado soviético fueron arrollados cuando la maquinaria
bélica nazi invadió la URSS y avanzó,
imparable, casi hasta Moscú, mientras Stalin gemía
de miedo en su dacha y el pueblo sovético paraba la mano
genocida al costo de veinte millones de víctimas. La
madre de doña Ite se había muerto poco antes,
paralizada de susto frente a las bombas hitlerianas. Los hermanos
se salvaron, no vivían ya en Sarnaki, dispersos en
Varsovia, Lodz y otros sitios con sus mujeres e
hijos.
El abuelo de la camarada Raquel usaba una larga
barba gris rabínica. Contaban que cuando los cosacos del
frente antisoviético llegaban al pueblo durante la Guerra
Revolucionaria, cuando el país de los Soviets llegó
a estar reducido a un espacio tan pequeño como la
provincia de Buenos Aires, los Blancos se divertían
estirándole la barba y le gritaban ¡Trotzky,
Trotzky!, me imagino que ante la mirada despavorida de las
mujeres y los chicos, en ese pequeño pueblo judío
al que todos querían -seguramente- saquear y desvastar.
Usaba largo gabán y sombrero de ala y algunos tíos
se habían escapado justo a tiempo de las hordas
hitlerianas; Otras tías y parientes cercanos habían
desaparecido en campos ignominiosos y otras se habían
salvado y tan campantes me miraban ahora como a sapo de otro
pozo.
Porque yo no era un buen partido para esa chica
tan inteligente pero muy tímida que ellos llamaban
Rújale. Yo era goi -anche ateo-, pobre, morocho y
trotzkista. Y no era un morocho buen muchacho como los turcos
sefaradíes, yo era un morocho guaraní.
¿Paraguayo? ¿Y de qué trabaja?: empleaducho,
siempre flaco y con cara de hambriento y para colmo
revolucionario. ¿Profesión, joven?: Revolucionario,
señora y además estudio Derecho. Y me gusta
escribir. Parece un boin muchacho pero no es para Rújale,
imaginate, ella tan inteligente y estudia Arquitectura, no
cualquiera, se queda sin dormir para sus famosas Entregas.
¿Y dónde vive, joven Tomás? En una
pensión en Congreso, sobre Avenida de Mayo, en una pieza
para cuatro. ¿Y su familia? Están en el interior,
somos cinco hermanos, las dos mayores casadas, mi hermano es casi
Ingeniero, estudia en La Plata y mi hermanita de doce años
vive con mis padres. ¡Ah, de la misma edad de
Císele, la menor de las mías, ella también
nació después de la guerra!
Fue una especie de homenaje, ¿sabés
Tomás? Mi vieja se embarazó después de que
se enteraron del trágico final de los parientes de Sarnak,
Losice y alrededores. Cuando mi viejo y sus hermanos vieron en un
libro de relatos de sobrevivientes, la forma en que la
habían matado a mi tía se encerraron y lloraban
golpeándose la cabeza contra la pared.
¿Sabés que dicen que era igualita a mí?
¿Y con esas mismas tetitas, piba? Salí, tarado,
sacame esa mano. Y terminá de levantarte que va a
venir mi vieja y nos va encontrar a los dos adentro de mi
pieza.
Veníamos desde distinta dimensión
tiempo-espacial . Los dos cargados de problemas y de proyectos
brillantes; unidos en ese estar hermanados, convencidos de
que la hora de los pueblos estaba al alcance de la mano.
¿Cómo no creerlo si hasta en una pequeña
isla del Caribe les acababa de nacer un grano barbudo en el culo
a los dueños del mundo? Y los satélites
soviéticos haciéndoles pip-pip alrededor de sus
cabezotas sajonas. ¿Y los camiones que había
traído la URSS para la Exposición del
Sesquicentenario? Eran tan enormes -y bestiales- que había
que subir por una larga escalera hasta la cabina. Si hasta
Frondizi coqueteaba con ellos. Y el Che les había pasado
el plumero en Punta del Este.
Nosotros disentíamos profundamente con los
stalinistas, como llamábamos a la gente del PC. Ellos eran
parte del entramado burocrático que sofocaba la
prístina ideología de la vanguardia proletaria.
Junto con la dirección -bonapartista- de Perón se
dedicaban a desviar ideológicamente a las masas en ascenso
incontenible. Y ese ascenso imparable se daba gracias a la
Revolución Colonial, verdadero motor de la
Revolución Mundial, ahora que habían claudicado
todas las direcciones burguesas y burocráticas y que ya ni
la propia burocracia soviética ni la del glacís
(¿? – los países satélites) podían
desviar el ascenso incontenible de la Revolución
Política en los Estados Obreros. Y no era socialismo o
barbarie. Era un destino socialista y revolucionario inevitable e
indiscutido para toda la humanidad.
Don David, el papá pro PC de la camarada
Palacio, nos discutía en la cocina luminosa de la casa de
Liniers, frente a la avenida por donde pasaban, veloces, las
luces de los autos Y nos decía que gracias a Stalin se
había logrado aplastar al nazismo y gracias a Stalin se
había logrado extender el área de dominio de los
gobiernos populares desde las fronteras de Europa occidental y
hasta los confines de Asia. Yo lo miraba con sorna mientras
doña Ite se afanaba sobre los platos de la cena y la
camarada Palacio nos decía que se iba arriba, al Estudio,
a continuar con el plano del concurso al que pensaban presentarse
ahora nomás, para remodelar y reciclar la vieja
Estación del Ferrocarril Oeste, en Junín, con un
grupo de compañeros de Arquitectura.
Pero entonces doña Ite interrumpía y
nos ofrecía café. ¿No querrá,
Tomás, jugar una partida de ajedrez con Duvet? A él
también le gusta mucho. Y cómo no me iba a
gustar, era el primer gesto de interés que demostraban por
mí, tan ajeno todavía a este buen pasar de
burguesía acomodada. Hacia mí, con mi eterno buzo
marrón, mi pantalón marrón, mi sobretodo
largo marrón y mi mala costumbre de bañarme una vez
por mes. Y además, bueno, no era tan malo jugando al
ajedrez, alguna vez le había ganado al supercampeón
de mi hermano Jorge y hasta había salido tercero
-él, primero- en un concurso del pueblo.
Para mí el ajedrez era bruta inocencia, sin
jugadas pensadas, enfrentando cada escaramuza con la pura
intuición de un soldado en la trinchera y eso de andar
estudiando las partidas de campeones internacionales que
aparecían en La Nación me parecía cosa de
inútiles amariconados.
Y don David pela el tablero brillante de madera,
ubica los trebejos de hueso -¿marfil?, no creo- en su
lugar mientras la camarada Palacio vuelve a bajar desde el
Estudio donde deja descansar los rollos de planos y los pedacitos
de cartulina y telgopor del tan anhelado concurso de
Junín, prendemos el enésimo cigarrillo negro y nos
acomodamos los cuatro alrededor de la mesa de Fórmica del
enorme comedor diario-cocina con vista a la Avenida. Doña
Ite ofrece cafés y macarundlaj y se acercan, curiosos, los
primitos que viven en las casas cercanas y yo me siento integrado
por primera vez a esa familia, aceptado, quizás, en ese
como enorme barco que descansa en medio de la niebla de Juan B.
Justo, donde pasan veloces las luces de los autos rezagados en la
alta noche. El lugar es tan amable, tan alejado de mi
pensión de Avenida de Mayo y de mis compañeros que
ya estarían dormidos como buenos laburantes. Y todos mis
planes y proyectos eran, esa noche, pasarla bien con esos
extraños y amables burgueses para luego subir con su
pequeña hija, la camarada Palacio, a su
Estudio, ayudarla con la plasticola y el telgopor mientras
ella repiensa los detalles del proyecto, observar bien que todos
estén durmiendo, la hermanita Cecilia, los padres ya
acostados y con la luz apagada (El Gordo no, debe andar jodiendo
por ahí y la hermana Sara ya se casó y no vive con
ellos), fumarnos el enésimo cigarrillo, la camarada
Palacio se lavará los dientes en el baño y
después nos meteremos en su cuarto, con la puerta cerrada
y el velador encendido a sacarnos piel contra piel las tensiones
del día.
Pero todavía no, ahora estamos en el
puesto de mando de esa supernave estacionada junto a la Avenida
quieta y don David me ofrece amablemente los dos puños
cerrados, usted elije Tomás y yo le señalo el
puño derecho y me pongo contento porque me salieron las
negras, que son las que más me gustan, quizás
porque no son las que mandan, quizás por un cierto racismo
morocho, un orgullo resentido de mi lado
guaraní.
Y empezó la diversión. Tradicional
peón cuatro rey de las blancas, tradicional respuesta de
mis negras. Siempre me pudrieron los comienzos del ajedrez, tan
cantados y tan sosos. ¿Un poquito de visqui, Tomás?
Y cómo no, señora. Para mí no, Ite, tengo
que estar muy temprano en la fábrica. Dame, vieja, que
sirvo yo. ¿Se levanta todos los días temprano, don
David? Todos los días a las cinco de la mañana, me
van a nombrar sereno dentro de poco, en la fábrica. Gesto
de amable asombro mientras pienso estos burgueses no paran de
acumular la guita aunque ya estén hechos. Y es como si me
adivinara, la doña Ite. Me mira fijo a los ojos: Duvet
trabaja así desde toda la vida, Tomás. Cuando
éramos novios, en Sarnaki, trabajaba en la
carpintería de su tío y así juntó,
peso sobre peso, el dinero para animarse a venir hasta
acá, solo, a los diez y nueve años. Y fue como
decirme y vos, vaguito, ¿qué hacés
estudiando y dándole vuelta a ese asunto de la
Revolución mientras tratás de seducirla a mi hijita
tan laboriosa ella? Acá tenés el ejemplo de un
verdadero hombre, alguien que asumió sus deberes
allá por el año treinta y se desloma día
tras día para darle trabajo a sus obreros, traerse a casi
toda su familia -bueno, a los que no pudieron no, pobrecitos, a
ellos los liquidó la bestia negra antisemita, ¿no
serás vos también antisemita, Tomas? Y, puede ser,
un poco, doña ¿Sabe que que yo siempre tuve la
fantasía de cogerme a una judía jovencita y virgen
como la suya? ¿Será porque mis parientes me
decían, de chico, que los judíos escupen y porque
el cura nos enseñaba que los muy perversos habían
traicionado y matado a Cristo como bien se demostraba con el
hecho de que el traidor que lo entregó se llamaba Judas,
es decir jud-as, judío? ¿Pero no eran todos
judíos, Padre? Jesús, María, José,
los apóstoles y hasta los burros y vacas del pesebre. Eran
todos judíos, ¿no? Pero, doña, déjeme
de joder, yo hace ya varios años que me declaré
ateo y que no soporto ni a los curas ni a los rabinos ni a los
mufti, ni a nada con sotana y barba, que con las tripas del
último cura ahorcaremos al último militar y que
después vino lo de la Revolución y el marxismo,
limpio como una navaja que degüella y va a barrer con todos
ustedes, burgueses de mierda y va a dejar a nuestra
disposición, bien bañadas y entalcadas a todas
vuestras hijitas. Y va a pasar como una tromba sobre todos los
prejuicios y las dominaciones el día en que el triunfo
alcancemos, bueno, usted juega, Tomás.
Y recién me doy cuenta, yo, Tomás,
que la mano ha cambiado, ya no es la amable partida en la amable
casa burguesa de la camarada Palacio con el Old Smuggler bien
provisto y los negros Clásicos sin filtro al alcance de la
mano. No, Tomasito, la mano cambió, este burgués
movió el alfil y el caballo en forma insólita,
así no, eh, jugamos limpio o no, te están haciendo
pelota mientras te miran sonriendo y seguro que piensan,
¿a este boludo lo eligió la Inteligente de
Raquelita? ¿Esta es la famosa vanguardia que se ríe
de nosotros? Tomá y tomá, Tomás y cuando la
camarada Palacio baja por enésima vez del Estudio me
encuentra azorado, hecho pelota y recién ahora se le
ocurre contarme que el padre, don David, juega todos los
días en el bar Unión y hasta alguna vez le
ganó -bien que en simultáneas- al propio Najdorf Y
que para colmo de males y desgracias era campeón de
tercera ¿Y ahora me lo decís, enana, vos
también querías verme basureado por tu viejo,
qué clase de camarada sos vos que me dejás en la
estacada y te vas a masajear el ego con tu proyecto?
Pero ya es tarde, demasiado tarde. Estoy
arrinconado como gato entre la leña, un pobre indiecito
como yo, hijito rebelde de mi vieja francesa de la Sabana del
Chaco, sedicente vanguardia de un proletariado que no te da ni la
hora, seguidores como son de un cerdo burgués como el que
te jedi. Y ya don David, con sonrisa oculta y ante la sonrisa no
tan oculta de doña Ite vuelve a armar el tablero. Y
¿la revancha, Tomás? mire, le doy la dama de
ventaja porque yo juego hace mucho tiempo. Tome las blancas
así va a estar mejor. Y la camarada Palacio que vuelve a
desaparecer tras su proyecto pensando seguramente, ahora el
camarada Chávez le va a devolver la paliza a este viejo
burgués que tengo. Yo ya comienzo perdiendo, omnubilado,
sin capacidad de respuesta, chiquitito como cuando me retaron
allá, a los cinco años, por sacar una maderita sin
permiso de un galpón que lindaba con nuestra casa.
Obnubilado por el Old Smuggler, resecado por los cuarenta
Clásicos sin filtro, por mi cama, allá en la
pensión de Avenida de Mayo, fría en la fría
habitación para cuatro donde los otros tres
estarían durmiendo porque son laburantes.
Y pierdo otra vez, la cara rubicunda de Ite
revienta de gozo, don David no, es un buen tipo pero
está metido en su propio ego y en el plan perverso de su
mujer y la camarada Palacio tan oronda que sube y baja sin
pausa.
Y, claro, el remate. Juegue con Ite, Tomás,
ella también sabe. Y qué le voy a hacer. Estoy
entregado, perdido, como uno de esos dos bueyes que habían
caído dentro del pozo de agua, en Palo Santo, con sus ojos
asaltados por el terror y su lengua gorda, que mujen y mujen. Mi
humillación ha crecido hasta dominarme por completo, me ha
dejado sin respuesta, rendido. Doña Ite juega ahora, con
una sonrisa perversa en los labios golosos mientras su marido le
dicta, paso a paso, las jugadas más
convenientes.
¿Ya te vas, Tomás, no ibas a
quedarte para ayudarme con el concurso? No me comentaste nada que
tenías la reunión con el camarada
José.
El viejo reloj alemán Bürke, a cuerda,
ha vuelto a gemir y me he sobresaltado, siempre tengo miedo
de que alguna vez se calle para siempre, nada es eterno, todo
termina más tarde o más temprano. Como seguramente
ya han terminado, arruinadas, muchas de las esbeltas muchachas
que hacían cola para fichar, a las seis menos cuarto en la
alta vereda de la calle Montes de Oca, apretando la entrepierna
para que no se les escape el agua acumulada en sus lindas
barrigas, tras dos horas de viaje desde su casita en José
C. Paz o en José León Suárez o en Ezpeleta,
donde todavía sus hijos estarán arropaditos en sus
frazadas, quizás de a dos o de a tres en la misma cama. Y
su marido ya se habrá levantado para controlar el aceite
de la F4 de quinta mano que usa para el flete y en la que van,
quizás, todos, los domingos, a los piletones
públicos de Ezeiza, a comer un asado, llevando
también a los vagos del bar del Mosquito y hasta a don
Domingo y doña Elsa y a la cuñada del
Julián, esa turra con ojos de huevo que se lo quiere
levantar a mi marido.
Y por entre la oscuridad de la noche se desvanecen
las figuras del pasado, la cocina del barco en Villa Luro, las
veredas húmedas de Montes de Oca, las piernas con medias
de lana de las proletarias textiles que hacen la cola para fichar
y vuelve a aparecer tu mano, antes tan joven y perfumada, ahora
tan pálida y fría y hasta, con suerte,
también tus párpados finamente cubiertos y tus
largas pestañas de diosa de la noche. Y me tomo otro
amargo, ya medio lavado. Ya hace ya muchos años que
dejé el untuoso humo del tabaco, justo antes -espero- de
que empezara a dejarme a mí.
Acabado -es un decir- en la Caverna del Búho, a
las ocho horas del jueves ocho de agosto del año del
señor de dos mil doce, año segundo de Cristina,
nublado, frío pero soportable, Isis Itinerante en mengua,
a mitad de este crudo invierno porteño.
Autor:
Karos Nielda