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¿Quien arruga la sabana?




Enviado por Karos Nielda




    ¿Quién arruga la sábana? –
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    ¿Quién arruga la
    sábana?

     Por más que me esforcé, solo pude
    distinguir en la oscuridad  la mano flaca y arrugada que se
    retiraba. No sé por se me hizo una cucaracha, porque una
    cucaracha suele ser un ente frío, negro, brillante y
    movedizo. Y esta mano era más bien lo contrario: la piel
    arrugada y amarilla de una mujer que ya no era hermosa aunque se
    marcara los párpados con una línea atrevida y que
    sus pestañas volaran  en el aire. ¿Eras vos?
    ¿Viniste a verme? 

     El reloj de la sala dio un pequeño suspiro,
    sin duda agobiado por sus años. Claro, era este viejo
    tarjetero alemán marca Bürke donde, en larga fila,
    seguramente, marcaban sus horas  de trabajo allá
    por los años treinta, las miles de trabajadoras
    textiles con el pelo ceñido por pañuelos en general
    de colores y sus  pechos untuosos, ocultos tras espesos
    sacones de invierno. Pero vos, en el treinta,  ni estabas
    proyectado, Tomás, aunque tu viejo era ingeniero. Y tu
    vieja era tan creyente que los hijos nacían con la
    regularidad de los dos años, de dos en dos, marcados por
    el reloj biológico. 

     Esa larga fila de relojes Bürke, estaban,
    quizás, en alguna foto sepia de aquellos años, pero
    después los habían cambiado por unos aburridos
    aparatos -seguramente made in USA- también pintados de
    amarillo industrial. Lo que sí se habían mantenido
    en mil novecientos sesenta y tantos eran los soportes para las
    miles de tarjetas de las obreras que cada mañana se
    apuraban para entrar al laburo. Claro, eran las seis menos cuarto
    de la mañana y en la oscuridad de la noche de Barracas
    ellas venían quizás de lugares distantes, con
    extrañas combinaciones de transportes que las arrastraban
    lejos del calor del hogar y la cocina donde habían
    calentado el agua y donde habían tomado sus mates, de
    paradas nomás,  para salir enseguida a la fría
    llovizna del invierno.

     Con la camarada Palacio las esperábamos, a
    veces, en la vereda, justo en la puerta de entrada y ante la
    mirada entre socarrona y feroz de los guardias de seguridad que
    ya estaban acostumbrados a vernos, semana a semana, distribuyendo
    las últimas novedades de la revolución y la lucha
    de clases, enfundados cuidadosamente en casacas de cuero, gorras
    y bufandas que no sólo nos protegían del
    frío sino que también nos salvaban del fichaje de
    esos Ambrosios, siempre interesados en obtener de nosotros los
    menores detalles que facilitaran nuestra identificación en
    algún archivo de Informaciones del que se pudiera hacer un
    buen uso algún día de estos. 

     Ellas venían presurosas, el paso apretado,
    en grupos de quince o de veinte, no porque fueran amigas y
    estuvieran de regreso de una fiesta de locura y alcohol sino
    porque las había juntado el azar de compartir el
    último colectivo donde se amontonaron, quizás en
    Retiro o en Constitución, o en Chacarita, después
    de haber cerrado con doble llave la puerta de calle,
     después de caminar por las veredas embarradas y en
    sombra de su barrio, después de tomar el tren de las 4:10
    al que subieron contentas por haber podido trepar al
    último peldaño disponible del último
    vagón, protegidas por manos duras y apretadas por cuerpos
    amables pero enhiestos, y dispuestas a soportar olores
    extraños cubiertos piadosamente por alguna colonia de
    ocasión. Algunas de ellas habrán tenido que
    aguantar en silencio que manos anónimas les hurgaran el
    cuerpo mientras el tren atravesaba la noche cubierta de neblina y
    frío y habrán bajado y vuelto a subir en cada
    estación y quizás alguna hasta haya comprado un
    cubanito para matar el hambre, al purrete que se acercaba a cada
    puerta del tren, en cada estación, donde ellos, los
    chiquitos, aprovechaban las horas de actividad ferroviaria para
    ayudar a la economía familiar antes de volverse a sus casa
    por calles de barro y sombra a descansar quizás un ratito
    antes de  salir de nuevo para ir a la
    escuela

     Con la camarada Palacio vivíamos desde
    hacía un año en un departamentito por escalera en
    Villa del Parque, del cual  nos había salido como
    garante su padre, un empresario metalúrgico, camarada de
    ruta de los estalinistas. Porque la camarada Palacio era de
    familia burguesa, toda una definición para la gente de
    nuestro equipo. A mí, antes de empezar a tener una
    relación sentimental con ella, se me venía  la
    idea de una casa oscura, con muebles lustrosos y redondeados, con
    parques, perros y un señor, el padre, tomando por las
    mañanas su lujoso automóvil con chofer, de uniforme
    gris. Don David, fabulaba yo, iba vestido con chaqueta,
    bombín y bastón de caña y el chofer le
    abría la puerta del auto, obsequioso. Pero el papá
    de la camarada Palacio era un hombre sencillo. Seguro que no
    aprobaba nuestra relación tan informal y militante aunque,
    de puro buen tipo que era, no se metía en nuestras cosas y
    nos miraba desde lejos, amable y preocupado. En realidad no era
    él el preocupado sino su mujer, doña Ite, pulposa y
    sensual dueña de la casa, propietaria frustrada de sus
    hijas y fanática partidaria del hijo varón, un buen
    Mauricio al que le decían El Gordo para diferenciarlo del
    otro Mauricio, su primo,  El Flaco. Sin embargo la pobre
    deña Ite no podía hacer nada frente al indomable
    carácter de la camarada Palacio, pequeña bestia
    negra de sus afanes protectores.

     Está claro que con la camarada Palacio no
    salíamos a piquetear habitualmente juntos en las puertas
    de las fábricas. Ello hubiera sido contrario a las
    más elementales normas de la clandestinidad proletaria,
    tan cuidada y observada por el camarada José, el
    intelectual plus del Partido, el único que usaba lentes
    -además de yo, pero yo lo hacía de puro coqueto.
    Él no, era un intelectual en serio (miope, culo de
    botella), aunque rechazara con una sonrisa halagada que lo
    calificáramos de esa manera, muy impropia de un militante
    -y menos de un dirigente- de esa internacional proletaria tan
    rigurosa en sus principios de clase. Nunca lo
    conversábamos pero seguramente él había
    leído atentamente las tesis de Kautsky, de Plejanov, de
    Lenin, y, claro, de Trotzky sobre las claudicaciones de clase de
    los intelectuales que no se hermanaban naturalmente con los
    cuadros proletarios y su ideología que era, eso sí,
    revolucionaria por naturaleza

      No, con la camarada Palacio raramente
    salíamos a militar juntos. No había que mezclar
    nada. No confundir el calor de las sábanas con los ardores
    militantes. Ella en su célula y su agrupación, yo
    en las mías.

     Los dos veníamos de universos bastante
    distintos. Ella era de origen centro europeo, judíos
    polacos para ser más precisos. Gente de aldea campesina y
    rezadores a la luz de la luna. Aunque ella se divertía con
    adjudicarse un origen ruso blanco.  Ruso Blanco,
    ¡qué bien! decían conspicuos profesores del
    Colegio Militar cuando organizaban salidas conjuntas de cadetes
    con chicas de los liceos de señoritas (donde
    también enseñaban), para aventar con esa clase de
    comentarios sus temores de que por allí revolotearan
    algunas nietas del Rey Salomón, no fueran a contaminar las
    prístinas aguas de la noble Raza Hispana. Aunque sus
     dislates racistas fueran hace tiempo sobrepasados por las
    oleadas de italianos, griegos, libaneses y hasta sudamericanos
    que llegaban a nuestras playas y fronteras, como bien puede
    observarse en los apellidos de nuestros cercanos, en el tiempo,
     almirantes y generales. Y aunque como opinaba el padre de
    Mari, un valenciano libertario y bueno como el pan, mientras
    comíamos butifarras acompañadas con chatos de
    manzanilla: Que todos los españoles tenemos mezcladas las
    sangres de moros y cristianos en nuestra genética
     

     Los familiares de la camarada Palacio eran
    agnósticos y hasta progresistas y  don David era pro
    soviético. El abuelo, el padre de doña Ite, era
    originario de aquellas estepas plagadas de cosacos y caballos. Un
    viejito chinchudo, cerrado observante de las prácticas
    tradicionales religiosas hebreas, idish parlante negado a
    cualquier cosa que no fuera su sinagoga, sus amigos y los
    cigarrillos que juntaba en la calle para desarmarlos y así
    fabricar los propios, costumbre adquirida sin ninguna duda en los
    rigores de aquella guerra absurda. Tan ajeno a todo era que a
    mí ni me veía, ni sabía que había un
    goi paraguayo metido en la familia que intimaba con su nieta, me
    saludaba tocándose el ala del sombrero y pasaba de largo,
    hacia la calle, a parar el tráfico sobre Juan B. Justo con
    el bastón para poder cruzar rumbo a la sinagoga,  tan
    etéreo y flaquito que parecía una de esas figuras
    voladoras de Chagall.  Don David, que se había hecho
    cargo del traslado hasta aquí de toda la paisanada
    sobreviviente del desastre, le había construido un
    departamentito completo dentro de la majestuosa nave de Villa
    Luro para que se cocinara e hiciera su vida sin atormentarlos a
    todos ellos con sus reclamos contra el cerdo, la cocina de los
    sábados y las comilonas de los domingos. El abuelo de la
    camarada Palacio había llegado al país junto a su
    hijo, su mujer y su nieta,   traído cuando aquel
    desastre lunático terminó y ellos se habían
    salvado justo a tiempo cruzando la imprecisa frontera con la URSS
    al ser invadida Polonia por las hordas teutónicas y les
    habían dado a optar: quien se hiciera ciudadano
    soviético podía quedarse cerca de la frontera.
    Quien no, pues a la retaguardia, a los páramos de Siberia
    donde estarían a salvo pero no representarían un
    peligro para la Patria Socialista. Ellos, el hermano de
    doña Ite, Jaime, su novia Rifke -que después
    sería su mujer- y el padre rabínico optaron por no
    adquirir la ciudadanía de los Soviets y fueron de los que
    se salvaron trabajando de lo que podían y protegidos por
    los campesinos siberianos. Los que se radicaron en la frontera
    del lado soviético fueron arrollados cuando la maquinaria
    bélica nazi invadió la URSS y avanzó,
    imparable, casi hasta Moscú, mientras Stalin gemía
    de miedo en su dacha y el pueblo sovético paraba la mano
    genocida al costo de veinte millones de víctimas.  La
    madre de doña Ite se había muerto poco antes,
    paralizada de susto frente a las bombas hitlerianas. Los hermanos
    se salvaron, no vivían ya en Sarnaki, dispersos en
    Varsovia, Lodz y otros sitios con sus mujeres e
     hijos. 

     El abuelo de la camarada Raquel usaba una larga
    barba gris rabínica. Contaban que cuando los cosacos del
    frente antisoviético llegaban al pueblo durante la Guerra
    Revolucionaria, cuando el país de los Soviets llegó
    a estar reducido a un espacio tan pequeño como la
    provincia de Buenos Aires, los Blancos se divertían
    estirándole la barba y le gritaban ¡Trotzky,
    Trotzky!, me imagino que ante la mirada despavorida de las
    mujeres y los chicos, en ese pequeño pueblo judío
    al que todos querían -seguramente- saquear y desvastar.
    Usaba largo gabán y sombrero de ala y algunos tíos
    se habían escapado justo a tiempo de las hordas
    hitlerianas; Otras tías y parientes cercanos habían
    desaparecido en campos ignominiosos y otras se habían
    salvado y tan campantes me miraban ahora como a sapo de otro
    pozo. 

      Porque yo no era un buen partido para esa chica
    tan inteligente pero muy tímida que ellos llamaban
    Rújale. Yo era goi -anche ateo-, pobre, morocho y
    trotzkista. Y no era un morocho buen muchacho como los turcos
    sefaradíes, yo era un morocho guaraní.
    ¿Paraguayo? ¿Y de qué trabaja?: empleaducho,
    siempre flaco y con cara de hambriento y para colmo
    revolucionario. ¿Profesión, joven?: Revolucionario,
    señora y además estudio Derecho. Y me gusta
    escribir. Parece un boin muchacho pero no es para Rújale,
    imaginate, ella tan inteligente y estudia Arquitectura, no
    cualquiera, se queda sin dormir para sus famosas Entregas.
    ¿Y dónde vive, joven Tomás? En una
    pensión en Congreso, sobre Avenida de Mayo, en una pieza
    para cuatro. ¿Y su familia? Están en el interior,
    somos cinco hermanos, las dos mayores casadas, mi hermano es casi
    Ingeniero, estudia en La Plata y mi hermanita de doce años
    vive con mis padres. ¡Ah, de la misma edad de
    Císele, la menor de las mías, ella también
    nació después de la guerra! 

     Fue una especie de homenaje, ¿sabés
    Tomás? Mi vieja se embarazó después de que
    se enteraron del trágico final de los parientes de Sarnak,
    Losice y alrededores. Cuando mi viejo y sus hermanos vieron en un
    libro de relatos de sobrevivientes, la forma en que la
    habían matado a mi tía se encerraron y lloraban
    golpeándose la cabeza contra la pared.
    ¿Sabés que dicen que era igualita a mí?
    ¿Y con esas mismas tetitas, piba? Salí, tarado,
    sacame esa mano. Y  terminá de levantarte que va a
    venir mi vieja y nos va encontrar a los dos adentro de mi
    pieza.

     Veníamos desde distinta dimensión
    tiempo-espacial . Los dos cargados de problemas y de proyectos
    brillantes;  unidos en ese estar hermanados, convencidos de
    que la hora de los pueblos estaba al alcance de la mano.
    ¿Cómo no creerlo si hasta en una pequeña
    isla del Caribe les acababa de nacer un grano barbudo en el culo
    a los dueños del mundo? Y los satélites
    soviéticos haciéndoles pip-pip alrededor de sus
    cabezotas sajonas. ¿Y los camiones que había
    traído la URSS para la Exposición del
    Sesquicentenario? Eran tan enormes -y bestiales- que había
    que subir por una larga escalera hasta la cabina. Si hasta
    Frondizi coqueteaba con ellos. Y el Che les había pasado
    el plumero en Punta del Este.

     Nosotros disentíamos profundamente con los
    stalinistas, como llamábamos a la gente del PC. Ellos eran
    parte del entramado burocrático que sofocaba la
    prístina ideología de la vanguardia proletaria.
    Junto con la dirección -bonapartista- de Perón se
    dedicaban a desviar ideológicamente a las masas en ascenso
    incontenible. Y ese ascenso imparable se daba  gracias a la
    Revolución Colonial, verdadero motor de la
    Revolución Mundial, ahora que habían claudicado
    todas las direcciones burguesas y burocráticas y que ya ni
    la propia burocracia soviética ni la del glacís
    (¿? – los países satélites) podían
    desviar el ascenso incontenible de la Revolución
    Política en los Estados Obreros. Y no era socialismo o
    barbarie. Era un destino socialista y revolucionario inevitable e
    indiscutido para toda la humanidad.

     Don David, el papá pro PC de la camarada
    Palacio, nos discutía en la cocina luminosa de la casa de
    Liniers, frente a la avenida por donde pasaban, veloces, las
    luces de los autos Y nos decía que gracias a Stalin se
    había logrado aplastar al nazismo y gracias a Stalin se
    había logrado extender el área de dominio de los
    gobiernos populares desde las fronteras de Europa occidental y
    hasta los confines de Asia. Yo lo miraba con sorna mientras
    doña Ite se afanaba sobre los platos de la cena y la
    camarada Palacio nos decía que se iba arriba, al Estudio,
    a continuar con el plano del concurso al que pensaban presentarse
    ahora nomás, para remodelar y reciclar la vieja
    Estación del Ferrocarril Oeste, en Junín, con un
    grupo de compañeros de Arquitectura.

     Pero entonces doña Ite interrumpía y
    nos ofrecía café. ¿No querrá,
    Tomás, jugar una partida de ajedrez con Duvet? A él
    también le gusta mucho.  Y cómo no me iba a
    gustar, era el primer gesto de interés que demostraban por
    mí, tan ajeno todavía a este buen pasar de
    burguesía acomodada. Hacia mí, con mi eterno buzo
    marrón, mi pantalón marrón, mi sobretodo
    largo marrón y mi mala costumbre de bañarme una vez
    por mes. Y además, bueno, no era tan malo jugando al
    ajedrez, alguna vez le había ganado al supercampeón
    de  mi hermano Jorge y hasta había salido tercero
    -él, primero- en un concurso del pueblo. 

     Para mí el ajedrez era bruta inocencia, sin
    jugadas pensadas, enfrentando cada escaramuza con la pura
    intuición de un soldado en la trinchera y eso de andar
    estudiando las partidas de campeones internacionales que
    aparecían en La Nación me parecía cosa de
    inútiles amariconados.

     Y don David pela el tablero brillante de madera,
    ubica los trebejos de hueso -¿marfil?, no creo- en su
    lugar mientras la camarada Palacio vuelve a bajar desde el
    Estudio donde deja descansar los rollos de planos y los pedacitos
    de cartulina y telgopor del tan anhelado concurso de
    Junín, prendemos el enésimo cigarrillo negro y nos
    acomodamos los cuatro alrededor de la mesa de Fórmica del
    enorme comedor diario-cocina con vista a la Avenida. Doña
    Ite ofrece cafés y macarundlaj y se acercan, curiosos, los
    primitos que viven en las casas cercanas y yo me siento integrado
    por primera vez a esa familia, aceptado, quizás, en ese
    como enorme barco que descansa en medio de la niebla de Juan B.
    Justo, donde pasan veloces las luces de los autos rezagados en la
    alta noche. El lugar es tan amable, tan alejado de mi
    pensión de Avenida de Mayo y de mis compañeros que
    ya estarían dormidos como buenos laburantes. Y todos mis
    planes y proyectos eran, esa noche, pasarla bien con esos
    extraños y amables burgueses para luego subir con su
    pequeña  hija, la camarada Palacio, a su
    Estudio, ayudarla con la plasticola  y el telgopor mientras
    ella repiensa los detalles del proyecto, observar bien que todos
    estén durmiendo, la hermanita Cecilia, los padres ya
    acostados y con la luz apagada (El Gordo no, debe andar jodiendo
    por ahí y la hermana Sara ya se casó y no vive con
    ellos), fumarnos el enésimo cigarrillo, la camarada
    Palacio se lavará los dientes en el baño y
    después nos meteremos en su cuarto, con la puerta cerrada
    y el velador encendido a sacarnos piel contra piel las tensiones
    del día.

      Pero todavía no, ahora estamos en el
    puesto de mando de esa supernave estacionada junto a la Avenida
    quieta y don David me ofrece amablemente los dos puños
    cerrados, usted elije Tomás y yo le señalo el
    puño derecho y me pongo contento porque me salieron las
    negras, que son las que más me gustan, quizás
    porque no son las que mandan, quizás por un cierto racismo
    morocho, un orgullo resentido de mi lado
    guaraní.

     Y empezó la diversión. Tradicional
    peón cuatro rey de las blancas, tradicional respuesta de
    mis negras. Siempre me pudrieron los comienzos del ajedrez, tan
    cantados y tan sosos. ¿Un poquito de visqui, Tomás?
    Y cómo no, señora. Para mí no, Ite, tengo
    que estar muy temprano en la fábrica. Dame, vieja, que
    sirvo yo. ¿Se levanta todos los días temprano, don
    David? Todos los días a las cinco de la mañana, me
    van a nombrar sereno dentro de poco, en la fábrica. Gesto
    de amable asombro mientras pienso estos burgueses no paran de
    acumular la guita aunque ya estén hechos. Y es como si me
    adivinara, la doña Ite. Me mira fijo a los ojos: Duvet
    trabaja así desde toda la vida, Tomás. Cuando
    éramos novios, en Sarnaki, trabajaba en la
    carpintería de su tío y así juntó,
    peso sobre peso, el dinero para animarse a venir hasta
    acá, solo, a los diez y nueve años. Y fue como
    decirme y vos, vaguito, ¿qué hacés
    estudiando y dándole vuelta a ese asunto de la
    Revolución mientras tratás de seducirla a mi hijita
    tan laboriosa ella? Acá tenés el ejemplo de un
    verdadero hombre, alguien que asumió sus deberes
    allá por el año treinta y se desloma día
    tras día para darle trabajo a sus obreros, traerse a casi
    toda su familia -bueno, a los que no pudieron no, pobrecitos, a
    ellos los liquidó la bestia negra antisemita, ¿no
    serás vos también antisemita, Tomas? Y, puede ser,
    un poco, doña ¿Sabe que que yo siempre tuve la
    fantasía de cogerme a una judía jovencita y virgen
    como la suya? ¿Será porque mis parientes me
    decían, de chico, que los judíos escupen y porque
    el cura nos enseñaba que los muy perversos habían
    traicionado y matado a Cristo como bien se demostraba con el
    hecho de que el traidor que lo entregó se llamaba Judas,
    es decir jud-as, judío? ¿Pero no eran todos
    judíos, Padre? Jesús, María, José,
    los apóstoles y hasta los burros y vacas del pesebre. Eran
    todos judíos, ¿no? Pero, doña, déjeme
    de joder, yo hace ya varios años que me declaré
    ateo y que no soporto ni a los curas ni a los rabinos ni a los
    mufti, ni a nada con sotana y barba, que con las tripas del
    último cura ahorcaremos al último militar y que
    después vino lo de la Revolución y el marxismo,
    limpio como una navaja que degüella y va a barrer con todos
    ustedes, burgueses de mierda y va a dejar a nuestra
    disposición, bien bañadas y entalcadas a todas
    vuestras hijitas. Y va a pasar como una tromba sobre todos los
    prejuicios y las dominaciones el día en que el triunfo
    alcancemos, bueno, usted juega, Tomás.

     Y recién me doy cuenta, yo, Tomás,
    que la mano ha cambiado, ya no es la amable partida en la amable
    casa burguesa de la camarada Palacio con el Old Smuggler bien
    provisto y los negros Clásicos sin filtro al alcance de la
    mano. No, Tomasito, la mano cambió, este burgués
    movió el alfil y el caballo en forma insólita,
    así no, eh, jugamos limpio o no, te están haciendo
    pelota mientras te miran sonriendo y seguro que piensan,
    ¿a este boludo lo eligió la Inteligente de
    Raquelita? ¿Esta es la famosa vanguardia que se ríe
    de nosotros? Tomá y tomá, Tomás y cuando la
    camarada Palacio baja por enésima vez del Estudio me
    encuentra azorado, hecho pelota y recién ahora se le
    ocurre contarme que el padre, don David, juega todos los
    días en el bar Unión y hasta alguna vez le
    ganó -bien que en simultáneas- al propio Najdorf Y
    que para colmo de males y desgracias era campeón de
    tercera ¿Y ahora me lo decís, enana, vos
    también querías verme basureado por tu viejo,
    qué clase de camarada sos vos que me dejás en la
    estacada y te vas a masajear el ego con tu proyecto?

     Pero ya es tarde, demasiado tarde. Estoy
    arrinconado como gato entre la leña, un pobre indiecito
    como yo, hijito rebelde de mi vieja francesa de la Sabana del
    Chaco, sedicente vanguardia de un proletariado que no te da ni la
    hora, seguidores como son de un cerdo burgués como el que
    te jedi. Y ya don David, con sonrisa oculta y ante la sonrisa no
    tan oculta de doña Ite vuelve a armar el tablero. Y
    ¿la revancha, Tomás? mire, le doy la dama de
    ventaja porque yo juego hace mucho tiempo. Tome las blancas
    así va a estar mejor. Y la camarada Palacio que vuelve a
    desaparecer tras su proyecto pensando seguramente, ahora el
    camarada Chávez le va a devolver la paliza a este viejo
    burgués que tengo. Yo ya comienzo perdiendo, omnubilado,
    sin capacidad de respuesta, chiquitito como cuando me retaron
    allá, a los cinco años, por sacar una maderita sin
    permiso de un galpón que lindaba con nuestra casa.
    Obnubilado por el Old Smuggler, resecado por los cuarenta
    Clásicos sin filtro, por mi cama, allá en la
    pensión de Avenida de Mayo, fría en la fría
    habitación para cuatro donde los otros tres
    estarían durmiendo porque son laburantes.

     Y pierdo otra vez, la cara rubicunda de Ite
    revienta de gozo, don David no, es un  buen tipo pero
    está metido en su propio ego y en el plan perverso de su
    mujer y la camarada Palacio tan  oronda que sube y baja sin
    pausa.

     Y, claro, el remate. Juegue con Ite, Tomás,
    ella también sabe. Y qué le voy a hacer. Estoy
    entregado, perdido, como uno de esos dos bueyes que habían
    caído dentro del pozo de agua, en Palo Santo, con sus ojos
    asaltados por el terror y su lengua gorda, que mujen y mujen. Mi
    humillación ha crecido hasta dominarme por completo, me ha
    dejado sin respuesta, rendido. Doña Ite juega ahora, con
    una sonrisa perversa en los labios golosos mientras su marido le
    dicta, paso a paso, las jugadas más
    convenientes.

     ¿Ya te vas, Tomás, no ibas a
    quedarte para ayudarme con el concurso? No me comentaste nada que
    tenías la reunión con el camarada
    José.

     El viejo reloj alemán Bürke, a cuerda,
     ha vuelto a gemir y me he sobresaltado, siempre tengo miedo
    de que alguna vez se calle para siempre, nada es eterno, todo
    termina más tarde o más temprano. Como seguramente
    ya han terminado, arruinadas, muchas de las esbeltas muchachas
    que hacían cola para fichar, a las seis menos cuarto en la
    alta vereda de la calle Montes de Oca, apretando la entrepierna
    para que no se les escape el agua acumulada en sus lindas
    barrigas, tras dos horas de viaje desde su casita en José
    C. Paz o en José León Suárez o en Ezpeleta,
    donde todavía sus hijos estarán arropaditos en sus
    frazadas, quizás de a dos o de a tres en la misma cama. Y
    su marido ya se habrá levantado para controlar el aceite
    de la F4 de quinta mano que usa para el flete y en la que van,
    quizás, todos, los domingos, a los piletones
    públicos de Ezeiza, a comer un asado, llevando
    también a los vagos del bar del Mosquito y hasta a don
    Domingo y doña Elsa y a la cuñada del
    Julián, esa turra con ojos de huevo que se lo quiere
    levantar a mi marido.

     Y por entre la oscuridad de la noche se desvanecen
    las figuras del pasado, la cocina del barco en Villa Luro, las
    veredas húmedas de Montes de Oca, las piernas con medias
    de lana de las proletarias textiles que hacen la cola para fichar
    y vuelve a aparecer tu mano, antes tan joven y perfumada, ahora
    tan pálida y fría y hasta, con suerte,
    también tus párpados finamente cubiertos y tus
    largas pestañas de diosa de la noche. Y me tomo otro
    amargo, ya medio lavado. Ya hace ya muchos años que
    dejé el untuoso humo del tabaco, justo antes -espero- de
    que empezara a  dejarme a mí.

    Acabado -es un decir- en la Caverna del Búho, a
    las ocho horas del jueves ocho de agosto del año del
    señor de dos mil doce, año segundo de Cristina,
    nublado, frío pero soportable, Isis Itinerante en mengua,
    a mitad de este crudo invierno porteño.

     

     

    Autor:

    Karos Nielda

     

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