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La caida del imperio romano (página 4)




Enviado por santrom



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Doce años después del llamado edicto de
Milán, que había proclamado la libertad de cultos,
surgía otra vez la religión de Estado, con su
consubstancial intolerancia.

La pervivencia del
arrianismo

El arrianismo, condenado en Nicea, siguió siendo
motivo de apasionadas querellas teológicas. La
solución nicena había sido política, pero
dejaba sin resolver el problema teológico promovido por
Arrio. La doctrina de la Trinidad planteaba la cuestión de
la delimitación de las relaciones que las tres personas
divinas tenían entre sí. Si la divinidad, por su
naturaleza, no podía entrar directamente en contacto con
el mundo, era necesaria la existencia de un intermediario entre
Dios y lo creado. Arrio (que en la época de las
persecuciones había tomado partido por los
melitianos -que eran como los donatistas de
Alejandría-) concibió una teología que
separaba al Padre no engendrado del Hijo. El Hijo no era eterno
como el Padre, sino un mediador en la Creación. Engendrado
por el Padre, el Hijo había creado el mundo, y luego lo
había redimido por su doctrina y por su
pasión.

Ya se ha dicho que la fórmula nicena fue un
compromiso que no resolvió el fondo del problema. Los
debates teológicos posnicenos llegaron a promover
apasionadas corrientes de opinión, en favor unas y en
contra otras del arrainismo.

El partido eclesiástico antiarriano fue dirigido
por el enérgico y pertinaz Atanasio, patriarca de
Alejandría. Constantino, a quien el asunto sólo
interesaba en la medida que comprometía la unidad de la
Iglesia, tomó el partido de Arrio contra Atanasio, en
quien veía una fuerza peligrosa para la autoridad del
Estado, contrapesando así los dos grupos rivales. Su hijo
Constancio favoreció a los arrianos, mientras que
Constante en Occidente se pronunciaba por la fórmula de
Nicea.

El problema cristológico sobrevivió a
Arrio. Era consecuencia -una másde las discrepancias que
separaban la Iglesia oriental de la occidental. Sin que el
arrianisrno llegara a ser mayoritario en las diócesis
orientales -el patriarca de Alejandría fue siempre su
más tenaz adversario, sí fueron muy numerosos sus
simpatizantes. En cambio, los teólogos de Occidente, menos
interesados por las especulaciones teológicas, aceptaron
sin reservas la ambigua fórmula nicena. La rivalidad entre
las dos iglesias llevó a los obispos a excomulgarse unos a
otros en el concilio de Sárdica.

En el largo pleito de Atanasio con los emperadores
Constantino y Constante, la Iglesia latina, al apoyar a Atanasio,
fue afirmando una posición independiente, que iba a
robustecer en torno al obispo de Roma.

La mundanización de la
jerarquía eclesiástica

El poder y la riqueza de los obispados despertaron
ambiciones y codicias, que estallaban con ocasión de la
designación de obispos (que en el siglo IV eran propuestos
por los sacerdotes y aceptados por los fieles, que
intervenían también en la elección de
presbíteros y diáconos). Los obispos tenían
el mismo rango que los altos magistrados imperiales, y las
donaciones de los emperadores y los legados de los fieles
acumularon tantos bienes en sus manos que Constantino
manifestó su preocupación, expresando su deseo de
que esas riquezas excesivas se emplearan en el socorro de los
pobres.54 Valentiniano I prohibió más tarde a los
clérigos recibir legados de mujeres.55

Constantino había querido que la clase sacerdotal
fuese reclutada entre los pobres, pero la posición social
y económica del sacerdocio, y en particular la de los
obispos, fue tan elevada que la aristocracia y las clases
superiores de la sociedad ambicionaron estos cargos y
consiguieron acapararlos. Así la clase sacerdotal
cristiana se identificó pronto con las otras clases
privilegiadas del Imperio.

Si la organización eclesiástica de la
beneficencia alivió muchas necesidades de los
menesterosos, es cierto que la Iglesia se abstuvo siempre de
apoyar un cambio de estructuras sociales que favoreciera las
clases media y baja de la sociedad, que eran las víctimas
directas de la política económica y social del
Imperio y de los abusos de la burocracia
administrativa.

junto al mundo profano, la Iglesia edificó un
segundo mundo, que cada vez se pareció más al
primero, hasta en su estructuración social; y
recurrió al brazo secular para eliminar a sus enemigos:
paganos, judíos, maniqueos, herejes. La Iglesia
triunfadora dio pruebas abundantes de que el temor de sus
adversarios no era infundado.

La ambigüedad de la fórmula
cristológica de Nicea dio la pauta para la
interpretación equívoca y sutil de las conceptos,
que se convirtió en una segunda naturaleza del pensamiento
ortodoxo y condujo al adormecimiento de las conciencias,
petrificadas por una doctrina impuesta como un concepto
jurídico.

El pontificado romano

En la Iglesia primitiva todos los obispos eran
teóricamente iguales. Pero los de las ciudades más
importantes, donde existían las comunidades más
antiguas, eran respetados como poseedores de un prestigio mayor y
tratados con una deferencia especial. En el siglo II los dos
obispados más relevantes fueron el de Antioquía en
Oriente y el de Roma en Occidente. En el siglo III esa indefinida
autoridad fue extendida a los obispos de Alejandría y
Cartago, y en el siglo iv al de la nueva capital del Estado,
Constantinopla. Así vino a perfilarse una jerarquía
episcopal, nunca establecida con precisión, en tres
escalones :

1.º Los obispos de Roma y Cartago y los patriarcas
de Antioquía, Alejandría y
Constantinopla.

2.º Los metropolitanos, obispos de las capitales de
provincia, y

3.º Los obispos ordinarios de las restantes
diócesis.

Los obispos de Roma aspiraron a la primacía de
toda la Iglesia como sucesores de Pedro, el primer obispo de
Roma, escogido por Jesús entre los apóstoles como
cimiento de la Iglesia. 56 En Roma estaban las tumbas de Pedro y
Pablo; era la capital del mundo, y los obispos que hablaban en
nombre de los cristianos de Roma se sentían investidos de
la misma autoridad (auctoritas) universal que
había inspirado al Senado en la época republicana,
y a Augusto y a sus sucesores en la del Imperio.

Los obispos de Roma alcanzaron la supremacía en
un proceso lento, pero ininterrumpido. En el siglo III
intervinieron con frecuencia en los problemas de las comunidades
de España, de Africa, de las Galias, y con menos
éxito en las de Asia menor y Grecia. En este tiempo se
había afirmado su autoridad sobre las diócesis
italianas. En vano el obispo de Cartago Cipriano negó la
supremacía al obispo de Roma.

La fundación de Constantinopla parecía que
iba a dar al obispo de la nueva capital un rango similar al del
romano. De hecho el alejamiento de Roma de los emperadores
reforzó la posición del papa; los papas fueron
menos dóciles que los obispos orientales a la voluntad
imperial, y quedaron al margen de las disputas teológicas,
como mantenedores de la ortodoxia.

Esta autoridad moral, nunca reconocida por los obispos
orientales, indujo al Concilio de Sárdica (340-341) a
aprobar un canon para la apelación al papa de los obispos
depuestos.

En la sede romana hubo, en el último tercio del
siglo IV, dos pontífices enérgicos, medianos
teólogos pero hábiles políticos.
Dámaso (366-384) reivindicó el derecho del papa a
definir el dogma. Sus respuestas a las consultas de los obispos
adoptaron la forma de rescriptos imperiales. Consiguió del
emperador Graciano que ordenase a los obispos de Occidente que se
sometiesen a la autoridad del papa, amenazando la desobediencia
con la intervención del brazo secular.

Siricio (384-399) promulgó la primera de las
decretales pontificiar, que serían, con las decisiones de
los concilios, una de las fuentes del derecho canónico
occidental.

Los papas se hicieron intérpretes del ideal
unificador, «católico», que había sido
la esencia del genio romano.

El cesaropapismo oriental

Mientras los papas consolidaban su poder en Roma, en
Italia y en las provincias occidentales del Imperio, las
diócesis orientales, debilitadas por las disputas
teológicas y por las rivalidades entre sus obispos,
padecieron las intromisiones del emperador Constancio en la vida
interna de la Iglesia. El hijo de Constantino inició la
política que los historiadores modernos han llamado
«cesaropapismo», es decir, la usurpación por
el Estado de las prerrogativas de la Iglesia. El cesaropapismo
iba a caracterizar más tarde las relaciones entre la
Iglesia y el Imperio bizantino.

En la época de Constancio la sumisión de
la Iglesia llegó a la aceptación de la
veneración de los retratos del emperador, acatamiento
difícil de discernir del culto a una imagen sagrada, y que
se asoció con el carácter sacro del ceremonial
palatino, y no dejó de influir en la nueva liturgia de la
iglesia triunfadora.57

La renovación de los sacramentos
y de la liturgia

Si la alianza de la Iglesia con el Imperio
comprometió la profunda acción sobre las almas del
mensaje cristiano, otro peligro no menos grave sobrevino: la
conversión agolpada de hombres y mujeres no preparados
para vivir el cristianismo interior, que renun. ciaba a los
placeres del mundo, dejándose iluminar el alma por la
fraternidad y el amor.

El largo catecumenado, que adoctrinaba en los
fundamentos de la fe, se abrevió. La rigurosa ceremonia de
la expiación fue suavizada. El bautismo, que proporcionaba
a los iniciados una nueva vida, era diferido por muchos creyentes
hasta la víspera de su muerte, para asegurarse las gracias
que derramaba sobre el bautizado y que sólo una vez
podían obtenerse.

La Cena o ágape fue en los primeros
siglos una comida fraternal que mantenía la
relación de la comunidad con el Señor En el siglo
IV se transformó en una ceremonia con efectos
mágicos, en un misterio que, como los misterios paganos,
pretendía liberar el alma del pecado mediante determinados
ritos. Esta mudanza tan profunda del sacramento de la
eucaristía es una de las mayores concesiones hechas por la
Iglesia constantiniana al espíritu del paganismo.58 Las
lámparas, el incienso, la aspersión con agua
bendita, también de procedencia pagana, fueron
contemporizaciones menos importantes.

El calendario litúrgico se estableció
sobre los ciclos de Pascua y de Navidad. El cielo
litúrgico de Pascua y Pentecostés se celebró
en fechas distintas en las diferentes provincias
eclesiásticas. En el siglo III apasionó a la
Iglesia la controversia en torno a la fecha de celebración
de la pascua, y para fijarla se convocaron varios sínodos.
El concilio de Arles de 314 se pronunció por la pascua
dominical, en el domingo siguiente al 14 de nisán, para
poner de relieve la distancia entre la pascua judía y la
cristiana. La fiesta pascual se iniciaba con un ayuno, cuya
duración variaba según las regiones, y que en las
iglesias orientales era rigurosísimo. La ceremonia
litúrgica más solemne era la vigilia nocturna de
sábado a domingo de pascua; congregaba a toda la comunidad
y culminaba en el solemne bautismo de los catecúmenos y en
la celebración eucarística. La pentecoste
duraba cincuenta días (el concilio hispánico de
Elvira censuró la práctica de acabar el ciclo
pascual el día cuadragésimo), y durante ellos se
festejaba la resurrección de Cristo, suprimiendo el ayuno
y los rezos arrodillados.

La celebración de la Navidad se inició en
el siglo III en Oriente con la celebración de la
Aparición del Señor (Epifanía) el 6 de
enero, día de la iniciación en Egipto de las
festividades paganas, ahora desaparecidas.59 En el siglo IV se
conmemoró el Nacimiento del Señor (Natalis
Domini)
el 25 de diciembre, fecha que había elegido
un siglo antes Alejandro Severo para la conmemoración del
Sol invictus,60 ahora sustituido por el sol de la
salvación (Sol salutis).

Estas conmemoraciones, que recordaban los dos momentos
culminantes de la vida de Cristo, fueron completadas con las que
rememoraban a la Madre del Salvador como Virgen inmaculada,
proclamada Madre de Dios (Theotokos), y en su honor se
festejó el día en que Jesús fue presentado
en el templo, el 2 de febrero, día de la
Candelaria.

El culto popular de los mártires se
propagó también en el siglo IV, cuando el papa san
Dámaso hizo restaurar las catacumbas de Roma. Entonces la
adoración se extendió a las reliquias de los
mártires, tomadas de sus tumbas. La veneración de
mártires y santos, en la irrupción de paganismo que
padeció la Iglesia, recuerda la de los héroes
antiguos,61 contribuyendo a extinguir los restos del antiguo
politeísmo, que parece satisfacer un anhelo popular
humano.62

Las hagiografías, influidas en su
construcción literaria por las Vidas de los
filósofos, fueron numerosas y muy leídas,
especialmente la Vida de San Antonio de Atanasio y la Vida de San
Martín de Sulpicio Severo.

Las peregrinaciones a los Santos Lugares de
Jerusalén, iniciadas por la madre de Constantino, la
emperatriz Elena, fueron frecuentes en la época
constantiniana.

El monacato

Los creyentes más puros y fervorosos,
fortalecidos más que desalentados por las persecuciones,
no encontraban ahora satisfacción para sus almas en las
nuevas y suntuosas basílicas de la Iglesia. El deseo de
perfección moral se refugió en la soledad de los
desiertos. Como muchas veces en la -por tantos motivos-
interesante historia del cristianismo, la alianza de la Iglesia
con el poder civil fue compensada por elevadas creaciones de
orden espiritual: el ascetismo y el monacato, éste nacido
precisamente en el siglo IV.

El interés de los hechos crece cuando se adquiere
la evidencia de que, en el origen de los valiosos frutos
espirituales que anacoretas y monjes aportaron hallamos
más causas sociales que religiosas, o, para ser más
precisos, hechos sociales primiciales, transformados en valores
de religiosidad. Los anacoretas primeros fueron seres que
querían librarse de instituciones civiles inhumanas. Antes
de que se expandieran los primeros relatos de la vida maravillosa
de eremitas y monjes, llamaban en Egipto -cuna del monacato-
anacoretas a los campesinos que huían a las regiones
despobladas para evitar requisas, impuestos y servicios
personales al Estado, y que, para no morir de hambre,
vivían del bandidaje.63 Los monjes que describe Paladio en
su Historia Lausíaca procedían de los
más humildes medios sociales: esclavos, felahs,
aventureros.64

A estos fugitivos se unieron cristianos que
habían huido al desierto para librarse de las
persecuciones, y luego, cuando éstas acabaron, los
mártires frustrados, que buscaban en la
mortificación un sucedáneo del martirio, y los
cristianos defraudados por la Iglesia constantiniana, que
pensaban que hubiera sido preferible seguir viviendo en las
catacumbas.

La ascesis y la vida religiosa al margen del mundo son
realidades humanas, vividas por todas las religiones dotadas de
una elevada doctrina moral. La secta judía de los esenios
había practicado la ascesis en la época en que
nació Jesús, y en el siglo III la vida
ascética atrajo a los gnósticos 65 y
neopitagóricos y al filósofo cristiano
Orígenes. Pero el modelo de la ascesis cristiana fue
Jesús, y su ejemplo de pobreza, castidad, ayuno y
oración inspiró la vida de los primeros eremitas y
de las más antiguas reglas monásticas.

Los eremitas surgieron antes que los monjes. San Antonio
fue un acomodado campesino egipcio, contemporáneo de
Diocleciano y Constantino. Repartió entre los pobres sus
tierras y vivió medio siglo alejado del mundo. Incansable
andador del desierto, tuvo sus manos ocupadas siempre en el
trenzado de esteras y canastas, que vendía para
sustentarse, y el pensamiento puesto en una permanente lucha con
el demonio. Estos combates y la fama de sus milagros, relatados
por Atanasio, fueron conocidos en amplios círculos de la
cristiandad y despertaron muchas vocaciones. San Antonio tuvo
discípulos en su derredor que querían asegurar, en
el ejemplo de su santidad, la salvación eterna, en el
inminente fin del mundo. Pero el santo se apartó de ellos,
para ir a morir en un pequeño oasis, cerca del mar
Rojo.

La vida monástica comenzó como la
organización reglamentada del impulso individual de los
primeros anacoretas. Los primitivos eremitas que vivieron en
comunidad (cenobitas) fueron reunidos cerca de Tebas, en
Tabennesi, en la lindera del desértico acantilado
líbico y de las tierras cultivadas, por Pacomio, un felah
del Alto Egipto que había sido soldado en el
ejército de Licinio. Su propósito fue acoger en una
vida de austera religiosidad a los necesitados y a los fugitivos,
y salvarlos por la disciplina del trabajo y por el
enriquecimiento espiritual de la fe. Los monjes eran agrupados
por oficios y repartían la jornada entre el trabajo y la
oración; estaban sometidos a una severa disciplina, en la
que fueron corrientes los castigos corporales, y a una clausura
rigurosa. Los novicios recibían la instrucción
necesaria para leer los libros santos.

Otros monasterios surgieron en Egipto según esta
regla, especialmente entre los melitanos, y la hermana de
Pacomio, María, fundó el primer convento de
monjas.

En tiempo de Constancio II, el obispo Eustacio
difundió el monacato por Asia Menor. Pero fue Basilio de
Cesárea quien, suavizando la regla de Pacomio,
estableció las líneas fundamentales del monacato
oriental: renuncia a los bienes del mundo, apartamiento de la
familia, trabajo corporal, meditación de la Biblia y
obediencia al jefe espiritual (abbas).66

El monaquismo occidental nació de modelos
orientales, y fue su introductor el indomable obispo de
Alejandría Atanasio, biógrafo de san Antonio,
cuando fue desterrado a Tréveris. El más activo
organizador del monacato occidental fue san Martín, obispo
de Tours, y el monasterio de Marmontier fue el vivero de la vida
monástica de las Galias.

La suspicacia de la Iglesia
constantiniana y del Estado contra el monacato

El monaquismo primitivo fue el auténtico heredero
del espíritu del cristianismo preconstantiniano. Una muda
pero diáfana condenación de la alianza de la
Iglesia y el Estado. Si obispos como Atanasio, Eustacio, Basilio
de Cesárea o Juan Crisóstomo lo favorecieron, la
mayoría quiso someter los monasterios a su
jurisdicción diocesana. Papas como Siricio lo condenaron.
Emperadores como Valente sacaron violentamente de los monasterios
a los curiales que habían profesado y abandonado sus
deberes municipales, Valente exigió a los monjes egipcios
de Nitria que se incorporasen al servicio militar.67 La
desconfianza de los poderes civil y religioso contra el monacato
originó las primeras sentencias de muerte dictadas por un
sínodo (el de Burdeos) contra unos herejes, y las primeras
ejecuciones cumplidas por el brazo secular. Las víctimas
fueron el obispo de Avila Prisciliano y seis de sus
discípulos. El gallego Prisciliano partió de la
ascesis y del gnosticismo; su doctrina, que no conocemos bien, se
propagó por Galicia y Lusitania. Excomulgado por el
concilio de Zaragoza (380), fue al año siguiente elegido
por sus partidarios obispo de Avila, siendo desterrado por el
emperador Graciano a instancias de sus adversarios. La apasionada
querella terminó con la muerte de Prisciliano y sus
adictos en Tréveris, el 385.68 El priscilianismo
dejó en la cristiandad hispanorromana una huella que
tardó más de dos siglos en
desaparecer.

Pese a la resistencia episcopal, el monacato
arraigó. Se salvó de la degradación de las
supersticiones populares que anegaron el cristianismo oficial, y
conservó -al menos durante su juventud– el hermoso
sueño de la doctrina evangélica.

La propagación del
cristianismo

Antes de la paz constantiniana el cristianismo
había prendido con más vigor en los países
menos rornanohelenizados: Numidia, Asia Menor, Egipto. En estos
pueblos el cristianismo era una expresión de la
pervivencia del perdido vínculo nacional contra la
superestructura grecorromana. En el siglo IV la afirmación
de la cultura de estos pueblos tomó la forma de una
adhesión al cristianismo preconstantiniano, en movimientos
religiosos que la Iglesia declaró heréticos:
donatismo, en Africa romana; melitianismo y arrianismo, en
Egipto; arrianismo, en Asia Menor; priscilianismo, en la
España menos romanizada, Lusitania y Galicia.

Sin embargo, el apoyo que la Iglesia recibía del
poder imperial multiplicó las conversiones. En ciertos
aspectos, el cristianismo fue una religión colonizadora,
que completó en muchos países la obra de
romanización. Aparecieron nuevas comunidades en todas las
provincias del Imperio: en la Galia (obispados de Orleáns
y Tours, comunidades de Tréveris, Maguncia y Bonn); en
Hispania (en el concilio de Ilíberis se citan 19
diócesis). En Oriente el cristianismo atravesó las
fronteras del Imperio. Desde Alejandría las misiones
cristianas llegaron a Abisinia y Arabia. Desde Antioquía y
Edesa (donde florecía una Iglesia en lengua siria) el
cristianismo penetró en Persia (país en el que los
cristianos fueron perseguidos por el mazdeísmo oficial
corno ellos perseguían a los paganos69 en el Imperio),
aprovechando la paz entre Diocleciano y Narsés. Desde
Cesárea de Capadocia se preparó la
evangelización de Armenia, donde el cristianismo
llegó a ser religión de Estado y una de las bases
de la nacionalidad armenia, aunque luego se petrificara este
cristianismo en la doctrina monofisita.

Fueron también capadocios, prisioneros de guerra
de los godos, quienes iniciaron la conversación de los
germanos, acontecimiento, importantísimo por la
trascendental aportación de estos pueblos a la Europa que
iba a nacer, Ulfilas, un descendiente de estos prisioneros
capadocios, fue consagrado obispo de los cristianos en el
país de los godos, a mediados del siglo IV. Ulfilas fue el
activo emisario de la doctrina arriana entre los germanos
orientales. Su traducción de la Biblia es el primer texto
de la lengua germánica.

Estos hechos, que se han relatado acaso con menos
detenimiento del que requería su importancia, cambiaron el
destino del mundo antiguo, del que nosotros, los occidentales,
somos herederos.

La oligarquía romana (como antes la
babilónica, la egipcia y la griega) había gobernado
el mundo por medio de la religión de Estado.70 La
religión grecorromana estaba gastada, y Constantino la
sustituyó por otra llena de vigor juvenil.

El cristianismo se convirtió en un instrumento de
la misma sociedad romana, cuya concepción del mundo
había condenado, y no interrumpió la
sacralización de la política del mundo
antiguo.

5. Los sucesores de Constantino

Constantino murió en Nicomedia, a los pocos
días de que el obispo arriano Eusebio lo bautizara. El
cuerpo embalsamado del emperador fue trasladado a Constantinopla
y enterrado en la tumba que se había hecho construir, cabe
la iglesia de los Santos Apóstoles. Las solemnes
ceremonias cristianas de su entierro promiscuaron con el culto
que los paganos rindieron a la estatua de Constantino- Sol,
erigida en el nuevo Foro de Constantinopla. El Senado
decretó la apoteosis, el culto de la antigua
religión a los emperadores muertos.

Sus biógrafos nos han dejado de Constantino
retratos contradictorios. Para Eusebio de Cesárea fue el
arquetipo del monarca cristiano. Para su sobrino Juliano, un
político mediocre y cruel, ávido de riquezas.
Zósimo relaciona la conversión de Constantino con
el drama familiar que indujo al emperador a mandar ejecutar a su
primogénito Crispo y a su mujer Fausta; el historiador
pagano Zósimo afirmaba en el siglo V, con todo su
desprecio por la nueva religión, que Constantino
sólo podía hallar perdón por estos
crímenes en la religión cristiana, y que se hizo
cristiano por este motivo.71

Los historiadores modernos ven a Constantino, ya como un
político realista, un gran hombre de Estado, comparable a
Augusto (un político calculador, dice de él
Burckhardt; un hombre de hierro, opina Lietzmann), ya como el
gobernante que abrió las puertas del Imperio, con sus
errores, a sus enemigos exteriores, los bárbaros, y a sus
enemigos interiores, los cristianos.72

Constantino, como todos los personajes históricos
que nos han querido presentar como providenciales, fue el
instrumento de fuerzas poderosas, a las que sin saberlo
obedecía. Sus ideas políticas fueron claras, y las
puso en ejecución con firme energía; mandó
matar a su suegro Maximiano y a sus cuñados Majencio y
Licinio, para llegar al trono, y siguió matando para
conservarlo o para desalentar a los ambiciosos. Y al mismo tiempo
había en él algo de la simplicidad intelectual de
un Carlomagno o un san Luis. Se sentía responsable de la
salvación de sus súbditos.73 No contuvo la
desintegración social del Imperio, causada por ciegas
ambiciones de la oligarquía; ni evitó el desarrollo
de la servidumbre; ni alivió con sus bienintencionados
edictos la miseria del pueblo. Su nombre queda unido en la
historia a la muerte de la Roma pagana y al nacimiento del mundo
medieval.

La dinastía
constantiniana

El, que había llegado a ser emperador
único a costa de tantos muertos, debió comprender
la necesidad -ya practicada por DiocIeciano- de una
división del Imperio. Murió cuando preparaba, al
parecer, una partición entre sus herederos, los cinco
césares que sobrevivían de los siete por él
nombrados, Durante más de cien días el Imperio fue
gobernado en nombre de Constantino muerto. El ejército
hizo "una revolución por temor a la revolución",
escribió, excusando la matanza, Gregorio Nacianceno,74
exterminando a los varones de las ramas colaterales de la familia
de Constantino.75 La monarquía absoluta y la
sucesión hereditaria resultaron fortalecidas por la
iniciativa militar. Los tres hijos de Constantino se repartieron
el Imperio. El orden jerárquico de los Augustos salvaba el
principio de unidad. Mas esta ordenación se quebró
pronto. Al morir Constantino II, reinaron sus hermanos Constancio
II en Oriente y Constante en Occidente, durante diez años
(340-350). Esta colegiación consolidó la obra de
Constantino: el absolutismo monárquico, el
selvático crecimiento de la burocracia, la omnipresencia
de la policía secreta, el aumento de los impuestos, la
influencia de la jerarquía episcopal, la sumisión
de la Iglesia al poder civil. Constancio II y Constante,
mediocres, cuidadosamente preparados por Constantino para el
mando, pero frustrados como gobernantes por la personalidad
avasalladora del padre, fueron manejados por servidores
ambiciosos, intrigantes y ladinos.

Cuando el usurpador Magnencio hizo matar a Constante, la
separación de las dos partes del Imperio parecía
inevitable. La guerra entre Constancio II y Magnencio duró
tres años, y consumió las mejores tropas
romanas.

Vencedor Constancio, recogió entera la herencia
de Constantino. Minucioso burócrata, aborrecía la
guerra, a la que se vio obligado constantemente en la frontera
oriental y en el limes renodanubiano. Hubiera preferido la vida
ceremoniosa de su palacio de Constantinopla, rodeado de su
degenerada corte de eunucos. Comprendió pronto, como su
padre, como Diocleciano, que la defensa militar del Imperio
exigía la división del poder. Y el principio
dinástico había arraigado en él, como en
Constantino; nombró César a su primo Galo y le dio
el mando del ejército que luchaba contra los persas. Galo
era tan piadoso cristiano como cruel gobernante. Constancio lo
hizo ejecutar, y lo sustituyó por Juliano, hermano de
Galo, único superviviente de los sobrinos de Constantino.
Juliano fue destinado a la defensa de las Galias, devastadas por
los alamanes, y Constancio asumió personalmente el mando
del ejército de Oriente.

Cuando Constancio pidió refuerzos militares a su
primo, los soldados del ejército de las Galias se
sublevaron, por no ir a la guerra persa, y proclamaron Augusto a
Juliano. Juliano acabó por aceptar, para no ser asesinado,
como tantos jefes del ejército en situaciones similares.
Quiso negociar con Constancio II un reparto del Imperio. La
inesperada muerte de Constancio evitó una guerra civil.
Juliano, designado en el último momento heredero por
Constancio, era legítimamente emperador
único.

La fugaz restauración del
paganismo

Constancio II había proseguido la política
religiosa de Constantino: mantuvo difícilmente la unidad
de la Iglesia, comprometida por las reyertas cristológicas
entre arrianos y nicenos.76 Para salvar esa unidad, inseparable
ya de los intereses políticos de la monarquía
absoluta, desterró al papa Liberio, a quien hizo sustituir
por el diácono más anciano de la diócesis
romana, Félix; confinó en Sirmio al viejo obispo de
Córdoba Osio, el consejero de Constantino, que
había tenido la valentía de escribirle: "No te
mezcles en los asuntos de la Iglesia".

Al mismo tiempo inició Constancio la
persecución de los paganos: cerró sus templos,
amenazó con la pena de muerte a los que adoraran a los
ídolos, a los hechiceros; prohibió los augurios.
Pero cuando el emperador visitó Roma, tres años
antes de morir, quedó impresionado por la grandeza del
pasado romano, todavía viva en sus piedras gloriosas, y
por la pervivencia de la tradición pagana en la nobleza de
la ciudad. Roma era un testimonio del pasado, pero ese pasado se
revelaba en toda su fuerza ante el sorprendido emperador. Desde
ese momento los decretos imperiales contra los paganos, sin ser
derogados, dejaron de ejecutarse.

Juliano iba a vivificar efímeramente esa
moribunda religión, a la que permanecían fieles lo
que quedaba de la nobleza romana y los círculos ilustrados
de las grandes ciudades del Imperio, con vastos sectores de la
población rural. Pero era Roma, de la que se habían
alejado los emperadores a causa de necesidades militares, el
núcleo más importante de una oposición,
política y religiosa al mismo tiempo, que relacionaba
crisis y decadencia con los cambios iniciados en el siglo III:
anulación del poder del Senado, desamparo de la
religión antigua, abandono de la ciudad y olvido de todo
lo que aún significaba. Juliano iba a servirse de ese
descontento para intentar la restauración del
pasado.

Cuando Juliano tenía seis años, él
y su hermano mayor Galo habían visto matar a su padre y a
casi todos sus parientes. Estas matanzas acaso explican el
desequilibrio nervioso que Juliano padeció durante toda su
vida. Los dos hermanos crecieron amenazados por el mismo
trágico final, temiéndolo diariamente. Educados en
el cristianismo -el exaltado Juliano quiso ser obispo en su
juventud-, Galo se desinteresó de los estudios
clásicos, mientras Juliano se entregaba a ellos con el
entusiasmo que ponía en todos los aspectos del pensar y
del hacer. En su destierro en la lejana Capadocia se
interesó por la astrología y por los misterios
paganos. Más tarde estudió gramática y
retórica en Constantinopla, y en Nicomedia fue
discípulo del pagano Libanio. En Atenas completó su
conversión al pitagorismo y al neoplatonismo; se
inició allí probablemente en los misterios de
Eleusis, y llegó a la convicción de que la
filosofía y la literatura griegas eran el compendio de la
verdadera cultura, el egregio fruto de la civilización
universal.77

Después de la ejecución de Galo, la
protección de su hermanastra, la emperatriz Constancia, le
devolvió el favor de Constancio II. Nombrado César
y enviado a la Galia -aunque al principio sin mando de tropas-,
en una situación crítica, cuando Colonia y todas
las ciudades de la orilla izquierda del Rin habían sido
saqueadas y ocupadas por los alamanes, Juliano recibió al
fin la jefatura del ejército y se reveló como un
excelente soldado en la batalla de Estrasburgo. Los alamanes
quedaron derrotados completamente, y Juliano pudo recuperar,
«con ayuda de los dioses», según
escribiría más tarde, unas cuarenta ciudades en las
proximidades del Rin.

Poco después, en su residencia de invierno de
Lutecia Parisiorum (París),78 fue obligado por
los soldados sublevados a aceptar la corona. Constancio II le
designó heredero antes de morir. Emperador único,
Juliano quiso restablecer el Imperio de Augusto, de Trajano y de
Marco Aurelio, que habían sido, según él,
héroes ejemplares. En los veinte meses de su reinado
intentó deshacer la obra de Diocleciano y Constantino;
restaurar las magistraturas del principado; devolver al Senado su
prestigio; restaurar la creencia en los dioses
antiguos.

Juliano fue una mezcla de soñador y de hombre de
acción: culto, pero apasionado hasta el fanatismo, con
vocación de escritor polemista; buen general, gobernante
enérgico. Sobre todas sus contradictorias cualidades
sobresale una grandeza de alma innegable. Se obstinó en la
porfía irrealizable de resucitar unas formas de vida que
los acontecimientos de los últimos dos siglos se
habían llevado para siempre.

Esta personalidad desconcertante tenía fe en la
magia, en la astrología y en todas las supersticiones del
paganismo, con la misma seguridad con que creía en la
existencia de los dioses antiguos. Muy influido por el
mithraísmo, su dios primicial era el Sol supremo, la idea
del Todo. El mundo real y el sol que vemos son reflejo indirecto
del Sol espiritual, inaccesible al hombre, y entro ambos hay un
sol intermediario, que Juliano llama el Sol rey, al que adora,
llamándole indistintamente Helios, Apolo, Sol, Deus, en un
intento de coordinación con la religión griega.
Como el pueblo pagano, opinaba que los cristianos eran ateos, lo
mismo que los paganos escépticos.

Cuando en Naisso supo que Constancio II había
muerto, celebró sacrificios de acción de gracias a
los dioses. Castigó con rigor a los partidarios de
Constancio II. Derogó los edictos de persecución de
los paganos y ordenó la devolución a éstos
de los templos y de sus rentas. Exhortó a los obispos a la
concordia, prohibiéndoles la persecución de los
herejes, en virtud del mismo espíritu de tolerancia que
había inspirado el seudoedicto de Milán.79
Devolvió sus diócesis y sus bienes a los obispos
desterrados por Constancio, y asistió complacido al
ahondamiento del cisma entre nicenos y arrianos.80

En junio de 326 publicó un edicto sobre el
nombramiento del profesorado, que sería propuesto por las
ciudades y aprobado por el emperador. Juliano podía
rechazar a los maestros que le desagradaran, y éstos eran
sin duda los cristianos. Un segundo edicto precisaba más:
los profesores no debían «tener en su corazón
opiniones distintas a las del Estado». Estas decisiones
trascendentales, de haberse cumplido, hubieran cerrado a los
cristianos el acceso a la Administración imperial, a la
que se llegaba a través de estudios de gramática y
retórica, y les hubiera arrebatado toda influencia
política. Los cristianos temían que, en una o dos
generaciones de enseñanza pagana, su juventud volviera al
paganismo, y prefirieron privar a sus hijos de esos estudios.
Juliano no sólo, prohibía enseñar a los
cristianos, sino que moralmente les impedía
aprender.

El emperador comprendió que el paganismo no
podía mantenerse en sus formas tradicionales,81 y
proyectó la organización de una iglesia pagana
sobre la pauta de la cristiana, con un nuevo sacerdocio pagano.
Encargó a su amigo Salustio la redacción de un
catecismo pagano, «De los dioses y del mundo». Quiso
instituir un dogma pagano (en el siglo IV los espíritus
parecían necesitar dogmas), crear una iglesia pagana. Lo
que Juliano restauraba por poco tiempo, era en realidad un
conjunto de supersticiones que, de haberse mantenido, hubieran
dado a la Edad Media que nacía un carácter
todavía más sombrío del que, al menos en sus
primeros siglos, la singularizó.82

Los cristianos respondieron con la violencia: quemaron
templos paganos, derribaron estatuas y altares. Juliano
pasó definitivamente a la ofensiva legislativa y
literaria: excluyó a los cristianos de los cargos
públicos, los sometió a tributos especiales,
prometió extirpar el cristianismo a su regreso de la
guerra persa.

Pero en esta expedición Juliano acabó
vencido por la inmensidad de su conquista. Herido de una lanzada,
murió, como Sócrates, a quien admiraba tanto,
conversando con los filósofos que le acompañaban
sobre la inmortalidad del almas.83

Fin de la dinastía
constantiniana

Con Juliano se extinguía la dinastía
constantiniana, que había gobernado el Imperio más
de medio siglo. En este período, con las fronteras
estabilizadas durante casi cuarenta años, se produjeron
cambios importantes en la estructura del Estado. La
hegemonía del ejército de Iliria fue desplazada por
la importancia del ejército de las Galias, que
había hecho emperadores a Constantino y a Juliano, y la
postergación de los jefes militares ilirios
debilitó el sentimiento de romanidad y la tendencia
unificadora del Imperio, que ellos habían encarnado, en
beneficio de la doble influencia greco-oriental en el este y
germánica en el oeste. La rivalidad en el plano
político-militar de los ejércitos de Oriente y
Occidente ahondaba las diferencias entre las dos partes del
Imperio. La decadencia de la romanidad se acentuaba con la
victoria del cristianismo, que había deseado y anunciado
el fin de Roma, y liberaba dos fuerzas antagónicas que, al
entrar en conflicto, destruirían la unidad del Imperio: el
helenismo y el germanismo, introducido éste en los mandos
superiores del ejército, semilla de los antiemperadores de
esos años: Magnencio, Silvano y luego
Máximo.

La muerte de Juliano desató la rivalidad entre
las tropas de Oriente y de las Galias, devolviendo por unos
años al ejército de Iliria una misión
arbitradora que entronizó la dinastía Valentiniana,
última victoria de la romanidad

En este medio siglo la unidad del Imperio, tan
trabajosamente reconstruida por Constantino, se agrietó
definitivamente, comprometiendo para siempre la unidad de la
Iglesia cristiana. Y la muerte de Juliano devolvió al
absolutismo su onmipotencia, y a los burócratas y
espías su predominio. Se malogró también la
vocación universalista, que había expresado
Constancio II al titularse «Imperator
terrarum
».

6. El ocaso del paganismo84

La vida espiritual del siglo IV nos ofrece, en sus
líneas generales, la visión de un débil
contraataque de la concepción antigua del mundo contra el
influjo ascendente del ideal cristiano y, dominando este
panorama, la evidencia de un envejecimiento irremediable de la
cultura clásica; una crisis vital, de la que eran
conscientes los hombres de aquel tiempo. Si el cristianismo
contribuía a alejar la inteligencia humana de una
explicación racional del mundo, es justo advertir que la
cultura grecorromana había renunciado al espíritu
científico, al abandonar el camino seguido por la ciencia
jónica del siglo VI a. de C. Los dos grandes hallazgos de
los pensadores presocráticos (la teoría
atómica de la materia, de Leucipo y Demócrito, y la
medicina experimental de Hipócrates) fueron alcan zados en
una época democrática, en una atmósfera de
libertad. Los filósofos jónicos -Empédocles,
Jenófanes, Parménides- recurrían al verso
para hacerse entender del pueblo. La oligarquía griega
sintió que peligraba la religión tradicional y la
ignorancia de las masas, soportes del orden constituido, por esta
ciencia de la naturaleza que sus cultivadores popularizaban. La
crisis de la democracia ateniense, a fines del siglo V a. de C.,
ocasionó la persecución de los solistas, que
defendían la libertad de pensamiento, la muerte de
Sócrates, el destierro de Anaxágoras.

En el sistema filosófico elaborado por el
aristócrata Platón, la reflexión sobre los
datos sensoriales ha sido desviada ya hacia la
especulación abstracta. Platón eliminó la
ciencia de la naturaleza de los programas de estudios por
él propuestos. Las materias de

enseñanza se orientaron a la educación de
una clase dirigente, que no iba a enfrentarse nunca con la
necesidad de realizar trabajos

prácticos.

Aristóteles no abandonó el estudio de la
naturaleza, pero aceptó el principio de que la ciencia era
el privilegio de los mejores, y de que el orden social
exigía la ocultación deliberada de la verdad y la
ignorancia popular, mantenidos por la
superstición.

Los sistemas filosóficos postaristotélicos
se doblegaron a la conveniencia de la oligarquía. El
estoicismo fue acogido por la nobleza romana cuando
renunció a sus postulados iniciales: la igualdad natural
de los hombres y la comunidad natural de los bienes. El
epicureísmo, menos acomodaticio, quedó marcado por
estigmas más eficaces cuanto más falsos. El
escéptico Cicerón, tan interesado por la
conservación de la religión de Estado, consideraba
que las ciencias aplicadas. como la medicina y la arquitectura,
no aportaban nada a la formación del hombre cultivado, El
interés de las oligarquías helenística y
romana exigió el sacrificio de la ciencia
experimental.85

Ciencia y técnica:
compilaciones

Desde el siglo I a. de C. la investigación
científica no existió prácticamente.
Sólo la escuela de Alejandría seguía
cultivando la tradición matemática, entendida como
el estudio de las relaciones espaciales, independientes de
números y medidas, desligadas de toda aplicación
práctica. El último matemático original fue
Diofanto. A comienzos del siglo IV, Pappos escribió una
Colección matemática, comentario de obras que en su
mayoría se han perdido. A fines del mismo siglo, Proclo
compuso una glosa al libro primero de los Elementos de
Euclides,

También en Alejandría se formó
Oribasio, médico de cabecera de Juliano, que fue
perseguido por los cristianos a la muerte del emperador;
continuador de Galeno, sistematizó sus teorías en
los 70 libros de su Colección Médica,
resumidos en una Sinopsis. Oribasio escribió
también una guía de dietética y
terapéutica, que fue traducida al latín, muy
leída y comentada.86

Las ciencias aplicadas, la mecánica y la
arquitectura carecieron en el siglo IV de cultivadores y hasta de
comentaristas. No obstante, la ingeniería práctica
mantuvo el elevado nivel de otros tiempos en la
construcción de basílicas, templos, termas,
puertos; el acueducto de Valente en Constantinopla es
técnicamente perfecto; pero poco nuevo se inventó,
y la rutina detuvo la generalización de inventos de
épocas anteriores, como el molino de agua mencionado por
Vitruvio. Cuando un mecánico inventó un
procedimiento para construir columnas con ahorro de esfuerzo
personal, y por tanto de costo, el emperador Vespasiano
recompensó al inventor, rechazando el invento, para que
los humildes pudiesen seguir percibiendo su mísero jornal,
tan penosamente obtenido. Esta anécdota revela una
concepción de la economía en la que las huellas de
la sociedad esclavista son visibles, y es uno de los testimonios
de la decadencia de una sociedad impotente para emprender las
transformaciones que podían salvarla de los enemigos
exteriores.

La actitud mística y religiosa era compartida por
paganos y cristianos. Si san Agustín condenaba todo
conocimiento que no estuviese contenido en la Biblia («todo
lo que el hombre pueda aprender fuera de la Biblia está
condenado en ella si es dañoso, y se encuentra en ella si
es útil»), hallamos el mismo irracionalismo en los
paganos más ilustres: en los filósofos
neoplatónicos, en Jámblico, en Juliano, en Libanio,
en Temistio, quienes prefirieron al conocimiento del mundo real
el alivio de la angustia de sus almas, encontrado en la
adoración del Ser absoluto.

El Derecho: los
códigos

Los juristas de la escuela de Beirut, heredera de los
grandes jurisconsultos del siglo III, se ocuparon más de
copilar las doctrinas jurídicas anteriores que de elaborar
nuevas teorías. Estas recopilaciones, llamadas
códigos, prueban la decadencia de la ciencia del Derecho
romano, declive en el que colaboraron el absolutismo
monárquico, el resurgimiento del Derecho
helenístico a partir de Constantino y la influencia de las
costumbres germánicas a través del
ejército.87 Los retóricos paganos y los obispos
cristianos sustituyeron a los juristas como asesores de los
emperadores en la copiosa legislación de este
período, que modificó profundamente la ciencia
jurídica tradicional.

La erudición
pagana

Esa sabiduría superficial, mas de buen tono, que
había cultivado en el siglo in la alta sociedad del
Imperio,88 no declinó; en Roma, en la segunda mitad del
siglo IV, fructificó en un renacimiento verdadero; en una
devoción apasionada por los clásicos, sobre todo
por Tito Livio y Virgilio, cuyas obras fueron editadas y
comentadas; en un resurgimiento de los ideales del
humanismo.

Los representantes de esa reacción pagana fueron
nobles romanos, Símaco, Pretextato, Nicómaco
Flaviano. Favorecieron la poIítica anticristiana de
Juliano, y cuando éste murió se sintieron
depositarios del legado de la grandeza de Roma, que estaban
obligados a defender contra la barbarie. Ocuparon altos cargos en
el moribundo Senado y en el gobierno de la ciudad: Símaco
fue cónsul; Nicómaco, Flaviano, prefecto de Roma;
Tatiano, prefecto de Oriente; Temistio, el amigo de Juliano, a
quien Teodosio I encomendó la educación de su hijo
Arcadio (instrucción que compartía, eso sí,
con un maestro cristiano), fue prefecto de
Constantinopla.

Pareció por un momento que renacía una
cultura, si no nueva, sí rejuvenecida; una
"ilustración" sin energía creadora, pero con un
amor sincero y robusto a la literatura clásica. Los
profesores adoptaron por entonces un libro de conformación
práctica, de manejo cómodo, que iba a convertirse
en un instrumento eficacísimo de la difusión del
saber, el codex, libro de hojas de pergamino, que
sustituyó al volumen o rollo de papiro.

Pero este renacimiento fue infecundo. Quedó
acotado por una minoría despreocupada de los problemas de
su época, separada del pueblo por una sima social. Amiano
Marcelino relata con su resignada melancolía que estaban
siempre vacías las bibliotecas. Las cartas de
Símaco pintan esa nobleza, frívola y formalista,
que se trasladaba a sus villas cuando la plebe romana se
amotinaba pidiendo pan; habituada a un lujo ostentoso y
provocador en una ciudad pululante de pobres; cualquier motivo,
la elevación a la pretura de un hijo, era para estos
aristócratas pretexto para organizar fiestas suntuosas, a
las que se traían luchadores sajones, caballos
españoles, cocodrilos y leones africanos.

Los emperadores dejaban a estas gentes por conveniencia
la apariencia del poder, los antiguos títulos republicanos
desposeídos de su función, sólo
honoríficos.

Esa "ilustración" aristocrática
conservó una erudición estéril, puramente
retórica; una veneración rutinaria por los textos
clásicos, de los que La Eneida era el
predilecto.

La filosofía pagana estaba tan consumida que su
único producto fue la obra de Jámblico, una
versión deformada, con gotas de pitagorismo, de la
filosofía plotiniana; fusión de la gnosis pagana
con el misticismo religioso; sincretismo de creencias caldeas,
griegas y judías.

La enseñanza
retórica

La continuidad de la enseñanza no se
interrumpió. Los emperadores protegieron a los profesores
universitarios, eximiéndoles de impuestos, y -como
habían acostumbrado los Antoninos- siguieron escogiendo a
los más afamados para la instrucción de los
príncipes. Constantino confió a Lactancio la
educación de Crispo; Juliano fue instruido por Mardonio;
Valentiniano I encargó a Ausonio la formación
intelectual y moral de Graciano. El prestigio de la cultura
clásica indujo a algunos emperadores cristianos a designar
para altos cargos políticos a paganos ilustres, como
Símaco, Temistio y Nicómaco Flaviano.

La enseñanza se epitomó en la
gramática y la retórica. En la Universidad de
Constantinopla, fundada por Teodosio II el año 425,
había 31 profesores: tres de retórica latina, diez
de gramática latina, cinco de retórica griega, diez
de gramática griega, uno de filosofía y dos de
jurisprudencia. Las matemáticas y las ciencias naturales
no figuran en estos estudios universitarios sino como partes de
la gramática." Esta instrucción tenía como
finalidad esencial la formación de los funcionarios
imperiales. En Constantinopla se enseñó la
estenografía, que Libanio menospreciaba, para el ejercicio
de la profesión notarial.

En Oriente se exigió para la práctica de
la abogacía un certificado de estudios extendido por un
profesor oficial de Derecho de las escuelas de Beirut o de
Constantinopla En Occidente bastaba, para cualquiera de los
grados de la burocracia, el estudio en una escuela de
retórica.

Los profesores utilizaban manuales que eran
recopilaciones de máximas morales, a veces redactadas en
breves coplas, para ser cantadas por los escolares.

La aspiración al ingreso en la poderosa
burocracia indujo a la población urbana a esforzarse por
la conservación de las escuelas y la creación de
otras, empeño dificultoso si se piensa en el vertiginoso
declive de la clase media del Bajo Imperio. Las curias
elegían en concursos de elocuencia a los maestros, pero el
nombramiento definitivo correspondía a los altos
funcionarios del Imperio, y en algunas designaciones
decidía el mismo emperador.

Los cristianos no pudieron sustraerse al estudio de la
retórica; la elocuencia era un factor muy eficaz en sus
polémicas contra herejes y paganos. También
debían aceptar estos estudios, si aspiraban a ingresar en
la Administración. Los niños cristianos
aprendían a leer, como los paganos, en textos de Horacio y
de Virgilio. Hay que decir que muchos cristianos estudiaban con
admiración apasionada a los filósofos y escritores
griegos y romanos.

Esta instrucción subsistió hasta la
segunda mitad del siglo V; orientó hasta entonces
la vida de la sociedad romana, y esta perduración es un
argumento de más peso que cualquier acontecimiento
político para situar en ese tiempo el fin de la
Antigüedad.

El declive de la literatura
pagana

Las letras clásicas90 siguieron el curso
declinante que la retórica no bastaba a detener. La
invención creadora fue suplida por el talento compilador,
o por la minucia de la anécdota trivial en las
biografías, o por el comentario erudito y huero de un
pasaje de Homero o de un discurso de Cicerón.

El despotismo se ha rodeado siempre de aduladores
profesionales, y ha aceptado complacido las alabanzas de los
aspirantes al favor del tirano. En el siglo IV esta
segregación del absolutismo proliferó en los
panegíricos de los emperadores, elogios retóricos
vacíos de contenido.

La degradación de la ciencia histórica que
la Historia augusta significa, queda compensada por la obra del
último de los grandes historiadores romanos, Amiano
Marcelino, nacido en Antioquía, hacia 330, instruido en la
literatura griega, militar incorporado al Estado Mayor del
ejército de Oriente, amigo de Juliano, a quien
acompañó en la infortunada expedición contra
Persia. Amiano Marcelino abandonó su carrera militar y se
trasladó a Roma; allí contempló de cerca el
renacimiento pagano, reavivado por el círculo de
Símaco, Pretextato y Nicómaco Flaviano. En un
latín de estilo desigual escribió una obra
histórica digna de su modelo Tácito.

La Res gestae, en 31 libros, continúa
las Historias de Tácito, interrumpidas en el
año 96, hasta el 378, data infausta de la derrota de
Andrinópolis. Se conservan los 18 libros últimos,
que abarcan los años 353 a 378. Amiano fue un mediocre
prosista latino, pero un historiador de la talla de Polibio y de
Tácito. Este griego inteligente y escéptico fue un
observador sagaz de los sucesos militares y políticos que
le rozaban; supo interpretar, con una penetrante visión
abarcadora, las dramáticas peripecias de las
postrimerías romanas. Sus juicios son objetivos, calan en
los hombres y en las circunstancias; su inteligencia sabe escoger
la anécdota reveladora; su talento sintetizador nos revela
los rasgos esenciales de la época : las guerras feroces,
las denuncias y las torturas, las matanzas, y el contraste
estremecedor de las esplendorosas fiestas romanas.

Los progresos de la literatura
cristiana

El frágil puente entre las literaturas pagana y
cristiana lo sostiene un poeta de Occidente, el galo Ausonio, y
un obispo de Oriente, Basilio de Cesárea.

Ausonio, profesor de gramática en su ciudad natal
de Burdígala (Burdeos), fue preceptor del emperador
Graciano, que lo nombra prefecto de la Galia y de Italia. Ausonio
es el cristiano de una época que ha dejado atrás la
clandestinidad y el martirio. El prefería al ascetismo la
familiaridad con las musas. Amable, pedante, agudo y refinado,
este profesor, que abandonó la enseñanza por la
alta política, y que logró elevados cargos
políticos para sus parientes, era capaz de emocionarse
contemplando el bellísimo paisaje del Mosela, y de
expresar en versos espléndidos sentimientos
auténticos de amistad, y de ser un sincero cristiano, sin
renunciar al mundo encantador de los dioses y de los
héroes,

Basilio de Cesárea, llamado el Grande,
vivió más intensamente la antinomia de las dos
culturas. Su organización monástica fue la
más cabal y duradera del Oriente cristiano; su actividad
episcopal, desbordante de eficiencia. Este admirable hombre de
acción, de cultura tan honda como extensa, de alma abierta
a los valores morales e intelectuales del paganismo, quiso
recoger para la cultura cristiana las preseas de la herencia
grecorromana. En su obra A la juventud sobre el uso de la
literatura griega,
escrita después de la muerte de
Juliano, es decir, cuando el peligro de una enseñanza
obligatoria del paganismo se había desvanecido, Basilio,
dicta el documento que fue la base de toda la educación
cristiana superior durante siglos.91 Acepta el estudio de la
literatura griega como el primer cielo de la instrucción
del cristiano. Rechaza el contenido moral y religioso de la
poesía antigua, pero alaba su forma. Propone una
selección de textos helénicos, útiles,
según su criterio, para la enseñanza de la juventud
cristiana. Esta actitud fue compartida por sus colaboradores
Gregorio de Nacianzo y Gregorio de Nisa, autor el último
de una tentativa ejemplar de aportar los ideales
humanísticos de la educación griega a la
formación intelectual y moral de los monjes. Los tres
capadocios son los continuadores de Orígenes y de Clemente
de Alejandría en la grandiosa tarea de elaborar una
civilización cristiana.

El primer historiador
cristiano

La historiografía cristiana propuso una
interpretación de la historia de la humanidad en
función de los grandes cambios constantinianos. Eusebio de
Cesárea explica en su Historia
eclesiástica
la vida del género humano como un
camino que va de Abraham a Cristo, y de Cristo a Constantino. La
promesa hecha a Abraham y cumplida en Cristo, el Logos mediador
entre Dios y la Creación, coincidió, por
decisión providencial, con la plenitud del
Imperio romano, que facilitó, con su universalidad, la
evangelización del mundo. En una fase última,
Constantino -para Eusebio de Cesárea, un segundo Abraham-
ha hecho de su victoria personal la victoria de la Iglesia; ha
instalado sobre la tierra el reino del Logos, completando
así la evolución de la humanidad. Este tratado de
teología política fue traducido al latín, a
fines del mismo siglo, por Rufino de Aquilea, y su influjo sobre
el pensamiento cristiano sólo fue superado, un siglo
más tarde, por La Ciudad de Dios de san
Agustín.

La literatura latina
cristiana

Africa fue en los siglos II, III y IV el foco
intelectual casi único del cristianismo en Occidente. El
círculo de escritores africanos tradujo los libros griegos
al habla de las gentes sencillas, el latín vulgar que se
hablaba en el Africa romana, elección que resultó
trascendental para la difusión de la literatura cristiana.
En Africa se usó el latín en la predicación
y en la liturgia antes que en Roma. Al valerse de la lengua
popular, el cristianismo llegó más
fácilmente a las masas, y pudo llegar a ser verdadera
religión universal.92

El primer escritor cristiano de Occidente fue el
cartaginés Tertuliano, que vivió los tiempos
difíciles y bellos del cristianismo perseguido (160-230).
Tertuliano era hijo de un centurión pagano, y
recibió una excelente formación jurídica y
retórica. Las persecuciones le hicieron cristiano. Fue un
gran luchador, dotado para la polémica de una apasionada
energía y de una cultivada y clara inteligencia. En el
Apologético que en el afio 197 dirigió a
los gobernadores de las provincias romanas, reverbera la
alegría de la fuerza creciente de la cristiandad,
y una audacia amenazadora: "Somos de ayer y ya hemos llenado la
tierra. Podemos contar vuestros ejércitos: los cristianos
de una sola provincia serán más numerosos."
Ningún escritor de su tiempo iguala a Tertuliano en vigor
expresivo en imaginación, en elocuencia. Ataca la cultura
clásica, pero sin quererlo es su heredero. Ella le
proporciona la forma oratoria de sus escritos, sus
períodos acompasados, sus amplificaciónes, sus
antítesis y sus interrogaciones.

El obispo de Cartago Cipriano escribió un tratado
Sobre la unidad de la Iglesia, que es un valioso
testimonio del concepto que de la organización
eclesiástica tenía el clero del siglo ni. Para
Cipriano, cada obispo es responsable sólo ante Dios del
gobierno de su comunidad.

Cipriano había sido profesor de retórica,
lo mismo que Lactancio, que perdió su cátedra
cuando se hizo cristiano. En su obra apologética La
muerte de los perseguidores,
Lactancio explica el fin
violento de los emperadores que persiguieron al cristianismo como
un castigo del cielo.

Los otros escritores africanos, Minucio Félix,
Arnobio, como la mayoría de los cristianos occidentales,
abandonan a los orientales las especulaciones teológicas,
concentrándose en la defensa de la fe y en los problemas
de la organización eclesiástica.

Ya se mencionó al poeta latino Ausonio. San
Hilario de Poitiers, san Paulino de Nola y san Ambrosio de
Milán aportaron a la literatura cristiana himnos
litúrgicos de una poesía cálida y
emocionada.

7. Arte imperial y arte
cristiano

Es preciso imaginarse la época constantiniana
como fue vivida por sus participantes. Nosotros sabemos que el
Estado romano sólo en la pars orientalis iba a
resistir las invasiones bárbaras en el siglo V, y que los
germanos fundarían monarquías independientes en las
comarcas occidentales del Imperio. Pero a los
contemporáneos de Constantino, la pasividad militar de los
persas durante la larga minoría de Sapor II, y la
sorprendente inactividad bélica de las confederaciones
germánicas,93 debieron darles la impresión de que
el peligro exterior estaba dominado para siempre. Las reformas de
Diocleciano habían apagado, no sólo los cruentos
brotes del nacionalismo egipcio,94 sino las reiteradas
proclamaciones de antiemperadores por los ejércitos de las
provincias fronterizas. Y si es cierto que la tetrarquía
diocleciana había fenecido en otra contienda civil,
Constantino parecía haber plantado sobre consistentes
cimientos la monarquía absoluta. El despotismo
constantiniano y el triunfo de la Iglesia cristiana iniciaban
aparentemente una época nueva. La crisis del siglo m
estaba, a primera vista, vencida. Este sentimiento de
renovación no podía ser compartido, es verdad, ni
por la arruinada burguesía de las ciudades ni por el
campesinado. Pero privaba en los círculos de la corte y de
la Iglesia, y tuvo su expresión en el arte.95

Los palacios imperiales que augustos y césares se
hacían construir en las nuevas capitales administrativas y
políticas, Nicomedia, Sirmium, Milán y
Tréveris, y más tarde en Constantinopla, cuyo
modelo es el palacio de Diocleciano en Spalato, son muy
diferentes de las residencias de los césares del Alto
Imperio. Los salones son más vastos, para las solemnes
ceremonias palatinas de la monarquía absoluta, y tienen
mejores defensas militares, requeridas por el despotismo. El
conjunto de edificaciones queda protegido por un recinto
fortificado, que convierte el palatium en una ciudad
dentro de la ciudad.

Las iglesias del siglo IV

Pero las construcciones arquitectónicas
más importantes fueron las iglesias. Constantino
empezó a edificarlas al día siguiente de su
victoria sobre Majencio. Eusebio de Cesárea nos informa de
la intervención personal del emperador en el diseño
de muchos santuarios cristianos. Casi todas las iglesias erigidas
en la época constantiniana han desaparecido, o han sido
borradas por reconstrucciones ulteriores. La vastedad de alguno
de estos edificios tiene una motivación doble: la
expresión de la grandeza imperial y las necesidades del
culto. El templo grecorromano fue la morada de la divinidad, en
él sólo sus servidores entraban. Mas la iglesia era
la casa de reunión de los cristianos, que en esta
época se multiplicaron, y exigía grandes espacios.
Los variados tipos de iglesias primitivas pueden compendiarse en
dos: uno de origen oriental, de planta cuadrada, o circular, o
trebolada, acaso con la finalidad funcional de que los creyentes
se agrupasen mejor en torno de la tumba del mártir, que
ocupaba el centro del santuario; y otro, mucho más
frecuente, el de las amplias iglesias, que es el mismo de la
basílica romana, de la que hasta el nombre retiene, de
planta rectangular, dividida por dos alineaciones de columnas en
tres naves, con un pequeño crucero junto al altar (ante el
cual oficiaba, de cara a los fieles, el sacerdote) y un trono
para el obispo detrás del altar, en el ábside, en
el sitio que en la basílica civil había ocupado el
magistrado. El techo primitivo era plano, un simple entramado de
madera, como en San Juan de Letrán. Este prototipo ofrece
muchas variantes: la basílica de cinco naves, delimitada
por cuatro filas de columnas, que hallamos en las iglesias
romanas de San Juan de Letrán, San Pedro y San Pablo
extramuros; el empleo de la bóveda, que la arquitectura
civil romana había utilizado para techos de amplio tramo
en las termas de Caracalla, y que en la iglesia romana llamada de
Constantino -aunque Majencio empezara su construcción-
resuelve el empuje exterior por medio de paredes que forman
ángulo recto con el espacio central; hileras de ventanas
sobre las naves laterales, como en la misma basílica de
Constantino en Roma.96

Influencias orientales

En estas iglesias, como en las edificaciones civiles,
concebidas ambas para una impresionante liturgia -tan ceremoniosa
la sacra como la secular-, la influencia oriental, multiforme,
sustentada por aportaciones coptas, iranias o sirias, se expresa
en el abovedado y plantas de muchas iglesias; en la prodigalidad
decorativa, que no perdona la desnudez de ninguna superficie
interior; en la minoración de lo figurativo; en el uso de
materiales ricos (oro, piedras preciosas, cubos de pasta
vítrea esmaltada en los mosaicos, pórfido en los
sarcófagos, hilos de oro en las sedas bordadas) como
lenguaje proyectado para impresionar la imaginación
humana.97 El Oriente, cuna de la civilización seis mil
años antes, oscurecido por la cultura helenística
desde el siglo III a. de C., recobra su predominio al declinar la
fuerza creadora de Grecia, para fundirse con ella en la forma de
vida que llamamos bizantina, y para encarrilar otras culturas
jóvenes, como la cristiana y ulteriormente la
musulmana.

El ascendiente oriental era un despertar de las viejas
tradiciones indígenas, alentadas por la preeminencia
económica que la decadencia del Occidente otorgaba a las
provincias orientales del Imperio romano; por el renacimiento
sasánida, y por la nueva espiritualidad irracional y
mística, que estaba devorando al arte
clásico.

El arte cristiano no aspiraba a la belleza formal :
estaba inspirado por un sentimiento de grandeza y misterio, que
optaba por el recurso de los símbolos, que prefería
la alusión a la interpretación. La decadencia
técnica, el innegable empobrecimiento de los instrumentos
artesanales, no es tanto ineptitud como renuncia. Decir que en el
siglo iv la construcción arquitectónica desciende
cuantitativa y cualitativamente es decir una parte de la verdad.
La actividad constructiva de las ciudades de Occidente se
circunscribe a amurallarlas con las piedras de sus monumentos
desmoronados. La solidez fue preferida a la belleza, la eficacia
a la elegancia. Pero las "villas" que los grandes terratenientes
se hacían construir en esta época eran más
lujosas y confortables que las del siglo anterior.

El mundo material ya no se le representa al hombre como
una realidad firme, sino problemática. La
categórica vinculación de la forma griega a un
cosmos visible y tangible ha dejado de existir. Por eso las artes
plásticas representan las formas con una indecisión
geométrica fantasmal, como si fuesen
apariciones.

La admiración del
pasado

El lenguaje de las piedras romanas enmudeció en
Britania como en Palmira; en España como en Cartago; en
Roma, El arco de Constantino, con la inquietante rudeza de sus
relieves históricos, es una de las últimas
construcciones romanas del paganismo. Cesaron después de
Constantino. Los emperadores ya no residían en Roma, que
se convirtió en una ciudad museo, víctima de los
mismos saqueos que la habían embellecido en otro tiempo.
Columnas y obeliscos fueron transportados de Roma a
Constantinopla, Para los paganos, Roma era la síntesis
ideal de unas normas de vida necesarias para la supervivencia de
la civilización. Los cristianos cultos no podían
ser insensibles a la grandiosa majestad de las piedras romanas.
El hijo de Constantino, el emperador Constancio II, no
conoció la ciudad hasta su visita del año 357.
Amiano Marcelino nos ha transmitido un relato de la
recepción del emperador.98 Con irónico regusto
subraya Amiano el asombro admirado de Constancio a la vista del
Foro y de los otros prodigios del arte clásico: el templo
de Júpiter en el Capitolio, las termas, «grandes
como provincias», la mole inmensa del Anfiteatro, la
bóveda audaz del Panteón, y tantas maravillas que
son el ornato de la Ciudad Eterna. Mas ante el Foro de Trajano,
«construcción única en el universo y digna de
ser admirada por los mismos dioses» en opinión de
Amiano Marcelino, Constancio se detuvo sobrecogido, y,
«consciente de su impotencia para crear nada semejante
–comenta maliciosamente Amiano- dijo que quería cuanto
menos imitar la estatua ecuestre de Trajano que en medio del Foro
se levantaba». Cerca del emperador estaba un
príncipe persa emigrado, que dijo a Constancio con su fina
sagacidad oriental: «Empieza, si puedes, por construir la
caballeriza según este modelo, a fin de que tu caballo
esté tan bien alojado como éste., La
anécdota puede ser invención de Amiano, pero no la
actitud de Constancio, que fue la de los hombres de su tiempo y
de todas las épocas, ante unas formas artísticas
destinadas a ser, desde el siglo XIII hasta el XIX, norma viva
del arte occidental.

La continuidad de las
artes

Si aplicamos el criterio clásico de
perfección técnica a la escultura del siglo IV,
hemos de aceptar su decadencia, evidente en la inexperta
tosquedad de los artesanos, manifiesta en los relieves
históricos (como los arcos de Galerio en Tesalónica
y de Constantino en Roma), con su frontalidad y su inhábil
isocefalia;99 en la rigidez de los cuerpos, en los que la
aversión cristiana a la desnudez acumula ropas y acaba por
deformar la armoniosa disposición de los miembros del
cuerpo humano.

Todavía algunos escultores paganos ejecutan
buenos retratos realistas, como los del emperador Juliano. Pero
las enormes cabezas de Constantino y de Constancio II
están concebidas con una intención orientalizante
de grandiosidad, que anula la armonía de las proporciones
a cambio de expresar con el lenguaje de las formas la
omnipotencia de la monarquía absoluta, personalizada en la
sobrehumana figura del emperador.

Si la magnitud es el fin político de estas
estatuas, la espiritualidad es el religioso, compartido por
artistas paganos y cristianos, impregnados todos de misticismo.
La nueva espiritualidad se manifiesta en los pliegues de la boca,
y singularmente en la mirada expresionista, que nos introduce en
la vida interior del retratado. Los sarcófagos
están hechos con la técnica de las escenas
mitológicas clásicas, pero los temas son tratados
con una intensidad mayor, con fe total.

Pero es la pintura el arte ornamental de las iglesias.
En ellas su papel es tan importante como la estatuaria en los
templos paganos. Los frescos y mosaicos cubren arcadas,
ábsides, cúpulas, y hasta la misma bóveda y
las pechinas de Santa Sofía. Figuras alargadas,
isocéfalas, frontales, estáticas, solemnes. A
veces, la figura agrandada de Cristo triunfante. El arte
figurativo, nacido milenios antes en Oriente, sujeto a una
frontalidad inmóvil, vuelve ahora a la misma rigidez
frontal, plana y estática de los cuerpos, olvidando los
hermosos hallazgos del volumen y del movimiento que habían
alcanzado la estatuaria griega y el barroco
helenístico.

Es una evolución paralela a la evolución
política: del orden social autoritario de los imperios
asiáticos, se llega al despotismo social y religioso de
Constancio y Teodosio, a través de liberalismo
democrático de la Atenas de Pericles. Esta última
evolución del arte antiguo permite establecer su
continuidad con el arte medieval, continuidad comparable
también a la que en el campo socioeconómico existe
entre el colonato y el feudalismo.100

8. Las nuevas invasiones y la batalla de
Andrinópolis

La dinastía
valentiniana

Otra vez dependió del ejército la
proclamación de emperador a la muerte de Juliano.101 y
como en el siglo III, fue elegido un panonio, Joviano, jefe de la
guardia imperial,102 que compró la paz a los persas, al
precio de los territorios romanos de la orilla orienta] del
Tigris. Muerto Joviano al año siguiente, fue elegido
emperador otro ilirio, Valentiniano, buen general y gobernante
enérgico, digno continuador de los emperadores ilirios del
siglo III, cuya política siguió en sus
líneas esenciales: defensa de la tradición pagana
(embellecimiento de Roma; prohibición de matrimonios entre
romanos y bárbaros); defensa de los humildes: los
prefectos deberían nombrar en cada curia un defensor de la
plebe contra las iniquidades de los ricos; protección de
los jefes militares, postergados por la política
burocratizadora de Diocleciano y de Constantino,

El mismo ejército que le aclamó emperador
quiso elegir inmediatamente un segundo augusto para la eficacia
de la defensa militar. Valentiniano I aceptó la
diarquía, en circunstancias tan graves como las que
habían inducido a Diocleciano a la partición del
poder, pero logró hacer proclamar augusto a su hermano
Valente, a quien encargó el gobierno de la parte oriental
del Imperio, reservándose Valentiniano la occidental, la
más amenazada, no sólo por francos y alamanes, sino
por tendencias separatistas que brotaban periódicamente en
Britania, la Galia o Africa.

Esta división fue total, de todos los recursos de
las provincias asignadas a cada Augusto, del ejército, de
la administración, de la hacienda, de la corte.103 aunque
de derecho nunca se rompió la unidad del
Imperio.

Valentiniano I había asociado, con el
título de augusto, a su hijo Graciano al gobierno de
Occidente. Una intriga de la emperatriz Justina obligó a
Graciano a compartir el poder, a la muerte de Valentiniano I, con
su hermanastro Valentiniano II. Graciano gobernó desde
Tréveris la Galia, Britania y España. Valentiniano
II estableció su corte en Sirmio, en Iliria. Entonces
sobrevino el desastre de Andrinópolis.

Los hunos

Los godos estaban unidos a Constantino por un pacto de
amistad. De todas formas, su pasividad durante la primera mitad
del siglo IV es sorprendente por lo desusada. El cambio de
dinastía les desligaba de la alianza, y un antiemperador,
Procopio, en quien al parecer había pensado Juliano para
la sucesión imperial, consiguió el apoyo de los
godos contra Valente. La nueva guerra gótica duró
cuatro años (365-369). Eliminado Procopio, los godos se
comprometieron a respetar como frontera el curso del Danubio
inferior.

Las que han sido llamadas invasiones pacíficas,
iniciadas en tiempos de la República, continuaban. El
Estado romano no había perdido la dirección
reguladora de estas penetraciones, que ahora desbordaban las
fronteras, en riadas más peligrosas que las del siglo
anterior. Pero la causa de estas nuevas invasiones estaba esta
vez en el Asia Central.

Al relatar las invasiones del siglo III ya se
señaló el influjo de los movimientos de los pueblos
nómadas en la vida de los pueblos sedentarios.104 Desde
los tiempos prehistóricos hasta el siglo XV de nuestra era
la historia euroasiática podría esquematizarse en
el proceso de crecimiento y expansión de las poblaciones
nómadas, paralelo al desarrollo de las culturas
sedentarias de vocación agrícola;105 el pillaje y
la conquista de los pueblos sedentarios por los nómadas
pastores, fundadores de los grandes imperios; y la rápida
sedentarizacíón de estos nómadas, asimilados
por la vida civilizada. El ciclo se repite incensantemente:
surgen nuevos pueblos pastores en las cercanías de las
tierras fértiles pobladas, a las que acaban por
conquistar. A veces arrastran a las poblaciones autóctonas
a una política de expansión
imperialista.

Los manuales de historia universal mencionan algunas de
estas invasiones: los indoeuropeos -que recorrían las
estepas que se extienden desde el mar Báltico hasta el sur
de Rusia– irrumpieron en Asia Menor y Mesopotamia hacia el
año 2.000 a. de C. domadores de caballos- animales
entonces desconocidos en los pueblos sedentarios de Asia y Egipto
-vencieron con facilidad a los pueblos del Asia Occidental,
organizaron el Imperio hitita en Asia Menor, el Imperio casita en
Babilonia y provocaron la invasión de los hiksos en
Egipto. Otra fuerte oleada indoeuropea originó, siete
siglos más tarde, la invasión del delta del Nilo
por los «pueblos del mar», y la de la Grecia
homérica por los dorios, a los que las armas de hierro
proporcionaban una superioridad sobre los aqueos que
resultó decisiva.

Otro conjunto de tribus nómadas irrumpe en la
historia de Occidente hacia el 370 d. de C.: los hunos,
antepasados de los turcos y probablemente de los mogoles. Los
hunos eran pastores que trashumaban en las vastísimas
estepas de Mongolia desde la prehistoria. El incentivo de estos
nómadas fue siempre China, la fértil y
primorosamente cultivada tierra amarilla del Hoang-ho. Para
protegerse contra los pillajes húnicos, el emperador
Che-Huang-Ti hizo construir la Gran Muralla, a fines del siglo
III a. de C. Por fin, en el siglo IV d. de C. los hunos se
apoderaron de la China del Norte, y la dinastía de los
Tsin se refugió en Nankin, en la China meridional.106
Mientras, otras tribus de los hunos se habían desplazado
hacia el Asia Central. Vivían en las estepas parcamente,
sin ninguna cohesión social, a menudo disputándose
entre sí las zonas de pasturaje.

A mediados del siglo IV, acaso por agotamiento de los
pastos, se agruparon, encaminándose hacia las estepas
rusas. Eran arqueros diestros, jinetes incansables, de una
movilidad temible y desconcertante: atacaban por sorpresa, con
una violencia fulminante, irresistible; si les fallaba el primer
asalto, se retiraban rápidamente, para aparecer por otro
derrotero, en el momento menos esperado.

Hacía tiempo que los alanos, pueblo de origen
iranio, se habían desplazado del Asia central a la
región situada entre el Cáucaso y el río
Don. Era el camino de los hunos, y los alanos quedaron aplastados
por este huracán asiático, que no se detuvo en el
Don. Los hunos, hacia el 374, se apoderaron del reino de los
godos gruetungos,107 es decir, del país comprendido entre
el Don y el Dniester, empujando a los visigodos contra el
Danubio.

La batalla de
Andrinópolis

Algunos ostrogodos se refugiaron en el territorio de los
visigodos, que estaban divididos por querellas religiosas. Unas
tribus visigodas, dirigidas por Atanarico, buscaron refugio en la
región de los Cárpatos. Los visigodos arrianos
pidieron al emperador Valente que les asignara tierras en Tracia,
al amparo de la frontera. Era el año 376. Los visigodos
acogidos serían unos 50.000. No era fácil el
aprovisionamiento de estas multitudes hambrientas. Los
funcionarios y mercaderes romanos les vendían
víveres a precios desorbitados, y la explotación y
las vejaciones ocasionaron una sublevación. Con el
refuerzo de grupos ostrogodos, alanos y hasta tribus de hunos, a
los que se unieron trabajadores forzados de las minas de Tracia,
este ejército heterogéneo pero furioso tomó
el camino de Constantinopla. El historiador Amiano Marcelino
describe esta avalancha temible, que avanzaba llevando en
vanguardia mujeres romanas empujadas a latigazos.

El emperador de Occidente Graciano envió tropas
de refuerzo, pero Valente decidió combatir sin esperarlas.
La batalla de Andrinópolis fue ganada por la superioridad
de la caballería goda. Las advertencias de la derrota y
prisión de Valeriano, y de la retirada y muerte de
Juliano, infligidas ambas a los romanos por la caballería
persa, no habían aleccionado al ejército imperial.
Aunque se crearon unidades especiales de caballería, la
legión seguía siendo, como en la batalla de
Farsalia, la unidad táctica romana. El catafracto germano,
jinete con cota de malla, armado de lanza, desplazó al
legionario romano para siempre.108 Se ha dicho que la batalla de
Andrinópolis es la primera de la Edad Media, y el modelo
de las peleas medievales durante un milenio, hasta la guerra de
los Cien Años.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11
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