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Partes: 1, 2, 3

  1. Ureopa
  2. Rizzo
  3. ATL
  4. Bebelandia
  5. Cucos
  6. Bingo

Ureopa

Durante veinte mil años, desde que América
fue poblada por diversos grupos humanos provenientes del Asia
oriental, su evolución cultural fue equilibrada. En
algunos casos, las tribus sucedieron a las bandas nómadas
y los señoríos fueron reemplazados por los grandes
estados antiguos. En otros y haciendo gala de una enorme
capacidad de adaptación cultural, las bandas y las tribus
se sujetaron a las exigencias de su entorno natural,
permaneciendo durante siglos y milenios, sin alterar
significativamente su forma de vida. Maravillosa capacidad de
adaptar el entorno, en unos casos, y de adaptarse a él, en
otros, demostraron los seres humanos en América. Esta fue
la lógica consecuencia de dos hechos fundamentales:
primero, debido a su antigüedad, los inmigrantes
asiáticos no trajeron al continente americano modelos
culturales desarrollados; fuera de los esquemas y prejuicios
extranjeros, crearon sus propios y complejos patrones de cultura.
Segundo, el continente guardó independencia
geográfica con el resto del mundo, entregando respuestas
propias y originales a los problemas locales. Nadie se
sintió inferior al medio o subestimó a éste.
De aquel equilibrio surgieron sus imponentes obras: conocieron y
deificaron a la naturaleza con miras a su protección;
desarrollaron el principio del cero; generaron variedades de un
mismo cultivo para producirlo en diferentes lugares y momentos;
sus textiles no envidiaron a los de otras latitudes; sus caminos
no conocieron rival hasta el advenimiento del asfalto. En plena
Edad del Hierro, trabajaron el platino; levantaron ciudades
flotantes; desarrollaron formidables conocimientos
astronómicos que les permitió elaborar uno de los
mejores calendarios hasta hoy conocidos y organizaron la primera
República en la que no hubo pobres ni desamparados. De
este equilibrio matemático, que algunos extranjeros
confundieron con el Paraíso de La Biblia, quedan
importantes testimonios: "… no es pequeño dolor
contemplar que, siendo aquellos Incas gentiles e
idólatras, tuviesen tan buena orden para saber gobernar y
conservar tierras tan largas, y nosotros, siendo cristianos,
hayamos destruido tantos reinos, porque, por donde quiera que han
pasado cristianos conquistando y descubriendo, otra cosa no
parece sino que con fuego se va todo gastando", diría en
1550 el cronista español Pedro de Cieza al contemplar las
ruinas aun humeantes del antiguo Señorío de los
Incas.

En efecto, aquel viejo mundo americano, que
parecía gobernado por dioses y no por hombres, al sentir
de quienes desembarcando en América creían estar
mirando la mítica Atlántida, se estremeció
hace siglos, cuando en 1492, hombres de un mundo plano y oscuro,
rodeado de enormes y monstruosas criaturas imaginarias, llegaron
para juzgar y sancionar las obras de los mejores,
ecólogos, agrónomos, matemáticos, artistas,
arquitectos, ingenieros, filósofos y políticos, que
el mundo había conocido. Entonces, prejuicios
ideológicos, religiosos, sexuales, raciales y sociales,
fueron impuestos a América: que los indios eran inferiores
por que sostenían que la tierra no era de los hombres,
sino que éstos eran propiedad de aquella; que ciertas
ideologías políticas eran buenas porque eran
extranjeras, sin saber que el extranjero que las propuso se
había inspirado en formas políticas milenarias
nacidas en los Andes sudamericanos; que la civilización
americana tenía que ser de origen extraterrestre porque no
podía haber sido creada por los indios; etc., etc. Estos y
otros prejuicios fueron algunas de las miles de "ideas" que
organizaron el nuevo desorden cultural impuesto a través
de una instrucción de origen dudoso. Estos "brillantes e
iluminados conceptos", propios de filósofos de la Edad de
la Piedra, fueron los únicos aportes concretos y duraderos
de los hombres de aquel mundo plano y absurdo que vinieron a
juzgar las obras y los hechos americanos.

Durante el medio siglo que transcurrió entre la
independencia de Norteamérica y Sudamérica,
personajes de notable inteligencia y elevada moral,
soñaron con la libertad y la unidad del continente como
fórmula de solución a los problemas. Sin embargo,
una población escasa e incomunicada no podía hacer
realidad ese sueño. La independencia se conquistó
pero la unificación política tuvo que
esperar.

Entre los años finales del siglo XX y la primera
mitad del XXI, grandes cambios políticos y
económicos en todo el mundo llevaron a los americanos a
pensar en la integración para así poder competir
con los nuevos y poderosos bloques formados fuera de su
suelo.

En el año 2086, todos los gobernantes americanos,
reunidos en la ciudad de Panamá, firmaron el
Tratado de América. En el documento se
recomendaba extinguir las fronteras internacionales dentro del
continente, nombrar un Consejo Americano de Regentes, erigir a la
ciudad de Panamá como capital de la nueva República
continental y unificar bajo un solo mando todas las fuerzas
armadas de la región.

Aquellas resoluciones y otras más, fueron
recibidas con beneplácito por todos los pueblos. Por fin,
América sería un país continente. La
unificación política, territorial, económica
y militar estaba en marcha. El sueño de muchos americanos
se cumpliría. Sin embargo, quedaban aspectos culturales
diferentes que eran los que dificultaban el desarrollo y
consolidación de la joven República.

Fue entonces cuando un instrumento americano para viajar
en el tiempo, se concluyó con éxito. Su
aplicación en la solución del problema cultural era
básica: si retrocediendo en el tiempo se podía
ordenar el proceso histórico de manera que las diferencias
étnicas no fueran obstáculo a la unión, la
integración total en su presente se facilitaría. Se
decidió entonces desarrollar un proyecto para poner en
acción esa idea.

Los jerarcas políticos, ayudados por
científicos, propusieron una intervención
pacífica pero efectiva en el pasado. Su propósito
era reordenar los procesos históricos que obraban sobre el
continente. Analizadas todas las etapas, se descubrió que
la más importante, debido a sus efectos, era la tocante al
desembarco europeo en las Antillas a finales del siglo XV. Era en
ese momento, pues, en el que debían actuar. Decidieron
enviar un equipo científico de su siglo a la Europa del
Renacimiento. Su objetivo central enfocaba la posibilidad de
asesorar a los regentes europeos del pasado para que
desarrollaran en mejores condiciones, el proceso de
colonización de América. Por supuesto que no
faltaron americanos que se opusieron al proceso de
colonización; sin embargo, visto desde un plano objetivo,
tal colonización debía efectuarse. ¿De
qué otra manera podía entonces existir una
América mestiza, si no era permitiendo la llegada de
Colón y sus aventureros, a tierras continentales? De
interrumpirse ese hecho histórico, la América del
siglo XXI dejaría de existir como tal y ningún
proyecto americano tendría razón de ser. En tal
virtud, la historia tenía que continuar, pero
estrechamente controlada desde el futuro.

Ante la magnitud de la empresa, decidieron enviar un
contingente militar para que garantizara la seguridad y las
acciones de los asesores. Tal contingente debía
estacionarse en la Europa del siglo XV y preparar el terreno para
la llegada de la cúpula de asesores científicos del
siglo XXI.

Fijados los detalles de la "Operación KAYNAMAN"
que significa Hacia el Ayer en el idioma quechua,
decidieron enviar una gran armada transportando cien mil
efectivos, entre oficiales y soldados. Esta armada debía
partir de la isla San Salvador, en las Bahamas, y tomar rumbo de
las Canarias, siguiendo en sentido opuesto la ruta que hiciera
Colón en 1492. La armada que llevaba las mejores muestras
de su equipo tecnológico, debía estar el día
11 de septiembre del año 2092, en el punto donde se
halló Colón ese mismo día y mes de 1492. De
los cien mil efectivos de la armada, sin embargo, solo dos
conocían el verdadero objetivo de la operación: el
Comandante de la Fuerza de Seguridad y su Asistente en Historia.
Llegados al objetivo, debían hacerse,
pacíficamente, de la Europa renacentista y, una vez
consolidada la protección de aquel territorio, proceder a
la transferencia de los científicos asesores.

Los siguientes son los hechos vividos y descritos por la
teniente de aeronaval e historiadora de la Operación
KAYNAMAN, Cristina Meis:

Agosto 21 de 2092

Este fue un día que no olvidaré. Estando
en la Base Guanahani, en San Salvador, el almirante José
Sanesteban y yo, fuimos llamados a la ciudad de Panamá.
Llegados al Ministerio de la Ciencia, tuvimos oportunidad de
escuchar sobre la más extraña e inusual
operación militar que ejército alguno haya
previsto. Una máquina para viajar a través del
tiempo ha sido perfeccionada por nuestros científicos. En
ella o a través de ella, cien mil efectivos de guerra
seremos enviados a la Europa occidental de 1492, para tomar
posesión pacífica de aquella región. Hechos
del control y sin ninguna violencia, generaremos las condiciones
adecuadas para que un grupo de científicos y, sobre todo,
asesores políticos de nuestra época, lleguen al
siglo XV y reorganicen el proceso de colonización en
América. A pesar de la magnitud de la empresa,
únicamente el almirante Sanesteban y yo, conoceremos los
detalles de esta operación. El almirante será el
Comandante Supremo de la Seguridad y yo, la Cronista de los
nuevos hechos.

Ante nuestros gestos de asombro, los del Ministerio
aclararon que nuestra participación sería
totalmente voluntaria; de no desearlo, nadie podría
obligarnos a aceptarla. Como historiadora no podía
excusarme de intervenir directamente en mi pasado y sé que
el almirante Sanesteban no rehusó como oficial en extremo
patriota y disciplinado que es. Nuestras respuestas coincidieron.
El flamante Jefe Supremo se encargará de llevar a buen
término la operación y yo de escribir las
páginas de una nueva historia.

Agosto 24 de 2092

Hoy nos embarcamos en el portaviones "Santa María
de los Buenos Aires", anclado en la rada de Guanahani. Mientras
tanto, se nos ordena guardar absoluto silencio en torno a la
operación; cualquier indiscreción podría
delatar el plan y nos expondríamos a la crítica y
pánico mundiales.

Septiembre 8 de 2092

Después de la agitación de finales de
agosto cuando embarcamos con los efectivos de tierra, mar y aire,
la más formidable muestra tecnológica de nuestro
siglo, los días siguientes han sido de constante calma. La
tropa toma los últimos baños de sol del agonizante
verano septentrional en las cubiertas de las naves y por las
noches baila y canta, alegremente, en las áreas de
recreación de los buques. Los operadores, en cambio, se
turnan en las tareas de navegación. El Comandante se ve,
extraordinariamente, solitario. Muchas veces lo he visto
escurrirse por las bodegas, como queriendo convencerse por sus
propios ojos de la realidad de esta misión; otras, lo
descubro con la mirada fija en la aurora, como queriendo
adelantar los eventos. Es de un aspecto tan noble y sobrio, que
todos lo queremos y respetamos.

Septiembre 11 de 2092

A diferencia de los anteriores, este fue un día
de siglos. Amaneció con un tibio sol de otoño.
Desde muy temprano, me ubiqué en el puente del "Santa
María" para asistir, de ser cierto, a nuestro
increíble viaje a través del tiempo. Como siempre,
hallé al Comandante impartiendo todo tipo de
instrucciones. Dijo que todos los miembros de la armada
deberían lucir sus uniformes de gala y los capellanes sus
sotanas. Después de vestir el traje gris con vivos blancos
de la naval, regresé al puente. En los radares no se
veían otras naves que no fueran las de nuestra flota.
Quizá restringieron la navegación para evitar
compañeros de viaje no autorizados, de última
hora.

A las 10H00 y cuando todo transcurría con
normalidad, algo extraordinario ocurrió. Por espacio de
segundos, tuvimos la sensación de hallarnos
inmóviles pero conscientes. Cuando el fenómeno
terminó y pudimos movernos, descubrimos que los relojes de
la armada habían dejado de funcionar. Solucionado el
problema, el operador de uno de los radares detectó la
huella de tres pequeñas embarcaciones navegando hacia
nosotros, desde el sudeste. Miré a Sanesteban y
éste, totalmente emocionado, pidió al operador que
le proporcionase las dimensiones aproximadas de los tres objetos
y el tiempo para avistar. El aludido los comparó con
veleros o yates y pronosticó contacto visual en quince
minutos. Sanesteban, más inquieto que antes, ordenó
que todos los efectivos de la armada, sin excepción,
subiéramos a las cubiertas y nos colocáramos en
línea de recepción. Cuando salí del puente
para ejecutar la orden, Sanesteban me tomó del brazo y,
apartándome, me dijo emocionado: "¡lo hicieron, lo
hicieron!". Le pedí que se tranquilizara y pensara en sus
palabras a los demás, si es que la operación
tenía éxito. Pareció no escucharme y,
después de dejar a alguien al mando de la nave,
bajó. Las guardias empezaron a formarse en las cubiertas,
bajo las órdenes estridentes de sus oficiales y hasta los
submarinos en superficie tenían gente de gala en sus
plataformas, cuando en el horizonte sur oriental se vieron tres
pequeños barcos a vela. Me emocioné y corrí
gradas abajo para ubicarme al lado del Comandante.

Los minutos pasaban como horas y las pequeñas
embarcaciones parecían detenidas por la distancia. Sin
embargo y sin darnos cuenta, en un momento dado, estuvieron tan
cerca que pudimos apreciar su estructura primero y a sus
ocupantes después. Eran –o parecían- barcos y
marineros del renacimiento español. El Comandante dio unos
pasos y se sujetó a la baranda. No pasaron quince
segundos, cuando las pequeñas embarcaciones abrieron fuego
en contra de nosotros. La tropa sintió el impulso de
contestar, pero Sanesteban ordenó calma. Continuaron
disparándonos hasta que entendieron que sus esfuerzos eran
inútiles o, quizá, porque agotaron su parque. Ante
esa duda, nuestro Comandante pidió que se rellene un traje
de buzo para descolgarlo lentamente, desde un helicóptero,
sobre la embarcación más importante. Cuando el
traje relleno empezó a descender sobre ellos, nadie
disparó; solo un hombre intentó herirlo con su
espada. Sanesteban, entonces, dio orden de que el monigote fuera
retirado. Era evidente que el parque se les había
consumido en su inútil intento por enfrentarnos. El
Comandante dispuso la toma por asalto de las tres embarcaciones.
Nuestros comandos cayeron sobre ellos, haciendo disparos al aire.
Los aterrorizados marineros echaron al suelo sus armas y se
acostaron boca abajo; esa era su forma de rendirse. Controlada la
situación, Sanesteban pidió que el capellán
bajara a la embarcación más grande y, en "nombre de
Dios", pidiera hablar con el jefe de aquella expedición.
Cumplida la demanda, salió un hombre de unos cuarenta
años, enjuto, de cabellos blancos y aspecto hosco. Se
acercó a nuestro cura y se arrodilló ante
él. El buen sacerdote tomó del brazo al hombre
huraño y le hizo incorporar. Le señaló hacia
el portaviones y el hombre le extendió unos papeles. El
capellán volvió a señalar nuestra nave y el
hombre dio orden de colocar sus tres embarcaciones junto a la
nuestra. Cuando esto ocurrió, las grúas del
portaviones tomaron a las naves de madera y las subieron hasta
los elevadores. Después, los elevadores las subieron hasta
las mecánicas de nuestro buque. Allí, algunos de
sus ocupantes se arrojaron e intentaron correr sin rumbo;
nuestros hombres los rodearon y el hombre de cabellos blancos les
ordenó detenerse.

En formación, Sanesteban, los diez coroneles del
Estado Mayor, un centenar de soldados y yo, esperábamos,
ansiosamente, a nuestros invitados. Fue entonces que el
capellán tomó, nuevamente, del brazo al hombre de
cabellos blancos y haciéndolo desembarcar de su nave, lo
trajo hasta nosotros. Tras ellos, unos ochenta marineros
desarreglados, incluidos los desertores, se nos acercaron.
¡Qué espectáculo tan extraño y
maravilloso, a un tiempo! Los nuestros estrecharon el cerco y ya
frente a frente, el jefe de los pequeños barcos, haciendo
reverencia, se identificó como Cristóbal
Colón. Todos estábamos sorprendidos, sobre todo
aquellos que no conocían las características de la
operación. Recuperándose, Sanesteban me
pidió que nos presentara pues yo domino el castellano
antiguo. Sin meditarlo dos veces, me acerqué a
Colón y, besándole en la mejilla, le pedí
que no temiera; le aseguré que éramos sus amigos y
buenos cristianos. El olor de su cuerpo me hizo retroceder,
instintivamente. De inmediato, me extendió los toscos y
amarillentos papeles, explicándome que era comisionado de
los Reyes Católicos para buscar un camino hacia el
Oriente. Le indiqué que conocíamos de ese proyecto
pero que, por ahora, quedaba suspendido hasta que
pudiéramos entrevistarnos con sus Reyes. El hombrecillo
quiso replicar pero lo interrumpí, presentándole a
Sanesteban y pidiéndole que aceptara para él y su
tripulación, nuestra hospitalidad y la invitación
para retornar a la Península. Sanesteban tomó
entonces al hombre y haciéndose entender, lo condujo a la
sección de seguridad del portaviones. Allí,
intentó explicar a Colón que primero
debíamos hablar con su Rey y que de ello dependería
el que le permita continuar su viaje en busca del Asia. Incluso
le ofreció ayudarlo en su llegada a
América.

"-¿América?"-, se extrañó
Colón.

"-Sí, América. Un gran continente de
ilimitadas riquezas que le ayudaremos a descubrir y colonizar.-",
subrayó Sanesteban. Resignados o fingiendo
resignación, Colón y sus aventureros quedaron
alojados en aquella confortable pero inexpugnable sección
del "Santa María".

Después de la merienda y cuando nos
disponíamos para ir al casino de oficiales, el Comandante
se dirigió a todos y les explicó los pormenores de
la operación. Ya en el casino, tuve ocasión de
recoger algunas impresiones. La mayoría pareció de
acuerdo, mas no faltó un reducido grupo de inconformes.
Entendí su postura cuando explicaron que para una tarea de
tales dimensiones, usualmente, se solicitan voluntarios. Sin
embargo, les dije: "¿no creen que hubiera sido imposible
reclutar cien mil voluntarios para una operación de
alcance desconocido?"

A las 21H00 y cuando nos retirábamos a descansar,
un escueto bando conmocionó a la armada: "A las 19H30,
Colón y sus acompañantes fallecieron por
intoxicación con alimentos modernos; no hubo nada que
nuestro hospital pudiera suministrarles para contrarrestar el
envenenamiento".

Mi mente se desconcertó. Ahora temo por las
consecuencias futuras de nuestra injerencia en este mundo tan
nuevo para nosotros.

Septiembre 12 de 1492

Este día se prepararon y efectuaron las pompas
fúnebres en honor al "descubridor de América".
Colón, junto a sus compañeros de infortunio y sus
tres embarcaciones, fue sumergido en el océano
Atlántico, después de unas cortas y emocionadas
palabras de Sanesteban.

Definitivamente, nuestra presencia en este tiempo, le
restaron la gloria que lo acompañó por 600
años. No obstante, nuestra misma presencia, le ahorraron
al continente americano, muchos sufrimientos y dolores. Decidan
los lectores, qué fue peor o qué fue mejor, pues yo
no sé decirlo.

Septiembre 15 de 1492

Cuatro días después de nuestro arribo al
1492, ya me he acostumbrado a colocar este año en mis
anotaciones. No cabe duda que mi diario debe ser uno de los
más extraños documentos que hayan existido
jamás. En todo caso y siguiendo las órdenes del
almirante Sanesteban, continuamos nuestro viaje hacia
Europa.

Entre el archipiélago de Madera y el de Canarias,
nos enfrentamos a un hecho, sumamente, desagradable.
Íbamos rumbo a España, efectuando emisiones
periódicas de radio sin ninguna respuesta, cuando
avistamos cinco pequeñas naves de la flota portuguesa.
Sanesteban ordenó que se las rodeara, cuando empezaron a
dispararnos, hiriendo a un oficial de una de nuestras
cañoneras. El Comandante, horriblemente irritado, dispuso
la destrucción de una de esas embarcaciones y la libertad
de las restantes cuatro para que puedan informar en Portugal
acerca de nuestro poder de fuego. Le he advertido que su actitud
podría causar malestar en Europa, mas parece no
importarle.

Septiembre 18 de 1492

Esta madrugada alcanzamos, visualmente, las luces
mortecinas de Cádiz. A las 03H00, el Comandante Sanesteban
ordenó despertar a su población con haces luminosos
de potentes reflectores. Al primer golpe de luz, la
pequeña villa se nos apareció sumida en una
tranquilidad inquietante. Unos instantes después, sin
embargo, una campana empezó a repicar arrebatadamente. En
el muelle, decenas de personas empezaron a reunirse para mirar y
tratar de determinar el origen de las luces. El Comandante
ordenó izar el estandarte de nuestra flota: la bandera
rectangular de fondo azul marino, dividido en cuatro campos
iguales por una delgada cruz de tono azul turquesa,
representación estilizada de la Cruz del Sur (es que,
salvo esta operación, usualmente esta flota navega por los
mares del Sur).

"Cuando la miren, se tranquilizarán –dijo
Sanesteban-; sabrán que somos cristianos".

Dicho esto, volvió a perder la vista en los
relieves y claroscuros de la humilde villa. No fue hasta bien
entrada la mañana, sin embargo, que las primeras
embarcaciones españolas se echaron al mar para
acercársenos tímidamente. A las 11H00,
estábamos rodeados por decenas de minúsculos
navíos emplazados a prudente distancia. En el puerto, en
cambio, había un público curioso e inmóvil.
De haber existido, el Doctor Gulliver se hubiera sentido como yo
ahora. Cuando empezábamos a sentir nerviosismo por aquel
curiosear silencioso e intransigente, una embarcación
pequeña, pero mejor decorada que las demás
("cascarilla de nuez bien pintada por un niño", al decir
de una de las guardias), salió del puerto y se
dirigió, perezosamente, hacia nosotros. Hicimos
señales con banderas de aviso, para que se dirigieran
hacia nuestra Capitana, el portaviones "Santa María de los
Buenos Aires". Al aproximarse, descubrimos a un grupo de personas
lujosamente ataviadas. Sanesteban ordenó la
formación de una comitiva para recibir a los distinguidos
personajes, en el supuesto de que estos desearan abordar nuestra
nave. El capellán, luciendo su oscura sotana,
apareció por una de las salidas del "Santa María" y
amplificando su desusado latín con un megáfono,
invitó a los de la lujosa embarcación. Ellos se
acercaron y un puente fue tendido entre las dos naves; entre las
dos épocas, para decirlo mejor. Por él, pasamos el
Comandante, el capellán Ortega, diez soldados y yo. Una
vez llegados al pequeño barco, un hombre viejo se
acercó y besó la mano del capellán, mientras
musitaba algo en latín; hizo después una extensa
venia y, retirándose, se identificó como el alcalde
de Cádiz. Sanesteban, removiendo de la muñeca
izquierda su reloj, lo colocó en la del anciano
administrador, diciéndole, por mi intermedio, que en
nuestro país aquello era señal de gran amistad. El
ingenuo alcalde miró el reloj y, maravillado,
agradeció al Comandante. Acto seguido, tomó un
pesado collar de metal y piedras preciosas y lo echó al
cuello de Sanesteban, besándole luego sus guantes.
Finalmente, tomó la espada del capitán de su
guardia y se la entregó a Ortega, explicando que aquello
era símbolo de que aquella espada jamás
sería utilizada en contra nuestra. El sacerdote le
agradeció y Sanesteban, abrazando al alcalde, le
suplicó autorización para desembarcar fuerzas al
sudeste de Cádiz. El buen anciano aceptó la
petición y nos invitó a la cena donde, dijo,
estarían los personajes más distinguidos de la
población. Agradeciéndole, regresamos al
portaviones.

A las 14H00, Sanesteban despachó a tierra un
batallón de mil efectivos a las órdenes del
capitán Peterson para que instale una cabeza de playa, en
un punto bien protegido de la costa y a dos kilómetros del
pueblo.

A las 20H00 y cuando la noche densa había
caído sobre la inquieta Cádiz, vestidos con
nuestros mejores uniformes, Sanesteban, el capellán, los
coroneles del Estado Mayor y yo, armados fuertemente pero con
discreción, en compañía de un pelotón
de diez comandos, subimos a la lancha del almirante y nos
dirigimos a puerto. Adicionalmente, embarcamos gran cantidad de
encendedores y linternas de bolsillo. Cuando desembarcamos,
nuestra comitiva y la del alcalde, sufrieron en el avance; una
muchedumbre de gesto estúpido, hizo penoso nuestro camino
al intentar tocarnos. Ya en el palacio del alcalde, las
personalidades locales nos fueron presentadas. Era un grupo
multicolor de asombradas personas que nos preguntaban con la
mirada pues, evidentemente, no se animaban a hablarnos. Sus
rostros de expresión tonta consiguieron ponernos
nerviosos. Para entablar una relación más
equilibrada, Sanesteban, ayudado por uno de nuestros guardias,
empezó a obsequiar las baratijas; parecían
niños cuando hallaron el modo de encender las linternas y
los encendedores. Todo el ambiente, escasamente iluminado por
velas y antorchas, pareció adquirir otra dimensión
cuando lo inundaron los rayos de luz de las linternas y las
llamas quebradizas de los encendedores. Hubo música y
bailarines que alegraron nuestra permanencia. Abundante vino y
comida sin sazón, también hicieron acto de
presencia. Tocándonos la oportunidad, les invitamos algo
de nuestro irritante ají. Después de probarlo, no
quedó botella de vino en pie. Al cabo de poco tiempo,
empezaron a hablar en voz alta, primero, y a reír y
discutir, después. En ese momento nos retiramos, no sin
antes despedirnos del gentil administrador, suplicándole
nos obsequiara siempre con su afecto. Así lo
prometió y nos marchamos en paz.

Al salir, dos de nuestros guardias intentaron
explicarnos, en medio de risas, cómo asustaron a algunos
curiosos, con el humo de sus cigarrillos. Esas son las reacciones
que genera este encuentro de dos mundos que no podrán
entenderse jamás.

Al regresar al "Santa María", Sanesteban dispuso
que la armada se dividiera en dos cuerpos: el primero, dirigido
por él y el segundo, por la coronel Lartes. La flota al
mando de Sanesteban, avanzará hacia Barcelona en busca de
los Reyes Católicos; la de Lartes, hacia Lisboa para que
la coronel se entreviste con Juan II de Portugal.

Septiembre 30 de 1492

En estos últimos días me he convencido que
nuestra operación no alcanzará el éxito
esperado. La violencia y no la concordia, marcan los pasos de
nuestras acciones. Un ataque de los portugueses contra la guardia
del palacio de la coronel Lartes en respuesta a la
destrucción de una de sus unidades navales cuando nos
aproximábamos a Europa, fue el pretexto para que se
detenga a Juan y su familia. Todo eso ha generado un ambiente de
aversión en Portugal. Pero, más grave aún,
la actitud de Sanesteban frente a estos hechos. En vez de ordenar
la libertad inmediata de la familia real, ha dispuesto la
ocupación militar del reino lusitano y la
conformación de un gobierno interino a más del
traslado del Rey Juan y su familia, a un lugar seguro y secreto.
Posiblemente, a la sección de seguridad de uno de los
portaviones de la flota de Lartes.

Sumado a lo anterior, nuestro fallido intento por hablar
con los Reyes de España. Llegados a Barcelona, nos
dirigimos al palacio donde los monarcas residían.
Allí, intentamos dialogar con ellos, pero fue imposible.
Preguntaron por nuestro lugar de origen y los fines que
perseguíamos; luego, indagaron por nuestro desembarco de
tropas en Cádiz y, finalmente, por la suerte que
correría el monarca de Portugal y su casta. Sanesteban
intentó explicarles que veníamos de un lugar y
tiempo diferentes. Ante la duda de estos, Sanesteban tomó
un libro de historia tratando de que comprendan el porqué
de nuestro viaje. Fernando –mal llamado El Hermoso-
tomó el libro y lo ojeó, para después
estrellarlo contra el suelo, acusándonos de ser grandes
Magos y emisarios del demonio. En ese instante, su guardia
intentó agredirnos. El pánico se apoderó de
los cortesanos y los nuestros de los Reyes Católicos. El
trajín y el griterío fueron tales, que no pude
controlarme y comencé a disparar contra todo el que
venía hacia mí. Fue tal la tensión, que un
soldado tuvo que ayudarme a soltar el arma después de
concluida la furiosa batalla. ¡Todo esto fue cruel,
espantoso e innecesario! Había cortesanos muertos por
decenas. Sus Altezas habían perdido el habla y su color
natural, mientras eran arrastrados, por nosotros, hacia un
vehículo. Durante la refriega y la salida de la
población, nuestras fuerzas descargaron tal ataque que,
incluso en la noche y desde la flota, podíamos mirar las
explosiones reflejadas en el cielo y escuchar el tableteo de las
armas automáticas de los comandos que quedaron para
pacificar al pueblo.

Nuestras quejas y súplicas, no han conseguido que
el Comandante detenga el ataque y libere a los prisioneros. Todo
lo contrario, ha ordenado la invasión de la
península Ibérica, la deportación de todos
los nobles hostiles a la isla Formentera y el reclutamiento de
muchachos de ambos sexos para integrarlos a nuestras fuerzas.
"Esto –ha dicho Sanesteban-, refiriéndose a los
últimos-, tiene dos ventajas: una, separar a los
jóvenes de los vicios de los viejos; dos, contar con gran
cantidad de reclutas para garantizar nuestra intervención
en Europa".

Octubre 21 de 1492

Muchos nos hemos convencido de que Sanesteban ha perdido
la objetividad sobre el proyecto original. En estas tres
últimas semanas, la ocupación de la
península Ibérica se ha concretado. Así
mismo, pretextando los ataques piratas a Chipre y Sicilia, ha
invadido el norte de África y capturado la zona
petrolífera. Con eso ha logrado mucho combustible para
nuestros aparatos, a más de que los turcos declaren la
guerra y hostiguen, permanentemente, a nuestras guarniciones
establecidas en su territorio.

Por su parte, ha iniciado la ocupación de las
islas Británicas con el apoyo de Carlos VIII de Francia. A
través de este absurdo plan, lo que ha logrado es la
muerte de Enrique Tudor y el desarrollo de guerrillas en buena
parte de las islas. Ha entregado el mando de Francia e Inglaterra
al coronel Enríquez, después de haber acusado de
conspirador a su antiguo aliado Carlos VIII, quien ha sido
depuesto y encarcelado.

Con la orden de anexar Francia a su plan de
intervención, de derrotar a las guerrillas inglesas, de
controlar a los turcos, de ocupar el norte de Europa hasta
Varsovia y de poner tras los muros de un edificio que ha
acondicionado para el efecto y que, pomposamente, ha bautizado
como la Sabina de Formentera, a todo noble y eclesiástico
rebeldes, en este momento, nos dirigimos al Vaticano.

Octubre 26 de 1492

Esta mañana entramos en Roma, ante el
pánico de la población. Ya en el Vaticano, nuestros
efectivos cubrieron las mejores posiciones para evitar que la
guardia papal nos sorprenda. Con Sanesteban, el capellán y
el coronel Egüez, ingresamos a la residencia del Papa
Alejandro VI; pero éste demoró en presentarse y
nuestra espera se hizo larga, hasta que, finalmente,
apareció rodeado de sus cardenales. Primero en
latín y luego en un castellano muy antiguo y
difícil de comprender, nos dio una fingida bienvenida. El
capellán agradeció en nombre de todos y pasó
a presentar a Sanesteban como el Comandante de un proyecto de
inspiración divina. El Papa, sin mirar al pobre
capellán, sonrió.

"¿Qué proyecto divino es este que pone en
cadenas a príncipes cristianos?", preguntó, con
sorna, a sus cardenales.

Sanesteban, entonces, con fingida moderación,
dijo que por razones de seguridad, esos reyes serían
nuestros huéspedes hasta que entendieran el
carácter del proyecto.

"¡Qué proyecto es ese!", gritó el
Pontífice.

"Es una idea brillante concebida por hombres de buena
voluntad que viven en el siglo XXI y que, únicamente,
anhelan garantizar la paz y la concordia en el futuro",
replicó en mal tono, Sanesteban.

"El futuro, el futuro" –musitó el Papa.
Después, colocándose de espaldas a nosotros,
añadió como pensando en voz alta: "el único
futuro que le queda al hombre es el cielo o el
infierno".

"Con nuestra ciencia podemos adelantar el cielo o el
infierno –dijo el Comandante-; coróneme emperador
del mundo cristiano y yo llevaré la fe al mismo
infierno".

Todos palidecimos. ¡Sanesteban emperador! Era
sencillamente ridículo. Había perdido la
razón. El Pontífice, por su parte, perdió el
color, mientras los cardenales murmuraban no sé qué
entre ellos. Después de semejante oferta, Alejandro VI
señaló a Sanesteban con un dedo y,
acercándose lentamente, le contestó en latín
que él, Rodrigo Borja, el Sumo Pontífice,
jamás pondría en manos del Anticristo el gobierno
del mundo. Fuera de sí, el Comandante llamó a
gritos a los guardias y lo hizo arrestar. Luego y a viva fuerza,
logró que los cardenales nombraran Papa a nuestro
capellán. La noticia corrió por Roma: ALEJANDRO VI,
NUESTRO AMADO PONTÍFICE, AGONIZA; ANTE LA CRISIS Y LO
DELICADO DE LA SITUACIÓN, UN NUEVO PAPA HA SIDO NOMBRADO.
El capellán Ortega, más aturdido que el resto del
mundo, se convirtió, así, en Pío
III.

Luego de todo eso, Sanesteban se hizo coronar Emperador
de Occidente y fue nuestro pobre "Pío III", quien
colocó los laureles en su cabeza. ¡Qué
bochorno! Y pensar que hace dos meses escasos, era un ejemplo de
cordura.

Pasado su minuto de gloria, el Comandante ordenó
a Egüez concentrar fuerzas en la península
Itálica para ocupar la Europa central y arrebatarle a
Turquía sus posesiones yugoslavas y griegas. Me ha pedido,
en tono paternal, que acompañe al coronel Egüez, para
que, como historiadora, cuide y realice un inventario del
patrimonio del continente.

Diez meses
después…

Agosto 20 de 1493

El tiempo pasa lento y, en ocasiones, me vienen deseos
de volver a mi patria y a mi tiempo. Sin embargo y a pesar de la
locura de Sanesteban, sé que los pocos cuerdos que
aún quedamos, debemos continuar trabajando por el proyecto
original. Casi a un año de haber llegado a este mundo,
Sanesteban se ha extendido sobre toda Europa continental e
insular hasta el río Volga, por el oriente, y sobre
África, en todos aquellos países al norte del
Trópico de Cáncer. Ahora, con los turcos fuera de
Grecia y Yugoslavia, pretende atacar Constantinopla. No obstante,
ha hecho un alto en sus conquistas y se ha dedicado a organizar
su extenso imperio.

Porque el descontento apareció entre sus diez
coroneles, dividió el territorio en diez gobernaciones
para entregarlas a éstos. Las capitales de
gobernación se asentaron en las poblaciones de Lisboa,
Roma, Túnez, Cairo, Atenas, Viena, Francfort, Bergen, Kiev
y Moscú. Para su corte ha reservado Barcelona.

A medida que recluta jóvenes para el
ejército, Sanesteban ha dispuesto de una enorme fuerza
laboral para construir carreteras, aeropuertos, guarniciones,
hospitales y urbanizaciones; comenzar factorías de diverso
índole y mantener un sistema eficiente de apoyo a nuestras
fuerzas armadas. Esto tiene un lado bueno, pero fundamentalmente,
ha sido nocivo porque los chicos, alejados de sus hogares,
aprenden todos los vicios de los soldados que, aunque pelearon
arduamente, hoy viven relajados. Adicionalmente, el usar trajes
de tela sintética, consumir alimentos precocidos, fumar,
beber y habitar en edificios limpios y de diseño moderno,
ha traído, en muchos casos, graves enfermedades
físicas y psíquicas. Algunos han escapado de los
cuarteles y, ante la imposibilidad de volver a sus pueblos y
ranchos de origen, se han dedicado a vagar por los bosques
asaltando a nuestras caravanas y patrullas, robando en las
poblaciones y casas apartadas e, incluso, vendiendo armas robadas
a nuestros enemigos. De esto último ha surgido un comercio
clandestino de armas que, en manos de nuestros adversarios, nos
dan mucho que hacer.

A pesar de los sustos y sobresaltos originales, hoy, en
toda Europa, se fuma tabaco cultivado en las Canarias. A pesar de
no tener la calidad del americano, es muy apetecido por las
personas que han empezado a imitar de nosotros, no solo esta
costumbre, sino también, la forma de vestir, peinar,
hablar y hasta reír. De alguna manera, hemos retomado la
vida civil y muchos de los nuestros se dedican a establecer
consultorios médicos, asilos y escuelas para ayudar a una
población ignorante, enferma y miserable y sin ninguna luz
de civilización, a salir del subdesarrollo. Es gente
desarreglada que debe aprender modales.

Otros, a diferencia de Sanesteban, han enloquecido, pero
por causas buenas. Hace unos meses, un grupo de oficiales y
soldados mestizo-negros, viajó al África
ecuatorial. Algunos mercaderes que llegan a Túnez o el
Cairo a negociar con la tropa, les han contado que este grupo de
idealistas ha formado todo un gobierno civilizador en medio de
aquellas naciones y benefician con nuestra tecnología y
conocimientos, a las tribus y señoríos que se les
suman.

Por mi parte, durante estos meses he recorrido casi todo
el territorio conquistado por Sanesteban. A veces como cronista,
otras, comandando grupos de asalto o de control, he conocido
lugares y, sobre todo, personas que para mí vivían
solo en los libros. Por ejemplo, estando en Valladolid a
comienzos de 1493, conocí a Tomás de Torquemada. Es
un hombre enérgico a pesar de sus setenta y tres
años. Cuando hablé con él, estaba enfadado
porque Sanesteban había ordenado, a través de su
Papa, el fin de la Inquisición. Primero justificó
la necesidad de esa Hermandad, mas como notó que yo nada
no podía hacer, pasó a preguntarme por nuestras
creencias. Le conversé de cómo en muchos otros
aspectos, la religión se había vuelto sumamente
personal y privada.

Le dije que las personas, cualquiera sea su origen,
pueden llegar a creer o no creer en algo, con total
libertad.

Quería que entendiera que lo que ocurre con
nuestra religiosidad, sucede igualmente con la política,
la nacionalidad o el sexo. Que viviendo con una obligación
lo único que se obtiene es el engaño y la
traición a los ideales; que las personas deben querer lo
que tienen para poder luchar por ello. Él me
preguntó, entonces, si en los vicios y liberalidades que
hemos traído, existe algo de ese humanismo, porque no
podía entender de qué otro modo aceptamos este tipo
de actitudes que no solo hunden a la persona, sino también
a la sociedad.

Le respondí que el ser humano es de naturaleza
imperfecta, de ahí, su necesidad de conocer lo bueno y lo
malo.

De esta manera, pasé discutiendo durante horas y
días, con este dominico cuya personalidad se aleja
bastante del concepto que de él me había formado
durante mis días de estudiante en la Facultad de
Historia.

Así es este nuevo mundo que ha empezado a
formarse a partir de nuestra llegada.

Septiembre 9 de 1493

Por orden de Sanesteban, he viajado a Barcelona para
escuchar las palabras más necias. Sospecha de la lealtad
del buen coronel Egüez y cree que este destacado oficial
puede estar en conversaciones con los reyes y príncipes
que Sanesteban tiene cautivos en la Sabina. Adicionalmente,
piensa que esos príncipes y el mismo Egüez,
están levantando los ánimos de la población
en contra suya. Por lo tanto, ha tomado la enfermiza
determinación de enjuiciar a todos sus rehenes bajo el
cargo de "Crímenes contra la Historia y la Cultura de
América". De este modo, se ha convertido en otro Pizarro.
Le he dicho que todo eso es absurdo y que ese no era el proyecto
original.

Jamás –le he dicho- me prestaré a
semejante crimen.

Y dado que estoy en contra suya, ha dispuesto que me
haga cargo del destacamento de cien efectivos de las Canarias. En
realidad, me ha confinado por no acatar sus
procedimientos.

Septiembre 30 de 1493

Aquí, en Canarias, no soy más que una
prisionera de mis subalternos que, bajo el pretexto de cuidarme,
controlan todos mis movimientos. En el continente europeo, todas
son malas noticias. En juicio sumario, el tirano Sanesteban ha
condenado a muerte y ejecutado, a los más destacados
hombres de la nobleza y realeza de Europa y África.
Según él, porque éstos tuvieron mucho que
ver en la agresión europea contra América; para
mí, porque él no puede arriesgarse a tener
competidores para su trono. En todo caso, las reacciones no se
han hecho esperar; la población nativa, en su gran
mayoría, ha conformado movimientos de resistencia y han
empezado a atacar a nuestros efectivos. Por su parte, los turcos
han aprovechado de la situación y presionan sobre la
frontera sur oriental, intentando desalojar a nuestros
soldados.

Partes: 1, 2, 3

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