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Cuenta Cuántos Cuentos Cuento (página 3)



Partes: 1, 2, 3

El día indicado para el viaje, los
compañeros de Raúl se reunieron en el colegio.
Algunos contaban con vehículo propio por lo que se hizo
innecesaria la contratación de un bus. En total, ocho
vehículos fuertes conformaron la caravana. En el
último automóvil –un jeep Willies, propiedad
de uno de los amigos-, viajaban los tres compañeros
predilectos de nuestro informante. Salieron de Quito a la media
mañana y se dirigieron al Sur. Al llegar a Ambato, tomaron
hacia el Este, rumbo de la población de Baños. Sin
detenerse, descendieron por la cordillera y arribaron a Puyo,
unas seis horas después de haber dejado Quito. En el Puyo,
se detuvieron para almorzar. Después se dedicaron a
recorrer calles y mirar las perchas llenas de las
artesanías tan características de aquella
región. Los amigos de Raúl, localizaron una bien
dotada cervecería y, en ella, enfrentaron al agradable
calor de la tarde que, sin embargo, les exigía un
refresco. A las 16H00 fueron sorprendidos por el profesor que,
desesperado, intentaba embarcar a todos los jóvenes rumbo
de aquella hacienda. Entre gritos y ademanes, les obligó a
cancelar el costo de las cervezas consumidas y a trepar al viejo
jeep que paciente, los aguardaba en la puerta. Logrado el
difícil objetivo, el profesor recordó a los
conductores que la propiedad se encontraba selva adentro, a unas
tres horas de viaje, por un camino sin desvíos. Les
pedía –mejor, les suplicaba-, no separarse ni
retrasarse, pues el territorio era desconocido y, como tal,
conllevaba peligros. Entendido este punto, los ocho
vehículos arrancaron rumbo de la hacienda. Los amigos de
Raúl, que siempre viajaban al final de la caravana,
siguieron a los demás por espacio de unas cuadras y al
notar que no eran observados, dieron vuelta en la siguiente
esquina y retornaron a la cervecería de la historia. En
ese lugar, permanecieron cerca de dos horas
más.

Cerca de las 18H00, el más prudente
recomendó reanudar viaje tras la caravana que ya
estaría cerca del objetivo. Los otros escucharon el
consejo. Cancelaron lo consumido, se despidieron del propietario,
se embarcaron en el jeep y emprendieron el viaje. El copiloto
encendió la radio y sintonizó la emisora de
música juvenil. En unos minutos, se encontraban rumbo de
la hacienda. Conforme avanzaban, el interés por la
conversación que mantenían, no decaía. Sin
embargo, uno de ellos hizo notar al resto que las emisiones de la
radio se interrumpían por segundos, cada cierto tiempo.
Intrigados los muchachos, pusieron más atención en
ese detalle. En efecto, conforme avanzaban selva adentro, las
interrupciones se hacían cada vez más frecuentes y
las emisiones piratas se hacían cada vez más
extensas. Finalmente, eran éstas las que ocupaban el
espacio radial mientras la emisora local había
desaparecido totalmente. El copiloto buscó otras
estaciones en vano. Todas las frecuencias estaban invadidas por
aquella extraña señal.

Era ya el crepúsculo y los tres muchachos
especulaban acerca del posible origen de las extrañas
señales. Sería una base militar o tal vez una
misión religiosa. Pero, el idioma utilizado era,
absolutamente, desconocido. No se parecía a ninguno de los
que ellos hubieran escuchado jamás.

Hallándose en estos análisis, el pasajero
de la parte posterior, pidió a los otros dos que mirasen
hacia su izquierda, selva adentro. En efecto, una intensa luz
verdosa escapaba de entre los árboles. El conductor detuvo
la marcha del vehículo para poder mirar mejor. Todos
descendieron e, instintivamente, quisieron adentrarse en el
bosque. Sin embargo, primó la razón; el conductor
detuvo a los otros. "Escuchen bien lo que haremos", -les dijo,
sacando una linterna y una cuerda, de su caja de herramientas
"encenderé la linterna y la colocaré sobre la tapa
del motor del auto, apuntando hacia la luz en el bosque. Acto
seguido, ustedes dos se internarán en la jungla rumbo de
la extraña luz, sin perder de vista el foco de nuestra
lámpara. Cuando lo pierdan, vuelvan al último lugar
donde lo vieron y, con la seguridad de estar mirándolo,
amarren la cuerda a una rama o a un tronco. Ejecutada la
última maniobra, intérnense en el bosque, rumbo de
la extraña emisión, sin desprenderse de la cuerda.
Si se les termina, regresen sobre sus pasos hasta descubrir el
foco de la linterna y vuelvan al vehículo aunque nos
quedemos con la duda del origen de ese destello verdoso y las
emisiones de radio, que deben ser todos uno. No vale la pena
arriesgar la vida por nuestra curiosidad. Ya bastante tenemos
para contar, compañeros". Los temerarios amigos del
conductor y de Raúl, aceptaron el plan y procedieron a
ejecutarlo. No se despreocuparon del foco de la linterna, hasta
que lo perdieron; ataron la cuerda en el último punto en
el que la luz de la lámpara era aún visible. Con
tino, avanzaron hacia la extraña e intensa fuente de
claridad, notando que conforme ellos progresaban, la luz
parecía retroceder bosque adentro. Desilusionados, miraban
su cuerda acabarse y su objetivo alejarse como un arco iris ante
nuestro avance. Súbitamente, la luminosidad se detuvo y
los dos intrépidos jóvenes se encontraron frente a
un claro en el bosque. En el centro de dicho claro, había
una colinita que parecía artificial por su perfecta
redondez y, suspendida sobre ella, una enorme y elegante
máquina de unos cincuenta metros de diámetro. El
aparato era metálico, tenía la forma de una lenteja
achatada y estilizada y, en su mitad superior, mostraba una gran
puerta rectangular como la de los aviones cargueros. En el
interior, totalmente oscuro o negro, destacaban centenares de
luces de muchos colores y tonos. Adicionalmente, algo como tres
espaldares altos. En el exterior de la nave y al costado derecho
de la gran puerta, aparecía algo como un emblema en color
rojo; parecía la letra H pero dividida en su barra
horizontal. El majestuoso aparato se encontraba inmóvil, a
unos cinco metros sobre la superficie y a unos veinticinco de los
chicos. Los jóvenes no podían salir de su estupor,
cuando los tres espaldares empezaron a girar sobre sí
mismos, sin emitir ruido alguno, hasta que sus ocupantes quedaron
frente a ellos. Los dos muchachos no pudieron descubrir facciones
o formas específicas en aquellos tripulantes dado la
oscuridad de sus trajes, de la cabina y de la noche; sin embargo,
notaron que eran de proporciones humanas. Mientras se hallaban en
estas observaciones, los tres asientos se desprendieron de sus
soportes y, sin hacer movimientos bruscos, avanzaron lentamente
hacia donde se encontraban los perplejos observadores.
Éstos empezaron a correr cuerda arriba, gritando y
pidiendo auxilio al conductor que se hallaba aguardándolos
al lado del viejo Willies. Al llegar, estaban sin habla. Su amigo
les pidió que se calmaran. Cuando al fin lo consiguieron,
le suplicaron que subiera al jeep y lo pusiera en marcha cuanto
antes.

Hecho así, los muchachos empezaron a contarle
acerca de su experiencia. No habían comenzado a ordenar
sus ideas, cuando el copiloto volvió a gritar:
"¡miren, nos está siguiendo!". En efecto, una luz
intensa de forma oval, sobrevolaba los árboles al costado
izquierdo del camino. Su desplazamiento en el aire, era
extraño; parecía que avanzaba tres puntos para
retroceder uno. Finalmente, se puso sobre ellos sin emitir ruido
alguno. La radio seguía transmitiendo los mensajes de
aquellas criaturas. En ese instante, el jeep se detuvo vaciado de
energía y los chicos solo atinaron a quedarse mirando
hacia el aparato. De pronto, se elevó, verticalmente, a
vertiginosa velocidad, para desaparecer en cuestión de
segundos, en el oscuro firmamento nocturno. El vehículo
volvió a encenderse y, al volver a sintonizar la radio,
pudieron escuchar la música trasmitida por la emisora de
Puyo.

Sin recuperarse del susto, los jóvenes reanudaron
el viaje a la hacienda a la cual llegaron un par de horas
después. En ella, mientras tanto, el profesor tenía
organizada una partida de búsqueda de los tres muchachos
irresponsables. Cuando llegaron, se lanzó contra ellos
exigiéndoles una explicación convincente. Los
chicos relataron lo ocurrido ante el iracundo e incrédulo
profesor y los sonrientes compañeros. Ante la incredulidad
y la burla reinantes, un anciano sacerdote que hacía de
anfitrión, se acercó a los tres muchachos, los
miró con ternura, para luego volverse al profesor y
solicitarle que se calmara y creyera en sus tres alumnos. "Son
los Visitantes" –dijo, mirando al cielo-;
"últimamente, se los escucha seguido en la radio o se los
ve sobrevolar la región, en las noches despejadas como
ésta".

Así concluyó Raúl su
relato.

  • El Coco:

Finalmente, le tocó el turno a Marta Fernanda. Su
extraña experiencia también se desarrolló en
el Perú, allá por 1973, unos 30 kilómetros
al Sur de la Lima de aquellos días.

Marta cursaba Cuarto de Media (penúltimo
año del bachillerato peruano). Eran los últimos
días del año académico así como del
astronómico y el verano empezaba a sentirse con fuerza.
Ella y siete compañeras, decidieron pasar el fin de semana
en las ruinas de Pachacámac, a unos 25 ó 30
kilómetros al Sur de Lima. Llegado el viernes, salieron de
clases, se embarcaron en la furgoneta de una de las muchachas y
tomaron rumbo del Sur. Conforme abandonaban Lima, la aridez del
paisaje se acentuaba. Ya en el complejo arqueológico de
Pachacámac, les informaron que estaba prohibido acampar
dentro del perímetro de las ruinas. Sin embargo,
podían hacerlo unos dos kilómetros más al
Sur y, en caso de requerir ayuda, podían acercarse al
puesto de control del sitio arqueológico. En efecto, el
grupo de jóvenes decidió seguir el consejo de los
guardias y establecerse en el sitio señalado. Era un punto
entre la playa y la carretera Panamericana. Marta estimó
que ese lugar se encontraba a unos 150 metros de la carretera y a
otro tanto de la línea del océano. Desde
allí, lo único que bloqueaba la casi ilimitada
visibilidad, eran los promontorios artificiales y naturales del
complejo arqueológico, al Norte y las enormes dunas, al
Este de la carretera. Al Oeste está el Pacífico y
por el Sur, el desierto y la carretera son visibles en muchos
kilómetros. Hacia el Norte, la Panamericana puede verse
trepando, pesadamente, hacia el sitio arqueológico, en
varios cientos de metros. El lugar es ideal para perder la vista
en los arenales y en el espléndido espejo de agua del
océano Pacífico.

Las muchachas colocaron la furgoneta hacia la carretera
y la carpa hacia el océano, de suerte que desde el camino,
el refugio era poco visible pues se encontraba cubierto por el
bulto del vehículo. Una vez instaladas, ingresaron a la
carpa con sus equipajes. Cuando se disponían a escuchar a
una de las chicas interpretar una canción en su guitarra,
un fuerte golpe en el techo del refugio que miraba hacia la
furgoneta, las hizo salir, precipitadamente, en busca del
responsable. Recuérdese que todas las amigas estaban
dentro de la carpa al momento del golpe y que en el exterior solo
podía verse agua salada y arena. Todas buscaron al
culpable sin hallarlo. Finalmente, cuando una de ellas
miró bajo el coche, descubrió que entre él y
la carpa, reposaba quietamente un coco. Lo tomaron con cuidado e
ingresaron a la tienda de campaña. Lo examinaron de arriba
abajo y parecía normal. Estaba fresco como recién
arrancado de su cocotero y estaba seco; es decir, no estaba
mojado.

¿De dónde vino? ¿Quizá
alguien lo arrojó desde la carretera? Imposible; lanzar un
pesado coco a 150 metros de distancia con solo la fuerza humana,
era improbable. ¿Quizá lo arrojaron desde un
avión? No podía ser pues desde tal altura hubiera
golpeado como una bomba, matando o, al menos, hiriendo gravemente
a las ocupantes de la carpa. De arrojarse desde un avión o
un helicóptero volando a baja altura, lo habrían
escuchado primero, y visto después. ¿Tal vez lo
arrojó el océano? Error; el coco estaba seco y si
hubiera venido por el mar, hubiera tenido que ser lanzado por una
enorme ola para alcanzar al techo opuesto de la carpa, a cuadra y
media de distancia. Como salvedad, en esa parte de la costa
peruana no crecen los cocoteros. Las posibilidades, como el
día, se habían agotado. Presas de los más
extraños temores y dudas, las mujeres aprovecharon del
crepúsculo para levantar el campamento y regresar, cuanto
antes, a la ciudad.

Marta Fernanda concluye agregando que un año
después de aquella experiencia y cuando se despedía
de sus amigas peruanas porque regresaba al Ecuador, pudo ver el
coco ya maduro y seco, en calidad de adorno en casa de una de las
chicas.

***

Son cerca de las 20H00 y hemos perdido nuestra hora de
clase. Habrá que buscar algún compañero que
nos ponga al día en lo que se dio. Pero qué nos
importa; hemos disfrutado de las más extrañas,
apasionantes y, hasta graciosas, historias. Sobra decir que todo
esto queda como recuerdo de un alegre y despreocupado momento de
un compañerismo que el tiempo logró
borrar.

Bingo

La democrática corrupción, la guerra con
los cholos, los apagones de a condecoración y hasta las
bombas en el atolón, hicieron todas una en la
agudización de la crisis en la pequeña
república. ¡¡Qué días estos!",
exclamaba la escandalizada población, mientras sus amados
jerarcas entraban en la clandestinidad para poder estimar con
calma, el producto de sus multimillonarios atracos. En medio de
aquel relajo, Federico y Soledad veían impotentes el final
de su sencilla y alegre existencia en común. Es que, como
a muchos de sus paisanos, las desatinadas administraciones
civiles los habían llevado al límite de sus
posibilidades.

Desde los días de universitarios, en la
universidad de los curas, soñaron con edificar, a propia
mano, un espacio seguro en el que pudiesen acogerse juntos en el
invierno de sus vidas. En ello se aplicaron y después de
ocho años de matrimonio, entre sueldos flacos y gordas
privaciones, lograron adquirir, digamos, algunos bienes que sin
ser sinónimo de lujo, eran una base sobre la que
continuarían edificando su redil. Mas, como ya se
mencionó, la crisis a la que fueron arrastrados,
echó por tierra sus aspiraciones. Aunque jóvenes y
saludables, ya no podían mantener aquella isla de
independencia que fue su vida. Las cuotas del automóvil y
los costos de alimentación, sumados al alquiler del
departamento y al del pequeño local que arrendaran meses
atrás, para iniciar su propio negocio, los asfixiaban
hasta enloquecer. A raíz de la tantas veces mentada
crisis, las ventas habían caído y las opciones para
laborar desaparecido, en un país en el que se pensó
en cerrar las fuentes de trabajo sin meditar en alternativas para
los nuevos desempleados. Es que los líderes no
querían compartir ese excedente de sueldos con el pueblo
que los eligió.

De ello lo que fuere, Federico y Soledad que nunca
trabaron amistad con algún Vicepresidente, se vieron en la
necesidad de tomar una decisión fatal. Al fin y al cabo,
carecían de herederos a no ser por una cocker que un
día prohijaron. ¡Pero no!; no piensen que se iban a
suicidar o a huir como lo hizo el corrupto Canciller del
Ecuador.

Como no eran tan malos para planificar, se les
ocurrió una idea interesante: venderían todos sus
bienes, sin guardar alguno y el dinero conseguido, lo
dividirían en doce partes iguales. Luego, darían
por terminado su matrimonio que solo era civil, no por falta de
cristiandad que a ambos les sobraba, sino por falta de dinero
para pagar al cura y para agasajar a los invitados que luego
murmurarían de su humilde boda.

Efectuado todo aquello, tomarían las doce partes
de su dinero y vivirían "a cuerpo de rey", por el
siguiente año, gastando en cada mes, la totalidad de cada
una de las partes en que habían dividido sus recursos.
Concluido el año y los maravedíes, cada cual se
encaminaría a un convento e ingresaría en
él, para no abandonarlo. Al menos les quedaría la
satisfacción de haber vivido, plenamente, su último
año juntos y, de tener suerte, el poder mirarse,
furtivamente, durante el servicio religioso de los domingos.
Adicionalmente y, aunque separados, podrían envejecer con
la seguridad con la que habían soñado.

Aunque lo anterior parezca triste, de concretarse,
estarían algo mejor que muchos de sus
conocidos.

Convencidos de su proyecto y después de minuciosa
planificación, lo iniciaron.

***

Comenzaron con el mes de enero; así de
metódicos eran. De la doceava parte de sus recursos,
sacaron algo para alquilar una habitación en un
pequeño hostal, propiedad de unos hermanos que se amaban
entrañablemente. En el alquiler estaba contemplado un
espacio y alimentación, para su mascota Cuqui que fue lo
único que no vendieron. Cómodamente instalados, se
dedicaron a consumir los recursos correspondientes al primer mes.
Almorzaban en un pequeño restaurante, compraron algo de
ropa en el centro de la ciudad y paseaban utilizando buses;
algún viernes fueron al cine. Los días pasaban y la
cuota asignada al mes de enero disminuía lentamente.
Acostumbrados a ocho años de privaciones, en verdad, no
sabían cómo gastar a manos llenas.

El último día de aquel mes, descubrieron
que tenían dinero. Como no podían llegar a febrero
con dineros de enero, decidieron contratar un automóvil
lujoso para visitar una exposición artística.
Luego, irían a cenar en algún restaurante de
moda.

Llegada la noche, vistieron sus mejores galas
–"Ipiales made"- y se dirigieron a la Casa de la
Cultura.

Ya en la exposición y mientras un calvo con cara
de muchos amigos, intentaba justificar la exhibición de
tan mediocre muestra, recorrieron una y otra vez los salones como
queriendo hallar algo que pudiera llamarse artístico en
aquel lugar. Dedicados a esa pesquisa, les abordó un
melenudo de ojos vidriosos, al que poco entendían. Era
nada menos, que el "maestro" cuya obra se exponía. Este
individuo los había visto llegar en el lujoso sedán
y pensó que tenía allí a un par de patos a
los cuales endilgar uno de sus abstractos.

"Alli tuta, tiucuna, o sea, buena noche, panas; soy
Benito de Malacatos, el pintor de los ojos gatos".

"Buenas noches", respondieron Federico y Soledad, algo
intimidados.

"¿Qué les parece esta sobra,
perdón, obra?".

"Interesante maestro, pero, ¿qué
significa?", respondieron ellos.

"¡No interesa!", exclamó el apasionado
artista; "lo dejo en 100 dólares, con marco y
todo".

"Solo tenemos 50 para la cena", anotó
Federico.

"Que bien, están de suerte; por
inauguración tenemos el 50% de descuento", afirmó
el gato, mientras le arranchaba el dinero, pensando en todo el
alcohol y la marihuana que podría comprar con esa mullapa.
Sin agradecerles, el fumón se santiguó con los
billetes y desapareció raudo tras de un mesero y su bien
dotada bandeja de cubalibres.

Sorprendidos, Federico y Soledad, tomaron el cuadro y se
retiraron con la sensación de ser los tontos de la
noche.

Aunque en sus planes no estaba adquirir bienes, pues
debían llegar con lo puesto a los respectivos conventos,
once meses después, se alegraron de que ese greñudo
les ayudara a quitarse de encima esos últimos dineros de
enero.

Con la experiencia del mes anterior, Federico y Soledad,
aprendieron que en febrero, debían de ser más
cuidadosos; tendrían que derrochar mejor su dinero si no
querían quedarse con remanentes. Se fijaron una cantidad
diaria de egresos que les ayudaría a terminar el mes sin
excedentes. No contaron, sin embargo, con los
imponderables.

Pasó el tiempo y en los últimos
días del mes, una noticia en el diario, los dejó
perplejos. "Escucha esto, Federico", dijo Soledad. "Nueva York,
febrero 18.- El mundo del arte ha sido conmovido. La
crítica mundial, reunida en la Ciudad de los Rascacielos,
ha declarado al artista Benito de Malacatos, el
único del presente siglo. Su indescifrable pincel
se ha constituido en la vanguardia de lo que la crítica ha
empezado a llamar ESTILO BASURERESCO. Expresión
de lo inexpresable… Ante tal descubrimiento, los
más connotados coleccionistas del mundo, han adquirido sus
sobras, perdón, obras. Todo su repertorio se agotó
en cuestión de minutos y ante la insistencia de nuevas
creaciones, Malacatos ha declarado que se retira del mundo del
arte para dedicarse a una vida más contemplativa, en Las
Vegas. ´Si me hacen falta los chinchulines, volveré
sobre la brocha´, comento el profundo e irreverente
pensador y artista de la súper New Wave… Sus
óleos firmados, pasaron de 50 a 50.000 dólares, en
cuestión de horas".

"Fede, ¿Malacatos no era ese delincuente que te
arranchó los 50 dólares en la Casa de la Cultura?
¿Qué haremos ahora con ese cuadro que colgaste en
el baño?", preguntó Soledad, angustiada.

"No lo sé", respondió
él.

"No podemos adquirir bienes si queremos llevar a buen
término nuestro proyecto", insistió
Soledad.

"Ocultémoslo en el armario hasta ver qué
se nos ocurre", anotó él.

Lo cierto es que ahora, además del dinero para el
mes de febrero, tienen una pequeña fortuna en su
Malacatos.

Los días pasaron y llegó el último
día de febrero. Como en la ocasión anterior, les
sobraba algo de dinero de ese mes y, además, estaba el
fantasma del cuadro.

Pero tranquilos que Federico tiene una idea:

"Toma la funda de la basura y coloca en ella, el dinero
sobrante y, por supuesto, el cuadro del ojos de
gato
".

"¿Qué haremos con eso?", replicó
ella.

"Sencillo; vamos a la calle y se lo entregamos al primer
menesteroso que encontremos", contestó decidido,
Federico.

"Bien pensado querido; mañana mismo ejecutamos tu
plan", concluyó ella.

Sin embargo, ¿no sienten ustedes que algo va mal
en toda esta trama?

Con marzo iniciado, Federico y Soledad salieron a la
calle en busca de algún necesitado. Querían
entregar la funda al primer vagabundo que se les cruzara por el
camino. Sin embargo, resultó que la Comisión
más imparcial del planeta, la de los Derechos de los
Delincuentes, declaró ese día como el de los Vagos;
por tal motivo, no hallaron uno solo. Todos se habían
entregado a un merecido descanso después de un año
de brazo extendido en avenidas y plazas.

Bien entrada la mañana y cuando perdían la
esperanza de encontrar algún antropólogo,
¡uuups!, perdón, quisimos decir pordiosero, Soledad
vio uno arrojado en los jardines de la universidad de los
curas.

"Mira Fede, allí está uno".

"Que bien Sole; vamos por él".

Se acercaron al perfumado sujeto y pusieron la funda al
lado de su botella de aguardiente, para luego alejarse. Cuando
alcanzaban la esquina, un par de individuos cubiertos por barbas
postizas, luciendo lentes y trajes oscuros, les cortaron el
avance.

"Buenos días, generosos ciudadanos", les dijeron
con voz atronadora.

"Buenos días", respondieron Federico y Soledad,
mientras se les aproximaba el mendigo con la funda.

"Somos de CÁMARA TRINCONA, señores", dijo
uno de los sujetos, mientras sacaba un grueso sobre de su
abrigo.

"Ay qué bueno, porque ya les iba a pedir un
autógrafo pensando que eran los ZZ Top", les dijo
Federico, mientras tomaba del brazo a Soledad, para
volar.

"No tan rápido, estimados filántropos",
replicó el mendigo –un tipo de apellido Trujillo,
según se identificó.

"Esta es otra pasada organizada por nuestro gracioso
programa, para medir el grado de generosidad ciudadana, en estos
días de crisis; ustedes son los primeros en obsequiarle
algo a este vago", añadió el tercer
sujeto.

"Nos gusta colaborar con la humanidad, aunque no sea
Navidad", dijo Soledad.

"Que bien, porque ahora la humanidad va a colaborar con
ustedes, aunque no sea su cumpleaños. Tomen su funda y los
100.000 dólares del premio que nuestro generoso programa
entrega, anualmente, a los buenos samaritanos", afirmó el
del grueso sobre.

"Muchas gracias –les dijo Federico-, pero no
podemos aceptar la funda ni el premio, porque somos
discípulos de Siva, (el que destruye) y no
profesamos la doctrina de Vishnú (el que conserva);
onda bramánica ¿cachan?".

Los tres barbones rieron de buena gana, para luego
ponerse serios de una sola.

"No se quieran pasar de listos; nadie le dice
no a CÁMARA TRINCONA, tomen esto y
pónganse tranquilos si es que quieren llegar a viejitos",
les amenazó el Trujillo, mientras se embarcaban en una
furgoneta llena de aparatos, con los vidrios velados y sin
identificaciones.

"¿Qué pasó Sole?", preguntó
Federico, mientras echaba el grueso sobre con los 100.000
dólares en la funda.

"No sé; estamos de malas. Tendremos que gastarlo
todo si no queremos acumular un tremendo excedente",
señaló atinadamente Soledad, mientras se
dirigían al hostal.

Los días primero, las semanas después,
pasaron. Corrían ya los últimos días de
abril cuando Federico, angustiado por las cifras, tuvo otra feliz
ocurrencia.

"Sole, vamos al casino y juguemos a perder".

"Simplemente genial", comentó Soledad. "Ninguno
de los dos hemos pisado un sitio de esos; de seguro lo perdemos
todo".

Ya en el casino, le apostaron todo a la ruleta. El plato
empezó a girar y cuando la bolita quería acomodarse
en el casillero de algún número, un sonoro "manos
fuera de la mesa, somos de la Policía", echó por
tierra las aspiraciones de los jugadores.

"¿Con que jugando en Semana Santa?", dijo el
oficial a cargo de la redada, mientras reducía con su
penetrante mirada a los tahúres.

"Que chévere Soledad", susurró Federico,
mientras se convencía que ese policía debía
pertenecer a la antigua escuela moralista de un lluroso
Intendente que tuvo la Provincia del Guayas.

"¡Que lo oigan todos!", gritó el oficial,
fijando su vista en Federico.

"Confieso mi culpa, señor inspector; aplique
usted la sanción correspondiente a mi indelicada
actuación", exclamó Federico, con aire
seguro.

"He aquí un pecador arrepentido",
ejemplificó el calvo oficial, mientras se le acercaba.
"¿Cómo podría yo aplicarle castigo alguno,
si usted es el primero en entregarme la prueba que he buscado
desde que me gradué, para poder clausurar este antro?",
completó el policía, con un tono que pasó de
iracundo a paternal. "Por su decidida colaboración y,
según reza el artículo modificado en la Ley, por la
pericia del abogado Mamey, a usted se le entrega el total de lo
jugado por esta grey", dijo en verso, el inspector, mientras
rechazaba una copa de ron Caney.

"Pero General, no quiero el pecaminoso dinero, sino la
justa sanción a mi horrendo crimen", exclamó
Federico.

"¡Lex est lex", latineó el chapita,
mientras perdía la vista en un tricolor nacional. "Tome
los 350.000 dólares recaudados esta noche, pídale
la bendición a su mamacita, no se olvide de comer Fanesca
con bastante leche y marche contrito en la procesión del
Jesusito del Gran Poder, si no quiere que a más del
dinero, le haga entregar la propiedad del lote sobre el que
está construido este garito; soy amigo del registrador de
la propiedad, ¿sabía?", remató algo
irritado, el insobornable servidor público, mientras le
hacía entregar a Federico, una carretilla llena de dinero,
fichas y otros objetos.

"¡Púchicas Sole, ayúdame a empujar
este armatoste y volemos antes de que me entregue la
administración de la manzana!", gritó el pobre
Federico, mientras corrían en dirección a la calle
y en busca de un taxi-amigo que pusiera mucha distancia entre
ellos y el frenético funcionario
público.

Ya en el hostal y mientras la cocker olfateaba el
cuadro, las fichas, los relojes, las pulseras, el dinero y una
funda de nieve, Federico y Soledad lloraban abrazados
por causa de su mala…, qué mala…,
pésima suerte. "Se ha ido la tercera parte del año
y en vez de que se reduzcan los 15.000 dólares originales,
contamos ahora con más de medio millón", pensaba en
voz alta Soledad, mientras Federico se quebraba la cabeza
pensando qué es lo que salió mal.

"Si seguimos así, llegaremos a tener más
chochos que el multimillonario japonés Taiki Chiro Mori,
que de "chiro" solo tiene el nombre. Fede, pensemos en algo si no
queremos aparecer en la próxima edición de la
revista FORBES de Ricos y Famosos".

Atormentados por el descontrol de sus finanzas y sin
atinar en qué gastar los nuevos y abundantes recursos
ganados, deambulaban por la ciudad, en busca de actividades
costosas y poco lucrativas.

Sin embargo, todo tiene un punto de saturación y
no había más nada que no conocieran o hubieran
probado y, así con todo, la mullapa, en vez de disminuir,
aumentaba y aumentaba.

Eran los últimos días de mayo, cuando
Soledad, en uno de sus recorridos por las tiendas,
descubrió a un vendedor de lotería. Este se le
acercó y le ofreció varios números. Sin
tener nada que hacer y después de revisarlos con
desdén, como a quien no le interesan, halló uno que
de seguro no ganaría; de comprarlo, perdería algo
de su abundante dinero. "El 111111; que interesante, con
éste fijo que pierdo", pensó. "Véndame el
entero, por favor". El vendedor, que había perdido la
esperanza de negociarlo, se lo entregó sin ocultar su
satisfacción. "Gracias por sus datos y sobre todo por la
compra, señorita", le dijo, antes de continuar con su
camino.

De regreso al hostal, Soledad encontró a Federico
tendido en la cama y mirando la televisión.

"¿Qué haces Fede?", le
preguntó.

"Nada querida –contestó él-;
aquí, mirando la tele. ¿Y a vos, cómo te
fue?".

"Adivina, me quité de encima 50 grandes comprando
un número de la lotería que jamás
ganará", le respondió, orgullosamente,
ella.

Preocupado por tan extrañas coincidencias,
Federico preguntó "¿qué número
es?".

"El 111111", contestó alegre, Soledad.

"¡Noo!".

"Siii".

"No, por Dios Sole; ese número le acaba de pegar
al millón de dólares. Eso dijeron en la
televisión".

"¡Qué!", exclamó ella, mientras se
dejaba caer sobre una silla.

"Si, que el número 111111 acaba de ganar un
melón de dólares".

"Chuta madre y compré el entero,
Fede".

"Quémalo querida", sugirió él,
mientras echaba mano de una fosforera.

"Aguarda Federico, alguien llama a la puerta",
susurró ella.

"¿Quién es?", dijo Federico.

"Somos de la Lotería Nacional y estamos con la
prensa para que registren el sin par instante de la entrega del
millón de dólares que se acaban de ganar", dijo
alguien del otro lado, mientras la recepcionista,
inoportunamente, les abría la puerta con la llave
calavera.

"Debe haber algún error", anotó Federico,
mientras escondía la fosforera.

"Ningún error hermano; ¡su señora
acabó de comprar el entero del 111111 y los datos
están aquí!", gritó emocionado un enano que
ya colgado del cuello de Federico, dirigía las
cámaras contra la desafortunadamente pareja.

"Tenga su millón y no lo malgaste",
continuó el retaco, que echó a reír como
sonso.

"¿Registraron tucui, camaramens?".

"Yes piñuflita, todo está grabado; el
país por fin, tiene ganadores quiteños", dijeron
los técnicos de la tele, mientras los de la Lote le
hacían firmar algo a Soledad.

Libres, por fin, de tan molestos intrusos, pero con un
millón de problemas adicionales en la funda de basura, se
quedaron mirando uno al otro, sin emitir palabra.

Pasaron los días y cada vez que intentaban gastar
su dinero, solo lograban multiplicarlo. Cuando adquirían
algo, resultaban ser los compradores número tal y los
almacenes les premiaban con más mercadería, sin
costo alguno. Cuando entraban a un restaurante, el dueño
los reconocía y no les cobraba el consumo. Eran los
invitados de honor en las reuniones de la alta sociedad y hasta
eran propuestos para cargos de rango. Los países amigos y,
hasta los enemigos, les hacían obsequios a través
de sus embajadas. Mejor dicho, estaban fregados.

Sus nuevos amigos les aconsejaron cambiar de alojamiento
y, antes de que se dieran cuenta, se hallaban instalados en una
suite del mejor hotel de la ciudad, el Hotel Oro Puro (¿no
era allí donde Rizzo quiso estrenar su…?,
perdón, eso solo lo pensé)..

Bueno, al menos allí, podrían gastar algo
de su ya cuantiosa fortuna. Mas, de poco les sirvió. Eran
finales de julio y sus caudales sobrepasaban el millón y
medio de dólares.

No me lo van a creer, pero en su angustia, intentaron
algo descabellado. La Fiesta Nacional se acercaba y por ella, las
delegaciones presidenciales de algunos países, se
harían presentes. Las más importantes serían
alojadas en el hotel en el que vivían Soledad y Federico.
Por este motivo, la Gerencia canceló todas las
reservaciones y despachó, discretamente, a todos los
huéspedes ordinarios. No ocurrió lo mismo con
nuestra pareja que gozaba de recursos y prestigio; podía
codearse con cualquier mandatario, incluido un
"chino".

Así se los comunicó la
Administración. Ahí está la oportunidad para
ellos:

"Cuando el hotel quede, completamente, vacío de
pasajeros, haremos sonar la alarma contra incendios. El personal
escapará por las escaleras de seguridad y nosotros
tendremos unos minutos para iniciar un fuego, en la suite. Hasta
que los bomberos lleguen, nuestro piso se habrá quemado y
con él, nuestra pegajosa funda. ¿Qué te
parece Sole?".

"No sé, parece peligroso; -respondió ella-
¿qué tal si nos descubren?".

"Bueno, en este estado de cosas, nos da lo mismo el
convento que la prisión", añadió Federico,
sin inmutarse.

"Que sea lo que Dios mande pero, ojalá, no haya
heridos", continuó Soledad, con aire triste, por los
daños que iban a ocasionar.

"No te preocupes; las personas tendrán tiempo
para ponerse a salvo y el hotel tiene que estar asegurado;
además, el fuego no alcanzará mayores
proporciones", insistió Federico.

Llegado el día, Soledad escondió la funda
bajo el lavaplatos y se dirigió hacia la alarma.
Rompió el vidrio y activó el sistema.

En la suite, mientras tanto, Federico encendió
una hornilla de la cocina e inflamó la cortina más
cercana, para luego correr gradas abajo junto con Soledad, que ya
tenía marcada a la cocker.

Al alcanzar la calle, los empleados los pusieron a
salvo. En ese momento llegaron los bomberos, alejaron a las
personas e ingresaron en el edificio que empezaba a echar humo
por las ventanas de la suite. En pocos minutos, los servidores
públicos mejor dispuestos y peor pagados, controlaron el
flagelo.

Poco después, mientras Federico y Soledad se
disculpaban con el Gerente del establecimiento por el supuesto
accidente, se les acercó el Capitán de los
bomberos.

Después de saludarlos, les explicó que el
fuego había destruido buena parte de la suite y, con ella,
la casi totalidad de sus pertenencias:

"Lo siento –les dijo-; todas sus pertenencias se
consumieron en el siniestro. Solo sobrevivió
esto".

¿Qué comen que adivinan?…

"¿No me diga que no se quemó?",
exclamó Federico.

"No señor; como estaba bajo el lavaplatos y
éste tenía una pequeña filtración, se
humedeció evitándose la quema… Tenga
usted".

Soledad intervino y, con tono contrito, le dijo al
Capitán: "Gracias a usted y a sus subalternos, por tan
efectiva intervención; su labor debe ser reconocida. Mi
esposo y yo queremos donar al Benemérito Cuerpo de
Bomberos, el contenido de esa funda".

"Muchas gracias señora, pero el reglamento no nos
permite aceptar donativos de personas damnificadas. Tenga su
funda y dos boletos para el baile anual de nuestra
Institución. Puede que tengan mejor suerte y ganen
algún electrodoméstico en el bingo; van a
necesitarlo si quieren comenzar de nuevo", dijo el Capitán
mientras se despedía, tocando la visera de su
gorro.

Mientras tanto, alguien se acercó al Gerente del
hotel y le entregó una nota. Este la revisó y se
dirigió a la pareja. "En medio de todo, ésta ha
sido una desgracia con felicidad. Nadie salió herido, el
edificio está asegurado y lo más importante es que
nuestros clientes tienen derecho a una indemnización
cuando sufren lesiones físicas o psicológicas o
pérdidas materiales. Nuestro seguro cubre todos los
daños y, además, les entrega la cantidad de
10´000.000 de dólares como satisfacción por
las molestias ocasionadas… Mientras se restaura la suite
afectada, ustedes pueden utilizar la suite presidencial del
hotel. Acepten por favor todo esto, con mis más sentidas
disculpas y gracias por su comprensión".

Sin saber ni cómo ni cuándo, Federico y
Soledad contaban con cinco meses para feriarse un fortunón
que rondaba los once y medio millones de
dólares.

Llegó septiembre y Federico y Soledad, que ya no
salían de la suite presidencial porque cada vez que lo
hacían ganaban algo, pasaban el tiempo pensando en el modo
de librarse de su cuantiosa fortuna.

Un día, mientras ojeaba el periódico,
Soledad tuvo una idea. "Mira Federico, en esta crónica
dice que este pobre y raquítico caballo será
sacrificado porque, viejo y cansado, ha perdido todas las
carreras en lo que va del lustro. ¿Qué te parece si
lo adquirimos y lo hacemos correr, apostando a él todo el
dinero que tenemos?".

"¡Brillante querida; qué bestia, hoy mismo
lo negocio y mañana lo ponemos a correr!", exclamó
Federico, lleno de nuevas esperanzas.

En verdad que el pobre rocín inspiraba tanta
lástima como la que produce un paciente pobre en hospital
del Estado. Era flaco y temblaba cuando comía. Una vida
entera dedicada a correr, lo tenía extenuado.
Parecía presupuesto para la cultura. De ello lo que fuere,
esta sería su última carrera; otra carrera aunque
fuese para perder, era mucho para él. No obstante, ese era
el precio que tendría que pagar si no quería ser
sacrificado.

Llegado el momento, el Plumas, que así
se llama el pobre jamelgo, fue preparado para la última
carrera de ese domingo 13; debía enfrentarse a los mejores
de la tarde. Al conocerse de su participación y de la
generosa apuesta que hacían a su favor, Federico y
Soledad, aficionados y no aficionados, se lanzaron a apostarlo
todo en su contra, con la seguridad de llevarse algo de la
fortuna de la pareja. Federico, con su poder de influencia,
insistió en que la carrera se diera sin límite de
vueltas, para que ganase el último de los caballos que
quede con fuerzas para arribar a la meta. Conocedor del mal
estado del Plumas, estaba seguro que éste sería el
primero en desfallecer.

(Por Dios, ¡qué poco conocen Fede y Sole,
de Hípica!).

Dada la partida, los caballos empezaron a correr como
locos: el Plumas hizo lo suyo y, como recordando viejos tiempos,
también corrió guardando sus pocas energías.
Las vueltas se sucedieron una tras otra y el pobre animal fue
quedando al último. La gente gritaba emocionada y
subía las apuestas, notando el creciente debilitamiento
del caballo. Sin embargo, la emoción nos les
permitió ver el agotamiento que sufrían los otros
animales. Poco a poco, los briosos corceles, acostumbrados a
aplicar toda su energía en el arranque, para ganar en unas
pocas vueltas, se fueron quedando rezagados. El Plumas, aunque
lento, mantenía un ritmo y trote constante. El veterano y
experimentado animal, guardó su energía en la
partida y ahora la utilizaba en contra de sus adversarios; el
incomprendido era corredor de segundo tiempo.

El delirante público bajó de tono cuando
descubrió que el más lépero de la tarde,
casi pisando a sus acalambrados y desmayados competidores, dio
solo la última vuelta a la pista.

El público quedó inmóvil; Federico
y Soledad palidecieron. El Plumas llegó a la meta por sus
propios medios, después de pasear su oxidada
hidalguía por el hipódromo.

"¡Huyamos querida!", gritó Federico, lleno
de pánico.

"Vamos antes de que nos linchen", complementó
ella.

Muy tarde para escapar de su trágico
destino.

"¡Enhorabuena!", gritó un viejo con bigotes
de brocha, que se decía el presidente del Club
Hípico. "Qué estrategia la suya, señores;
aplicar al cuadrúpedo en carrera de resistencia. Mis
respetos", continuó el bocón, mientras sus socios
de afición y, uno que otro compadre, empezaban a
aplaudir.

"Permítanme abrazarlos", insistió,
mientras los otros daban voces de aliento.

"¡Que vivan!".

"¡Que hablen!".

"¡Que se besen!".

"¡Que canten!".

"¡Que se candidaticen!".

"Que se mueran" (¿He?; a no, eso solo lo
pensaron).

Rodeados por la muchedumbre, no pudieron hacer nada.
Alguien les entregó el trofeo y un cheque con todo el
acumulado de la tarde. Nada más y nada menos, que
89´000.100 dólares.

Llueven las fotos, los sombreros, los aplausos y los
insultos de quienes no se resignan a perder. Los aturdidos
vencedores fueron arrastrados por el presidente y sus seguidores,
al casino del hipódromo, mientras un grupo de aguerridos
guardias, amablemente, repartían cuescos y coños, a
los colados, lagartos y "24.000 palabras", que en estas
ocasiones, nunca faltan y siempre sobran.

Ya en el casino, Federico y Soledad fueron objeto de los
más extravagantes halagos, propuestas y brindis, mientras
en una esquina, el bigotón, algo mareado por los cocteles,
recibía una descomunal patada, al intentar tomarle las
medidas al Plumas, con el objeto de inmortalizarlo en un
bonsái. No hay que olvidar que fue el bigotón quien
sugirió sacrificar al ganador de la tarde, unos
días antes.

Al día siguiente, el chuchaqui fue tenaz.
Federico y Soledad tenían una nueva mascota, tan famosa
como el Rocinante del Quijote y una fortuna frisando los
100´000.000 de porotos. Si no actuaban rápido, se
volverían más ricos que un turco que vende telas en
Costa Rica, o creo que es en Panamá.

Un día cualquiera de octubre y aburridos,
Federico y Soledad salieron a dar un paseo por la ciudad. Sus
pasos los llevaron por parques y calles, sin un destino fijo. En
determinando momento y sin notarlo, se encontraban frente al
edificio de la Bolsa de Valores. En la vereda, dos hombres
hablaban, en voz baja, sobre la quiebra de la aerolínea de
bandera del país.

"Que bestia ñañito, Ecuatorianita se fue
al tacho", decía el primero, mientras sacaba una cajetilla
del bolsillo.

"El Estado, loco; el Estado la – ca, brother",
completaba el otro.

Federico y Soledad se acercaron, discretamente, para
escuchar mejor.

"Sabes que todo el paquete accionario se va a vender a
huevo; y no a de faltar algún gil que compre",
decía el de allá, mientras el de acá
asentía con la cabeza.

"¿Escuchaste eso Sole? –murmuró
Federico-; he ahí nuestra buscada oportunidad",
agregó.

"Buenos días caballeros; perdonen la molestia,
¿son ustedes corredores de Bolsa?", preguntó
Federico.

"Si señor", contestaron ellos.

"Entonces ustedes pueden guiarnos; queremos invertir
100´000.000 de dólares", continuó
él.

"Cómo no, encantados", respondieron los aludidos.
"¿Por qué no invierten todo su dinero en
Ecuatorianita?; en esa cantidad salen todas sus acciones", dijo
uno, mientras el otro empezaba a enumerar los activos de la
aerolínea: "Quince aviones, cinco cargueros, veinte
helicópteros, diez jets ejecutivos, doce edificios,
cuarenta sucursales en el país y fuera de él, una
hacienda con caballos de paso, a más de cien
vehículos con indios y todo".

Era la oportunidad que buscaban. Si Ecuatorianita
terminaba de quebrar, como de hecho ocurriría, a no ser
por un milagro, Federico y Soledad se encontrarían en la
calle y encaminados hacia su plan original.

"¡Dónde hay que firmar!", gritó,
entusiasmado, Federico.

"Sígannos, por favor", dijeron felices los
corredores, mientras (no sé por qué) se imaginaban
ganado caminando al matadero.

Minutos más tarde y con todos los papeles en
regla, Federico y Soledad, se convertían en los flamantes
propietarios de una línea aérea que no volaba ni
con dinamita. "Lo hicimos Sole; ahora declaramos la quiebra y
aquí no ha pasado nada", repetía Federico, mientras
revolvía las acciones.

Al día siguiente y luciendo su más amplia
sonrisa, la pareja se dirigió al edificio de la Bolsa,
para declarar la quiebra.

Al llegar, encontraron revuelo. Sin importarles,
entraron en la oficina, declararon la quiebra y fijaron en un
centavo el valor de cada acción.

"No tan rápido", les dijo un flaco con traje
tornasol. "El Gobierno del viejo decapitó a la
línea aérea de la competencia; cosas de la
política, señores. Algún enemigo del
propietario de aquella aerolínea, le puso la cascarita.
¿Qué bestia no?, es la nota de las
privatizaciones", dijo el mal nutrido, mientras intentaba
removerse un moco.

"¿Y qué con eso?", interrumpió la
Sole.

"Nada pues niña, que la otra línea ha sido
anulada y todos sus activos, a más de un préstamo
no reembolsable de 1.000´000.000 de dólares, le han
sido entregados, sin condiciones, a Ecuatorianita para que retome
su puesto de líder. Aquí está el decreto y
los certificados que confirman lo que les digo y que ahora les
pertenece a ustedes como únicos propietarios de la
Empresa… Sus operadores se harán cargo de
todo… ¿No desean un traguito?", remató el
de perfil
, mientras intentaba destapar una
botella.

En ese instante, entraron dos hombres altos, ocultos los
ojos tras oscuras gafas, que escoltaron a Federico y Soledad a
una limosina de la aerolínea.

Cuando llegaron a la Matriz, ubicada en las Torres
Almagro, había banda de música, camaretas y
disfrazados. Hasta el abuelito estaba para recibirlos. Entre
abrazos y aplausos, se dio inicio a la farra que duró tres
días e incluyó paseo aéreo.

Ahora si se pueden buscar un convento tranquilo en medio
del bullicio de Salinas o de Los Ángeles, no importa; el
costo del pasaje ya no es problema, ¿si entienden
cholitos?

En el penthouse de las Torres, donde ahora se encuentran
alojados Federico, Soledad y la Cuqui (¿cómo pueden
convivir con un animal?, se preguntará algún
aseado), todo es angustia.

El día de su cumpleaños que, por
coincidencia, resulta ser el mismo para ambos –y que estas
coincidencias no nos llamen a sospecha-, la pareja está
triste. Aunque sus sinceros y sencillos amigos del Gobierno, les
han organizado una fiesta en Palacio, nada parece alejarlos de
aquel sentimiento de frustración que sienten al no poder
evitar su desmedido enriquecimiento. En la fiesta, todos hablan
de ellos; ellos, de que tomarán uno de sus jets para
viajar a las Islas Galápagos. Allí,
ocultarán las fundas donde nadie pueda encontrarlas. Ya no
harán más inversiones; sencillamente,
enterrarán todas sus riquezas y desaparecerán.
"Pero ya no digamos más, Fede; cambiemos de tema porque
nos pueden escuchar", susurró Soledad, mientras se les
aproximaban el Presidente y la Primera Dama, por primera
antes que Eva.

A mediados de noviembre, ordenaron el jet para viajar a
las Galápagos.

Ya en las Islas y después de un descanso en la
suite ejecutiva de la sucursal de Ecuatorianita, salieron en un
camión de la aerolínea, para buscar el sitio ideal.
Eran las cinco de la tarde cuando lo encontraron. Una amplia
caverna de angosta entrada, en un paraje desolado, les brindaba
la oportunidad de desaparecer las molestas fundas llenas de
riquezas y títulos.

Estacionaron el vehículo a la entrada, bajaron
las fundas como quien carga un cadáver y,
rápidamente, las ingresaron a la formación
rocosa.

"¿Dónde?", preguntó
Soledad.

"Allá, tras de esas rocas", contestó
Federico, mientras acondicionaba una pala de soldado.

La cocker, que no podía perderse la aventura,
ladró y Federico empezó a cavar.

¡¡¡Taaang!!!

"¿Qué fue eso?", susurró
Soledad.

"No lo sé, es como metálico",
murmuró Federico (Mamiticas, ojalá sea tan solo un
OVNI a punto de despegar y desaparecer para siempre).

"Parece la tapa de una caja; no, es una puerta", dijeron
los dos a la vez. "Ábrela despacio; toma la linterna",
dijo Soledad.

La cocker volvió a ladrar.

"No, mejor no", dijo Federico, recordando su mala
pata.

Pero sus palabras fueron interrumpidas. "Ábrala
no más", dijo una tercera y desconocida voz.

Federico y Soledad regresaron a ver violentamente. Era
un anciano bajito y flaquito, de dulce sonrisa que, con
guayabera, bermudas y zapatos tenis, todo de blanco, los
contemplaba, tiernamente, mientras se mandaba unas habas tostadas
a la postiza.

"¿Quién es usted?", preguntó
Soledad.

"Ahora no tengo tiempo para contestarle; abra esa
puerta, por favor", insistió el vegetal.

"No tengo por qué hacerlo vejete y deje ser tan
entrometido", enfatizó Federico, bastante molesto,
mientras la cocker se rascaba y Soledad empujaba las fundas con
su pie derecho.

"No se exalte amiguito y haga lo que le sugiero si no
quiere verse envuelto en aclaraciones con la Oficina de Asuntos
Culturales", continuó el sujeto, sin inmutarse.

"¡A si, ¿y qué nos va pasar? Yo no
abra nada!", insistió Federico.

El viejo, entonces, pegó un tremendo chiflido y,
al rato, ingresó una pareja. Eran tan delicados como un
buque de guerra y no se distinguía el uno del otro, pues
los dos llevaban cabellera larga y plateada.

"Son Gunter y Aldegunda, mis asistentes teutones de
intercambio", dijo el anciano, sin perder su sonrisa. "Ayuden a
abrir la puerta", complementó.

El enorme de Gunter apartó a Federico, mientras
Aldegunda tomaba a Soledad del brazo.

"Disculpen mi falta de modales inicial; ahora si tengo
tiempo para presentarme correctamente: soy el Embajador
Mayoríco Díaz D´Maz, Director de la Oficina
de Asuntos Culturales. Creo que ustedes han hecho un gran
hallazgo… Abre la puerta Gunter", ordenó el alto
funcionario, mientras el gigantón levantaba la
cubierta.

"Profesorr, es entrada a cámara secreta. Dentro
haber gran cantidad de cajones y objetos de oro, regados por
todos lados", afirmó el Gunter, mientras descendía
linterna en mano.

"¡Qué bien!, exclamó el viejito.
Acaban de hallar el legendario tesoro del pirata
Muergan".

"¿No es Morgan?, dijo Soledad, como quien no
tiene nada que hacer en el asunto.

"Es Muergan, en español, señorita",
reiteró el Director. "No saben el servicio que le han
hecho a la ciencia. Ese tesoro tan largamente buscado por
intrépidos y audaces exploradores como el becario Carlos
Telmito, está avaluado en la bicoca de
18.000´000.000 de dólares (ay, no otra vez). Como
ustedes lo han descubierto, tienen derecho a la mitad de ese
valor; ¿no les parece grandioso?", concluyó el
vejestorio, mientras observaba bajo lupa, uno de los objetos
rescatados del fabuloso tesoro.

"No se ofenda pero no nos gustan las cosas viejas;
pueden quedarse con ellas. Nosotros nos vamos con nuestra
mascota", enfatizó Federico.

"¡Qué modestos!", exclamó el de la
Tercera Edad… Glaciar. "Sin embargo, el asunto no es tan
fácil, mis jóvenes amigos. Si nosotros denunciamos
el hallazgo, el público murmurará de la tejada que
le toca a la Oficina y entonces nos tendremos que enfrentar con
el mal carácter del Gobernador. No ocurrirá lo
mismo, si saben que los descubridores son dos particulares y,
encima más, quiteños.

"¿Ven por qué tienen que ser ustedes los
que hagan la denuncia?", insistió el Embajador.

"Y si no queremos, ¿qué pasa?", dijo
Soledad, bastante irritada.

"Nada; que los obligaremos… Gunter y Aldegunda,
acompañen a nuestros díscolos amiguitos ante el
Gobernador", ordenó el viejo, mientras se acercaba a las
fundas de la pareja.

Automáticamente, Gunter sujetó el cuello
de la camiseta Adidas que usaba Federico y Aldegunda marcó
a la pobre Soledad.

"Acompáñennos", insistió el viejo,
amablemente.

"Así por las buenas, claro", exclamó
Federico asustado y en puntillas.

"¡Raus, ecuatorianen untermenchen!, gritó
el humanista del Gunter, mientras arrastraba a Federico hacia el
vehículo de la Oficina. Tras de ellos, Aldegunda cargaba
con Soledad quien, inútilmente, intentaba liberarse
pataleando. El viejo iba tercero, cargando las fundas en un
trencito minero que nadie sabe de dónde salió.
Delante de todos ellos, la cocker daba un salto y se ubicaba al
lado del chofer del vehículo de la Oficina. Los Comandos
IWIA, mientras tanto, acordonaban el perímetro y ponchaban
las llantas del camión de la pareja, para que no pueda ser
utilizado por el enemigo.

Federico y Soledad acababan de sumar a sus caudales, la
impensable cantidad de 9.000´000.000 de dólares,
producto del pago de la incuestionable contribución al
conocimiento de la historia infrahumana de las Islas
Galápagos. Ni el gringuitillo del Darwin amasó
tantos maravedíes con el rollo de las Especies.

En todo caso, perdidas todas las esperanzas, iniciaron
el último mes. Tenían una treintena de días
para gastar 10.000´000.000 de dólares. Era
humanamente imposible. Y pensar que otros planificaban asaltos
para obtener lo que ellos tenían sin desearlo. Por
ejemplo, a finales de noviembre, una banda conformada por
refugiados extranjeros, había robado 20.000´000.000
de dólares, a una empresa petrolera. Al respecto, Federico
le decía a Soledad que, con gusto, les entregaría
todo su dinero de saber dónde se escondían. "Ni lo
pienses Fede; te apuesto que si los encontramos, nos confunden
con la policía y nos entregan todo su botín, sin
disparar un solo tiro", le decía Soledad, mientras
revisaba los documentos del crecimiento inesperado de su empresa
aérea.

Pasaron los días y llegó el 31 de
diciembre. Con ese día, terminaba su sueño de
llevar a buen término el plan. En su desesperación
y haciendo un último intento, tomaron todo el dinero,
joyas, cuadros, acciones y títulos y los echaron en todas
las fundas que encontraron. Embarcaron éstas, en un
camión de Ecuatorianita. Aguardaron hasta las once de la
noche y vestidos y pintados de negro, se dirigieron al puente que
salta sobre el río Machángara. Allí,
descargaron el camión. "Que se vaya toda nuestra mala
suerte con este año de locos", exclamó Federico,
mientras Soledad miraba rodar las fundas. Ahí,
estáticos, se quedaron mirando al oscuro fondo de la
quebrada, bañado por el río; no cruzaron una
palabra. De pronto Soledad reflexionó (¿será
cosa del nuevo año?).

"Oye Fede, ¿por qué nos deshacemos del
dinero? No lo hemos robado; tampoco hemos hecho daño a
nadie, salvo al hotel, que ya lo restauraron con los dineros del
seguro. Todo nos lo dieron de buena gana, sin que lo pidamos.
Legalmente es nuestro… Olvidemos el proyecto y disfrutemos
lo que nos resta de vida con estos caudales".

"En verdad Sole. ¿Por qué hemos de
privarnos de sus beneficios, si con la milésima parte de
todo ese dinero, podemos concretar el viejo sueño de
nuestros días de universitarios, allá en la
universidad de los curas?".

Sin meditarlo más, bajaron a la quebrada y, de
poco en poco, recogieron todas las fundas que hallaron en medio
de la oscuridad. Luego de recargar el camión, se alejaron
del desolado lugar, poco antes de que amaneciera.

De vuelta en su departamento y mientras los restos de
los "años viejos" de la noche anterior, terminaban de
humear, se pusieron a ordenarlo todo. Fue entonces que Soledad
notó algo extraño.

"No recuerdo estas fundas, Fede".

"Yo tampoco Sole; deben ser de la basura que los
desaprensivos arrojan a la quebrada. Mira qué
contienen".

"Es dinero, ¡más dinero, montañas de
dinero, Federico!"

"¿No me estás haciendo una pasada?;
verás que el Día de Inocentes ya pasó con el
28 de diciembre" –dijo Federico, preocupado.

"No, es verdad Fede", insistió
Soledad.

"Haber, deja ver" –dijo Federico-; "pues claro, es
el dinero que robaron los refugiados a la petrolera. Son los
veinte mil millones.".

"De seguro, los bandoleros lo arrojaron al
Machángara en su desesperada huida", replicó
Soledad.

Federico tomó asiento, miró a Soledad y le
dijo: "¿Sabes cuál es la situación Sole?
Tenemos en nuestras manos 30.000´000.000 de
dólares".

"¿Lo devolveremos?", preguntó
Soledad.

"Ni lo pienses, Sole. Si lo intentamos, de seguro que
algún esquizofrénico nos premia doblándonos
la cantidad y nombrándonos mandatarios de la
República que, con un poco más de mala suerte, la
transformamos en un imperio universal de más de mil
años" (Ni el Hitler soñó con
tanto).

"¡No nos arriesgaremos más!, concluyeron al
unísono.

***

Meses después…

Es hora de la cena. En el lujoso comedor del Palacio de
Balmoral, en los ex imperiales reinos británicos, los
nuevos propietarios Federico y Soledad, se aprestan a brindar un
delicioso cariucho quiteño a sus invitados y antiguos
propietarios Carlos y Camila.

Desde un costado del novelesco ambiente, se aproxima el
mayordomo nubio de nuestra pareja e, inclinándose hacia
ella, le comenta en voz queda: "Escarbando en el fino
césped irlandés de los regios jardines de Balmoral,
Lady Cuqui ha descubierto petróleo, mis Lords".

"¡Ouh nou!"

"¡Ouh yeah!"

MAURICIO NARANJO GOMEZ
JURADO

(Retrato en carboncillo por Fernando
Molina, 1989)

En el cuarto de siglo que transcurrió entre 1970
y 1995 –entre los catorce y los treinta y nueve años
de edad-, las ideas primero y las anotaciones después,
vinieron a dar forma a los cuentos que el lector encontró
en las páginas interiores.

Inspirado en destellos de mi imaginación, estos
cuentos son la materialización de lo que la mente humana
puede crear.

En todo caso, su objetivo es el de divertir a los
lectores con las imágenes fabulosas que en su momento, me
entretuvieron. Valga aclarar que estas narraciones están
dirigidas, sobre todo, a los jóvenes adolescentes para
quienes no se ha desarrollado mucha literatura desde lo
local.

Tiempo y esfuerzo tomaron estas líneas, quedando
al final, la grata sensación de haber construido unas
narraciones sencillas, divertidas e inteligentes. Sin lugar a
duda, son la encarnación, a través de personajes
fantásticos, de los alcances y limitaciones del ser
humano.

En relación con estos cuentos y su autor,
Mónica Carvalho –Gerente General de AMERICAN
INTERNATIONAL PUBLISHERS, en carta del 17 de febrero de 1995,
anotó que: el relato lleva encerrada una
lección moral que llama la atención al lector
experto y pone de relieve su profundidad espiritual y su
increíble curiosidad por aspectos psicológicos de
la personalidad
. Estas palabras me llenan de
satisfacción, por cuanto descubro en ellas, la
realización de mi anhelo de llegar con un mensaje acerca
de la naturaleza de nuestro ser.

Espero, sinceramente, que estos cuentos hayan llegado a
distraer y por qué no, a inspirar a otros inquietos
escritores, como en su momento me ocurrió a
mí.

Gracias a los lectores por su interés y deleite.
Allí está mi mayor recompensa.

El Autor

Dedicatoria

A mi hija Gabriela Vanessa, para que siempre guarde una
fantasía.

 

 

Autor:

Mauricio Naranjo Gomez
Jurado

Con la inscripción 006599 de 8 de
septiembre de 1992, en el Registro Nacional de Derechos de Autor
de la República del Ecuador.

Partes: 1, 2, 3
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