De la democracia victoriosa a la democracia criminal –
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De la democracia victoriosa a la
democracia criminal
«La democracia nace en
Medio-Oriente»: bajo este título, un diario que
porta la bandera del liberalismo económico celebraba, hace
algunos meses, el suceso de la selecciones en Irak y las
manifestaciones anti-sirias de Beirut
1 Este elogio de la democracia victoriosa
era acompañado solamente de comentarios que precisaban la
naturaleza y los límites de esta democracia.
Triunfaba, nos explicaba en primer lugar, pese a las protestas de
los idealistas, para los que la democracia es el gobierno del
pueblo por sí mismo y no puede, por tanto, ser inducida
desde el exterior por la fuerza de las armas. Triunfaba,
entonces, si se sabía considerarla desde un punto
de vista realista, separando sus beneficios prácticos
de la utopía del gobierno del pueblo por sí mismo.
Pero la lección dada a los idealistas nos
comprometía también a ser realistas hasta el fin.
La democracia triunfaba, pero había que comprender todo lo
que su triunfo significaba: dar la democracia a un pueblo no es
sólo darle los beneficios del Estado constitucional, las
elecciones y la prensa libre. Es, también, darle el
desorden. Recordamos la declaración del ministro americano
de la Defensa a propósito de los saqueos que se siguieron
a la caída de Saddam Hussein. Hemos dado la libertad a los
iraquianos, decía básicamente. Ahora, la libertad
es también la libertad de decir mal. Esta
declaración no es sólo una broma de circunstancia.
Forma parte de una lógica que puede ser reconstituida a
partir de sus miembros disjuntos: es porque la democracia no
es el idilio del gobierno del pueblo por
sí mismo, porque es el desorden de las pasiones
ávidas de satisfacción, que puede e incluso
debe ser dada desde el exterior, por las armas de una
superpotencia, entendiendo por superpotencia no simplemente un
Estado que dispone de una potencia militar desproporcionada,
sino, más generalmente, el poder de controlar el desorden
democrático. Los comentarios que acompañan las
expediciones destinadas a propagar la democracia en el mundo
nos recuerdan, así, argumentos más antiguos que
evocaban igualmente la irresistible expansión de la
democracia, aunque de un modo mucho menos triunfal. Parafrasean,
en efecto, los análisis presentados treinta años
antes, enla Conferencia Trilateral, para poner en evidencia lo
que se llamaba entonces la crisis de la
democracia
1 «Democracy stirs in the Middle
East»,
The
Economist
, 5/11 de marzo de 2005
2 .La democracia nace en la estela de las
armadas americanas, pese a los idealistas que protestan en el
nombre del derecho de los pueblos a disponer de sí mismos.
Ya hace treinta años, la relación acusaba el mismo
género de idealistas,
«value-oriented intellectuals »
que se nutrían una cultura de oposición y
cultivaban un exceso de actividad democrática, fatal para
la autoridad de la cosa pública como para la acción
pragmática de los « policy-oriented
intellectuals ».
La democracia nace, pero el desorden nace
con ella: los saqueadores de Bagdad, que aprovechan la nueva
libertad democrática para aumentar su bien en
detrimento de la propiedad común, recuerdan, a su
manera un poco primitiva, uno de los grandes argumentos que
establecían, hace treinta años, la
«crisis» de la democracia: la democracia,
decían los periodistas,significa el aumento irresistible
de las demandas que hacen presión sobre los gobiernos,
entraña la decadencia de la autoridad, y torna a los
individuos y a los grupos reacios a la disciplina y a los
sacrificios requeridos por el interés
común. Así, los argumentos que sostienen las
campañas militares destinadas al desarrollo mundial de la
democracia revelan la paradoja que encubre hoy el uso dominante
de esta palabra. La democracia parece tener dos adversarios.
Por un lado ,se opone a un enemigo claramente identificado, el
gobierno de lo arbitrario, el gobierno sin límite que se
llama según los tiempos tiranía, dictadura o
totalitarismo. Pero esta oposición evidente recubre otra,
más íntima. El buen gobierno democrático es
el que es capaz de controlar un mal que se llama simplemente vida
democrática.
Es la demostración que era hecha a
lo largo de The Crisis of Democracy : lo que
provoca la crisis del gobierno democrático no es otra cosa
que la intensidad de la Vida democrática. Pero esta
intensidad de la vida democrática se presentaba bajo un
doble aspecto. Por un lado, la «vida
democrática» se identificaba con el principio
anárquico que afirma un poder del pueblo, del que los
Estados Unidos como otros Estados occidentales habían
conocido, en los años 1960 y 1970, las consecuencias
más extremas: la permanencia de una contestación
militante que interviene sobretodos los aspectos de la actividad
de los Estados y desafía todos los principios del buen
gobierno: la autoridad de los poderes públicos, el saber
de los expertos y el saber-hacer de los pragmáticos.
Sin duda, el remedio para este exceso de vitalidad
democrática es conocido desde Pisístrato, si se
cree en Aristóteles
2 Michel Crozier, Samuel P. Huntington,
Jôji Watanaki,
The Crisis of Democracy: report
on the governability of democracies to the Trilateral
Commission
, New York University Press, 1975. La
comisión trilateral, suerte de club de reflexión
conjunta de hombres de Estado, expertos y hombres de asuntos de
losEstados Unidos, Europa del Este y del Japón,
había sido formada en 1972. Se cree a menudo que
elaboró las ideas del futuro «nuevo orden
mundial»
3. Consiste en orientar hacia otros fines
las energías febriles que aparecen sobre la escena
pública, para desviarlas hacia la búsqueda de la
prosperidad material, la felicidad privada y los lazos sociales.
Desgraciadamente, la buena solución revelaba enseguida su
reverso: disminuir las energías políticas
excesivas, favorecer la búsqueda de la felicidad
individual y las relaciones sociales, era favorecer la vitalidad
de una vida privada y de formas de interacción social que
entrañaban una multiplicación de las aspiraciones y
las demandas. Y esto, seguramente, tenía un doble efecto:
tornaba a los ciudadanos despreocupados del bien público y
minaba la autoridad de los gobiernos encargados de responder
a esta espiral de demandas que emanan de la sociedad. El
enfrentamiento de la vitalidad democrática tomaba
así la forma de un dilema simple de resumir: o bien la
vida democrática significaba una larga
participación popular en la discusión de los
asuntos públicos, y era algo malo. Obien significaba una
forma de vida social que dirigía las energías hacia
lassatisfacciones individuales, y era también algo malo.
La buena democracia debía ser entonces la forma de
gobierno y de vida social apta para dominar el doble exceso
de actividad colectiva o de retiro individual inherente a la
vida democrática. Tal es la forma ordinaria bajo
la cual los expertos enuncian la paradoja democrática: la
democracia, como forma de vida política y social, es el
reino del exceso. Este exceso significa la ruina del gobierno
democrático y debe entonces ser reprimido por
él. Esta cuadratura del círculo excitó ayer
la ingeniosidad de los artistas en constituciones. Pero este
género de arte, hoy, ya casi no es estimado. Los
gobernantes se las arreglan bien sin él. Que las
democracias sean «ingobernables» prueba sobradamente
la necesidad que tienen de ser gobernadas, y es para ellos una
legitimación suficiente del cuidado que se toman
justamente en gobernarlas. Pero las virtudes del empirismo
gubernamental prácticamente no pueden convencer
más quea los que gobiernan. Los intelectuales tienen
necesidad de otra moneda, sobre todode este lado del
Atlántico y sobre todo en nuestro país, donde
están a la vez muy próximos del poder y
excluidos de su ejercicio. Una paradoja empírica,
para ellos, no puede tratarse por las armas del bricolaje
gubernamental. Ellos ven la consecuencia de un vicio original, de
una perversión en el corazón mismo de la
civilización, que tratan de capturar en su principio. Para
ellos se trata, en efecto, de desatar el equívoco del
nombre, de hacer de «democracia», no ya el nombre
común de un mal, ni el del bien capaz de curarlo,
sino el único nombre del mal que nos corrompe.
Mientras que las armadas americanas trabajaban por la
expansión democrática en Irak, un libro
aparecía en Francia que exponía bajo otra luz la
cuestión de la democracia en Medio-Oriente. Se
llamaba
Las inclinaciones criminales de la
Europa democrática
. El autor, Jean-Claude Milner,
desenvolvía, a través de un análisis sutil
y apretado, una tesis tan simple como radical. El crimen
presente de la democracia europea era pedir la paz a
Medio-Oriente, es decir, una solución pacífica del
conflicto israelo-palestiniano. Ahora, esta paz no podía
significar más que una cosa, la destrucción de
Israel. Las democracias europeas proponían su paz para
resolver el problema israelita. Pero la paz democrática
europea no era nada más que el resultado de la
exterminación de los Judíos de Europa. La Europa
unida en la paz y la democracia habían sido hechas
posibles después de 1945 por una sola razón: porque
el territorio europeo se había encontrado, por el suceso
del genocidio nazi, despejado del único pueblo que era un
obstáculo para la realización de su sueño, a
Jean-Claude Milner: Filósofo francés nacido en
1941, estudió en Paris y en los Estados Unidos, es
profesor de lingüística en la Universidad Paris VII.
Entre sus obras se destacan:
Les penchants criminels de
l'Europe démocratique
(2003), Existe-t-il une vie
intellectuelle en France?
(2002),Le
Périple structural, Figures et
paradigmes
(2002),Le Salaire de
l"idéal
(1997), y De
l"école (1984
Saber, los Judíos. La Europa sin
fronteras es, en efecto, la disolución de la
política, que ha sido siempre asunto de totalidades
limitadas. La democracia moderna significa la destrucción
del límite político por la ley de
ilimitación propia de la sociedad moderna. Esta voluntad
de ir más allá de todo límite es a la vez
servido y emblematizado por la invención moderna por
excelencia, la técnica. Esta culmina hoy en la voluntad de
deshacerse, por las técnicas de manipulación
genética y de inseminación artificial, de las leyes
mismas de la división sexual, de la reproducción
sexuada y de la filiación. La democracia europea es el
modo de sociedad que sostiene esta voluntad. Para llegar a sus
fines, le hacía falta, según Milner, ser librada
del pueblo cuyo principio mismo de existencia es el de la
filiación y la transmisión, el pueblo portador del
nombre que significa este principio, el pueblo portador del
nombre judío. Es, decía, precisamente lo que ha
aportado el genocidio de la sociedad democrática, la
invención técnica de la cámara de gas. La
Europa democrática, concluía, ha nacido del
genocidio, y prosigue la tarea proponiéndose someter el
Estado judío a las condiciones de su paz, que son las
condiciones de la exterminación de los Judíos. Hay
varias maneras de considerar esta argumentación. Se pueden
oponer a su radicalidad las razones del sentido común y de
la exactitud histórica, preguntando, por ejemplo, si el
régimen nazi puede también ser considerado como un
agente del triunfo europeo de la democracia; así como
puede apelarse a alguna regla de la razón o la
teleología providencial de la historia. O se puede, por el
contrario, analizar la coherencia interna a partir del
corazón del pensamiento de su autor, esto es, una
teoría del nombre, articulada por la triplicidad lacaniana
de lo simbólico, lo imaginario y lo real
4 . Yo tomaría aquí una
tercera vía: considerar el núcleo de la
argumentación, no según su extravagancia a la
mirada del sentido común o super tenencia al tejido
conceptual del pensamiento del autor, sino desde el punto
de vista del paisaje común que esta
argumentación singular permite reconstituir, de lo que nos
deja entrever del desplazamiento sufrido por la palabra
democracia, en dos décadas, en la opinión
intelectual dominante.
4 Nos referiremos para esto al libro
maestro de Jean-Claude Milner,
Los nombres
indistintos
( Les
noms indistincts , Le Seuil, 1983)
Este desplazamiento se resume, en
el libro de Milner, por la conjunción de dos tesis:
la primera coloca en oposición radical el nombre de
judío y el de democracia; la segunda hace de esta
oposición una repartición entre dos humanidades:
una humanidad fiel al principio de la filiación y de la
transmisión, y una humanidad que descuida este principio,
persiguiendo un ideal de autodestrucción. Judío
y democrático están en oposición
radical. Esta tesis marca la inversión de lo que
estructuraba todavía, en el tiempo de la guerra de los
Seis Días o la guerra del Sinaí,la
percepción dominante de la democracia. Se glorificaba
entonces a Israel por ser una democracia. Se entendía por
esto una sociedad gobernada por un Estado que aseguraba a la vez
la libertad de los individuos y la participación de la
mayoría en la vida pública. Las declaraciones
de los derechos del hombre representaban la constitución
de esta relación de equilibrio entre la potencia
reconocida de la colectividad y la libertad garantida de los
individuos. Lo contrario de la democracia se llamaba entonces
totalitarismo. El lenguaje dominante llamaba totalitarios a los
Estados que negaban al mismo tiempo, en nombre de la
potencia de la colectividad, los derechos de los individuos
y las formas constitucionales de la expresión colectiva:
elecciones libres, libertades de expresión y
de asociación. El nombre de totalitarismo
quería significar el principio mismo de esta doble
negación. El Estado total era el Estado que
suprimía la dualidad del Estado y de la sociedad,
extendiendo su esfera de ejercicio a la totalidad de la vida
de una colectividad. Nazismo y comunismo eran percibidos
como los dos paradigmas de este totalitarismo, fundados sobre dos
conceptos que pretendían trascender la separación
entre Estado y sociedad, los de raza y clase. El Estado nazi era
considerado según el punto de vista que él mismo
había afirmado, el del Estado fundado sobre la raza. Se
consideraba el genocidio judío, entonces, como la
realización de la voluntad declarada por este Estado de
suprimir una raza degenerada y portadora de
degeneración. El libro de Milner ofrece el exacto reverso
de esta creencia antes dominante: la virtud de Israel
es, en adelante, significar lo contrario del principio
democrático; el concepto de totalitarismo ha perdido todo
uso, el régimen nazi y su política racial toda
especificidad. Hay en esto una razón muy simple: las
prioridades que ayer eran atribuidas al totalitarismo, concebido
como un Estado que devoraba a la sociedad, han devenido
simplemente las propiedades de la democracia, concebida como una
sociedad que devora al Estado. Si Hitler, cuya
preocupación dominante no era la expansión de la
democracia, puede ser visto como el agente providencial de esta
expansión es porque los anti-demócratas de hoy
llaman democracia a la misma cosa que los celadores de la
«democracia liberal» de ayer llamaban totalitarismo:
la misma cosa al revés. Lo que se denunciaba antes como
principio estatal de la totalidad cerrada es denunciado ahora
como principio social de ilimitación. Este principio
llamado democracia deviene el principio englobante de la
modernidad tomada como totalidad histórica y mundial, a la
que se opone sólo el nombre judío como
principio de la tradición humana mantenida. El pensador
americano de la «crisis de la democracia» puede
todavía oponer, a título de «choque de
civilizaciones», la democracia occidental y cristiana a un
Islam sinónimo de un Oriente despótico
5. El pensador francés del crimen
democrático propone una versión radicalizada de la
guerra de civilizaciones, que opone democracia, cristianismo e
Islam confundidos, ala sola excepción judía. Se
puede entonces, en un primer análisis, delimitar el
principio del nuevo discurso antidemocrático. El retrato
que traza de la democracia está hecho de trazos que antes
se atribuían al totalitarismo. Pasa entonces por un
proceso de desfiguración: como si el concepto de
totalitarismo, forjado por las necesidades de la guerra
fría, luego de tornarse inútil, permitiese
todavía que sus trazos pudiesen ser desmantelados y
recompuestos para rehacer el retrato de lo que era su supuesta
contrapartida, la democracia. Se pueden seguir las etapas de este
proceso de desfiguración y de recomposición.
Comenzó alrededor de los años ochenta por una
primera operación que ponía en causa la
oposición de los dos términos. El terreno era el de
la reconsideración de la herencia revolucionaria de la
democracia. Se ha señalado justamente el rol jugado por la
obra de François Furet Francesa ,
publicada en 1978. Pero casi no se ha reparado en
el doble aspecto que teníade la operación.
Remitir el Terror al corazón de la revolución
democrática era, al nivel más visible, destruir
la oposición que había estructurado la
opinión dominante. Totalitarismo y democracia,
enseñaba Furet, no son dos opuestos verdaderos. El reino
del terror estalinista era anticipado en el reino
del terror revolucionario. Ahora, este no era un desliz de
la Revolución, era consustancial a su proyecto; era una
necesidad inherente a la esencia misma de la
revolución democrática. Deducir el terror
estalinista del terror revolucionario francés no era en
sí algo nuevo. Este análisis podía
integrarse a la clásica oposición entre la
democracia parlamentar y liberal, fundada sobre la
restricción del Estado y la defensa de las libertades
individuales, y la democracia radical e igualitaria,
sacrificando los derechos de los individuos a la religión
de lo colectivo y a la furia ciega de las muchedumbres.
La renovada denuncia de la democracia terrorista parecía
entonces conducir a la refundación de una democracia
liberal y pragmática, finalmente liberada de los fantasmas
revolucionarios del cuerpo colectivo Pero esta simple
lectura olvida el doble aspecto de la operación. Porque
lacrítica del Terror tiene doble fondo. La llamada
crítica liberal, que llama rigores totalitarios de la
igualdad a la sensata república de las libertades
individuales y de la representación parlamentar, ha estado
desde el origen subordinada a otra crítica, para la que el
pecado de la revolución no es su colectivismo, sino, al
contrario, su individualismo. Según esta perspectiva, la
Revolución francesa ha sido terrorista, no por haber
desconocido los derechos de los individuos, sino, al contrario,
por haberlos consagrado. Iniciada por los teóricos de la
contra-revolución al día siguiente de la
Revolución francesa, retomada por los socialistas
utópicos en la primera mitad del siglo XIX, consagrada al
fin del mismo siglo por la joven ciencia sociológica, esta
lectura predominante se enuncia así: la revolución
es la consecuencia del pensamiento de las Luces y de su primer
principio, la doctrina «protestante», que eleva el
juicio de los individuos aislados al lugar de las estructuras y
de las creencias colectivas. Rompiendo las viejas solidaridades
que habían tejido
*Pensar la
Revolución
5 Samuel P. Huntington,
Le choc des
civilisations
, Paris, Odile Jacob,
1997.
*François Furet (1927-1997):
Historiador francés, emprende una investigación
sobre la revolución francesa en el C.N.R.S. entre 1956 y
1960, de la cual resultarían sus obras:
La Révolution
française (1965),
Penser la Révolution
française (1978),
Dictionnaire critique de la
Révolution Française (1992) y Le
Siècl
de l'avènement
républicain (1993). También es conocido
por su crítica del comunismo:
Le Passé
d'une illusion essai sur l'idée communiste au
XXe siècle (1995)
Lentamente
monarquía, nobleza e Iglesia, la revolución
protestante ha disuelto el lazo social y atomizado a los
individuos. El Terror es la consecuencia rigurosa de esta
disolución y de la voluntad de recrear, por el artificio
de las leyes y de las instituciones, un lazo que sólo las
solidaridades naturales e históricas pueden tejer. Esta es
la doctrina que el libro de Furet apreciaba. El terror
revolucionario ,mostraba, era consustancial a la
Revolución misma, porque toda la dramaturgia
revolucionaria estaba fundada sobre la ignorancia de las
realidades históricas profundas que la hacían
posible. Ignoraba que la verdadera revolución, la de las
instituciones y las costumbres, ya estaba hecha en
la profundidad de la sociedad y las ruedas de
la máquina monárquica. La Revolución,
desde entonces, no podía ser más que la
ilusión de comenzar de nuevo, sobre el modo de la voluntad
conciente, una revolución ya realizada. No podía
ser más que el artificio del Terror, esforzándose
por dar un cuerpo imaginario a una sociedad deshecha. El
análisis de Furet se reclamaba de las tesis de Claude
Lefort sobre la democracia como poder desincorporado
6 Pero esta se fundaba todavía
más sobre la obra que le proveía los materiales de
su razonamiento, esto es, la tesis de Augustin Cochin que
denunciaba el rol de las «sociedades de pensamiento»
en el origen de la Revolución francesa
7 Augustin Cochin señalaba
Furet, no era solamente un realista partidario de
la Acción francesa, era también un
espíritu nutrido por la ciencia sociológica
durkehimiana. Era, de hecho, el exacto legatario de esta
crítica de la
revolución«idividualista», transmitida por la
contra-revolución al pensamiento «liberal» y a
lasociología republicana, que es el fundamento real de
las denuncias de «totalitarismo»
revolucionario. El liberalismo fijado por
la intelligentsia francesa desde los
añosochenta es una doctrina de doble fondo. Detrás
de la reverencia a las Luces y a latradición
anglo-americana de la democracia liberal y los derechos del
individuo, sereconoce la denuncia muy francesa de la
revolución individualista que desgarra elcuerpo
social.Este doble aspecto de la crítica de la
revolución permite comprender laformación
antidemocrática contemporánea. Permite comprender
la inversión deldiscurso sobre la democracia que
sigue al hundimiento del imperio soviético. Por
unlado, la caída de este imperio fue saludada, durante un
período muy breve, comouna victoria de la democracia sobre
el totalitarismo, la victoria de las libertadesindividuales sobre
la opresión estatal, simbolizada por los derechos del
hombre, delos que se reclamaban los disidentes soviéticos
o los obreros polacos. Estosderechos «formales»
habían sido el primer objetivo de la crítica
marxista, y elhundimiento de los regimenes edificados sobre la
pretensión de promover una«democracia real»
parecía marcar su revancha. Pero detrás del saludo
obligado a los victoriosos derechos del hombre y a la
democracia recuperada, ocurría lo contrario.En tanto que
el concepto de totalitarismo ya no tenía uso,
la oposición de una buenademocracia de los derechos
del hombre y de las libertades individuales, a la malademocracia
igualitaria y colectivista, caía igualmente en desuso. La
crítica de losderechos del hombre recuperaba
inmediatamente todos sus derechos. Podíadeclinarse a la
manera de Hannah Arendt: los derechos del hombre son una
ilusión,porque son los derechos de este hombre desnudo que
no tiene derechos. Son losderechos ilusorios de los hombres que
los regimenes tiránicos han expulsado de suscasas, de sus
países y de toda ciudadanía. Se conoce el favor que
ha ganado esteanálisis recientemente. Por un lado, ha
venido oportunamente a sostener lascampañas humanitarias y
libertadoras de Estados, tomando, a cuenta de lademocracia
militante y militar, la defensa de los derechos de estos
sin-derechos. Porotro, ha inspirado el análisis de Giorgio
Agamben, haciendo del «estado de excepción» el
contenido real de nuestra democracia
Claude Lefort: Nacido en Paris en 1924,
es profesor de filosofía y doctor en ciencias humanas.Fue
uno de los fundadores de Socialisme et
Barbarie
(1948-1958). Especialista en
Merleau-Ponty, sededicó a explorar la relación que
los filósofos contemporáneos traban con la
democracia moderna y el totalitarismo. Entre sus obras se
destacan:
Eléments d'une critique de la
bureaucratie
(1971),
Un homme en trop, essai sur
l'archipel du goulag de
Soljénitsyne
(1975),Les formes de
l'histoire
(1978),L'Invention démocratique (1981),Écrire
à l'épreuve du politique (1992)
y La Complication (1999).
6 Cf. Claude Lefort, L"Invention
démocratique: les limites de la domination
totalitaire , Paris, Fayard, 1981.
7 Augustin Cochin,Les
Sociétés de pensée et la démocratie
moderne Paris, Copernic, 1978.
Augustin Cochin (1876-1916):
«Probablemente el más desconocido de los
historiadores de larevolución francesa»,
según las palabras de François Furet, se destaca
por el estudio que consagra alterror durante el gobierno
revolucionario de 1793-1794. En 1909, en respuesta a las
críticas de Alphonse Aulard a la obra de Taine,
publica
8. Pero la crítica podía
tambiéndeclinarse a la manera de ese marxismo que la
caída del imperio soviético y eldebilitamiento de
los movimientos de emancipación en Occidente
poníanuevamente a disposición para cualquier uso:
los derechos del hombre son losderechos de los individuos
egoístas de la sociedad burguesa. Todo está en
saber quiénes son estos individuos egoístas. Marx
entendía poresto los detentores de los medios de
producción, esto es, la clase dominante, de laque el
Estado de los derechos del hombre era, según
él, el instrumento. La
sabiduríacontemporánea entiende las cosas de otra
manera. Y, de hecho, basta una serie deínfimos
deslizamientos para dar a los individuos egoístas un
rostro completamentediferente. Remplacemos, en primer lugar, lo
que se nos acordará con gusto,«individuos
egoístas» por «consumidores
ávidos». Identifiquemos estosconsumidores
ávidos a una especie social histórica, el
«hombre democrático». Acordémonos,
en fin, de que la democracia es el régimen de la
igualdad y podremosconcluir: los individuos egoístas
son los hombres democráticos. Y la generalizaciónde
las relaciones mercantiles, de las que los derechos del hombre
son el emblema,no es otra cosa que la realización de la
exigencia febril de igualdad que trabaja losindividuos
democráticos y arruina la búsqueda del bien
común encarnada en elEstado.Escuchemos, por ejemplo, la
música de las frases que nos describen el tristeestado en
que nos pone el reino de lo que el autor llama la democracia
providencial
: «Lasrelaciones entre el enfermo y
el médico, el abogado y su cliente, el padre y elcreyente,
el profesor y el estudiante, el trabajador y el asistido, se
conforman cada vez más al modelo de las relaciones
contractuales entre individuos iguales, sobre elmodelo de las
relaciones fundamentalmente igualitarias que se establecen entre
unprestatario de servicios y su cliente. El hombre
democrático se impacienta ante todacompetencia, incluyendo
la del médico o la del abogado, que ponga en causa
supropia soberanía. Las relaciones que traba con los otros
pierden su horizontepolítico o metafísico. Todas
las prácticas profesionales tienden a banalizarse (…) el
médico deviene progresivamente un asalariado de la
Seguridad social; el padre untrabajador social y un distribuidor
de sacramentos (…) La dimensión de lo sagrado
– la de la creencia religiosa, la de la vida y la
muerte, la de los valores humanistas opolíticos– se
debilita. Las profesiones que instituían una forma,
incluso indirecta omodesta, a los valores colectivos, son tocadas
por el agotamiento de la trascendenciacolectiva, quiere que
sea religiosa o política»
.Esta larga lamentación pretende
describirnos el estado de nuestro mundo talcomo lo ha forjado el
hombre democrático en sus diversas figuras:
consumidorindiferente de medicamentos o de sacramentos;
sindicalista a la búsqueda de obtenersiempre
más del Estado-providencia; representante de
minoría étnica exigiendo elreconocimiento de su
identidad; feminista militante por las cuotas; alumno
queconsidera la Escuela como un supermercado donde el cliente es
rey. Pero,evidentemente, la música de estas frases que
dicen describir nuestro mundocotidiano en la época de los
hipermercados y de la tele-realidad, viene de más
lejos.Esta «descripción» de nuestro cotidiano
del año 2002 ya ha sido hecha, tal cual, haceciento y
cincuenta años, en las páginas del
Manifiesto comunista :
la burguesía «haahogado los temblores sagrados del
éxtasis, del entusiasmo caballeresco, delsentimentalismo
pequeño-burgués en las aguas heladas del
cálculo egoísta. Ha hechode la dignidad
personal un simple valor de cambio; ha substituido a las
numerososlibertades tan caramente conquistadas la
única e impiadosa libertad del
comercio».Ha «despojado de su aureola todas las
actividades que hasta aquí pasaban por venerables y
que se consideraba con santo respeto. Del médico, del
jurista, del padre,del poeta, del sabio, ha hecho
asalariados a su servicio».La descripción de los
fenómenos es la misma. Lo que el
sociólogocontemporáneo aporta de propio no son
nuevos hechos, es una interpretaciónnueva. El conjunto de
los hechos tiene para él una sola causa: la impaciencia
delhombre democrático, que trata toda relación
según un solo y mismo modelo: «las relaciones
fundamentalmente
igualitarias que se establecen entre un
prestatario deservicios y su cliente»
. El texto original nos decía: la
burguesía «ha sustituido lasnumerosas libertades tan
caramente adquiridas por la única e
impiadosa libertad delcomercio»: la única igualdad
que conoce es la igualdad mercantil, la cual reposasobre la
explotación brutal y desvergonzada, sobre la desigualdad
fundamental de larelación entre el
«prestatario» del servicio-trabajo y del
«cliente» que compra sufuerza de trabajo. El texto
modificado ha sustituido a «la burguesía» por
otro sujeto,«el hombre democrático». A partir
de ahí, es posible transformar el reino de
laexplotación en reino de la igualdad, e identificar sin
más cumplidos la igualdaddemocrática al
«intercambio igual» de la prestación
mercantil. El texto revisto y corregido de Marx nos dice
brevemente: la igualdad de los derechos del hombretraduce la
«igualdad» de la relación de
explotación que es el ideal acabado de lossueños
del hombre democrático.La ecuación
democracia=ilimitación=sociedad, que sostiene la
denuncia de los«crímenes» de la
democracia, presupone entonces una triple operación: hace
falta, enprimer lugar, volver a llevar la democracia a una forma
de sociedad; en segundolugar, identificar esta forma de sociedad
al reino del individuo igualitario,subsumiendo bajo este concepto
toda suerte de propiedades discordantes, desde elgran consumo
hasta las reivindicaciones de los derechos de
la minorías, pasando porlas luchas sindicales; y, en
fin, poner a cuenta de la «sociedad individualista
demasas», así identificada a la democracia, la
búsqueda de un crecimiento indefinido,inherente a la
lógica de la economía capitalista.Este
rebatimiento de lo político, lo sociológico y lo
económico, sobre un soloplano, se reclama a menudo del
análisis tocquevilleano de la democracia comoigualdad de
condiciones. Pero esta referencia supone en sí misma
unareinterpretación muy simplista de La Democracia en
América
. Tocqueville entendía
por«igualdad de condiciones» el fin de las antiguas
sociedades, divididas en órdenes, y no el reino del
individuo, ávido de consumir siempre más. Y la
cuestión de lademocracia era antes que nada la de las
formas institucionales propias para regla esta nueva
configuración. Para hacer de Tocqueville el profeta del
despotismodemocrático y el pensador de la sociedad de
consumo, hace falta reducir sus dosgruesos libros a dos
o tres párrafos de un solo capítulo del
segundo libro, que evocael riesgo de un nuevo despotismo. Y hace
falta todavía olvidar que Tocquevilletemía el poder
absoluto de un amo, disponiendo de un Estado centralizado,
sobreuna masa despolitizada, y no esta tiranía de la
opinión democrática con la que se nosllena hoy la
cabeza. La reducción de su análisis de la
democracia a la crítica de lasociedad de consumo ha podido
pasar por algunos momentos
interpretativosprivilegiados
. Pero es, sobre todo, el resultado de todo
un proceso deeclipsamiento de la figura política de la
democracia, que se opera a través de unintercambio reglado
entre descripción sociológica y
juicio filosófico.Las etapas de este proceso pueden
ser muy claramente discernidas. Por unaparte, los años
ochenta vieron desarrollarse en Francia una cierta
literaturasociológica, hecha a menudo por los
filósofos, saludando la alianza sellada por lasnuevas
formas individuales de consumo y de comportamiento, entre la
sociedaddemocrática y su Estado. Los libros
y artículos de Gilles Lipovetsky resumen bien
laintención. Era el tiempo en que comenzaban a propagarse
en Francia los análisispesimistas venidos del otro lado
del Atlántico: las de los autores relacionados a
la Trilateral o las de sociólogos como Christopher
Lasch o Daniel Bell
. Este últimohabía puesto en
causa el divorcio entre las esferas de la economía, la
política y lacultura. Con el desarrollo del consumo de
masa, este último se encontraba dominado por un valor
supremo, la «realización de sí». Este
hedonismo rompía conla tradición puritana que
había sostenido conjuntamente el desarrollo de la
industriacapitalista y la igualdad política. Los apetitos
sin restricción nacidos de esta culturaentraban en
conflicto directo con los sacrificios necesarios para el
interés común dela nación
democrática
. Los análisis de Lipovetsky y de
algunos otros entendíancontradecir este pesimismo. Ya no
había que temer, decían, un divorcio entre
lasformas de consumo de masa, fundadas sobre la búsqueda
del placer individual, y lasinstituciones de la democracia
fundadas sobre la regla común. Por el contrario, elaumento
mismo del narcisismo consumista ponía en perfecta
armonía la satisfacciónindividual y la regla
colectiva. Producía una adhesión más
estrecha, una adhesiónexistencial de los individuos a una
democracia vivida, no ya solamente como unasunto de formas
institucionales constrictivas, sino como «una segunda
naturaleza,un entorno, un ambiente». «A medida que el
narcisismo crece, escribía Lipovetsky, lalegitimidad
democrática lo arrastra, incluso de un modo
cool
. Los regímenesdemocráticos,
con su pluralismo de partidos, sus elecciones, su derecho a
lainformación, están emparentados cada vez
más estrechamente con la sociedadpersonalizada del libre
servicio, del test y de la libertad
combinatoria (…) Los mismosque no se interesan más que
por la dimensión privada de su vida siguen estandoatados
por los lazos tejidos por los procesos de personalización
en elfuncionamiento democrático de las
sociedades.»
Pero rehabilitar así el
«individualismo democrático», contra las
críticas venidasde América, era en realidad
hacer una doble operación. Por un lado, era
enterrar unacrítica anterior de la sociedad de
consumo, la que se conducía en los años
1960-1970,cuando los análisis pesimistas o críticos
de la «era de la opulencia», conducidos porFrank
Galbraith o David Riesman eran radicalizados sobre un modo
marxista por Jean Baudrillard. Este último denunciaba las
ilusiones de una «personalización»enteramente
sometida a las exigencias mercantiles y veía en las
promesas delconsumo la falsa igualdad que enmascaraba «la
democracia ausente y la
igualdadinalcanzable»
. La nueva sociología del consumidor
narcisista suprimía estaoposición de la igualdad
representada y la igualdad ausente. Afirmaba la positividadde
este «proceso de personalización» que
Baudrillard había analizado como unengaño.
Transformando al consumidor alienado de ayer en un narciso
jugandolibremente con los objetos y los signos del universo
mercantil, identificabapositivamente democracia y consumo. Al
mismo tiempo, ofrecía complacientementeesta
democracia «rehabilitada» a una crítica
más radical. Refutar la discordancia entreindividualismo
de masa y gobierno democrático era demostrar un mal mucho
másprofundo. Era establecer positivamente que la
democracia no era nada más que elreino del consumidor
narcisista, que variaba sus preferencias electorales como
susplaceres íntimos. A los alegres sociólogos
postmodernos respondían entoncesgraves filósofos a
la antigua. Los que recordaban que la política, tal como
la habíandefinido los Antiguos, era el arte de vivir
en conjunto y la búsqueda del bien común;que
el principio mismo de esta búsqueda y de este
arte era la clara distinción entre eldominio de los
asuntos comunes y el reino egoísta y mezquino de la vida
privada y de los intereses domésticos. El retrato
«sociológico» de la alegre
democraciapostmoderna señalaba entonces la ruina de la
política, en adelante sometida a unaforma de sociedad
gobernada por la sola ley del individualismo consumista.
Contraesto, era necesario restaurar, con Aristóteles,
Hannah Arendt y Leo Strauss, elsentido puro de una
política liberada de las expectativas del
consumidordemocrático. En la práctica, este
individuo consumidor se identifica muy naturalmente en la
figura del asalariado que defiende egoístamente sus
privilegiosarcaicos. Sin duda recordamos el raudal de literatura
que se desplegó, en el momento de las huelgas y de las
manifestaciones del otoño de 1995, para remitirestos
privilegiados a la conciencia de vivir en conjunto y a
la gloria de la vida pública,que venían a
mancillar sus intereses egoístas. Pero, más que
estos usoscircunstanciales, lo que cuenta es la
identificación, sólidamente fijada, entre elhombre
democrático y el individuo consumista. El conflicto de los
sociólogospostmodernos y los filósofos a la antigua
era establecido con mucha más facilidad, en la medida en
que los antagonistas no hacían más que presentar,
en un dúo bienreglado por una revista irónicamente
titulada
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