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La democracia victoriosa a la democracia criminal (página 2)




Enviado por ricardo peña



Partes: 1, 2

El Debate * , las dos
caras de la misma moneda, la misma ecuación leída
en dos sentidos diferentes. Así es operada, en
un primer momento, la reducción de la democracia a un
estado social. Resta comprender el segundo momento del proceso,
el que hace de la democracia así definida, no ya solamente
un estado social, sino una catástrofe
antropológica, una autodestrucción de la humanidad.
Este segundo paso es dado por otro juego reglado entre
filosofía y sociología, menos pacífico en su
desenvolvimiento, pero que acaba con el mismo resultado. El
teatro fue el conflicto sobre la Escuela. El contexto inicial de
este conflicto era el de la cuestión del fracaso escolar,
es decir, del fracaso de la institución escolar
para dar oportunidades iguales alos hijos que descendían
de las clases más humildes. Se trataba entonces de saber
cómo se debía entender la igualdad en la Escuela o
por la Escuela. La llamada tesis sociológica se apoyaba
sobre los trabajos de Bourdieu y Passeron, es decir, sobre la
puesta en evidencia de las desigualdades sociales ocultas bajo
las formas aparentemente neutras de la transmisión escolar
del saber. Se proponía, entonces, tornar la Escuela
más igualitaria, sacándola de la fortaleza donde se
había encerrado al abrigo de la sociedad: cambiando las
formas de la sociedad escolar, y adaptandolos contenidos de la
enseñanza a los alumnos más desprovistos de
herencia cultural. La llamada tesis republicana asumió
exactamente lo contrario: tornar la Escuela más
próxima de la sociedad, esto es, hacerla más
homogénea a la desigualdad social. La Escuela
trabajaría por la igualdad en la estricta medida en que
pudiese consagrarse, al abrigo de los muros que la separaban de
la sociedad, a su tarea propia: distribuir igualmente a todos,
sin consideración de origen o destino social, lo universal
de los saberes, utilizando para este fin igualitario
la forma de la relación necesariamente
no-igualitaria entre el que sabe y el que aprende. Hacía
falta, entonces, reafirmar esta vocación, que era
encarnada históricamente por la Escuela republicana de
JulesFerry 

El debate parecía entonces
plantearse sobre las formas de desigualdad y los medios de
igualdad. Que el libro emblemático de esta tendencia haya
sido

De la Escuela , de Jean
Claude Milner, testimonia esta ambigüedad. Porque el libro
de Milner decía algo completamente distinto de lo que se
quiso leer en la época. Se preocupaba muy poco en poner lo
universal al servicio de la igualdad. Se preocupaba, antes, de la
relación entre saberes, libertades y elites. Y, mucho
más quede Jules Ferry, se inspiraba en Renan y en su
visión de las elites eruditas, garantes delas libertades
en los países amenazados por el despotismo inherente
al catolicismo

La oposición de la doctrina
republicana a la doctrina «sociológica» era,
de hecho, la oposición de una sociología a otra.
Pero el concepto de «elitismo republicano» permite
cubrir el equívoco. El núcleo duro de la tesis fue
recubierto bajo la simple diferencia entre el universal
republicano y las particularidades y desigualdades sociales. El
debate parecía versar sobre lo que la potencia
pública podía y debía hacer para remediar,
por sus propios medios, las desigualdades sociales.
Rápidamente, sin embargo, se vio rectificarse la
perspectiva y modificarse el paisaje. Al filo de las
denuncias del inexorable aumento de la incultura, ligado a la
explosión de la cultura del supermercado, la raíz
del mal iba a ser identificada: era seguramente el
individualismo democrático. El enemigo que la Escuela
republicana afrontaba no era ya la sociedad desigual a la cual
debía arrancar al alumno, era el alumno mismo,que
devenía el representante por excelencia del hombre
democrático, el ser inmaduro, el joven consumidor ebrio de
igualdad, del que los derechos del hombre eran la
constitución. La Escuela, se diría enseguida,
sufría de un solo y único mal, la Igualdad,
encarnada justamente en aquel al que tenía que
enseñar. Y lo que era alcanzado a través de la
autoridad del profesor no era ya lo universal del saber, sino la
desigualdad misma, tomada como manifestación de una
«trascendencia»: «Ya no hay lugar para ninguna
forma de trascendencia, es el individuo que se ha erigido
en valor absoluto, y si algo sagrado persiste todavía
es la santificación del individuo, a través de los
derechos del hombre y la democracia (…) Es por esto, entonces,
que la autoridad del profesor está arruinada: por esta
avanzada de la igualdad, ya no es más que un
trabajador ordinario, que tiene frente a él usuarios y se
encuentra conducido a discutir de igual a igual con el alumno,
que acaba por instalarse como juez de su
maestro»

.El maestro republicano, transmisor a las
almas vírgenes del saber universal quehace igual,
deviene entonces simplemente el representante de una
humanidad adultaen vías de desaparición, en
provecho del reino generalizado de la inmadurez, elúltimo
testimonio de la civilización, oponiendo vanamente las
«sutilidades» y las «complejidades» de su
pensamiento a la «alta muralla» de un mundo
consagrado alreino monstruoso de la adolescencia. Deviene el
desengañado espectador de la grancatástrofe
civilizacional, de la que los nombres sinónimos son
consumo, igualdad, democracia e inmadurez. Frente a él, el
«colegial que reclama contra Platón o Kantel derecho
a su propia opinión» es el representante de la
inexorable espiral de la democracia ebria de consumo,
testimoniando el fin de la cultura, a menos que lo sea del
devenir-cultura de todo, del «hipermercado de los estilos
de vida», de la «club-mediterraneización del
mundo» y de «la entrada de la existencia entera en la
esfera del consumo»

Es inútil entrar en los detalles de
la inagotable literatura que, desdehace algunos lustros ya, nos
advierte, semana a semana, de las nuevas manifestaciones del
«entusiasmo de la democracia» o del «veneno de
la fraternidad»: ocurrencias de chicos, que testimonian los
efectos destructores de la igualdad de los usuarios, o de las
manifestaciones alter-mundistas de jóvenes iletrados,
«ebrios de generosidad primaveral», emisiones de
tele-realidad que presentan el testimonio espantoso de un
totalitarismo que Hitler no hubiese soñado, o
fabulación de una joven, inventando una agresión
racista, en razón de un culto de las víctimas
«inseparable del desarrollo del individualismo
democrático»

. Estas denuncias incesantes del
hundimiento democrático de todo pensamiento y de toda
cultura no tienen sólo la ventaja de promover, a
contrario
, la inestimable altitud del pensamiento y la
insondable profundidad de la cultura de los que las profieren
–demostración que mal podría operarse a veces
por la vía directa. Permiten, más profundamente,
colocar todos los fenómenos sobre un solo y mismo
plano, remitiéndolos a una sola y misma causa. En efecto,
la fatal equivalencia «democrática» de todas
las cosas es, en primer lugar, el producto de un método
que, para todo fenómeno –movimiento social,
conflicto religioso o racial, efecto de moda,
campaña publicitaria o de otro tipo–, no conoce
más que una sola explicación. Es así que la
joven que, en nombre de la religión de
sus padres, rechaza levantar su velo, el alumno que opone
las razones del Corán a las de la ciencia, o el que agrede
físicamente a sus profesores o alumnos judíos,
verán su actitud atribuida al individuo
democrático, desafiliado y separado de toda trascendencia.
Y la figura del consumidor democrático ebrio de igualdad
podrá identificarse, según el humor y las
necesidades de la causa, al asalariado reivindicativo, al
desocupado que ocupa los locales de la ANPE o al inmigrante
ilegal rechazado en las salas de espera de los aeropuertos. No
hay que sorprenderse de que los representantes de la
pasión consumista, que excitan el mayor furor de nuestros
ideólogos, sean en general aquellos cuya capacidad de
consumir es la más limitada. La denuncia del
«individualismo democrático» opera, en efecto,
económicamente, el recubrimiento de las dos tesis: la
tesis clásica de los propietarios (los pobres quieren
siempre más) y las tesis de las elites refinadas: hay
demasiados individuos, demasiada gente que pretende el privilegio
de la individualidad. El discurso intelectual dominante
reúne así el pensamiento de las
elites censatarias y eruditas del siglo XIX: la
individualidad, que es algo bueno para las elites, se torna un
desastre de la civilización si todos tienen acceso a la
misma. Es así que la política entera es puesta a
cuenta de una antropología que no conoce más que
una sola oposición: la de una humanidad adulta, fiel a la
tradición que la instituye como tal, y de una humanidad
pueril, cuyo sueño de engendrarse de nuevo conduce a la
autodestrucción. Es este deslizamiento que registra, con
más elegancia conceptual,

Las inclinaciones criminales de la
Europa democrática 

. El tema de la «sociedad
ilimitada» resume sintéticamente la abundante
literatura que engloba, en la figura de «el hombre
democrático», al consumidor de hipermercado, el
adolescente que rechaza levantar su velo y la pareja homosexual
que quiere tener hijos. Resume, sobre todo, la doble metamorfosis
que, al mismo tiempo, ha puesto a cuenta de la democracia la
forma de homogeneidad social antes atribuida al totalitarismo y
al movimiento ilimitado del crecimiento de sí propio de la
lógica del Capital

Marca así el dilema
democrático. La teoría del dilema
oponía el buen gobierno democrático al doble exceso
de la vida política democrática y del
individualismo de masa. La relectura francesa suprime la
tensión de los contrarios. La vida democrática
deviene la vida apolítica del indiferenciado consumidor de
mercaderías, de derechos de minorías, de industria
cultural y de hijos producidos en laboratorio. Se identifica pura
y simplemente a la «sociedad moderna», a la que, del
mismo golpe, convierte en una configuración
antropológica homogénea. Evidentemente, no es
indiferente que el denunciante más radical del crimen
democrático haya sido veinte años antes el
abanderado de la Escuela republicana y laica. Es, de hecho,
alrededor de la cuestión de la educación que el
sentido de algunas palabras –república, democracia,
igualdad, sociedad– ha basculado. Ayer era cuestión
de la igualdad social. Hoy es sólo cuestión de
procesos de transmisión, para salvar a la sociedad de la
tendencia a la autodestrucción que comporta la sociedad
democrática. Ayer se trataba de transmitirlo
universal del saber y su potencia de igualdad. Lo que hoy se
trata de transmitir, y lo que el nombre judío viene a
resumir en Milner, es simplemente el principio del nacimiento, el
principio de la división sexual y de
la filiación. El padre de familia que compromete a
sus hijos en el «estudio fariseo» puede entonces
tomar el lugar del profesor republicano, sustrayendo al hijo a la
reproducción familiar del orden social. Y el buen
gobierno, que se opone a la corrupción democrática,
ya no tiene necesidad de guardar, por equívoco, el nombre
de democracia. Ayer se llamaba república. Pero
república no es originalmente el nombre del gobierno de la
ley, del pueblo o de sus representantes. República es,
desde Platón, el nombre del gobierno que asegura la
reproducción del rebaño humano protegiéndolo
contra la exageración de sus apetitos de bienes
individuales o de poder colectivo. Es por esto que puede adoptar
otro nombre, que atraviesa furtiva pero decididamente la
demostración del crimen democrático: hoy el buen
gobierno redescubre el nombre que tenía antes de que se
atravesara en el camino el nombre de democracia. Se llama
gobierno pastoral. El crimen democrático encuentra
entonces su origen en una escena primitiva, que es el olvido
del pastor

Es lo que explicitaba, poco tiempo antes,
un libro titulado El asesinato
del  pastor 

Este libro tiene un merito incontestable:
ilustrando la lógica de las unidades y las totalidades
desenvolví da por el autor de Las inclinaciones
criminales de la Europa democrática 
, da
también una figura concreta de la
«trascendencia» tan extrañamente reivindicada
por los nuevos campeones de la Escuela republicana y laica. La
destreza de los individuos democráticos, enseña, es
la de los hombres que han perdido la medida por la cual lo Uno
puede combinarse a lo múltiple y los unos unirse en un
todos 

. Esta medida no puede fundarse sobre
ninguna convención humana, sino solamente sobre el cuidado
del pastor divino que se ocupa de todas sus ovejas y decada una
de ellas. Este se manifiesta por una potencia que faltará
siempre a la palabra democrática, la potencia de la Voz,
cuyo choque, en la noche de fuego, fue sentido por todos los
Hebreos, al mismo tiempo que le era dado al pastor humano,
Moisés, el oficio exclusivo de escuchar y explicitar las
palabras, y de organizar a su pueblo según su
enseñanza. Desde entonces todo puede explicarse
simplemente, los males propios del «hombre
democrático» y la repartición simple entre
una humanidad fiel o infiel a la ley de la filiación. El
ataque a las leyes de la filiación es, en primer
lugar, un ataque al lazo de la oveja a su padre y pastor divino.
En el lugar de la Voz, nos dice Benny Levy  los
Modernos han puesto al hombre-dios o al pueblo-rey, a este hombre
indeterminado de los derechos del hombre, de quien Claude Lefort,
el teórico de la democracia, ha hecho el ocupante de un
lugar vacío. En lugar de «La
Voz-hacia-Moisés», es un
«hombre-dios-muerto» que nos gobierna. Y este no
puede gobernar más que tornándose garante de las
«pequeñas alegrías» que amonedan
nuestro gran desamparo de huérfanos condenados a errar en
el imperio del vacío, lo que significa indiferentemente el
reino de la democracia, del individuo o del consumo

 

 

Autor:

Ricardo Peña

 

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