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Historia de las universidades a través de sus modelos




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    Historia de las universidades a
    través de sus modelos

    Como en todas las cosas que se quiera
    comprender cabalmente, también en el caso de
    la universidad hay que hacer historia, porque la historia es
    parte de las cosas. Ante todo, su nombre, porque nomina si tollas
    nulla est cognitio rerum: "si quitas los nombres no
    hay conocimiento alguno de las cosas". Así decía a
    comienzos del Medievo el ilustrísimo Isidoro de
    Sevilla.

    La palabra universitas fue creada probablemente por
    Cicerón, con el sentido de "totalidad"; deriva de
    universum, que significa "reunido en un todo". Referido a las
    universidades, aquel vocablo pasó a designar la
    institución que tenía carácter de totalidad
    en dos sentidos: originalmente fue la universitas magistrorum et
    Scholarium, esto es, la comunidad de maestros y alumnos;
    después, la universitas litterarum, es decir, la
    institución en que se reunía en un todo el saber.
    Universitas magistrorum et scholarium. Antes de que se
    constituyeran los Estados europeos modernos, los estudiantes
    migraban por Europa en busca de la universidad de su
    interés. Allí empezaron a ser acogidos en hospicios
    llamados colegios, creados para dar albergue a los estudiantes,
    de regla, faltos de medios de sustento. Ya en el siglo XIII
    había becas para estudiantes. Esos colegios estaban
    tutelados por maestros. En Oxford y Cambridge ellos se
    convirtieron en la estructura universitaria básica, en que
    pasaron a convivir maestros y alumnos, tutores y pupilos. En la
    Universidad de París, el colegio fundado por Robert de
    Sorbon para dieciséis estudiantes de Teología, ya
    Maestros en Artes, daría el nombre a la universidad entera
    en el siglo XIX. También hubo agrupaciones de maestros,
    como el colegio de doctores en Bolonia y, en París, el
    Colegio de Francia, fundado en el siglo XVI.

    Universitas litterarum. Litterae significa aquí
    "conocimientos", una de las acepciones que tiene
    esta palabra en el latín clásico. Pero en la
    universitas litterarum el significado del saber
    conjunto no reside en la suma de conocimientos, sino en su
    integración en el todo coherente que era el orden
    medieval, esa notable concepción armónica de toda
    la cultura de esa época. Cuando después la palabra
    litterae se fue entendiendo como referida a las disciplinas
    humanísticas, se empezó a hablar de la universitas
    litterarum et scientiarum para indicar explícitamente la
    inclusión de las ciencias.

    Las universidades nacieron como expresión del
    renacimiento intelectual iniciado en el siglo XI en torno a la
    Filosofía y Teología. Se formaron de las escuelas
    monacales y, principalmente, de las catedralicias; en otros
    casos, de las escuelas comunales, llamadas todas a dar una
    enseñanza superior. El nombre oficial de la
    organización de esta enseñanza superior fue primero
    studium generale; generale no se refería a que se
    enseñaran todas las disciplinas, sino a que se admitieran
    estudiantes de todas partes. Los studia generalia, estos centros
    de educación superior, eran de hecho corporaciones de
    maestros y alumnos, y de ahí que pasaran a llamarse
    universidades. El nombre de studium generale compitió con
    el de universitas hasta fines de la Edad Media.

    La universidad es una de las más grandes
    creaciones de la civilización occidental, única en
    su género: un instituto dedicado al mundo del intelecto.
    El decidido patrocinio que encontró en la Iglesia puede
    entenderse en el marco de esa concepción que ve a la
    Cristiandad apoyada en estas tres virtudes: sacerdocio, imperio y
    estudio. La universidad nació no de una idea preconcebida,
    sino de la paulatina convergencia de circunstancias
    históricas. En último término fueron dos
    corrientes: la de los que querían aprender y la de los que
    estaban dispuestos a enseñar.

    Pero la génesis de las universidades no
    siguió la misma dirección en todas partes, y estas
    corporaciones tuvieron rasgos distintos marcados por diferencias
    regionales. Así, la Universidad de París era una
    institución eclesiástica, nacida principalmente de
    una escuela catedralicia; se formó por iniciativa de los
    que deseaban instruir; fue así una
    corporación principalmente de maestros. En estos
    residía el derecho a votar para elegir
    rector, nombrado por el canciller, el cual, primero, era nombrado
    por el obispo; después, directamente por el Papa. La
    Universidad de Bolonia, en cambio, era laica, se originó
    de escuelas comunales, surgió por iniciativa de los
    jóvenes ávidos de conocimientos, y fue una
    corporación básicamente de estudiantes. Estos eran
    los que votaban para elegir rector. Una tercera forma de
    constitución fue la de las universidades de Nápoles
    y Salamanca, creadas por los monarcas, que nombraban a sus
    representantes en la universidad. En este sentido, estas
    últimas dos eran instituciones gubernamentales. Las
    primeras universidades también difirieron en la
    orientación de los estudios. La de Bolonia era fuerte en
    uno y otro derecho, esto es, en el civil y el canónico; la
    de París, en Teología y Filosofía; la de
    Oxford, en Matemáticas, Física y Astronomía;
    la de Montpellier, en Medicina.

    La joven corporación universitaria luchó
    desde un comienzo por su autonomía frente a las autoriades
    locales, y en esta lucha encontró el apoyo de la Iglesia.
    La universidad se fundaba entonces por una bula pontificia. Entre
    los privilegios estaban, desde luego, el autogobierno, la
    potestad de conferir títulos, el ius promovendi, y en el
    siglo XIII se hizo un principio la gratuidad de los
    estudios.

    En muchas universidades de entonces los profesores y la
    mayor parte de los alumnos eran clérigos. El idioma era en
    todas el latín. Una típica organización
    estudiantil de la universidad medieval surgió del
    carácter paneuropeo de esta: las llamadas naciones,
    agrupaciones de estudiantes venidos de distintas regiones con
    diferentes idiomas vernáculos. Las naciones fueron
    desapareciendo a medida que se formaban los Estados europeos
    modernos.

    Las cinco universidades que nacieron en el siglo XII,
    las primeras de todas, fueron la de Bolonia, la de París,
    la de Oxford, la de Montpellier y la de Orléans. El
    año de fundación aceptado mayoritariamente de la
    universidad de Bolonia es 1158, año del primer
    reconocimiento oficial del que se tiene noticia; se supone que
    uno tal se dio a la de París entre 1150 y 1170. Las
    universidades de Bolonia y París fueron los dos
    arquetipos. Todas las demás universidades medievales se
    formaron bajo su influencia o por maestros o
    estudiantes que se separaron de ellas. En el siglo XIII
    apareció una centena de universidades, entre ellas,
    las de Padua, Nápoles, Cambridge y Salamanca. En los
    siglos XIV y XV nacieron numerosas universidades alemanas, otras
    de Gran Bretaña y universidades eslavas. Hacia el final de
    la Edad Media había ochenta.

    A comienzos del siglo XIII se establecieron las
    facultades; las primeras fueron la de Artes y la de
    Teología; pronto nacieron la de Derecho, Fisolofía
    y Medicina y luego, entre otras, la de Matemáticas y
    Ciencias Naturales, Economía y Sociología. En
    Alemania la Facultad de Medicina pasó a constituir una
    categoría aparte de las demás, que representaban
    campos ligados a la Filosofía. Reflejo de estas dos
    categorías de facultades son los dos tipos de grados
    doctorales que, siguiendo el modelo alemán, otorgan las
    universidades norteamericanas: el Philosophical Doctor, con sus
    diversas menciones, y el Medical Doctor. La enseñanza se
    realizaba por medio de la lectio y la disputatio. La lectio era
    la clase magistral, en que se exponía y comentaba un
    texto; la disputatio consistía en un ejercicio de
    aplicación. Mientras la lectio ha perdurado hasta hoy, en
    las facultades de disciplinas experimentales la disputatio fue
    dando origen a lo que denominamos los laboratorios.

    Papel especial desempeñaba la Facultad de Artes.
    Esta última palabra, artes, no se refiere aquí a la
    creación artística, sino que designa el saber
    técnico encaminado a un fin práctico,
    acepción que también tiene hoy día. Y de
    nuevo hay que hacer historia. De especial importancia en el
    desarrollo cultural de Occidente es la noción
    acuñada en la Grecia clásica de las Artes
    Liberales. Estas correspondían a la educación
    superior, aquella reservada a jóvenes selectos y que
    llevaba a la ciencia suprema, la Filosofía, en la que
    debían formarse los futuros gobernantes. Las Artes
    Liberales consistían en estudios útiles destinados
    al hombre libre, libre de las ataduras de un oficio mundano.
    Ningún quehacer debía formar parte de este
    currículo si su único fin era preparar un hombre
    para una profesión como medio de sustento. Este
    currículo debía guardarse de la intromisión
    de todo lo que tuviera solo valor pecuniario y tendiera
    así a estrechar la visión de la mente.
    Pertenecían a este programa, ante todo, el
    leer y escribir correctamente, la gimnasia, la música
    y el dibujo, la aritmética, geometría
    y astronomía. Después, paulatinamente, se fueron
    delimitando las siete Artes Liberales que a través de Roma
    pasaron a la cultura cristiano-occidental y que se establecieron
    en la época carolingia, a saber: gramática,
    retórica y dialéctica, que constituyeron el
    trivium, y aritmética, geometría, astronomía
    y teoría musical, que formaron el quadrivium. La
    gramática incluía el estudio de literatura de la
    antigua Roma. Estos studia liberalia pasaron a formar el
    núcleo de lo que se enseñaba en la Facultad de
    Artes, por la que debía pasar el alumno antes de ingresar
    a otras facultades. Ese núcleo estaba expandido con
    estudios de Lógica, Física, Metafísica,
    Ética y Política. En ese paso se obtenían
    dos grados académicos: primero, el de Bachiller, y
    después, el de Magíster. A la Facultad de Artes se
    ingresaba con no menos de diechiocho años de edad; el
    grado de Magíster se obtenía en seis años.
    Las demás facultades otorgaban el grado de Doctor. Sin
    embargo, en un comienzo estos títulos, incluido el de
    Profesor, se usaban indistintamente. Ya en el siglo XIII estaban
    establecidas las cátedras extraordinarias.

    La Licenciatura, instituida ya en el studium generale,
    no era un grado académico, sino la licencia para
    enseñar. Aun más, esta era un derecho consustancial
    al studium generale, derecho que recibía el recién
    graduado para enseñar en cualquier parte: el ius ubique
    docendi. Esta prerrogativa se fue haciendo meramente
    honorífica a medida que las universidades empezaron a
    examinar a los profesores foráneos. Cuando en tiempos
    modernos la Licenciatura se convirtió en un grado
    académico, las universidades alemanas la reemplazaron por
    una instancia equivalente: la Habilitación, con la que se
    confería la venia legendi. Esta instancia sigue vigente,
    requiere ser Doctor y otorga el grado de Privatdozent, algo
    así como un docente sin cátedra.

    Hasta aquí, el origen y los caracteres de la
    universidad en sus inicios. Son su alma el afán por
    aprender, la voluntad de enseñar, la libertad y el
    espíritu de universalidad en el cultivo del saber. Por
    varias centurias fue posible que un estudioso abrazara
    todas las disciplinas universitarias. Se dice que uno de
    los últimos en hacerlo fue Kant, cuya vida de
    casi ochenta años abarcó gran parte del siglo
    XVIII, la época de la Ilustración. Contrasta la
    formación de este filósofo, conocedor y admirador
    de las Matemáticas, con la que suele darse en nuestro
    país, donde el aspirante a filosofar suele iniciarse en la
    Filosofía recién salido del liceo.

    La síntesis cultural del Medievo alcanzó
    su perfección en el siglo XIII con la doctrina de Santo
    Tomás, pero en las centurias siguientes la universidad
    mantuvo inamovible esa síntesis del saber y dejó de
    representar la cultura de las épocas por las que
    atravesaba. Fue esa mentalidad inclinada a dar validez definitiva
    a los conocimientos de la ciencia la que, por ejemplo, explica en
    buena parte el hecho asombroso de que las ideas de Galeno, del
    siglo II de nuestra era, se conviertieran en cánones que
    perduraron por un milenio y medio. La universidad medieval
    permaneció al margen de la gestación del
    Renacimiento. En poquísimas universidades de entonces,
    como en la de Leiden, fundada en 1574, se asimilaba prontamente
    el nuevo saber y se hacía investigación; de regla,
    las universidades se mantuvieron entregadas solo a la
    enseñanza, mientras la investigación fue una
    actividad extrauniversitaria.

    En efecto, esta situación de las universidades
    hizo que jóvenes investigadores de entonces buscaran otras
    instancias en torno al nuevo saber; esas fueron, entre otras, las
    academias, que en Italia, Francia, Inglaterra y Alemania se
    crearon en el siglo XVII. Los enciclopedistas motejaban a la
    universidad de residuo medieval.

    La universidad del Medievo, en que algunos ven en primer
    plano un carácter profesional, fue ante todo, como la
    califica Ortega y Gasset, una universidad cultural: estaba
    dedicada principalmente a la transmisión de la cultura de
    su época, esto es, de un sistema completo e integrado de
    las ideas substantivas del saber de entonces. La crisis de la
    universidad medieval puede verse precisamente en que esa
    síntesis cultural fue perdiendo vigencia mientras la
    sociedad le pedía profesionales y científicos. La
    investigación, en muchos casos trascendental, era
    obra de personas aisladas y carecía de un cuerpo
    organizado para este fin.

    El formar profesionales y el hacer ciencia iban a marcar
    dos nuevos tipos de universidad, que nacieron a comienzos del
    siglo XIX. Cada uno de estos modelos fue adoptado separadamente
    por distintos países de Europa, Norteamérica y
    América Latina. Cabe decir desde ya que la mayoría
    de las universidades actuales son, con predominio de uno u otro
    carácter, a la vez escuelas profesionales y centros de
    investigación.

    La universidad profesionalizante se formó en la
    primera década del siglo XIX con Napoleón, que
    después de disolver las tradicionales creó en 1806
    la Universidad Imperial. Era esta una corporación estatal
    y centralizada, con sedes en las provincias y que asumió
    la dirección de toda la enseñanza, universitaria y
    escolar, bajo el principio doctrinario de que la función
    de enseñar las nociones que forman al ciudadano es un
    privilegio del Estado. A cargo de la organización de esta
    universidad estuvieron el químico Fourcroy, admirador de
    la enseñanza especializada y técnica; el jurista
    Roederer y el educador Chaptal. Esta universidad pronto se hizo
    burocrática: la obtención de títulos fue
    más apeticida que el saber. Pero el cambio fundamental que
    representó es su decidido carácter
    profesionalizante. Su misión fue formar intelectuales con
    un saber práctico útil a la sociedad. Nuestras
    universidades tradicionales, que siguieron este modelo hasta
    promediar el siglo pasado, se distinguieron por la alta calidad
    de los profesionales que formaron, y así lo hicieron sin
    haber estado organizadas para hacer investigación. Fueron
    buenas universidades profesionales y, como todas las
    universidades buenas, eran exigentes. La enseñanza estuvo
    bien informada de los avances de la ciencia, pero el docente,
    salvo excepciones, no era él mismo investigador. Conocer
    la ciencia y hacer ciencia son cosas distintas y residen en
    vocaciones diferentes, que, naturalmente, suelen no darse juntas
    en la misma persona. La docencia no se había
    profesionalizado. Bastaba confiar la enseñanza al que
    sabía bien su disciplina. En aquellas universidades hubo
    investigación, pero fue el fruto de contadas personas que
    desarrollaron su talento salvando muchas
    dificultades.

    El desprestigio de la universidad tradicional hizo que
    el modelo napoleónico se extendiera por algunos
    países de Europa. Fue el tipo de universidad adoptado en
    Latinoamérica. En aquella misma década en que se
    fundó la Universidad Imperial y en la cercana Prusia,
    nació en la atmósfera del idealismo alemán
    un nuevo género de universidad que tendría no menor
    influencia que la napoleónica. Sus principales propulsores
    fueron los filósofos Schelling y Fichte y el barón
    Guillermo von Humboldt, filólogo y humanista. Pero la
    reforma también se extendió al liceo; así
    nació el gymnasium humanisticum, hasta hoy el de
    más alta categoría en Alemania. Un dato para
    ilustrar lo que llegó a ser este liceo: el tratado
    estándar utilizado hoy en la universidad por los futuros
    latinistas, el Repetitorio de sintaxis latina y
    estilística, un texto de cerca de quinientas
    páginas, es obra de un profesor de un gymnasium, Hermann
    Menge, que la escribió para sus alumnos.

    Y con respecto a la renovación de la universidad,
    el enfoque fue radicalmente distinto de la napoleónica: la
    Universidad Humboldtiana, creada en 1810, se edificó
    basándola en la investigación científica y
    en la incorporación de los nuevos resultados en la
    enseñanza. La reforma se propuso impulsar el desarrollo de
    todas las ciencias: las del espíritu, las naturales y las
    exactas y, en el campo médico, sobre todo las disciplinas
    básicas. El título de Doctor cobró el
    sentido en que lo entendemos hoy día: un grado que
    acredita la capacidad de investigador independiente.

    El profesor había de ser él mismo un
    investigador y su labor docente debía consistir en
    comunicar los nuevos conocimientos y no limitarse a lo que ya
    estaba escrito en los libros. El patólogo Wilhelm Doerr,
    decía: Yo enseño lo que investigo e investigo los
    problemas que se me plantean en el trabajo diario.

    En esas universidades nacieron la filología
    clásica y la historiografía modernas, la
    gramática comparada, la morfología moderna, la
    patología celular, la mecánica cuántica, la
    mecánica del desarrollo, la geometría
    esférica, la teoría de la relatividad,
    la teoría formalista de la
    matemática.

    Se hizo una tradición del estudiante
    alemán quedarse unos años más en la
    universidad atraído por los profesores que renovaban la
    ciencia; unos años más en Berlín para
    ensanchar el horizonte con la historia enseñada por
    Mommsen o con el indogermánico que descubría Bopp o
    para repetir una asignatura asistiendo a cursos de
    mecánica cuántica con Heisenberg en Leipzig y con
    Schrödinger en Berlín.

    Pero la reforma fue realista al introducir otra
    innovación radical: para los maestros la universidad
    debía dejar de ser un lugar de paso, era menester que se
    dedicaran por entero a la labor académica.

    La Universidad Humboldtiana se convirtió en el
    modelo de las universidades germanas, y Alemania, con el mayor
    número de universidades por habitantes, pasó a la
    cabeza en el campo científico; así se mantuvo hasta
    la II Guerra Mundial. Este modelo ha influido fuertemente en las
    universidades de los Estados Unidos, desde donde ha ejercido su
    influencia en nuestras instituciones.

    Y ahora, Irlanda, donde a mediados del siglo XIX, unos
    cincuenta años después de fundarse la Universidad
    Imperial y la Humboldtiana, se creó un nuevo modelo: la
    Universidad Liberal.

    Hasta ese momento Gran Bretaña tenía solo
    nueve universidades: cuatro en Escocia, la de Dublín en
    Irlanda, y en Inglaterra las de Oxford y Cambridge y dos
    más recién creadas: la de Durham y los primeros
    colegios de la universidad de Londres. Gran Bretaña
    había permanecido al margen de la reforma
    napoleónica, no así de la humboldtiana, que
    había influido en las universidades escocesas y en uno de
    los colegios universitarios de Londres. Pero en Oxford y
    Cambridge las universidades aún no estaban reformadas. No
    eran en ese entonces ni profesionalizantes ni centros de
    investigación. Formaban a los futuros líderes de la
    sociedad, jóvenes anglicanos de la clase social alta que
    no necesitaban aprender una profesión ni
    tener un empleo: formaban al gentleman, educado todavía en
    torno al trivium y quadrivium. Era el tiempo de las
    críticas a estas dos universidades
    tradicionales.

    John Henry Newman, sacerdote anglicano formado en
    Oxford, se acababa de convertir al catolicismo. Algunas
    décadas después llegó a Cardenal. Pero antes
    de esto se separó de su alma mater de Oxford; ya converso,
    criticó a esta universidad y fundó una nueva: la
    Universidad Católica de Dublín. La
    publicación de los principios fundacionales y la
    inauguración de la universidad se hicieron en los
    años 50 del siglo XIX, en la década de mayor
    prosperidad de la era victoriana. Pero la nueva universidad no
    fue creada para corregir los defectos de sus congéneres de
    Oxford y Cambridge, sino que fue concebida, un tanto
    paradójicamente, con algunas ideas similares a las que
    guiaban a estas últimas instituciones. Su misión,
    esencialmente docente, era triple: primero, la enseñanza
    de un saber universal comandado por la teología, que
    llamó la ciencia de las ciencias, la disciplina
    integradora de todo lo demás; segundo, el desarrollo en el
    educando de una visión amplia, de una mente desapasionada,
    del hábito de reflexionar, de una inteligencia
    crítica, lo que conformaba el carácter liberal, el
    pensar por sí mismo; por último, desarrollar en el
    estudiante una moral recta, un gusto delicado, una sensibilidad
    social y un comportamiento noble ante la vida. Este era el
    gentleman que pretendía formar. La Universidad Liberal
    duró media centuria; desapareció a comienzos del
    siglo XX.

    La Universidad Liberal muestra, más claramente
    que otros modelos, rasgos distintintivos que pertenecen al
    carácter del pueblo en que nació. De ahí que
    un modelo no pueda trasplantarse a otro país tal cual es
    el tipo original. De hecho, el gentleman difícilmente
    puede imitarse. Pero la Universidad Liberal nació a
    destiempo. Es cierto que el gentleman, capaz de adaptarse y
    sobreponerse a condiciones extrañas, fue un guía
    importante en la expansión colonial de la era victoriana,
    pero cuando se creó esa universidad estaba en marcha en
    Inglaterra el desarrollo industrial, como lo atestigua la famosa
    exposición en Londres abierta dos años antes de la
    publicación de Newman. Y ese desarrollo requería
    de profesionales y científicos. Fue
    efímera la Universidad Liberal, pero los escritos
    de Newman, especialmente en el mundo angloamericano,
    han servido a lo menos para mantener viva la discusión en
    torno a una enseñanza unificadora y a la formación
    moral en las universidades.

    Finalmente, algunas palabras sobre la universidad
    actual. Está a la vista que las verdaderas universidades
    de hoy son un conjunto de escuelas profesionales y centros de
    investigación. Y la mezcla es más fina porque en
    muchas escuelas profesionales, como en la nuestra, hay
    laboratorios donde también se hace ciencia. A nuestras
    universidades les falta, como lo vio Ortega y Gasset hace unos
    setenta años, transmitir la cultura, enseñar un
    sistema completo e integrado de las ideas substantivas del saber
    actual; Ortega dice, de las ideas vivas de la época o de
    las ideas de que vive la época. Sin el conocimiento de esa
    síntesis, dice él, se es inculto. Se trata, por
    ejemplo, no de que un futuro médico aprenda, si puede, la
    teoría de la relatividad desde sus fundamentos
    matemáticos, sino de que la conozca en términos
    cualitativos, sepa las ideas que encierra esta teoría.
    Ello es posible. Y así, con las demás ramas del
    saber, sus ideas vivas. Bien, para este fin, Ortega propuso la
    creación de una Facultad de la Cultura, proyecto que, por
    razones que desconozco, no se ha concretado. Su
    realización no me parece imposible.

    Pero yo veo el papel de la universidad con otra mira, en
    absoluto excluyente del enfoque ortegueano, la mira puesta en la
    realización personal del estudiante. Decía Einstein
    que la naturaleza era como un reloj que no se pudiera abrir y del
    que, así y todo, el físico debía
    desentrañar su mecanismo. Las personas son algo parecido.
    Deben descubrir sus aptitudes percibiendo desde fuera qué
    fibras interiores resuenan más frente a los
    estímulos. Y esa resonancia es el entusiasmo que se
    despierta. Por eso es tan importante la libertad del
    universitario, para asumir la responsabilidad de elegir su camino
    ante el vasto horizonte que sigue ofreciendo la universidad, pues
    las aptitudes de una persona rara vez quedan satisfechas en el
    angosto campo de una especialidad, y las que no tienen cabida en
    él también deben ser cultivadas para
    realización completa del individuo. Por lo demás,
    condiciones en apariencia diferentes suelen
    corresponder a un mismo talento multifacético, que
    no puede encasillarse en los rótulos que
    ofrece la sociedad.

    Referencias bibliográficas

    Aigrain R. (1949). Histoire des universités.
    Presses Universitaires de France, Paris. Ernout A, Meillet A
    (1979). Dictionaire Etymologique de la Langue Latine. Histoire
    des Mots. Klincksieck, Paris.

    Ortega y Gasset J (1969). Misión de la
    Universidad. 5a edición.

    Rashdall H, revised and edited by Powicke FM and Emden
    AB (1997). The Universities of Europe in the Middle Ages. Vol. 1.
    Oxford University Press, New York.

    Turner FM (editor) (1996). The Idea of a University,
    John Henry Newman. Yale University Press, New Haven
    & London.

     

     

    Autor:

    Ph. D. José Severiano Luis Bravo
    Mora

    Académico e Investigador.

    Doctorado Philosophy Doctor (Ph.D.), Phi,
    Beta, Kappa "Summa cum Laude" in The Rice University, of Houston,
    Tx., and professor associated of the Systems Engineering
    Department and Systems Research Center, Case Western Reserve
    University (Cleveland, Ohio), as well as invited
    Academic in the U. C. L. A. and l'Université Paris
    Sorbonne Nouvelle.

    2009.

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