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Manifiesto del Partido Comunista




Enviado por Juan Quaglia



Partes: 1, 2

  1. Prefacio a la Edición alemana de
    1872
  2. Manifiesto del Partido
    Comunista
  3. Burgueses y proletarios
  4. Proletarios y comunistas
  5. Literatura socialista y
    comunista
  6. El
    Socialismo Conservador o Burgués
  7. El
    Socialismo y el Comunismo
    Crítico-Utópicos
  8. Actitud de los comunistas respecto a los
    diferentes partidos de oposición

Carlos Marx y Federico Engels

Publicado por primera vez el 25 de febrero
de 1.848

Prefacio a la
Edición alemana de 1872

La Liga de los Comunistas,
asociación obrera internacional que, naturalmente, dadas
las condiciones de la época, no podía existir sino
en secreto, encargó a los que suscriben, en el Congreso
celebrado en Londres en Noviembre de 1847, que redactaran un
programa detallado del partido, a la vez teórico y
práctico, destinado a la publicación. Tal vez es el
origen de este Manifiesto, cuyo manuscrito fue enviado a Londres,
para ser impreso, algunas semanas antes de la revolución
de febrero. Publicado primero en alemán, se han hecho en
este idioma, como mínimo, doce ediciones diferentes en
Alemania, Inglaterra y Norteamérica. En inglés
apareció primeramente en Londres, en 1850, en el The Red
Republican, traducido por Miss Helen Macfarlane, y más
tarde, en 1871, se han publicado, por lo menos, tres traducciones
diferentes en Norteamérica. Apareció en
francés por primera vez en París, en
vísperas de la insurrección de junio de 1848, y
recientemente en Le Socialiste de Nueva York. En la actualidad,
el diseño de logos se prepara una nueva traducción.
Hízose en Londres una edición en polaco, poco
tiempo después de la primera edición alemana. En
Ginebra apareció en ruso, en la década del 60. Ha
sido traducido también al danés, a poco de su
publicación original.

Aunque las condiciones hayan cambiado mucho
en los últimos veinticinco años, los principios
generales expuestos en este Manifiesto siguen siendo hoy, en
grandes rasgos, enteramente acertados, algunos puntos
deberían ser retocados. El mismo Manifiesto explica que la
aplicación práctica de estos principios
dependerá siempre y en todas partes de las circunstancias
históricas existentes, y que, por tanto, no se concede
importancia excepcional a las medidas revolucionarias enumeradas
al final del capítulo 2º. Este pasaje tendría
que se redactado hoy de distinta manera, en más de un
aspecto. Dado el desarrollo colosal de la gran industria en los
últimos veinticinco años, y con éste, el de
la organización del partido de la clase obrera; dadas las
experiencias prácticas, primero, de la revolución
de Febrero, y después, en mayor grado aún, de la
Comuna de París, que eleva por primera vez al
proletariado, durante dos meses, al poder político, este
programa ha envejecido en algunos de sus puntos. La Comuna ha
demostrado, sobre todo, que `la clase obrera no puede limitarse
simplemente a tomar posesión de la máquina del
Estado tal y como está y servirse de ella para sus propios
fines' (Véase La guerra civil en Francia, pág. 19
de la edición alemana, donde esta idea está
desarrollada más extensamente.) Además,
evidentemente, la crítica de la literatura socialista es
incompleta para estos momentos, pues sólo llega a 1847; y
al propio tiempo, si las observaciones que se hacen sobre la
actitud de los comunistas ante los diferentes partidos de
oposición (capítulo 4º) son exactas
todavía en sus rasgos fundamentales, han quedado
anticuadas para su aplicación práctica, ya que la
situación política ha cambiado completamente y el
desarrollo histórico ha borrado de la faz de la tierra a
la mayoría de los partidos que allí se
enumeran.

Sin embargo, el Manifiesto es un documento
histórico que ya no tenemos derecho a modificar. Una
edición posterior quizá vaya precedida de un
prefacio que pueda llenar la laguna existente entre 1847 y
nuestros días; la actual reimpresión ha sido tan
inesperada para nosotros, que no hemos tenido tiempo de
escribirlo.

Carlos Marx & Federico
Engels

Londres, 24 de junio de 1872

Manifiesto del
Partido Comunista

Un fantasma recorre Europa: el fantasma del
comunismo. Todas las fuerzas de la vieja Europa se han unido en
santa cruzada para acosar a ese fantasma: el Papay el Zar,
Metternichy Guizot, los radicales franceses y los polizontes
alemanes.

¿Qué partido de
oposición no ha sido motejado de comunista por sus
adversarios en el poder? ¿Qué partido de
oposición, a su vez, no ha lanzado, tanto a los
representantes de la oposición más avanzados, como
a sus enemigos reaccionarios, el epíteto zahiriente de
`comunista'?

De este hecho resulta una doble
enseñanza:

Que el comunismo está ya reconocido
como una fuerza por todas las potencias de Europa.

Que ya es hora de que los comunistas
expongan a la faz del mundo entero sus conceptos, sus fines y sus
tendencias; que opongan a la leyenda del fantasma del comunismo
un manifiesto del propio partido.

Con este fin, comunistas de las más
diversas nacionalidades se han reunido en Londres y han redactado
el siguiente Manifiesto, que será publicado en
inglés, francés, alemán, italiano, flamenco
y danés.

Capítulo 1º.-

Burgueses y
proletarios

La historia de todas las sociedades hasta
nuestros días es la historia de las luchas de
clases.

Hombres libres y esclavos, patricios y
plebeyos, señores y siervos, maestros y oficiales, en una
palabra: opresores y oprimidos se enfrentaron siempre,
mantuvieron una lucha constante, velada unas veces y otras franca
y abierta; lucha que terminó siempre con la
transformación revolucionaria de toda la sociedad o el
hundimiento de las clases en pugna.

En las anteriores épocas
históricas encontramos casi por todas partes una completa
diferenciación de la sociedad en diversos estamentos, una
múltiple escala gradual de condiciones sociales. En la
antigua Roma hallamos patricios, caballeros, plebeyos y esclavos;
en la Edad Media, señores feudales, vasallos, maestros,
oficiales y siervos, y, además, en casi todas estas clases
todavía encontramos gradaciones especiales.

La moderna sociedad burguesa, que ha salido
de entre las ruinas de la sociedad feudal, no ha abolido las
contradicciones de clase. Únicamente ha sustituido las
viejas clases, las viejas condiciones de opresión, las
viejas formas de lucha por otras nuevas.

Nuestra época, la época de la
burguesía, se distingue, sin embargo, por haber
simplificado las contradicciones de clase. Toda la sociedad va
dividiéndose, cada vez más, en dos grandes campos
enemigos, en dos grandes clases, que se enfrentan directamente:
la burguesía y el proletariado.

De los siervos de la Edad Media surgieron
los vecinos libres de las primeras ciudades; de este estamento
urbano salieron los primeros elementos de la
burguesía.

El descubrimiento de América y la
circunnavegación de África ofrecieron a la
burguesía en ascenso un nuevo campo de actividad. Los
mercados de la India y de China, la colonización de
América, el intercambio con las colonias, la
multiplicación de los medios de cambio y de las
mercancías en general imprimieron al comercio, a la
navegación y a la industria un impulso hasta entonces
desconocido, y aceleraron con ello el desarrollo del elemento
revolucionario de la sociedad feudal en
descomposición.

La antigua organización feudal o
gremial de la industria ya no podía satisfacer la demanda,
que crecía con la apertura de nuevos mercados. Vino a
ocupar su puesto la manufactura. El estamento medio industrial
suplantó a los maestros de los gremios; la división
del trabajo entre las diferentes corporaciones desapareció
ante la división del trabajo en el seno del mismo
taller.

Pero los mercados crecían sin cesar;
la demanda iba siempre en aumento. Ya no bastaba tampoco la
manufactura. El vapor y la maquinaria revolucionaron entonces la
producción industrial. La gran industria moderna
sustituyó a la manufactura; el lugar del estamento medio
industrial vinieron a ocuparlo los industriales millonarios
-jefes de verdaderos ejércitos industriales-, los
burgueses modernos.

La gran industria ha creado el mercado
mundial, ya preparado por el descubrimiento de América. El
mercado mundial aceleró prodigiosamente el desarrollo del
comercio, de la navegación y de los medios de transporte
por tierra. Este desarrollo influyó, a su vez, en el auge
de la industria, y a medida que se iban extendiendo la industria,
el comercio, la navegación y los ferrocarriles,
desarrollábase la burguesía, multiplicando sus
capitales y relegando a segundo término a todas las clases
legadas por la Edad Media.

La burguesía moderna, como vemos, es
ya de por sí fruto de un largo proceso de desarrollo, de
una serie de revoluciones en el modo de producción y de
cambio.

Cada etapa de la evolución recorrida
por la burguesía ha ido acompañada del
correspondiente progreso político. Estamento bajo la
dominación de los señores feudales;
asociación armada y autónoma en la comuna; en unos
sitios, República urbana independiente; en otros, tercer
estado tributario de la monarquía; después, durante
el período de la manufactura, contrapeso de la nobleza en
las monarquías estamentales, absolutas y, en general,
piedra angular de las grandes monarquías, la
burguesía, después del establecimiento de la gran
industria y del mercado universal, conquistó finalmente la
hegemonía exclusiva del poder político en el Estado
representativo moderno. El gobierno del Estado moderno no es
más que una junta que administra los negocios comunes de
toda la clase burguesa.

La burguesía ha desempeñado
en la historia un papel altamente revolucionario.

Dondequiera que ha conquistado el poder, la
burguesía ha destruido las relaciones feudales,
patriarcales, idílicas. Las abigarradas ligaduras feudales
que ataban al hombre a sus "superiores naturales" las ha
desgarrado sin piedad para no dejar subsistir otro vínculo
entre los hombres que el frío interés, el cruel
"pago al contado". Ha ahogado el sagrado éxtasis del
fervor religioso, el entusiasmo caballeresco y el sentimentalismo
del pequeño burgués en las aguas heladas del
cálculo egoísta. Ha hecho de la dignidad personal
un simple valor de cambio. Ha sustituido las numerosas libertades
escrituradas y adquiridas por la única y desalmada
libertad de comercio. En una palabra, en lugar de la
explotación velada por ilusiones religiosas y
políticas, ha establecido una explotación abierta,
descarada, directa y brutal.

La burguesía ha despojado de su
aureola a todas las profesiones que hasta entonces se
tenían por venerables y dignas de piadoso respeto. Al
médico, al jurisconsulto, al sacerdote, al poeta, al
hombre de ciencia, los ha convertido en sus servidores
asalariados.

La burguesía ha desgarrado el velo
de emotivo sentimentalismo que encubría las relaciones
familiares, y las ha reducido a simples relaciones de
dinero.

La burguesía ha revelado que la
brutal manifestación de fuerza en la Edad Media, tan
admirada por la reacción, tenía su complemento
natural en la más relajada holgazanería. Ha sido
ella la primera en demostrar qué puede realizar la
actividad humana; ha creado maravillas muy distintas de las
pirámides de Egipto, de los acueductos romanos y de las
catedrales góticas, y ha realizado campañas muy
distintas de las migraciones de los pueblos y de las
Cruzadas.

La burguesía no puede existir sino a
condición de revolucionar incesantemente los instrumentos
de producción, y con ello todas las relaciones sociales.
La conservación del antiguo modo de producción era,
por el contrario, la primera condición de existencia de
todas las clases industriales precedentes. Una revolución
continua en la producción, una incesante conmoción
de todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento
constantes distinguen la época burguesa de todas las
anteriores. Quedan rotas todas las relaciones estancadas y
enmohecidas -con su cortejo de creencias y de ideas veneradas
durante siglos-; hácense añejas las nuevas antes de
llegar a osificarse. Todo lo estamental y estancado de esfuma;
todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven
forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y
sus relaciones recíprocas.

Espoleada por la necesidad de dar a sus
productos una salida cada vez mayor, la burguesía recorre
el mundo entero. Necesita anidar en todas partes, establecerse en
todas partes, crear vínculos en todas partes.

Mediante la explotación del mercado
mundial, la burguesía ha dado un carácter
cosmopolita a la producción y al consumo de todos los
países. Con gran sentimiento de los reaccionarios, ha
quitado a la industria su base nacional. Las antiguas industrias
nacionales han sido destruidas y están
destruyéndose continuamente. Son suplantadas por nuevas
industrias, cuya introducción se convierte en
cuestión vital para todas las naciones civilizadas, por
industrias que ya no emplean materias primas indígenas,
sino materias primas venidas de las más lejanas regiones
del mundo, y cuyos productos no sólo se consumen en el
propio país, sino en todas las partes del globo. En lugar
de las antiguas necesidades, satisfechas con productos
nacionales, surgen necesidades nuevas, que reclaman para su
satisfacción productos de los países más
apartados y de los climas más diversos. En lugar del
antiguo aislamiento y la autarquía de las regiones y
naciones, se establece un intercambio universal, una
interdependencia universal de las naciones. Y esto se refiere
tanto a la producción material, como a la intelectual. La
producción intelectual de una nación se convierte
en patrimonio común de todas. La estrechez y el
exclusivismo nacionales resultan de día en día
más imposibles; de las numerosas literaturas nacionales y
locales se forma una literatura universal.

Merced al rápido perfeccionamiento
de los instrumentos de producción y al constante progreso
de los medios de comunicación, la burguesía
arrastra a la corriente de la civilización a todas las
naciones, hasta las más bárbaras. Los bajos precios
de sus mercancías constituyen la artillería pesada
que derrumba todas las murallas chinas y hace capitular a los
bárbaros más fanáticamente hostiles a los
extranjeros. Obliga a todas las naciones, si no quieren sucumbir,
a adoptar el modo burgués de producción, las
constriñe a introducir la llamada civilización, es
decir, a hacerse burgueses. En una palabra: se forja un mundo a
su imagen y semejanza.

La burguesía ha sometido el campo al
dominio de la ciudad. Ha creado urbes inmensas; ha aumentado
enormemente la población de las ciudades en
comparación con las del campo, sustrayendo una gran parte
de la población al idiotismo de la vida rural. Del mismo
modo que ha subordinado el campo a la ciudad, ha subordinado los
países bárbaros o semibárbaros a los
países civilizados, los pueblos campesinos a los pueblos
burgueses, el Oriente al Occidente.

La burguesía suprime cada vez
más el fraccionamiento de los medios de producción,
de la propiedad y de la población. Ha aglomerado la
población, centralizado los medios de producción y
concentrado la propiedad en manos de unos pocos. La consecuencia
obligada de ello ha sido la centralización
política. Las provincias independientes, ligadas entre
sí casi únicamente por lazos federales, con
intereses, leyes, gobiernos y tarifas aduaneras diferentes, han
sido consolidadas en una sola nación, bajo un solo
gobierno, una sola ley, un solo interés nacional de clase
y una sola línea aduanera.

La burguesía, a lo largo de su
dominio de clase, que cuenta apenas con un siglo de existencia,
ha creado fuerzas productivas más abundantes y más
grandiosas que todas las generaciones pasadas juntas. El
sometimiento de las fuerzas de la naturaleza, el empleo de las
máquinas, la aplicación de la química a la
industria y a la agricultura, la navegación de vapor, el
ferrocarril, el telégrafo eléctrico, la
asimilación para el cultivo de continentes enteros, la
apertura de los ríos a la navegación, enteros
núcleos de población que parece como si surgieran
de la tierra por ensalmo. ¿Cuál de los siglos
pasados pudo sospechar siquiera que semejantes fuerzas
productivas dormitasen en el seno del trabajo social?

Hemos visto, pues, que los medios de
producción y de cambio, sobre cuya base se ha formado la
burguesía, fueron creados en la sociedad feudal. Al
alcanzar un cierto grado de desarrollo estos medios de
producción y de cambio, las condiciones en que la sociedad
feudal producía y cambiaba, la organización feudal
de la agricultura y de la industria manufacturera, en una
palabra, las relaciones feudales de propiedad, cesaron de
corresponder a las fuerzas productivas ya desarrolladas. Frenaban
la producción en lugar de impulsarla.
Transformáronse en otras tantas trabas. Era preciso romper
esas trabas, y se rompieron.

En su lugar se estableció la libre
concurrencia, con una constitución social y
política adecuada a ella y con la dominación
económica y política de la clase
burguesa.

Ante nuestros ojos se está
produciendo un movimiento análogo. Las relaciones
burguesas de producción y de cambio, las relaciones
burguesas de propiedad, toda esa sociedad burguesa moderna, que
ha hecho surgir como por encanto tan potentes medios de
producción y de cambio, se asemeja al mago que ya no es
capaz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado
con sus conjuros. Desde hace algunas décadas, las historia
de la industria y del comercio no es más que la historia
de la rebelión de las fuerzas productivas modernas contra
las actuales relaciones de producción, contra las
relaciones de propiedad que condicionan la existencia de la
burguesía y su dominación. Basta mencionar las
crisis comerciales que, con su retorno periódico,
plantean, en forma cada vez más amenazante, la
cuestión de la existencia de toda la sociedad burguesa.
Durante cada crisis comercial se destruye
sistemáticamente, no sólo una parte considerable de
productos elaborados, sino incluso de las mismas fuerzas
productivas ya creadas. Durante las crisis, una epidemia social,
que en cualquier época anterior hubiera parecido absurda,
se extiende sobre la sociedad: la epidemia de la
superproducción. La sociedad se encuentra
súbitamente retrotraída a un estado de barbarie
momentánea: diríase que el hambre, que una guerra
devastadora mundial la han privado de todos sus medios de
subsistencia; la industria y el comercio parecen aniquilados. Y
todo eso, ¿por qué? Porque la sociedad posee
demasiada civilización, demasiados medios de vida,
demasiada industria, demasiado comercio. Las fuerzas productivas
de que dispone no favorecen ya el régimen de la propiedad
burguesa; por el contrario, resultan ya demasiado poderosas para
estas relaciones, que constituyen un obstáculo para su
desarrollo; y cada vez que las fuerzas productivas salvan este
obstáculo, precipitan en el desorden a toda la sociedad
burguesa y amenazan la existencia de la propiedad burguesa. Las
relaciones burguesas resultan demasiado estrechas para contener
las riquezas creadas en su seno. ¿Cómo vence esta
crisis la burguesía? De una parte, por la
destrucción obligada de una masa de fuerzas productivas;
de la otra, por la conquista de nuevos mercados y la
explotación más intensa de los antiguos. ¿De
qué modo lo hace, pues? Preparando crisis más
extensas y más violentas y disminuyendo los medios de
prevenirlas.

Las armas de que se sirvió la
burguesía para derribar al feudalismo se vuelven ahora
contra la propia burguesía.

Pero la burguesía no ha forjado
solamente las armas que deben darle muerte; ha producido
también a los hombres que empuñarán esas
armas: los obreros modernos, los proletarios.

En la misma proporción en que se
desarrolla la burguesía, es decir, el capital,
desarróllase también el proletariado, la clase de
los obreros modernos, que no viven sino a condición de
encontrar trabajo, y lo encuentran únicamente mientras su
trabajo acrecienta el capital. Estos obreros, obligados a
venderse al detalle, son una mercancía como cualquier otro
artículo de comercio, sujeta, por tanto, a todas las
vicisitudes de la competencia, a todas las fluctuaciones del
mercado.

El creciente empleo de las máquinas
y la división del trabajo quitan al trabajo del
proletariado todo carácter propio y le hacen perder con
ello todo atractivo para el obrero. Este se convierte en un
simple apéndice de la máquina, y sólo se le
exigen las operaciones más sencillas, más
monótonas y de más fácil aprendizaje. Por
tanto, lo que cuesta hoy día el obrero se reduce poco
más o menos a los medios de subsistencia indispensables
para vivir y para perpetuar su linaje. Pero el precio de todo
trabajo, como el de toda mercancía, es igual a los gastos
de producción. Por consiguiente, cuanto más
fastidioso resulta el trabajo, más bajan los salarios.
Más aún, cuanto más se desarrollan la
maquinaria y la división del trabajo, más aumenta
la cantidad de trabajo, ya sea mediante la prolongación de
la jornada, ya sea por el aumento del trabajo exigido en un
tiempo dado, la aceleración del movimiento de las
máquinas, etc.

La industria moderna ha transformado el
pequeño taller del maestro patriarcal en la gran
fábrica del capitalista industrial. Masas de obreros,
hacinados en la fábrica, son organizados en forma militar.
Como soldados rasos de la industria, están colocados bajo
la vigilancia de una jerarquía de oficiales y
suboficiales. No son solamente esclavos de la clase burguesa, del
Estado burgués, sino diariamente, a todas horas, esclavos
de la máquina, del capataz y, sobre todo, del
burgués individual, patrón de la fábrica. Y
este despotismo es tanto más mezquino, odioso y
exasperante, cuanto mayor es la franqueza con que proclama que no
tiene otro fin que el lucro.

Cuanto menos habilidad y fuerza requiere el
trabajo manual, es decir, cuanto mayor es el desarrollo de la
industria moderna, mayor es la proporción en que el
trabajo de los hombres es suplantado por el de las mujeres y los
niños. Por lo que respecta a la clase obrera, las
diferencias de edad y sexo pierden toda significación
social. No hay más que instrumentos de trabajo, cuyo coste
varía según la edad y el sexo.

Una vez que el obrero ha sufrido la
explotación del fabricante y ha recibido su salario en
metálico, se convierte en víctima de otros
elementos de la burguesía: el casero, el tendero, el
prestamista, etc.

Pequeños industriales,
pequeños comerciantes y rentistas, artesanos y campesinos,
toda la escala inferior de las clases medias de otro tiempo, caen
en las filas del proletariado; unos, porque sus pequeños
capitales no les alcanzan para acometer grandes empresas
industriales y sucumben en la competencia con los capitalistas
mas fuertes; otros, porque su habilidad profesional se ve
despreciada ante los nuevos métodos de producción.
De tal suerte, el proletariado se recluta entre todas las clases
de la población.

El proletariado pasa por diferentes etapas
de desarrollo. Su lucha contra la burguesía comienza con
su surgimiento.

Al principio, la lucha es entablada por
obreros aislados; después, por los obreros de una misma
fábrica; más tarde, por los obreros del mismo
oficio de la localidad contra el burgués individual que
los explota directamente. No se contentan con dirigir sus ataques
contra las relaciones burguesas de producción, y los
dirigen contra los mismos instrumentos de producción:
destruyen las mercancías extranjeras que les hacen
competencia, rompen las máquinas, incendian las
fábricas, intentan reconquistar por la fuerza la
posición perdida del artesano de la Edad Media.

En esta etapa, los obreros forman una masa
diseminada por todo el país y disgregada por la
competencia. Si los obreros forman masas compactas, esta
acción no es todavía consecuencia de su propia
unión, sino de la unión de la burguesía, que
para alcanzar sus propios fines políticos debe -y por
ahora aún puede- poner en movimiento a todo el
proletariado. Durante esta etapa, los proletarios no combaten,
por tanto, contra sus propios enemigos, sino contra los enemigos
de sus enemigos, es decir, contra los restos de la
monarquía absoluta, los terratenientes, los burgueses no
industriales y los pequeños burgueses. Todo el movimiento
histórico se concentra, así, en manos de la
burguesía; cada victoria alcanzada en estas condiciones es
una victoria de la burguesía.

Pero la industria, en su desarrollo, no
sólo acrecienta el número de proletarios, sino que
les concentra en masas considerables; su fuerza aumenta y
adquieren mayor conciencia de la misma. Los intereses y las
condiciones de existencia de los proletarios se igualan cada vez
más a medida que la máquina va borrando las
diferencias en el trabajo y reduce el salario, casi en todas
partes, a un nivel igualmente bajo. Como resultado de la
creciente competencia de los burgueses entre sí y de las
crisis comerciales que ella ocasiona, los salarios son cada vez
más fluctuantes; el constante y acelerado
perfeccionamiento de la máquina coloca al obrero en
situación cada vez más precaria; las colisiones
entre el obrero individual y el burgués individual
adquieren más y más el carácter de
colisiones entre dos clases. Los obreros empiezan a formar
coaliciones contra los burgueses y actúan en común
para la defensa de sus salarios. Llegan hasta formar asociaciones
permanentes para asegurarse los medios necesarios, en
previsión de estos choques eventuales. Aquí y
allá la lucha estalla en sublevación.

A veces los obreros triunfan; pero es un
triunfo efímero. El verdadero resultado de sus luchas no
es el éxito inmediato, sino la unión cada vez
más extensa de los obreros. Esta unión es
propiciada por el crecimiento de los medios de
comunicación creados por la gran industria y que ponen en
contacto a los obreros de diferentes localidades. Y basta ese
contacto para que las numerosas luchas locales, que en todas
partes revisten el mismo carácter, se centralicen en una
lucha nacional, en una lucha de clases. Mas toda lucha de clases
es una lucha política. Y la unión que los
habitantes de las ciudades de la Edad Media, con sus caminos
vecinales, tardaron siglos en establecer, los proletarios
modernos, con los ferrocarriles, la llevan a cabo en unos pocos
años.

Esta organización del proletariado
en clase y, por tanto, en partido político, vuelve sin
cesar a ser socavada por la competencia entre los propios
obreros. pero resurge, y siempre más fuerte, más
firme, más potente. Aprovecha las disensiones intestinas
de los burgueses para obligarlos a reconocer por ley algunos
intereses de la clase obrera; por ejemplo, la ley de la jornada
de diez horas en Inglaterra.

En general, las colisiones en la vieja
sociedad favorecen de diversas maneras el proceso de desarrollo
del proletariado. La burguesía vive en lucha permanente;
al principio, contra la aristocracia; después, contra
aquellas facciones de la misma burguesía cuyos intereses
entran en contradicción con los progresos de la industria;
y siempre, en fin, contra la burguesía de todos los
demás países. En todas estas luchas se ve forzada a
apelar al proletariado, a reclamar su ayuda y a arrastrarlo
así al movimiento político. De tal manera, la
burguesía proporciona a los proletarios los elementos de
su propia educación, es decir, armas contra ella
misma.

Además, como acabamos de ver, el
progreso de la industria precipita a las filas del proletariado a
capas enteras de la clase dominante, o, al menos, las amenaza en
sus condiciones de existencia. También ellas aportan al
proletariado numerosos elementos de educación.

Finalmente, en los períodos en que
la lucha de clases se acerca a su desenlace, el proceso de
desintegración de la clase dominante, de toda la vieja
sociedad, adquiere un carácter tan violento y tan agudo
que una pequeña fracción de esa clase reniega de
ella y se adhiere a la clase revolucionaria, a la clase en cuyas
manos está el porvenir.

Y así como antes una parte de la
nobleza se pasó a la burguesía, en nuestros
días un sector de la burguesía se pasa al
proletariado, particularmente ese sector de los ideólogos
burgueses que se han elevado hasta la comprensión
teórica del conjunto del movimiento
histórico.

De todas las clases que hoy se enfrentan
con la burguesía, sólo el proletariado es una clase
verdaderamente revolucionaria. Las demás clases van
degenerando y desaparecen con el desarrollo de la gran industria;
el proletariado, en cambio, es su producto más
peculiar.

Los estamentos medios -el pequeño
industrial, el pequeño comerciante, el artesano, el
campesino– luchan, todos ellos, contra la burguesía para
salvar de la ruina su existencia como tales estamentos medios. No
son, pues, revolucionarios, sino conservadores. Más
todavía, son reaccionarios, ya que pretenden volver
atrás la rueda de la Historia. Son revolucionarios
únicamente por cuanto tienen ante sí la perspectiva
de su tránsito inminente al proletariado, defendiendo
así, no sus intereses presentes, sino sus intereses
futuros, por cuanto abandonan sus propios puntos de vista para
adoptar los del proletariado.

El lumpenproletariado, ese producto pasivo
de la putrefacción de las capas más bajas de la
vieja sociedad, puede a veces ser arrastrado al movimiento por
una revolución proletaria; sin embargo, en virtud de todas
sus condiciones de vida está más dispuesto a
venderse a la reacción para servir a sus
maniobras.

Las condiciones de existencia de la vieja
sociedad están ya abolidas en las condiciones de
existencia del proletariado. El proletariado no tiene propiedad;
sus relaciones con la mujer y con los hijos no tienen nada en
común con las relaciones familiares burguesas; el trabajo
industrial moderno, el moderno yugo del capital, que es el mismo
en Inglaterra que en Francia, en Norteamérica que en
Alemania, despoja al proletariado de todo carácter
nacional. Las leyes, la moral, la religión son para
él meros prejuicios burgueses, detrás de los cuales
se ocultan otros tantos intereses de la
burguesía.

Todas las clases que en el pasado lograron
hacerse dominantes trataron de consolidar la situación
adquirida sometiendo a toda la sociedad a las condiciones de su
modo de apropiación. Los proletarios no pueden conquistar
las fuerzas productivas sociales, sino aboliendo su propio modo
de apropiación en vigor y, por tanto, todo modo de
apropiación existente hasta nuestros días. Los
proletarios no tienen nada que salvaguardar; tienen que destruir
todo lo que hasta ahora ha venido garantizando y asegurando la
propiedad privada existente.

Todos los movimientos han sido hasta ahora
realizados por minorías o en provecho de minorías.
El movimiento proletario es un movimiento propio de la inmensa
mayoría en provecho de la inmensa mayoría. El
proletariado, capa inferior de la sociedad actual, no puede
levantarse, no puede enderezarse, sin hacer saltar toda la
superestructura formada por las capas de la sociedad
oficial.

Por su forma, aunque no por su contenido,
la lucha del proletariado contra la burguesía es
primeramente una lucha nacional. Es natural que el proletariado
de cada país deba acabar en primer lugar con su propia
burguesía.

Al esbozar las fases más generales
del desarrollo del proletariado, hemos seguido el curso de la
guerra civil más o menos oculta que se desarrolla en el
seno de la sociedad existente, hasta el momento en que se
transforma en una revolución abierta, y el proletariado,
derrocando por la violencia a la burguesía, implanta su
dominación.

Todas las sociedades anteriores, como hemos
visto, han descansado en el antagonismo entre clases opresoras y
oprimidas. Mas para poder oprimir a una clase, es preciso
asegurarle unas condiciones que le permitan, por lo menos,
arrastrar su existencia de esclavitud. El siervo, en pleno
régimen de servidumbre, llegó a miembro de la
comuna, lo mismo que el pequeño burgués
llegó a elevarse a la categoría de burgués
bajo el yugo del absolutismo feudal. El obrero moderno, por el
contrario, lejos de elevarse con el progreso de la industria,
desciende cada vez más por debajo de las condiciones de
vida de su propia clase. El trabajador cae en la miseria; la
pobreza crece más rápidamente todavía que la
población y que la riqueza. Es, pues, evidente que la
burguesía ya no es capaz de seguir desempeñando el
papel de clase dominante de la sociedad ni de imponer a
ésta, como ley reguladora, las condiciones de existencia
de su clase. No es capaz de dominar, porque no es capaz de
asegurar a su esclavo la existencia ni siquiera dentro del marco
de la esclavitud, porque se ve obligada a dejarle decaer hasta el
punto de tener que mantenerlo, en lugar de ser mantenida por
él. La sociedad ya no puede vivir bajo su
dominación; lo que equivale a decir que la existencia de
la burguesía es, en lo sucesivo, incompatible con la de la
sociedad.

La condición esencial de la
existencia y de la dominación de la clase burguesa es la
acumulación de la riqueza en manos de particulares, la
formación y el acrecentamiento del capital. La
condición de existencia del capital es el trabajo
asalariado. El trabajo asalariado descansa exclusivamente sobre
la competencia de los obreros entre sí. El progreso de la
industria, del que la burguesía, incapaz de
oponérsele, es agente involuntario, sustituye el
aislamiento de los obreros, resultante de la competencia, por su
unión revolucionaria mediante la asociación.
Así, el desarrollo de la gran industria socava bajo los
pies de la burguesía las bases sobre las que ésta
produce y se apropia lo producido. La burguesía produce,
ante todo, sus propios sepultureros. Su hundimiento y la victoria
del proletariado son igualmente inevitables.

Capítulo 2º.-

Proletarios y
comunistas

¿Cuál es la posición
de los comunistas con respecto a los proletarios en
general?

Los comunistas no forman un partido aparte,
opuesto a los otros partidos obreros.

No tienen intereses que los separen del
conjunto del proletariado.

No proclaman principios especiales a los
cuales quisieran amoldar el movimiento proletario.

Los comunistas sólo se distinguen de
los demás partidos proletarios en que, por una parte, en
las diferentes luchas nacionales de los proletarios, destacan y
hacen valer los intereses comunes a todo el proletariado,
independientemente de la nacionalidad; y por otra parte, en que,
en las diferentes fases de desarrollo por que pasa la lucha entre
el proletariado y la burguesía, representan siempre los
intereses del movimiento en su conjunto.

Prácticamente, los comunistas son,
pues, el sector más resuelto de los partidos obreros de
todos los países, el sector que siempre impulsa adelante a
los demás; teóricamente, tienen sobre el resto del
proletariado la ventaja de su clara visión de las
condiciones, de la marcha y de los resultados generales del
movimiento proletario.

El objetivo inmediato de los comunistas es
el mismo que el de todos los demás partidos proletarios:
constitución de los proletarios en clase, derrocamiento de
la dominación burguesa, conquista del poder
político por el proletariado.

Las tesis teóricas de los comunistas
no se basan en modo alguno en ideas y principios inventados o
descubiertos por tal o cual reformador del mundo.

No son sino la expresión de conjunto
de las condiciones reales de una lucha de clases existente, de un
movimiento histórico que se está desarrollando ante
nuestros ojos. La abolición de las relaciones de propiedad
preexistentes no es una característica propia del
comunismo.

Todas las relaciones de propiedad han
sufrido constantes cambios históricos, continuas
transformaciones históricas.

La revolución francesa, por ejemplo,
abolió la propiedad feudal en provecho de la propiedad
burguesa.

El rasgo distintivo del comunismo no es la
abolición de la propiedad en general, sino la
abolición de la propiedad burguesa.

Pero la propiedad privada burguesa moderna
es la última y más acabada expresión del
modo de producción y de apropiación de lo producido
basado en los antagonismos de clase, en la explotación de
los unos por los otros.

En este sentido los comunistas pueden
resumir su teoría en esta fórmula única:
abolición de la propiedad privada.

Se nos ha reprochado a los comunistas el
querer abolir la propiedad personalmente adquirida, fruto del
trabajo propio, esa propiedad que forma la base de toda libertad,
actividad e independencia individual.

¡La propiedad adquirida, fruto del
trabajo, del esfuerzo personal! ¿Os referís acaso a
la propiedad del pequeño burgués, del
pequeño labrador, esa forma de propiedad que ha precedido
a la propiedad burguesa? No tenemos que abolirla: el progreso de
la industria la ha abolido y está aboliéndola a
diario.

¿O tal vez os referís a la
propiedad privada burguesa moderna?

¿Es que el trabajo asalariado, el
trabajo del proletario, crea propiedad para el proletario? De
ninguna manera. Lo que crea es capital, es decir, la propiedad
que explota al trabajo asalariado y que no puede acrecentarse
sino a condición de producir nuevo trabajo asalariado,
para volver a explotarlo. En su forma actual, la propiedad se
mueve en el antagonismo entre el capital y el trabajo asalariado.
Examinemos los dos términos de este
antagonismo.

Ser capitalista no sólo significa
ocupar una posición personal en la producción, sino
también una posición social. El capital es un
producto colectivo; no puede ponerse en movimiento más que
por la actividad conjunta de muchos miembros de la sociedad y, en
última instancia, sólo por la actividad conjunta de
todos los miembros de la sociedad.

El capital no es, pues, una fuerza
personal; es una fuerza social.

En consecuencia, si se transforma el
capital en propiedad colectiva, perteneciente a todos los
miembros de la sociedad, no es la propiedad personal la que se
transforma en propiedad social. Sólo cambia el
carácter social de la propiedad. Ésta pierde su
carácter de clase.

Examinemos el trabajo
asalariado.

El precio medio del trabajo asalariado es
el mínimo del salario, es decir, la suma de los medios de
subsistencia indispensables al obrero para conservar sus vida
como tal obrero. Por consiguiente, lo que el obrero asalariado se
apropia por su actividad es estrictamente lo que necesita para la
mera reproducción de su vida. No queremos de ninguna
manera abolir esta apropiación personal de los productos
del trabajo, indispensables para la mera reproducción de
la vida humana, esa apropiación, que no deja ningún
beneficio líquido que pueda dar un poder sobre el trabajo
de otro. Lo que queremos suprimir es el carácter miserable
de esa apropiación, que hace que el obrero no viva sino
para acrecentar el capital y tan sólo en la medida en que
el interés de la clase dominante exige que
viva.

En la sociedad burguesa, el trabajo vivo no
es más que un medio de incrementar el trabajo acumulado.
En la sociedad comunista, el trabajo acumulado no es más
que un medio de ampliar, de enriquecer y hacer más
fácil la vida de los trabajadores.

De este modo, en la sociedad burguesa el
pasado domina sobre el presente; en la sociedad comunista es el
presente el que domina sobre el pasado. En la sociedad burguesa
el capital es independiente y tiene personalidad, mientras que el
individuo que trabaja carece de independencia y está
despersonalizado.

¡Y la burguesía dice que la
abolición de semejante estado de cosas es la
abolición de la personalidad y de la libertad! Y con
razón. Pues se trata efectivamente de abolir la
personalidad burguesa, la independencia burguesa y la libertad
burguesa.

Por `libertad', en las condiciones actuales
de la producción burguesa, se entiende la libertad de
comercio, la libertad de comprar y vender.

Desaparecida la compraventa,
desaparecerá también la libertad de compraventa.
Las declamaciones sobre la libertad de compraventa, lo mismo que
las demás bravatas liberales de nuestra burguesía,
sólo tienen sentido aplicadas a la compraventa encadenada
y al burgués sojuzgado de la Edad Media; pero no ante la
abolición comunista de compraventa de las relaciones de
producción burguesas y de la propia
burguesía.

Partes: 1, 2

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