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Razón y fe en el mundo




Enviado por OSCAR ALBERTO



Partes: 1, 2

  1. Planteamiento del problema
  2. La
    inevitable confrontación
  3. El
    rechazo de la fe en nombre de la
    filosofía
  4. La
    transformación de la fe en gnosis o en
    ideología
  5. El
    rechazo de la filosofía en nombre de la
    fe
  6. La
    búsqueda de una armonía entre fe y
    filosofía
  7. Marco
    teórico
  8. Pro y
    contras
  9. Estatus
  10. Conclusiones
  11. Referencias
    bibliográficas

Planteamiento del
problema

Algunos textos del Nuevo Testamento parecen disuadir de
la búsqueda de un nexo cualquiera entre la fe cristiana y
el caminar de la filosofía. ¿No escribe San Pablo a
los Colosenses: «Tened cuidado no vaya a haber alguno que
os engañe con la filosofía, que es una insulsa
patraña forjada y transmitida por hombres, fundada en los
elementos del mundo y no en Cristo» (Col, 2,8)? Y en un
célebre pasaje de su primera epístola a los
Corintios (1 Cor 1, 17-2, 5), ¿no ha opuesto vigorosamente
la locura de la predicación a la sabiduría del
mundo? Sin duda alguna.

Hay que tener en cuenta, sin embargo que, en la
epístola a los Colosenses, como lo indica el contexto,
Pablo, al hablar de «filosofía», se refiere
más a las especulaciones religiosas esotéricas que
a un sistema de pensamiento racional. Y, en su carta a los
Corintios, si quita la máscara a la falsa sabiduría
de los inteligentes y presenta la predicación cristiana
como una locura, es únicamente para mostrar a
continuación cómo este Cristo crucificado, que es
locura para la sabiduría griega, es en verdad potencia de
Dios y sabiduría de Dios, «porque la locura de Dios
es más sabia que los nombres y la debilidad de Dios
más potente que los hombres» (1 Cor
1,25).

Y un poco más adelante, en un pasaje menos
célebre, pero igualmente importante (1 Cor 2, 6-16), Pablo
afirma que lo que él enseña a los cristianos
adultos es una sabiduría, mas no una sabiduría
puramente humana, sino una sabiduría inspirada por el
Espíritu de Dios. En otro lugar se apoya
explícitamente sobre el «conocimiento» del
Misterio que le ha sido comunicado por revelación e invita
audazmente a sus cristianos a caer en la cuenta de la
«inteligencia» que posee del Misterio de Cristo (Ef
3, 2-4). Así pues, no hay que oponer la fe cristiana a
toda forma de sabiduría o de conocimiento. El problema
consiste más bien en saber si, con algunas condiciones, la
sabiduría humana puede contribuir a la elaboración
de esta sabiduría de Dios que Pablo enseña a los
cristianos adelantados.

En el caso mismo de Pablo, la respuesta es ciertamente
positiva cuando vemos el provecho que él ha sacado de su
amplia cultura humana en la exposición del misterio
cristiano. Pero, más allá del caso de Pablo, nos es
necesario ahora plantear el problema en su generalidad y ver
cómo está ligado a la naturaleza misma de la
afirmación cristiana.

La afirmación cristiana

Si, desde su aparición, el cristianismo ha
escandalizado en el plano intelectual, entre otros, y ha
suscitado el problema de la relación entre la fe cristiana
y la reflexión filosófica, es debido al contenido
mismo de sus afirmaciones capitales.

El admirable intercambio: Lo que anuncia el cristianismo
en pleno centro del mundo griego, y luego en el romano, es
verdaderamente escandaloso para el hombre antiguo. Lo que
proclama el Nuevo Testamento es, en efecto, según la bella
fórmula de la liturgia, «el admirable
intercambio» entre Dios y el hombre. Dios es un Padre para
el hombre, puesto que lo ha creado, pero no es solamente esto,
sino que, como dirá un día San Agustín,
«Dios se ha hecho hombre para que el hombre llegue a ser
Dios».

Este maravilloso encuentro se realiza en Jesucristo,
quien, siendo a la vez plenamente Dios y plenamente hombre, es el
lugar vivo donde Dios y el hombre pueden encontrarse e
intercambiarse. Entonces, lo esencial del mensaje cristiano
consiste en afirmar que el hombre, y con él el universo
entero (cf. Rm 8, 18-23), está invitado a entrar en la
intimidad misma de Dios y a ser de este modo divinizado
compartiendo la felicidad del mismo Dios. Y esto no vale
solamente para «la humanidad» en general, el
individuo mismo es llamado a la glorificación: Dios ama
tanto al hombre que éste es llamado, incluso en su cuerpo,
(y ¿qué hay de más propio a cada uno que su
cuerpo?), a ser divinizado viviendo de la misma vida de
Dios.

Sí, «lo que ojo nunca vio, ni oído
oyó, ni hombre alguno ha imaginado, Dios lo ha preparado
para los que le aman» (1 Cor 2,9). Esto es lo que
introduce, en las perspectivas humanas y religiosas de la
Antigüedad, una conmoción inimaginable, la
conmoción de la amistad.

La conmoción de la amistad. La filosofía
antigua se negó a imaginar una amistad, en el sentido
propio del término, entre Dios y el hombre, porque la
amistad supone una cierta igualdad1. «Sería
ridículo, escribía Aristóteles, acusar a
Dios porque el amor que recibimos de él en retorno no es
igual al amor que nosotros le damos, como sería
ridículo que un súbdito hiciera semejante reproche
a su príncipe.

Ya que lo que corresponde al príncipe es recibir
el amor, no el darlo, o, por lo menos, el no amar sino de una
manera completamente diferente» (Eth. Eudem. VII, 3, 1238 b
26-29). Se vuelve a encontrar una actitud parecida, en el siglo
XVII, en Spinoza, cuando afirma: «Quien ama a Dios no puede
hacer esfuerzos para que Dios le ame a su vez» (Eth. V,
prop. 19) o: «Dios no ama ,en el sentido propio del
término, ni odia a nadie» (Eth. V, prop. 17,
cor.).

Ahora bien, lo que el judío-cristianismo anuncia
es precisamente la amistad propiamente dicha entre Dios y el
hombre. Dios es trascendente, cierto, pero su trascendencia es
justamente la de su amor. El nos aventaja infinitamente, pero es
precisamente por el poder que posee de amar y de comunicarse. Por
eso, el Antiguo Testamento emplea ya imágenes muy fuertes,
la del amor paternal o maternal, e incluso la del amor conyugal,
para expresar el lazo de amistad entre Yaveh y su
pueblo.

Esta amistad, en su significación fuerte y, por
decirlo así, en un plano de igualdad, encuentra su
realización en el momento en que, por la
Encarnación, el Hijo de Dios se hace un hombre entre los
hombres y nos enseña a llamar a Dios, siguiendo su propio
ejemplo, con ese diminutivo que emplean los niños para
dirigirse a su padre: Abba (papá), Padre (Rm 8,15; Ga
4,6). Llamar así a Dios revela una audacia inaudita y una
manera de concebir a Dios que es un escándalo para la
representación que los filósofos se hacían
de la trascendencia divina. El escándalo será tanto
mayor cuanto que, en Jesucristo, que es el rostro humano del amor
de Dios, esta amistad desconcertante toma la forma de la humildad
y de la debilidad.

La humildad de Dios: En el centro de la
revelación cristiana se encuentra la figura desfigurada de
un Dios crucificado, «escándalo para los
judíos y locura para los paganos» (1 Cor 1,25). Lo
que ahí se revela es la fuerza de Dios (v. 24), pero no
una fuerza como la concebía la filosofía pagana.
Pues Dios es Amor (1 Jn 4,16) y el amor es la mayor fuerza que
existe, pero se trata de una fuerza que incluye, por naturaleza,
la disponibilidad y, por lo mismo, la vulnerabilidad.

El que no ama no corre ningún riesgo, está
protegido por el caparazón de su indiferencia. Mas amar,
es arriesgarse a ser herido. Es eso exactamente lo que se
manifiesta en la Cruz del Hijo: en ella, la sobreabundante
ternura de Dios y su fidelidad hasta lo último se abajan
hasta el extremo de la pobreza escarnecida y
humillada.

Dios aparece así como aquel que quiere colmar al
hombre con su propia vida divina y que, para convencerle de ello,
para convencerle del cambio radical introducido por el admirable
intercambio, se abandona a él sin reservas, como un
juguete entre sus manos. He aquí una demostración
de fuerza que trastorna todos los cánones de la grandeza,
puesto que es, a la vez, una revelación de esta humildad
de Dios que va hasta la Pasión donde sufre las
consecuencias de todas las miserias.

Frente a la suficiencia bien comprensible de este pagano
admirable que es el hombre en la plenitud de su sabiduría,
de su ciencia y de su competencia, la fe cristiana no es ya la
revelación de una fuerza divina que sería
infinitamente más grande dentro del mismo orden, es
más bien el descubrimiento desconcertante de una grandeza
completamente diferente: la humilde grandeza de un amor
enteramente despojado de sí. Por tanto la finalidad del
Evangelio es que el hombre responda con la humildad de la fe y de
la adoración a la humillación voluntaria del Dios
crucificado.

Tal es el reto lanzado por la afirmación
cristiana a toda sabiduría puramente humana. Se comprende
que haya hecho inevitable una confrontación de la fe
cristiana con el pensamiento filosófico.

La inevitable
confrontación

Al celebrar el admirable intercambio entre Dios y el
hombre, al proclamar la Buena Nueva de la amistad de Dios con el
hombre, al descifrar el amor transfigurante de Dios en la humilde
figura del mayor desfigurado de la historia, la fe cristiana
parece comprometer la transcendencia divina tal como la
razón filosófica se la representa la mayoría
de las veces. Dios, ¿no es el Absoluto? Entonces
¿cómo podría ser visto como un individuo
determinado? ¿No es Espíritu y, por lo mismo,
invisible? ¿Cómo pretender reconocerle en
Jesús de Nazaret? ¿No es El la Vida eterna en su
potencia soberana? ¿Cómo atreverse a identificarle
con un crucificado? Podríamos alargar la lista de las
afirmaciones cristianas escandalosas para la razón
filosófica. No retendremos más que tres,
independientemente de las que han sido expuestas más
arriba.

-El cristianismo, lo mismo que el judaísmo, se
presenta como esencialmente ligado a la historia. Dios es
concebido como el que se revela a través de los
acontecimientos históricos ofreciendo a toda la humanidad
la salvación en este individuo histórico que es
Jesús de Nazaret. Tenemos aquí un doble
escándalo. Primero: que el Dios eterno se manifieste a
través del tiempo y, lo que es más, en un momento
determinado y privilegiado del tiempo. Luego: que una
salvación, universal por principio, esté ligada
constitutivamente a un individuo particular. Este último
escándalo tiene la misma actualidad hoy que en la
Antigüedad.

El hombre que piensa, el filósofo, podría
aceptar de buen grado que se ofreciera a la humanidad una
salvación universal por un medio que fuera él mismo
universal siendo proporcionado a las capacidades naturales del
hombre en general: la ascesis, el recogimiento, la
reflexión, la oración, etc. Pero que la
salvación de todos se desprenda de un acontecimiento
único de la historia, eso se opone profundamente a la sana
razón. Y, sin embargo, es eso, precisamente lo que
constituye la esencia del cristianismo. Es verdad que las otras
religiones, lo mismo que las grandes filosofías de la
humanidad, tienen también un origen histórico, se
refieren a un fundador o a un iniciador que es, ciertamente, un
individuo de la historia.

Pero, este individuo está en el origen de esa
religión o de esa filosofía sin ser él mismo
el objeto central y, por decirlo así, único de
ellas. Ahora bien, la fe cristiana se atreve a hacer esta
barbaridad: afirmar, en Jesús, la identidad del que revela
y de lo revelado. Jesús no es solamente el portador
histórico de un mensaje eterno de verdad, El dice:
«Yo soy la Verdad» (cf. Jn 14,6). Eso es único
y completamente escandaloso.

—Un segundo ejemplo del escándalo que,
dentro del cristianismo, choca con la razón
filosófica: la llamada a la fe en una materia en la que se
juega el destino último del hombre. De una manera o de
otra, la filosofía está siempre, en efecto, en
busca de evidencia racional autónoma. Ahora bien, he
aquí que en la religión cristiana, el acceso a la
verdad más esencial y a la vida la más
indispensable depende de la adhesión a una palabra que
viene de más allá de la razón y de la
acogida de una energía que ella no puede controlar. La
confrontación, o el conflicto, será
inevitable.

—Una última ilustración del
carácter chocante de la fe cristiana: la afirmación
de una Providencia personal de Dios. Es verdad que la
religión griega abunda en dioses antropomorfos que cuidan
del hombre. No obstante, los grandes filósofos paganos
desconocen casi esta noción de providencia. Pensemos en
Aristóteles en el momento del apogeo de la
filosofía griega. En la cumbre del mundo llevado por el
movimiento, coloca el primer motor inmóvil, necesariamente
inmaterial, que concibe como una pura Inteligencia. Mas
¿qué puede pensar esta Inteligencia divina? Nada
fuera de sí porque entonces sería arrastrada, por
su objeto, a la imperfección del cambio. Dios es, pues,
puro Pensamiento del Pensamiento, Pensamiento pensándose
eternamente a sí mismo.

El universo entero, para Aristóteles, se mueve
bajo la atracción inmóvil del Pensamiento divino,
siendo atraído por su perfección como por un
imán, pero Dios en sí mismo no piensa en el mundo y
no se ocupa de él. rente a esto, se comprende el
escándalo causado por la afirmación cristiana de la
Providencia divina; «¿no se venden dos gorriones por
un as? Sin embargo ninguno de ellos cae en tierra sin el
consentimiento de vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los
pelos de vuestra cabeza están todos contados» (Mt
10, 29-30). La inevitable confrontación entre la fe
cristiana y el pensamiento filosófico se ha traducido
desde el principio y se traduce aún hoy en cuatro
reacciones principales. Vamos a verlas
rápidamente.

El rechazo de la
fe en nombre de la filosofía

Este primer resultado de la confrontación lo
ilustra, desde el siglo segundo, la posición del
filósofo platónico Celso en su obra polémica
titulada Discurso verdadero. El se preocupa, ante todo, de
denunciar el peligro que la nueva religión hace correr al
Estado. Pero su crítica acerca del cristianismo no es
sólo política; tiene también algo
filosófico dirigido contra las principales afirmaciones
cristianas y, claramente, contra la divinidad de Jesús. Su
objeción mayor es la siguiente: la razón no puede
aceptar una divinidad que se encarne en una humanidad
corruptible, sufra, muera, resucite.

Todo lo que los cristianos dicen de Jesús es
indigno de Dios y manifiesta un antropomorfismo inaceptable para
la razón filosófica. Dios debe ser transcendente,
inmutable, impasible. ¿Cómo reconocerle en un
hombre frágil de la historia?

Esta eterna objeción es la del racionalismo de
todos los tiempos. Entendiendo por ello, en este caso, una
concepción tal de la razón que, en su nombre, se
limita, a priori, el ejercicio de la libertad divina al
prohibirle tal o cual forma de revelación o de
acción: Dios es eterno, por consiguiente no puede entrar
en la historia; es transcendente, luego no puede encarnarse; es
impasible y no puede sufrir, etc.

El callejón sin salida del racionalismo ha sido
bien estudiado por Claude Bruaire en un librito suyo que lleva el
sugestivo título de «El derecho de Dios». La
tesis defendida por el autor puede resumirse
brevemente.

Ciertamente, ante el tribunal de la razón
filosófica, parece que el Dios cristiano ha perdido su
proceso. ¿Por qué? Porque a los ojos del
racionalismo moderno, como ya al juicio de Celso, el cristianismo
no respeta el derecho más estricto de Dios, a saber, el de
ser Dios, el de ser el Absoluto y, por lo tanto, el de no ser
confundido con lo que no es Dios, con lo finito, lo temporal, lo
contingente. En efecto, ¿qué hace el cristianismo?
Defiende exactamente lo contrario del derecho de Dios al
identificar a Dios con un individuo cuando El es infinito, al
reconocerle en un hombre de la historia cuando El es eterno,
etc.

El resultado del juicio es inevitable: en el tribunal de
la razón, el Dios de Jesucristo no puede sino perder su
proceso. La intención de Bruaire es mostrar que hay que
volver a abrir el proceso de Dios y que el cristianismo tiene
todas las probabilidades de ganar la apelación. A
condición de mostrar con precisión, con rigor, en
qué consiste el verdadero «derecho de Dios».
Entramos aquí en la idea central de la obra: el resultado
negativo del proceso de Dios en el mundo contemporáneo,
como en el tiempo de Celso, descansa en un grave equívoco
en cuanto al derecho de Dios.

En reacción contra el racionalismo, Bruaire
intenta restaurar el verdadero derecho de Dios, el de ser libre,
libre incluso de establecerse en el tiempo, libre, en fin, con
relación a su propio carácter de Absoluto.
Sólo una razón demasiado limitada, sólo la
razón demasiado simple, prohíbe a Dios la entrada
en la historia representándose equivocadamente la
trascendencia, la eternidad o la infinidad divina bajo la forma
vacía de una ausencia total de determinaciones. Una
razón más verdaderamente racional (y aquí el
autor se inspira visiblemente en Hegel) puede, por el contrario,
reconocer el auténtico derecho de Dios, el de ser Trinidad
y el de encarnarse en Jesucristo. Basta para ello con pensar, en
verdad, la libertad del Absoluto. El interés de este
debate es evidente.

Es claro, volveremos sobre ello ulteriormente, que la
razón filosófica debe desempeñar un papel
crítico para con la fe viva, particularmente
purificándola de algunos antropomorfismos. Pero con la
condición de que esta misma razón acoja la
complejidad de lo real y no sucumba a prejuicios mezquinos sobre
lo que la realidad puede ser o sobre lo que Dios está
autorizado a hacer.

En una palabra, la razón debe permanecer
flexible, debe entregarse a una perpetua autocrítica para
no cerrarse prematuramente y para seguir siendo lo que es por
definición: la apertura infinita del espíritu a lo
real. Su vocación es de ser racional, ciertamente, y en
todo su rigor, pero no de ser racionalista. De lo contrario,
corre el riesgo de negarse a sí misma en el mismo momento
en que limita a priori lo real y prohíbe a Dios ser
Dios.

La
transformación de la fe en gnosis o en
ideología

Esta segunda solución dada al problema de la
confrontación entre la fe cristiana y la cultura humana no
consiste ya en rechazar la fe en nombre de la filosofía,
sino más bien en transformar la fe misma en un
conocimiento (gnosis, en griego) superior, apoyado principalmente
en doctrinas filosóficas y reservado a una élite de
«espirituales». Ya se trate de la gnosis antigua, al
principio del cristianismo, o de las gnosis medievales, modernas
o contemporáneas, el gnosticismo se caracteriza, entre
otras cosas, por el abandono de la confesión de la fe
apostólica como criterio de la verdad cristiana, y esto en
provecho de especulaciones ajenas al Evangelio y tomadas del
esfuerzo del hombre por conocerse a sí mismo según
sus propios recursos.

El gnóstico profesa aún buen número
de artículos del Credo (sin embargo, nunca todos), pero no
lo hace por obediencia a la Palabra de Dios transmitida por el
testimonio apostólico y episcopal: él se adhiere
porque estos artículos de fe puedan ser anexionados a una
visión del mundo que no se apoya sobre la fe eclesial,
sino que cae dentro de la competencia de la razón humana,
aunque ésta se revista gustosa con el prestigio de una
revelación secreta.

Así, por ejemplo, los gnósticos cristianos
de la Antigüedad profesaban la encarnación del Verbo,
pero en lugar de entenderla, siguiendo a los Apóstoles, en
conformidad con la recta confesión eclesial de la fe, como
una verdadera encarnación de donde se derivan la dignidad
de la carne y la esperanza de la resurrección, ellos la
vinculaban en seguida a una visión platónica del
mundo: por la resurrección y la Ascensión,
Jesús se despoja de su envoltura carnal y despierta
así en la élite privilegiada de los
«espirituales» el conocimiento salvador de su
naturaleza puramente espiritual.

La versión contemporánea de la gnosis
más ampliamente extendida hoy es la ideología, es
decir, una doctrina cuyo objetivo es social o político,
pero que se apoya en una amplia visión del mundo
presentada como garantizada por la ciencia y mereciendo, a causa
de su infalibilidad, casi mágica, una adhesión
absoluta de naturaleza casi religiosa. De esta manera, muchas
doctrinas que nos prometen «cambiar la vida» se
apoyan sobre ideologías ruidosas que son otras tantas
pseudo-ciencias: la ideología comunista, la
ideología psicoanalítica (el freudismo vulgar), la
ideología estructuralista, etc.

El gnosticismo cristiano contemporáneo
consistirá, pues, en abandonar el magisterio
auténtico de la Iglesia como criterio de la verdad
cristiana para buscar el lugar de interpretación en una o
en otra de estas ideologías. Es el caso de todos los
cristianos que practican lo que M. J. Le Guillou llama «la
hetero-interpretación» de la fe cristiana, es decir,
que interpretan la Revelación no ya según la regla
de la misma fe cristiana, sino según las exigencias de una
cultura ajena al cristianismo ortodoxo: así, por ejemplo,
interpretarán el Evangelio «a la luz» de un
marxismo, de un nietzscheanismo o de un freudismo de
bolsillo.

En vez de bautizar o de tran-substanciar dentro de la fe
cristiana la parte de verdad que contienen estas
ideologías o, en el mejor de los casos, filosofías,
disuelven la verdad de la Iglesia en un sistema intelectual
impermeable al misterio del Padre que se revela en Jesucristo.
Entonces, el nombre de Jesús «venido en la
carne» (1 Jn 4,2) ya no es sino un pretexto para una
visión del mundo que podría igualmente prescindir
de él. El conflicto entre la fe cristiana y la cultura
humana queda así solucionado, pero es por la
reabsorción del cristianismo auténtico dentro de un
sistema ético, psicológico, filosófico o
político donde, sin ser explícitamente repudiado,
está, no obstante, alienado.

El rechazo de la
filosofía en nombre de la fe

Se comprenderá fácilmente que esta tercera
actitud tenga sus comienzos en los Padres que combatieron los
excesos especulativos de la gnosis, particularmente en San Ireneo
de Lyon, que tan vigorosamente luchó contra los
gnósticos en el siglo II. «Vale más,
escribía, no saber absolutamente nada, ni una sola de las
razones por las que ha sido hecha la menor de las cosas creadas,
creyendo en Dios y perseverando en el amor, que, hinchado de
conocimientos, perder este amor que es la vida del hombre»
(Adv. Haer. 2,26,1). En Ireneo no se trata, sin embargo, de un
simple y puro rechazo de la filosofía en nombre de la
fe.

Así, en todo el segundo libro de Adversus
Haereses («Contra las Herejías»), Ireneo se
dedica a echar abajo las doctrinas gnósticas recurriendo a
argumentos puramente racionales. Y, más positivamente,
pese a su recelo de la especulación, ¿no es
él el primer autor cristiano que ha dado una
formulación dogmática orgánica y, con
frecuencia, original al conjunto de todas estas tradiciones
doctrinales de las que se ha hecho el fiel relator
bebiéndolas en la fuente segura de las Iglesias
apostólicas? ¿Cómo habría podido
llevar a cabo esta tarea sin apoyarse al mismo tiempo sobre un
instrumento intelectual?

Las célebres fórmulas de Tertuliano, en la
misma época, son claramente más
antifilosóficas: «¿Qué hay de
común entre el cristiano y el filósofo, entre el
discípulo de Grecia y el del cielo?» (Apol., 46)
«¿Qué tiene que ver Atenas con
Jerusalén? ¿Qué acuerdo puede existir entre
la Academia y la Iglesia? » (De praescr., . Va, incluso,
hasta tratar a Aristóteles de «miserable»
(ibid). Se le atribuye también, sin razón, la
famosa paradoja de la fe: Credo quia. absurdum («creo
puesto que es absurdo»).

De hecho, Tertuliano, fuertemente influido por los
estoicos, ha buscado muy a menudo hacer la síntesis de su
cultura pagana y de su fe cristiana, y su oposición
retórica a la filosofía se explica en parte por sus
polémicas contra los herejes. Esto no impide que haya en
él una severidad incontestable con relación al
pensamiento filosófico y que esta actitud hostil no sea
totalmente ajena a su incapacidad de agrupar sus opiniones
dispares en un sistema teológico coherente.

Tal actitud de recelo con respecto a la razón
filosófica, e incluso de puro y simple rechazo, se vuelve
a encontrar en todas las épocas de la historia de la
Iglesia. Uno de los ejemplos más eminentes de esta manera
de resolver el conflicto es el de Lutero, a quien su
antihumanismo nutrido, es cierto, por los excesos opuestos del
Renacimiento, condujo a tratar a la razón de
«prostituta» dispuesta a venderse a cualquier
tesis.

Según él, la Palabra de Dios solamente
resuena en su estado puro en la Escritura, y toda
intervención de la razón humana para comprenderla o
explicarla no haría sino contaminarla y pervertirla. El
protestantismo de estricta observancia se hará eco
frecuentemente de esta posición característica de
la Reforma. Su testigo más fuerte en nuestro tiempo ha
sido Karl Barth, del que hablaremos más adelante,
detalladamente, aportando los matices necesarios.

Entre las actitudes de sub-estimación de la
filosofía, podemos aún citar, pero en un nivel
completamente diferente y de una gran mediocridad, el
fundamentalismo americano, cuyas posiciones estrictamente
conservadoras se apoyan en una interpretación literal de
la Biblia, excluyendo todo método crítico y
racional.

Más ampliamente, sería necesario citar
aquí, de la misma manera, todas las corrientes de
inspiración fideísta, según las cuales las
verdades de la fe no descansan sobre ningún
preámbulo racional y no requieren ninguna
justificación ante la razón, siendo la fe su propia
razón y su propia justificación. La actitud
fideísta ha sido recientemente ilustrada con brío
por Maurice Clavel en su célebre Lo que yo creo. El
objetivo del libro es liberar a los cristianos franceses
intimidados por filosofías o ideologías
ruidosamente ateas y escandalosamente a la moda. La tesis es
radical: la fe no tiene nada que temer a esos cocos, pues
ningún pensamiento humano tiene ascendiente
legítimo sobre ella con tal que ella misma se abstenga de
filosofar y se mantenga en el puro don de la Revelación.
El grito de Clavel es efectivamente liberador, puesto que deshace
el engaño de las «vacas sagradas» de la
Universidad francesa y ajusta las cuentas al
«marxo-freudo-sartro-husser-lo-heideggero-nietzscheo-estructuralismo
de la Sorbona».

Pero, en cuanto se ha terminado de aspirar a pleno
pulmón esta bocanada de aire fresco ,lo cual sienta
estupendamente bien, las dificultades del fideísmo
reaparecen: a fuerza de injuriar a la Razón («la
Razón es un pecado»; «Cuando yo pienso, soy
ateo», etc), a fuerza de repetir que la fe sólo
puede comentarse por sí misma, ¿no se pisotea la
universalidad del espíritu y se encierra uno en el ghetto
de las convicciones in-verificables e incomunicables? Vamos a ver
cómo la posición auténticamente
católica en la materia es infinitamente más
flexible y se mantiene armoniosamente a igual distancia del
racionalismo que del fideísmo.

La
búsqueda de una armonía entre fe y
filosofía

Esta actitud positiva de reconciliación
está representada desde el siglo II por San Justino en las
Apologías que dirige a los paganos para justificar la fe
cristiana. Justino ha tenido la gran suerte de ser un convertido
que, antes de su adhesión al cristianismo, ha frecuentado
asiduamente la filosofía estoica, aristotélica y
platónica y, a pesar de su decepción, ha conservado
una profunda estima por ciertos puntos de vista de la
filosofía pagana. Al descubrir en la fe cristiana la
única filosofía totalmente verdadera y provechosa,
se vio existencialmente obligado a buscar una armonía
entre sus dos patrias espirituales y a tender un puente entre la
fe y la cultura filosófica pagana. Así es como, en
su esfuerzo por acreditar el cristianismo ante los paganos,
hará resaltar los puntos de convergencia entre la
enseñanza de la Iglesia y las doctrinas filosóficas
griegas, especialmente las de Platón.

Para explicar esta convergencia positiva, a despecho de
las oposiciones irreductibles, Justino recurre esencialmente a un
argumento teológico y metafísico de gran peso: la
preexistencia del Verbo afirmada por San Juan en su
Prólogo. Es verdad que sólo en Jesús ha
aparecido en plenitud «el Verbo que ilumina a todo hombre
que viene a este mundo»; sin embargo, una semilla del Verbo
eterno estaba ya presente en la razón del hombre desde
antes de la encarnación del Logos, y así,
iluminados por el Verbo preexistente, los filósofos, en la
medida de su docilidad a la Verdad, han podido entrever, de
antemano, algo de la revelación cristiana.

A título secundario, Justino intenta
también basar este universalismo cristiano en un argumento
histórico, en verdad mucho menos consistente: los
filósofos paganos, especialmente Platón,
habrían sacado del Antiguo Testamento muchas de sus
proposiciones verídicas. Sea lo que sea de este argumento,
retendremos, como actitud típica, la voluntad de Justino
de buscar, siempre que sea posible, una armonía entre la
fe y la filosofía.

Esta búsqueda se intensificará en Clemente
de Alejandría que, más aún que Justino,
estuvo vivamente convencido de que la Iglesia no podía
cumplir su misión de educadora de la humanidad si no
integraba los valores positivos de la razón
filosófica. Clemente concedió así derecho de
ciudadanía dentro de la Iglesia a la teología
especulativa, demostrando que la ciencia profana y la fe pueden
cooperar a la irradiación de la única verdad del
Logos.

Es sobre todo en su obra Stromata, donde Clemente,
apoyándose como Justino en la doctrina del Verbo, propone
la elaboración de una verdadera gnosis cristiana, no de la
gnosis orgullosa y esotérica de los herejes, sino del
auténtico conocimiento, que consiste en la inteligencia
espiritual de la revelación del Verbo contenida en Cristo
y en la Escritura. Por esta búsqueda de una armonía
positiva y explícita entre la fe (pistis) y el
conocimiento (gnosis), Clemente se distingue notablemente de su
contemporáneo, Ireneo de Lyon.

Este, apegado únicamente a la predicación
apostólica, no veía en la cultura pagana sino
peligros y amenazas, mientras que Clemente, más audaz
aún que Justino, llegará hasta considerar la
filosofía pagana como una especie de segundo
«Antiguo Testamento» que, casi como el Antiguo
Testamento judío, ha preparado en los griegos el
advenimiento de la plena verdad cristiana y que, incluso
después de la encarnación del Logos, sigue siendo
de gran valor para los cristianos preocupados por profundizar en
el conocimiento de su fe. «Dios, en efecto, escribe, es la
causa de todas las cosas bellas, pero de algunas de una manera
esencial, como del Antiguo y del Nuevo Testamento; de otras
secundariamente, como de la filosofía.

Y quizás ésta ha sido dada
fundamentalmente a los griegos, antes que el Señor los
llamara también: pues ella conducía a los griegos
hacia Cristo como la Ley a los Hebreos. Y, todavía ahora,
la filosofía es una preparación que orienta a aquel
que es perfeccionado por Cristo» (Stromata,
1,5,28).

Siguiendo las huellas de pensadores como Justino y
Clemente, llegará a desarrollarse la comprensión
católica del célebre adagio fides quaerens
intellectum: la fe es un don de Dios, pero, en su esfuerzo por
comprenderse a sí misma, recurre legítimamente a
las luces de la razón filosófica. Como veremos en
seguida, esta posición fue canonizada por Tomás de
Aquino en el siglo XIII y, hoy todavía, define la actitud
católica en la materia.

Marco
teórico

El problema razón y fe

"La fe en la revelación no tendría pues
como resultado destruir la racionalidad de nuestro conocimiento,
sino de permitir que se desenvuelva más completamente del
mismo modo que la gracia no destruye la naturaleza, sino que la
sana, fecunda y perfecciona; permite el desenvolvimiento de una
actividad racional más fecunda y verdadera"

a) La fe supone la razón

b) La razón es sanada y elevada por la
fe.

La fe ilumina la oscuridad en que ha quedado la
razón como consecuencia del pecado y la eleva al
conocimiento de las verdades sobrenaturales que superan sus
posibilidades.

El filosofar en la fe.

El cristianismo es una religión monoteísta
revelada y no una filosofía. No es inválida la
aparición histórica de una filosofía
cristiana, que se forma en los primeros siglos de la Edad Media.
Filosofía cristiana como modo de filosofar en la
fe.

La fe y la razón en el cristianismo: La fe es un
don de Dios, pero que concierne al entendimiento humano: "Creer
es el acto del entendimiento que asiente a la verdad divina
imperado por la voluntad, a la que Dios mueve mediante la
gracia". El "creer" es un acto del entendimiento, y el "querer
creer" un acto de la voluntad.

La inteligencia no elimina la fe, la refuerza, y la fe
estimula y promueve la inteligencia. La fe y la razón se
complementan.

Tanto la luz de la fe como la luz de la razón
proceden de Dios, por lo tanto, no pueden
contradecirse.

Es necesario recurrir a la razón para poder luego
profundizar desde un punto de vista teológico. La
razón no sustituye a la fe, hay verdades que la
razón humana no puede conocer, los llamados "misterios".
La fe supone y perfecciona a la razón

QUE ES LA FE

La fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre
a la iniciativa de Dios que se revela. Pero la fe no es un acto
aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo.
Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado
la vida a sí mismo. El creyente ha recibido la fe de otro,
debe transmitirla a otro. Nuestro amor a Jesús y a los
hombres nos impulsa a hablar a otros de nuestra fe. Cada creyente
es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes. Yo
no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi
fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros.

"Creo" (Símbolo de los Apóstoles): Es la
fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente,
principalmente en su bautismo. "Creemos" (Símbolo de
Nicea-Constantinopla, en el original griego): Es la fe de la
Iglesia confesada por los obispos reunidos en Concilio o,
más generalmente, por la asamblea litúrgica de los
creyentes. "Creo", es también la Iglesia, nuestra Madre,
que responde a Dios por su fe y que nos enseña a decir:
"creo", "creemos".

La Iglesia es la primera que cree, y así conduce,
alimenta y sostiene mi fe. La Iglesia es la primera que, en todas
partes, confiesa al Señor (Te per orbem terrarum sancta
confitetur Ecclesia, A Ti te confiesa la Santa Iglesia por toda
la tierra cantamos en el himno Te Deum), y con ella y en ella
somos impulsados y llevados a confesar también : "creo",
"creemos". Por medio de la Iglesia recibimos la fe y la vida
nueva en Cristo por el bautismo. En el Ritual Romano, el ministro
del bautismo pregunta al catecúmeno: "¿Qué
pides a la Iglesia de Dios?" Y la respuesta es: "La fe".
"¿Qué te da la fe?" "La vida eterna".

La salvación viene solo de Dios; pero puesto que
recibimos la vida de la fe a través de la Iglesia,
ésta es nuestra madre: "Creemos en la Iglesia como la
madre de nuestro nuevo nacimiento, y no en la Iglesia como si
ella fuese el autor de nuestra salvación" (Fausto de Riez,
De Spiritu Sancto, 1,2: CSEL 21, 104). Porque es nuestra madre,
es también la educadora de nuestra fe.

EL LENGUAJE DE LA FE

No creemos en las fórmulas, sino en las
realidades que estas expresan y que la fe nos permite "tocar".
"El acto [de fe] del creyente no se detiene en el enunciado, sino
en la realidad [enunciada]" (Santo Tomás de Aquino, S.Th.,
2-2, q.1, a. 2, ad 2). Sin embargo, nos acercamos a estas
realidades con la ayuda de las formulaciones de la fe. Estas
permiten expresar y transmitir la fe, celebrarla en comunidad,
asimilarla y vivir de ella cada vez más.

La Iglesia, que es "columna y fundamento de la verdad"
(1 Tm 3,15), guarda fielmente "la fe transmitida a los santos de
una vez para siempre" (cf. Judas 3). Ella es la que guarda la
memoria de las palabras de Cristo, la que transmite de
generación en generación la confesión de fe
de los apóstoles. Como una madre que enseña a sus
hijos a hablar y con ello a comprender y a comunicar, la Iglesia,
nuestra Madre, nos enseña el lenguaje de la fe para
introducirnos en la inteligencia y la vida de la fe.

Desde siglos, a través de muchas lenguas,
culturas, pueblos y naciones, la Iglesia no cesa de confesar su
única fe, recibida de un solo Señor, transmitida
por un solo bautismo, enraizada en la convicción de que
todos los hombres no tienen más que un solo Dios y Padre
(cf. Ef 4,4-6). San Ireneo de Lyon, testigo de esta fe,
declara:

"La Iglesia, diseminada por el mundo entero hasta los
confines de la tierra, recibió de los Apóstoles y
de sus discípulos la fe […] guarda diligentemente la
predicación […] y la fe recibida, habitando como en una
única casa; y su fe es igual en todas partes, como si
tuviera una sola alma y un solo corazón, y cuanto predica,
enseña y transmite, lo hace al unísono, como si
tuviera una sola boca" (Adversus haereses, 1, 10,1-2).

"Porque, aunque las lenguas difieren a través del
mundo, el contenido de la Tradición es uno e
idéntico. Y ni las Iglesias establecidas en Germania
tienen otro fe u otra Tradición, ni las que están
entre los iberos, ni las que están entre los celtas, ni
las de Oriente, de Egipto, de Libia, ni las que están
establecidas en el centro el mundo…" (Ibíd.). "El
mensaje de la Iglesia es, pues, verídico y sólido,
ya que en ella aparece un solo camino de salvación a
través del mundo entero" (Ibíd. 5,20,1).

"Esta fe que hemos recibido de la Iglesia, la guardamos
con cuidado, porque sin cesar, bajo la acción del
Espíritu de Dios, como un contenido de gran valor
encerrado en un vaso excelente, rejuvenece y hace rejuvenecer el
vaso mismo que la contiene" (Ibíd., 3,24,1).

LA FE, FUNDAMENTO DE LA VIDA CRISTIANA

Desde el comienzo de su ministerio, Jesús
pedirá a sus oyentes creer en la Buena Nueva (Mc 1,v.15) y
presenta siempre la fe como condición indispensable para
entrar en el reino de los cielos. Ya se trate de la
curación corporal (Mt 9,v.22; Mc 10,v.52; Io 11,v.25-27,
etc.), ya se trate de los milagros que Cristo realiza (cfr. Mt
13,v.28), la fe es la que todo lo obtiene. Por eso, los
Apóstoles ponen esta condición: "cree en el
Señor y serás salvo" (Act 16,v.31).

La fe divide a los hombres en función de su
destino eterno: "el que crea y se bautice se salvará, el
que no crea se condenará" (Mc 16,v.15 ss.; Io 13,v.18); se
trata pues, de una condición indispensable y radicalmente
necesaria para el estado de gracia: "Sin fe es imposible agradar
a Dios" (Heb 11,v.6); "la fe es fundamento de la
salvación" (Heb 11,v.1).

En la enseñanza de San Pablo se ve cómo la
justificación nace de la fe, se realiza por medio de la
fe, reposa en la fe (Rom 1,v.17; 3,v.22 ss.; 5,v.1; Gal 2,v.10;
3,v.11; Philp 3,v.9). La fe es necesaria para la salvación
y así lo ha expresado el Magisterio de la Iglesia. El
Concilio de Trento afirma que la fe es "inicio de la
salvación humana, fundamento y raíz de toda
justificación, sin la cual es imposible agradar a Dios y
llegar al consorcio de hijos de Dios" (Dz-Sch 1532); y el
Concilio Vaticano I, recogiendo esas mismas palabras,
añade: "de ahí que nadie obtuvo jamás la
justificación sin ella y nadie alcanzará la
salvación eterna si no perseverase en ella hasta el fin"
(Dz-Sch 3012).

La teología, distinguiendo un hábito de fe
(fe habitual) concedido por la gracia santificante
(también a los niños, por medio del Bautismo), y un
acto de fe (fe actual), necesario para aquellos que son capaces
de obrar moralmente (porque tienen uso de razón), expresa
esa radicalidad de la fe en la vida cristiana con esta tesis: la
fe es necesaria con necesidad de medio para la
justificación y para la salvación eterna, de tal
modo que sin ella nadie puede salvarse; en el caso de todos los
hombres en general (incluidos niños), se trata de la fe
habitual, y en el caso de los que tienen uso de razón, de
la fe actual. De modo que los niños, para salvarse,
necesitan de la fe habitual conferida por la gracia santificante
(de ahí la obligación de administrar el Bautismo
cuanto antes sea posible), y los adultos necesitan el acto de fe
para entrar en el reino de los cielos.

Partes: 1, 2

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