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La falsa moral absoluta de los dirigentes de la Iglesia Católica



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    La falsa moral absoluta de los dirigentes de la Iglesia
    Católica – Monografias.com

    La falsa moral absoluta de los
    dirigentes de la Iglesia Católica

    Los dirigentes de la Iglesia Católica dice
    defender una "moral absoluta", a pesar de que de hecho ni
    siquiera defienden ni practican –salvo raras excepciones-
    una moral relativa, a no ser como instrumento al servicio de sus
    fines crematísticos y de poder, y a pesar de que una
    "moral absoluta" sería sólo un absurdo
    absoluto.

    La jerarquía católica critica la "moral
    laica" por tener un carácter relativista, y al
    mismo tiempo proclama que su propia moral es absoluta
    porque considera que su fundamento se encontraría en
    "Dios", un supuesto ser personal, dotado de infinitas
    perfecciones que sería el creador del Universo y el
    fundamento de todas las leyes, tanto de las naturales como de las
    morales. En este sentido Tomás de Aquino defendió
    la existencia de una ley eterna, ley que englobaba a
    cualquier otra y cuyo autor era Dios, que presidía los
    cambios de todo el Universo. Dicha ley eterna, en
    referencia al comportamiento humano, se manifestaba como ley
    natural
    , que Tomás de Aquino definía como "la
    participación de la ley eterna en la criatura racional":
    Se trataba de la ley moral que debía presidir el
    comportamiento humano, aunque la libertad humana implicaba la
    posibilidad de optar o no por su cumplimiento. Finalmente
    Tomás de Aquino hace referencia a las leyes
    positivas
    , creadas por los hombres para regir su
    convivencia, leyes que, en cuanto se adapten a la ley
    natural
    , tendrían un carácter moralmente
    obligatorio, y, en cuanto se opusieran a dicha ley, habría
    que oponerse a ellas.

    Los dirigentes católicos consideran por ello
    –o eso dicen- que las leyes morales tendrían un
    valor absoluto por provenir de "Dios", representando por
    ello la plasmación de los auténticos
    valores
    (?) que, a su parecer, deberían regir la
    conducta humana.

    Pero tal justificación es simplemente
    errónea, pues, aunque existiera un "Dios" como ése
    en el que dicen creer, no serviría como fundamento para
    una moral absoluta, pues, como ya explicó acertadamente
    Kant, la moral que pretendiera guiarse por supuestas leyes
    emanadas de ese hipotético ser sería
    heterónoma y, por ello mismo, tan "relativista"
    como cualquier otra, en cuanto su cumplimiento no se
    produciría a partir de lo que Kant consideró como
    conciencia del deber de someter la propia conducta al
    cumplimiento de tales leyes, sino que se produciría o bien
    como consecuencia del temor a las represalias de ese
    "Dios" en el caso de que no se le obedeciera, o bien como
    consecuencia del deseo de conseguir la felicidad eterna
    como recompensa por haber actuado de acuerdo dichas
    leyes.

    Por ello es seguro que los dirigentes católicos
    ni siquiera saben de qué hablan cuando critican la "moral
    relativista", por la sencilla razón de que, como
    más adelante se verá, la supuesta moral absoluta
    sólo es un absurdo absoluto. Pero, a pesar de todo, al
    referirse a la "moral relativista" con espantados aspavientos,
    los dirigentes de la Iglesia Católica pretenden conseguir
    que quienes les escuchan piensen que esa forma de moral es algo
    así como "el Diablo disfrazado de Moral".

    1. Así que, a fin de desenmascarar a estos
    amantes de los disfraces y de la hipocresía, tanto en la
    vestimenta material como en la ideológica, puede ser
    conveniente aclarar la diferencia entre una moral "relativista" y
    una moral supuestamente "absoluta". Para ello tiene especial
    interés hacer referencia a diversos estudios
    filosóficos especialmente importantes por lo que se
    refiere a la moral y, especialmente, a los planteamientos
    kantianos.

    1.1. Kant consideró que en cuanto el
    comportamiento humano estuviera encaminado a la búsqueda
    de la felicidad, tal comportamiento era
    interesado, pues, efectivamente, nadie considera que
    exista un mérito especial en aquel comportamiento cuya
    finalidad se dirija hacia la propia satisfacción o
    felicidad personal. Por ello, el filósofo de
    Königsberg, a la hora de referirse a las acciones humanas en
    cuanto relacionadas de algún modo con un deber,
    señala la existencia de dos tipos de imperativos o
    fórmulas para expresar tal deber, de los cuales
    sólo uno sería el moralmente correcto. Se trata de
    los que él denominó imperativos
    hipotéticos
    e imperativo
    categórico.

    Los imperativos hipotéticos
    expresan

    "la necesidad práctica de llevar a cabo una
    acción como medio para algún otro fin que se
    quiere"[1],

    el cual se expresa mediante una cláusula
    condicional. Ejemplos de estos imperativos serían: "Si
    quieres vivir, debes comer" y "si
    quieres ser alumno de la facultad, debes
    matricularte". Por su parte, el imperativo
    categórico
    es

    "aquél que expresa una acción por
    sí misma como objetivamente necesaria, sin relación
    con ningún objeto"[2],

    es decir, aquél en el que la acción se
    realiza por considerarse un deber incondicional, al
    margen de que conduzca o no a la felicidad o a la
    consecución de cualquier otro objetivo deseado. En
    principio y desde la perspectiva kantiana, un ejemplo de tal
    imperativo podría ser "se debe decir siempre la
    verdad".

    Precisamente por esa diferencia esencial entre el
    imperativo hipotético, en el que el deber queda
    subordinado al querer, y el categórico,
    en el que el deber se mostraría como incondicional y
    absoluto, considera Kant que el imperativo categórico
    constituye el único y auténtico imperativo moral,
    mientras que los hipotéticos se relacionarían con
    la técnica (cómo debo actuar
    para conseguir determinado objetivo en cuanto de hecho
    me atrae) o con los de la prudencia (cómo
    debo actuar para conseguir un objetivo propio
    de la naturaleza humana, como el deseo de la
    felicidad).

    Sin embargo, a continuación se verá que el
    supuesto imperativo categórico es en realidad un
    imperativo hipotético y que, en definitiva, todos los
    imperativos son hipotéticos. Y, como consecuencia de lo
    anterior, si los imperativos hipotéticos sólo
    pueden servir de fundamento para una moral relativa, y, si el
    imperativo categórico es el único que podría
    fundamentar una moral absoluta pero se demuestra que tiene en
    realidad carácter hipotético, la conclusión
    que deriva de estas consideraciones es la de que toda moral tiene
    un valor relativo.

    En efecto, desde la perspectiva kantiana el
    imperativo categórico sería el
    único imperativo moral a causa de su
    carácter desinteresado y de su relación
    con un deber absoluto e incondicional, mientras que los
    imperativos hipotéticos no podrían ser la
    base de la moral en cuanto no se proponen como fines
    absolutos
    que deban ser realizados de manera incondicional,
    sino sólo como medios para conseguir determinados
    fines, en cuanto éstos son deseados.

    El imperativo categórico
    indicaría cómo se debe actuar, en el
    sentido de que plantearía la exigencia absoluta de actuar
    de un modo determinado, con independencia de cualquier utilidad
    que pudiera conseguirse como resultado de tal forma de actuar.
    Por ello, lo que, según Kant, hay que calificar de moral o
    inmoral es la voluntad, según la
    máxima
    que le sirva de guía para su conducta,
    y, por ello, el hombre sólo será plenamente moral
    en cuanto su voluntad se mueva a obrar exclusivamente por la
    consideración de la acción como un deber y
    no por un fin ajeno al deber. En este sentido, la
    veracidad, como conducta que estuviera de acuerdo con ese
    imperativo moral, debería producirse en cuanto el hombre
    "comprendiese" (?) que el comportamiento veraz era una ley
    moral con un valor absoluto
    y, en consecuencia, decidiese
    actuar de acuerdo con él sin otra finalidad que la de
    cumplir con dicha ley moral por representar un
    deber. En este sentido Kant define el deber
    moral como

    "la necesidad de obrar por respeto a la
    ley"[3].

    Sin embargo, esta doctrina, en apariencia tan desligada
    del interés egoísta, plantea un dilema
    cuyo esclarecimiento demuestra la inconsistencia del
    planteamiento kantiano.

    Efectivamente, cuando uno realiza determinada
    acción, en principio podría plantearse el dilema
    según el cual o bien actúa por la
    consideración del bien que existe o deriva de
    ella, o bien actúa por la consideración de que tal
    forma de conducta representa un deber por ella misma.
    Ahora bien, si se atiende al bien que deriva de dicha
    acción para considerarla como un deber, en tal
    caso tal acción será un ejemplo de imperativo
    hipotético
    , pues será la consideración
    de dicho bien (fin deseado) la que determine la
    realización de la acción que conduce a él,
    y, por ello mismo, ésta no representará un fin
    en sí misma
    . Pero, si no se tiene en cuenta el
    bien como criterio para establecer el deber de
    realizar tal acción, en tal caso lo más
    lógico sería tratar de averiguar por
    qué
    la realización de tal acción
    tendría que representa un deber absoluto, pues,
    en el caso de no presentar justificación alguna, su
    adopción como un deber sería simplemente
    irracional.

    Kant no se planteó en ningún momento el
    problema de la justificación del deber en un
    sentido absoluto sino que, influido por la moral
    protestante, consideró la existencia de dicho
    deber como una especie de dato inmediato de la
    conciencia que no requería de justificación alguna.
    Por otra parte, no habría podido dar respuesta a la
    segunda parte del dilema planteado, es decir, no habría
    podido justificar la existencia de deberes absolutos en
    cuanto esta tarea sólo habría podido realizarla
    haciendo referencia al bien que se obtendría
    mediante su cumplimiento, pero, de ese modo, el supuesto deber
    habría dejado de ser absoluto para convertirse en
    relativo, en cuanto subordinado a tal bien.
    Esto se entiende más fácilmente considerando el
    ejemplo que los dirigentes católicos ponen para justificar
    el supuesto valor absoluto de su moral alegando que se trata de
    una moral cuyo origen se encuentra en Dios y no en lo que el
    hombre decida considerar como moral. Pero, en relación con
    tal alegación, uno podría plantearse, ¿por
    qué –suponiendo que Dios existiera y que mandase
    hacer algo- es un deber absoluto hacer lo que Dios manda. Como
    respuesta a esta pregunta caben varias respuestas, como las
    siguientes: a) porque, si obedezco, iré al Cielo; b)
    porque, si no obedezco, iré al Infierno; c) porque lo que
    Dios manda es bueno.

    Pasemos a su análisis: la respuesta a
    convertiría la obediencia a Dios en un imperativo
    hipotético ya que, como diría Kant, en tal caso uno
    obra por un interés que desea; la respuesta b
    tiene esa misma característica porque uno actuaría
    por un fin ajeno al del simple cumplimiento del deber, uno
    actuaría con la finalidad de no ir al Infierno; y
    la respuesta c, aunque pueda parecer otra cosa, vuelve a
    ser otro ejemplo de imperativo hipotético en cuanto hacer
    algo porque es bueno equivale a hacerlo por aquellos objetivos
    que, de manera más o menos explícita, están
    contenidos en el concepto de bueno, como
    deseable, apetecible, agradable,
    conducente a la propia felicidad, pues, tal como ya
    escribió Spinoza,

    "no nos esforzamos en nada, ni queremos, apetecemos o
    deseamos cosa alguna porque la juzguemos buena; sino que, por el
    contrario, juzgamos que una cosa es buena porque nos esforzamos
    hacia ella, la queremos, apetecemos y
    deseamos"[4].

    En consecuencia, si la distinción kantiana entre
    ambos tipos de imperativos fue útil, lo fue especialmente
    para aclarar que en realidad el único tipo de imperativo
    racional era el imperativo hipotético, que sólo
    servía para fundamentar una moral de carácter
    relativista que subordina el deber al
    querer. Y, por ello, la pretendida moral
    absoluta
    , al exaltar la idea del deber como
    autosuficiente
    , sería irracional, por proclamar la
    misteriosa existencia de dicho deber más allá y por
    encima de los propios deseos e intereses humanos y por no dar una
    explicación de por qué un supuesto deber
    realmente lo era.

    2. Pasando ahora al análisis de la
    moral de la Iglesia Católica hay que afirmar que
    se trata igualmente de una moral relativista porque, al
    margen de que sus dirigentes pretendan que su fundamento se
    encuentra en "Dios" como realidad absoluta, a la hora de
    seguir o no las normas supuestamente establecidas por ese "Dios",
    es siempre el ser humano quien desde su propia racionalidad tiene
    que plantearse por qué debería cumplir los
    preceptos divinos. Y, cuando se pretende responder a esa
    pregunta, surgen diversas respuestas posibles como las
    siguientes:

    1) porque son realmente buenos en sí
    mismos
    ,

    2) porque representan la voluntad de "Dios",
    y

    3) porque son la condición para la
    obtención de la felicidad eterna, de acuerdo con las
    palabras de Jesús, "si quieres ir al Cielo, cumple los
    mandamientos".

    Ahora bien, cuando se analizan estas respuestas, puede
    verse que las tres son propias de una moral
    relativista
    .

    En efecto, la respuesta 1 conduciría a
    la nueva pregunta: ¿qué sentido tiene decir que los
    preceptos divinos sean buenos en sí mismos? Como
    se ha dicho antes de acuerdo con el punto de vista de Spinoza, el
    calificativo bueno tiene un sentido relativo:
    No se dice que algo sea "bueno en sí mismo" sino que es
    bueno para algo, de manera que en el fondo decir de algo
    que sea bueno en sí mismo es decir una frase sin
    sentido. Precisamente por eso había escrito Spinoza que
    no deseamos algo por considerarlo bueno, sino que lo
    consideramos bueno porque lo deseamos
    en cuanto nos causa
    bienestar, placer, o cualquier otra sensación
    satisfactoria.

    La respuesta 2 conduciría igualmente a
    la nueva pregunta: ¿por qué hay que cumplir la
    voluntad de Dios? Y la respuesta a esa nueva pregunta o bien
    debería remitir a una explicación relacionada con
    el bien derivado de cumplir con ella, lo cual convertiría
    dicha respuesta en una explicación relativista, o
    bien podría detenerse en la simple afirmación de
    que lo que Dios manda hay que obedecerlo porque sí, lo
    cual sería una respuesta irracional que no
    serviría como justificación de ningún tipo
    de moral.

    Finalmente la respuesta 3 es
    relativista de forma directa, en cuanto el cumplimiento
    de los mandamientos aparece como medio para alcanzar la
    felicidad eterna.

    Son muchas las ocasiones en que en la Biblia aparecen
    planteamientos de este tipo; así, por ejemplo, los
    siguientes:

    1) "Jacob hizo también esta promesa:

    -Si Dios está conmigo […] y si puedo
    volver sano y salvo a casa de mi padre, entonces el Señor
    será mi Dios […] y de todo lo que me des te
    daré el diezmo"[5].

    2) "Poned en práctica todos los mandamientos que
    yo os prescribo hoy. De esta manera viviréis, os
    multiplicaréis y entraréis a tomar posesión
    de la tierra que el Señor prometió con juramento a
    vuestros antepasados"[6].

    3) "Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos,
    que mañana moriremos
    "[7].

    4) "…el Hijo del hombre tiene que ser levantado
    en alto, para que todo el que crea en él tenga
    vida eterna"[8],

    5) "hemos creído en Cristo Jesús
    para alcanzar la salvación por medio de esa fe en
    Cristo y no por el cumplimiento de la
    ley"[9],

    o, también,

    6) "arrepentíos y convertíos, para
    que
    sean borrados vuestros
    pecados"[10].

    7) "Si quieres  entrar en la vida [eterna], guarda
    los  mandamientos"[11].

    Estos pasajes representan ejemplos evidentes de una
    moral relativista, pues el comportamiento supuestamente moral
    queda subordinado en 1, a que Dios esté conmigo
    […] y a que pueda volver sano y salvo a casa de mi
    padre
    ; en 2, a que queráis vivir una larga vida,
    a que queráis tener una gran descendencia y queráis
    tomar posesión de la tierra prometida
    ; en 3, a que
    haya una resurrección y la vida eterna como premio por
    la buena conducta
    ; en 4 y 5, a que la fe determine la
    propia salvación
    ; en 6, a que se borren nuestros
    pecados
    ; y en 7, a que quieras entrar en la vida,
    es decir, en la felicidad eterna, y, como Kant y el mismo
    Tomás de Aquino indican, el deseo de la felicidad es
    irrenunciable, por lo que la creencia en la vida eterna y el
    comportamiento de acuerdo con los mandamientos irán de la
    mano con el deseo de la felicidad en la vida eterna en la medida
    en que se disponga de la creencia en dicha posibilidad, del mismo
    modo que discurren de ese modo el deseo de ascender el Everest y
    los esfuerzos por conseguirlo, de manera que uno
    continuará con tales esfuerzos mientras le resulten menos
    incómodos que atractivo el fin que desea lograr y la
    confianza en conseguirlo. Y, en este sentido, tal como
    señaló Kant, esos planteamientos serían
    formas de imperativos hipotéticos y, por ello mismo, de
    imperativos sin carácter moral por su carácter
    interesado.

    3. Como complemento de este análisis puede
    resultar útil hacer una breve referencia a otros
    planteamientos morales, como los de Aristóteles,
    Epicuro, Hume, Nietzsche y B. Russell
    para terminar de ver que moral y relativismo van siempre unidos
    de modo inevitable y para terminar de ver igualmente que la
    supuesta moral absoluta defendida por los dirigentes de
    la secta católica en realidad carece de
    sentido.

    3.1. Así, desde una perspectiva como la
    aristotélica, en líneas generales su
    ética tiene un carácter relativista porque
    en ella las acciones no se consideran buenas o malas en
    sí mismas
    sino buenas o malas en cuanto se encaminen
    adecuadamente a la consecución del fin más
    propio de la vida humana. Dice Aristóteles (384-322 a. C.)
    que tal fin es la felicidad, pero señala que no
    todos están de acuerdo a la hora de señalar
    qué forma de vida es la más adecuada para alcanzar
    tal objetivo. Por ello dedicó algunos capítulos de
    su ética a esclarecer en qué podía consistir
    la felicidad para el hombre, llegando a la conclusión de
    que consistía en una forma de vida acorde con su
    naturaleza. Y, en cuanto la esencia o naturaleza del ser
    humano consistía en su racionalidad, llegó
    finalmente a la conclusión de que la felicidad humana
    debía consistir en la vida teorética
    relacionada con el conocimiento de la realidad. En segundo lugar
    y en cuanto el hombre es una realidad social,
    Aristóteles apreció también la vida
    política
    , es decir, la vida dedicada al bien
    común
    de la polis, aunque esta
    valoración la hizo más por la propia
    satisfacción individual de ser valorado y
    admirado por la pólis que por un sentimiento de
    obligación absoluta respecto a ella. Y
    así, su ética tuvo un carácter
    relativista, al subordinar el valor moral de cualquier
    acción al hecho de que condujera o no a la
    consecución de tales objetivos de bienestar y de
    satisfacción personal.

    3.2. Una perspectiva similar acerca de la moral
    fue la defendida por Epicuro (341-270 a.C.), quien, al
    igual que Aristóteles, consideró que el fin
    último
    de la vida era la felicidad, pero
    identificó la felicidad con el placer:

    "El placer es punto de partida y fin de una vida
    bienaventurada"[12].

    Sin embargo, entendió que una vida feliz no se
    producía por medio de los placeres de la comida, de la
    bebida o de la sexualidad, sino a través de aquellos que
    causan la

    "liberación de dolor en el cuerpo y de
    turbación en la
    mente"[13].

    Consecuente con este planteamiento, consideró que
    las virtudes no representaban valores en sí
    mismas
    , sino que eran medios cuyo valor
    dependía del placer a que condujesen, hasta el
    punto de considerar que incluso la amistad y el bien
    de los demás
    se buscan porque provocan
    la propia felicidad, y afirmó en consecuencia que
    la justicia "no es algo en sí", sino "una especie
    de pacto de no dañar ni ser dañado", teniendo, como
    todas las demás virtudes, un valor relativo,
    relacionado con el propio interés y la propia
    felicidad
    .

    Vemos así que los planteamientos de
    Aristóteles y de Epicuro tienen un carácter
    relativista en cuanto no consideran que los actos
    humanos tengan un valor moral por sí mismos sino
    que sólo son medios, más o menos valiosos,
    para alcanzar la propia felicidad, al margen de cuál sea
    la actividad en que consideren que ésta se
    encuentra.

    3.3. Por su parte, en el siglo XVIII, D.
    Hume
    (1711-1776) considera que los juicios morales no
    derivan de la razón sino del sentimiento
    , pues la
    razón es sólo un instrumento que nos muestra el
    camino para llegar a un determinado fin, pero no es ella la que
    establece los fines de la conducta; afirma, por ello,
    que

    "no es contrario a la razón el preferir la
    destrucción del mundo entero a tener un rasguño en
    mi dedo",

    pues es sólo el sentimiento de
    simpatía
    el que nos lleva a aprobar o a condenar las
    diversas acciones según contribuyan o no a un aumento de
    la felicidad, no sólo a nivel individual sino a
    nivel colectivo.

    Hume presenta una explicación del fenómeno
    de la moral a partir de la naturaleza humana. Si la
    tradición cristiana había tratado las cuestiones
    morales desde una relación de dependencia con respecto a
    las cuestiones teológicas, considerando a Dios como
    legislador absoluto del universo, a través de la ley
    eterna,
    y de la moral, a través de la ley
    natural
    (Tomás de Aquino), progresivamente el
    criterio de moralidad se trasladó desde la supuesta
    trascendencia divina a la subjetividad humana.
    La filosofía moral de Hume se sitúa en esta nueva
    perspectiva, que, por lo demás, no era tan nueva, pues ya
    había sido defendida en los primeros siglos de la
    Filosofía por los sofistas, los cirenaicos, los
    epicúreos y por el mismo Aristóteles. Por su parte,
    Hume había criticado el valor de la religión; en
    consecuencia, si seguía manteniendo el valor de la moral,
    había de hacerlo desde fundamentos ajenos a los
    teológicos. Consideró, en consecuencia, que, al
    igual que cualquier conocimiento, la moral debía quedar
    fundamentada a partir de la aplicación del
    método experimental y que ya era hora de que los
    hombres

    "rechacen todo sistema de ética, por sutil e
    ingenioso que sea, si no está fundado en los hechos y en
    la observación"[14].

    Por otra parte, para Hume el valor de la moral era
    evidente, puesto que en todo tiempo y lugar se pronunciaban
    juicios y calificativos morales acerca de las diversas formas de
    conducta.

    Para explicar el fenómeno de la moral, desde el
    principio de sus investigaciones Hume se centró en una
    perspectiva antropocéntrica. Así, por ejemplo,
    indicó que

    "todo lo que contribuye a la felicidad de la sociedad se
    recomienda por sí mismo, y de modo directo, a nuestra
    aprobación y buena voluntad. He aquí un principio
    que explica en gran parte el origen de la
    moralidad"[15].

    Con una buena dosis de sentido común, Hume indica
    que la moral no sólo se centra y encuentra su fundamento
    en el hombre sino que además no pretende otra cosa que
    señalar la clase de normas que pueden propiciar el
    máximo de felicidad al conjunto de los hombres. Critica,
    en consecuencia, la postura de quienes defienden una moral de
    sacrificios y privaciones, manifestando que la virtud

    "no nos habla de inútiles
    austeridades y rigores, de sufrimientos y negación de
    sí mismo. Declara que su único propósito es
    hacer a sus seguidores y a toda la humanidad […] alegres y
    felices. Y nunca, voluntariamente, priva de ningún placer,
    a no ser con la esperanza de una compensación mayor en
    otro período de sus vidas. La única
    preocupación que ella exige es la de un cálculo
    justo de la mayor felicidad y una preferencia constante por ella.
    Y si se le aproximan austeros hipócritas, enemigos de la
    alegría y del placer, los rechaza como hipócritas y
    engañadores, o, si los admite en su cortejo, son situados
    entre los menos favorecidos de sus
    partidarios"[16].

    3.3.1. En contra de los filósofos que
    pretendían que la razón era el origen de las
    distinciones morales, Hume trata de demostrar que

    "la razón por sí sola nunca puede motivar
    un acto de la voluntad"

    y que, además,

    "nunca puede oponerse a la pasión en lo
    concerniente a la dirección de la
    voluntad"[17].

    Hume analiza esta cuestión porque considera
    que

    "nada es más corriente en filosofía, e
    incluso en la vida corriente, que hablar del combate entre la
    pasión y la razón, dar la preferencia a la
    razón y afirmar que los hombres sólo serán
    virtuosos cuando adapten sus actos a los dictados de
    ella"[18].

    Como prueba de ello, observa que la razón, en
    cuanto se ocupa de las relaciones entre las ideas, nunca es la
    causa de la acción:

    "…las matemáticas son útiles en
    todas las operaciones mecánicas, y la aritmética lo
    es en casi todo oficio y profesión, pero no es por
    sí mismas por lo que tienen
    influencia"[19].

    No influyen, pues, en los actos a no ser que tengamos un
    propósito que no esté determinado por las
    matemáticas. Por otra parte, la razón interviene
    además en la formación del conocimiento probable de
    la realidad empírica, conocimiento en el que aplicamos la
    relación de causalidad. A través de estos
    conocimientos podemos observar que, cuando cualquier objeto nos
    causa placer o dolor, sentimos una emoción subsiguiente de
    atracción o aversión y, en consecuencia, tratamos
    de conseguir o evitar el objeto correspondiente. La
    razón nos sirve en tal caso para orientarnos a fin de
    conseguir nuestros propósitos, pero no es ella quien los
    establece
    :

    "La propensión o aversión hacia un objeto
    se deriva de la esperanza de placer o
    dolor"[20].

    Así pues, la razón por sí sola no
    puede nunca producir ninguna acción y, en
    consecuencia,

    "tampoco es capaz de impedir la volición o de
    disputar la preferencia a cualquier pasión o
    emoción, lo cual es una consecuencia
    necesaria".

    La conclusión de todo esto es que

    "la razón es y debe ser solamente la esclava de
    las pasiones, y no puede pretender otra misión que el
    servirlas y obedecerlas"[21],

    de manera que no es ella sino la atracción y la
    aversión, surgidas a partir de la experiencia de placer o
    dolor, las causas de la acción humana. La razón
    sólo interviene como instrumento de la pasión;
    sirve para indicarnos los medios para conseguir determinado fin,
    pero no para establecer dicho fin. En definitiva: La razón
    no puede justificar ni condenar ninguna pasión y, por
    ello,

    "No es contrario a la razón el preferir la
    destrucción del mundo entero a tener un rasguño en
    mi dedo. No es contrario a la razón que yo prefiera mi
    ruina total con tal de evitar el menor sufrimiento a un indio o a
    cualquier persona totalmente
    desconocida"[22].

    A partir de estas consideraciones Hume afirma como
    consecuencia que

    "las distinciones morales no se derivan de la
    razón"[23],

    sino del sentimiento. Y para demostrar esta
    afirmación indica que

    "dado que la moral influye en las acciones y afecciones,
    se sigue que no podrá derivarse de la razón, porque
    la sola razón no puede tener nunca una tal influencia
    […]. La moral suscita las pasiones y produce o impide las
    acciones. Pero la razón es de suyo absolutamente impotente
    en este caso particular. Luego las reglas de moralidad no son
    conclusiones de nuestra
    razón"[24].

    Como complemento a este esquema de la ética de
    Hume, conviene repasar su importante reflexión acerca de
    la imposibilidad de deducir juicios prescriptivos o de
    "deber" a partir de juicios descriptivos o de
    "ser".

    El texto en el que se plantea esta cuestión es el
    siguiente:

    "En todo sistema moral de que haya tenido noticia, hasta
    ahora, he podido siempre observar que el autor sigue durante
    cierto tiempo el modo de hablar ordinario, estableciendo la
    existencia de Dios o realizando observaciones sobre los
    quehaceres humanos, y, de pronto, me encuentro con la sorpresa de
    que, en vez de las cópulas habituales de las
    proposiciones: es y no es, no veo ninguna
    proposición que no esté conectada con un
    debe o un no debe. Este cambio es
    imperceptible, pero resulta, sin embargo, de la mayor
    importancia. En efecto, en cuanto que este debe o no
    debe
    expresa alguna nueva relación o
    afirmación, es necesario que ésta sea observada y
    explicada y que al mismo tiempo se dé razón de algo
    que parece absolutamente inconcebible, a saber: cómo es
    posible que esta nueva relación se deduzca de otras
    totalmente diferentes. Pero como los autores no usan por lo
    común de esta precaución, me atreveré a
    recomendarla a los lectores: estoy seguro de que una
    pequeña reflexión sobre esto subvertiría
    todos los sistemas corrientes de
    moralidad"[25].

    Desde este planteamiento Hume hacía patente que a
    partir de cómo son las cosas en ningún
    caso puede "deducirse" cómo se deba actuar, o que
    desde una perspectiva estrictamente lógica es
    ilegítimo el paso del "ser" al "deber ser
    ". Es decir,
    así como, de acuerdo con la lógica, a partir de la
    aceptación de las proposiciones "todo ser humano
    es mortal" y "los irlandeses son seres
    humanos" podríamos concluir en la proposición "los
    irlandeses son mortales", sin embargo, a partir de
    proposiciones cuyo enlace entre sujeto y predicado sea "es" o
    "son" no es posible extraer una conclusión cuyo enlace
    entre sujeto y predicado sea "debe ser" o "deben ser". Por
    ejemplo, a partir de la proposición "los asesinos
    son personas que perjudican la convivencia" no hay regla
    lógica que permita concluir en la proposición "no
    se debe asesinar". Para poder obtener dicha
    conclusión desde las reglas de la lógica
    habríamos necesitado al menos de una premisa auxiliar que
    ya contuviera el nexo "debe", como sería la siguiente: no
    debe hacerse lo que perjudique la convivencia". Sin
    embargo, el problema de la demostración del deber
    sólo quedaría aparentemente resuelto, ya que
    nuevamente volvería a plantearse a propósito de
    esta última premisa.

    Tengamos en cuenta, además, que incluso en el
    caso de pretender fundamentar el deber en la voluntad de
    Dios, el problema seguiría siendo el mismo. O sea, a
    partir, por ejemplo, de premisas como "Dios es el creador del
    hombre" y "Dios ordena que obedezcamos sus mandatos" no se sigue
    lógicamente la conclusión "el hombre debe
    obedecer los mandatos de Dios", a no ser que previamente
    introduzcamos una premisa auxiliar que diga "todo ser creado
    debe obedecer las órdenes de su creador"; pero
    con ello reaparece el problema, referido esta vez a la nueva
    premisa. Cuando, a pesar de estas consideraciones, se busca una
    salida para esta dificultad, se suele recurrir a respuestas como
    la consistente en afirmar que "lo que Dios manda es bueno", pero
    ya antes hemos explicado que "bueno", como afirmaba
    Spinoza, equivale a "lo que uno desea"; así que,
    cuando se afirma que "se debe hacer lo que Dios manda porque lo
    que Dios manda es bueno", se estará afirmando que
    "se debe hacer lo que Dios manda porque lo que Dios manda es
    lo que uno desea", y, por ello, aparte de lo superfluo
    que resulta mandarle a uno que haga lo que desee -puesto que lo
    hará inevitablemente con tal de que pueda-, el
    deber deja de presentar su ilusoria aureola moral para
    aparecer en su auténtica dimensión de
    medio al servicio de un fin deseado, que es el
    que se corresponde con el imperativo hipotético
    kantiano, del que Kant opina que no puede tener valor
    moral.

    Conviene añadir, por otra parte, que Hume
    consideraba que, aunque no pudiera obtenerse una
    conclusión lógica legítima desde
    proposiciones con "es" a conclusiones con "debe", se
    podía, sin embargo, llegar a una salida de este problema,
    indicando que no es la razón sino el
    sentimiento -la "simpatía" hacia el
    prójimo- lo que puede conducir a efectuar este paso, y, en
    consecuencia, a condenar toda actividad que atente contra la
    felicidad. Pero, en cualquier caso, el deber queda
    totalmente relativizado al depender de la existencia de
    un sentimiento, el cual se convierte en el auténtico motor
    de la conducta.

    Por esta misma razón en una línea similar
    a la de Hume y frente al intuicionismo de Moore, que
    pretendía que había acciones buenas en
    sí mismas
    , desde una moral igualmente
    relativista B. Russell (1872-1970), que había
    pasado por una etapa intuicionista al estilo de Moore,
    escribió después:

    "fuera de los deseos humanos no hay principio
    moral"[26].

    3.4. Si el pensamiento de Hume fue especialmente
    perspicaz al señalar la imposibilidad de demostrar juicios
    de deber a partir de juicios de ser, por su parte
    Nietzsche (1844-1900) atacó todavía de
    forma más directa y radical no sólo el valor del
    deber sino, en general, el valor de la moral, al
    proclamar:

    "no hay fenómenos morales, no hay más que
    interpretaciones morales de los
    fenómenos"[27].

    Consecuente con este punto de vista, Nietzsche rechaza
    absolutamente la idea del deber y considera abiertamente
    que no existe nada ante lo cual deba someterse el propio
    querer. La liberación frente al deber no
    sólo tiene un sentido de rebelión frente a la moral
    tradicional del sometimiento, negadora de los valores vitales y
    producto del resentimiento, sino también un sentido
    positivo, que se produce cuando el hombre se convierte en
    "creador de valores" y consigue acceder a una visión
    transfiguradora de la realidad y de la vida, inspirada por la
    idea del juego inocente, "más allá del
    bien y del mal". En este sentido, Nietzsche habla de las "tres
    transformaciones del espíritu":

    "Os indico las tres transformaciones del
    espíritu: la del espíritu en camello, la del
    camello en león y la del león en
    niño"[28]

    El camello simboliza al hombre cargado con el
    peso de los supuestos "deberes morales objetivos"; el
    león simboliza al hombre que consigue liberarse
    de las ataduras de la moral, al hombre que frente al "tú
    debes" consigue proclamar de manera desafiante: "¡Yo
    quiero!", convirtiéndose de este modo su voluntad en el
    único origen de sus actos; el niño,
    finalmente, representa la última transformación
    exigida para que la voluntad del hombre se convierta en un juego
    creador que establezca nuevas tablas de valores:

    "Es el niño inocencia y olvido, un nuevo
    comienzo, un juego, una rueda que gira por sí misma, un
    primer movimiento, un santo decir "sí". Sí,
    hermanos míos, para el juego de la creación es
    necesaria una santa
    afirmación"[29].

    El niño no se limita a un "¡yo quiero!"
    como simple reacción contra el "Yo debo", sino que su
    conducta es una manifestación de su propio ser y, por eso,
    Nietzsche expresa esta forma de comportarse con la
    expresión "Yo soy".

    4. Por otra parte y al margen de este
    análisis crítico de la moral de la secta
    católica desde el enfoque kantiano, tiene interés
    hacer referencia a determinados pasajes bíblicos
    en los que la actuación de diversos personajes ni siquiera
    sirven como ejemplo de una moral simplemente
    humanista.

    Así sucede por ejemplo con la Ley del
    Talión, "ojo por ojo, diente por
    diente"[30], tan alejada de la moral del
    perdón defendida, aunque sólo hasta cierto punto,
    por Jesús. Y digo "sólo hasta cierto punto" porque,
    al margen de que él predicase el perdón, en
    realidad lo que mostraban sus amenazas –o las de quienes
    escribieron los evangelios y otros escritos similares- en muchos
    momentos era peor todavía, pues se trataba de la
    aplicación de dicha ley en su grado más extremo,
    consistente en aplazar su venganza dejándola para el
    momento del castigo eterno del Infierno:

    "Así será el fin del mundo. Saldrán
    los ángeles a separar a los malos de los buenos, y los
    echarán al horno de fuego; allí llorarán y
    les rechinarán los dientes"[31].

    Resulta asombroso que a pesar de las ocasiones en que la
    secta católica habla de la "redención" de Cristo,
    luego se insista en tantas ocasiones en la doctrina del Infierno
    para "los malos". ¿De qué sirvió entonces
    aquella supuesta redención? ¿De que sirve
    la supuesta misericordia infinita de Dios? ¿Acaso
    no es una contradicción afirmar que Dios es amor y
    misericordia infinita
    y a la vez considerarle capaz de
    aplicar a muchos de los seres humanos un castigo
    eterno
    ?

    Pero, en cualquier caso, lo que aquí se
    está analizando es el fundamento de la moral de la secta
    católica y, en este sentido se observa nuevamente que con
    el recurso al Infierno se introduce de nuevo un imperativo
    hipotético como base de esa moral: "Si no quieres ser
    condenado al Infierno, deber cumplir la ley de Dios".

    Por otra parte y al margen de esa pervivencia de la Ley
    del Talión elevada al infinito, que implica la condena al
    Infierno, y al margen del relativismo moral –en sentido
    kantiano- que preside los puntos de vista de estos planteamientos
    bíblicos y de la Iglesia Católica, tenemos ejemplos
    en la Biblia de comportamientos radicalmente opuestos a
    la misma ley del supuesto Dios que, sin embargo, no son objeto de
    condena. Se trata, por una parte, del comportamiento del propio
    Dios que actúa con crueldad, con espíritu
    vengativo, de manera despótica, sanguinaria y sin
    compasión, como puede verse en innumerables pasajes del
    Antiguo Testamento, que -¡no se olvide!- es para
    los dirigentes de la secta católica tan palabra de Dios
    como el Nuevo Testamento. Alguien podría replicar
    que Dios –en el caso de que existiera- estaría por
    encima de cualquier norma moral, y tendría razón en
    esta réplica en cuanto, como Ockham señaló,
    la omnipotencia divina implica que no puede haber ley alguna a la
    que él deba estar sometido sino que el valor de cualquier
    norma moral derivaría de la propia voluntad divina que
    así lo habría querido. Pero, en cualquier caso, no
    deja de resultar llamativo y desconcertante que el supuesto Dios
    no predique con el ejemplo, pues lo que él hace coincide
    en muchas ocasiones con lo contrario de lo que exige en los
    mandamientos que se le atribuyen. Y, de nuevo, esta radical
    diferencia entre lo que el Dios bíblico habría
    ordenado al hombre y el modo según el cual él
    actuó, según se expone en diversos libros
    bíblicos como el de Josué, es un ejemplo
    más del relativismo moral que de hecho puede
    observarse en esos "escritos sagrados" (?), tan llenos de actos
    de crueldad, de odio, de despotismo y de injusticia realizados
    por el propio Yahvé.

    3. Edificantes ejemplos bíblicos de la moral
    absoluta de los dirigentes católicos
    .- A
    continuación se exponen y comentan una serie de pasajes
    bíblicos que sirven como muestra de lo que supuestamente
    habrían sido ejemplos divinos de comportamiento
    "moral":

    a) Como en otras ocasiones ya se ha comprobado, veremos
    a continuación dos textos evidentemente
    antropomórficos en los que los sacerdotes relacionados con
    ellos se recrean proyectando en su Dios las fantasías
    más aterradoras que se les ocurren para asustar a su
    pueblo y tenerlo dominado por el pánico de imaginar a
    Yahvé encolerizado hasta el punto de ordenar esa serie
    barbaridades que se nombran, de forma que, si hubiese que tomar
    ejemplo de Yahvé para saber cómo debe actuar el
    hombre, el resultado sería el de guerras continuas,
    sanguinarias, llenas de crueldad y, como dice el texto 2, "sin
    piedad". ¿Qué clase de Dios sería ése
    que les ordenase "comer la carne de sus hijos y de sus hijas" y
    devorarse unos a otros?

    Y, sin embargo, se trata, según los dirigentes de
    la Iglesia Católica, del mismo Dios que más
    adelante ordenará: "amaos los unos a los
    otros".

    Partes: 1, 2

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