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Historia de la Iglesia



Partes: 1, 2

  1. Las
    persecuciones comenzaron el 64 d.C.
  2. Decadencia en aumento de la
    Iglesia
  3. Clero
    y laicos
  4. La
    décima persecución, el 303
    d.C.
  5. La
    unión de la Iglesia y el Estado, 313
    d.C.
  6. El
    comienzo de las Edades Oscuras
  7. Prosigue la decadencia de la
    iglesia
  8. El
    surgimiento del islam
  9. Las
    tinieblas de las Edades Oscuras
  10. Las
    Guerras Santas – 1094-1270
  11. Testigos fieles en el siglo
    doce
  12. Una
    nueva persecución contra los
    cristianos
  13. El
    albor de la Reforma
  14. Martín Lutero
  15. Zuinglio y la Reforma Suiza
  16. El
    efecto de la Palabra de Dios en Alemania
  17. El
    comienzo del Protestantismo
  18. La
    Reforma en Europa
  19. Limitaciones de la Reforma
  20. Avivamientos tras la Reforma
  21. Los
    Metodistas
  22. El
    Movimiento Evangélico
  23. El
    Ejército de Salvación, fundado en
    1878
  24. El
    avivamiento del verdadero carácter de la
    Iglesia
  25. Conclusión

La historia de la iglesia, que abarca casi
2.000 años, constituye un tema que nadie sino sólo
el Espíritu Santo de Dios puede recopilar. Los hechos en
los que tal historia debería basarse sólo los
conoce Aquel que, en humilde gracia, ha estado aquí en la
tierra todo el tiempo manteniendo en la asamblea un testimonio de
la verdad según la revelación de Dios. En medio de
las glorias crecientes y menguantes de la iglesia, Él ha
sido, por una parte, el dolorido Testigo de cada paso de
alejamiento y de decadencia, y, por la otra, el Manantial
interior de cada sentimiento espiritual en pos de Dios, y la
Fuente vivificadora de cada fase de recuperación y
avivamiento. Con precisión divina, Él ha evaluado
lo que es de verdadero valor, al ser capaz de distinguir entre lo
que es de Dios y lo que es del hombre.

Es la incapacidad de llevar esto a cabo,
así como la imposibilidad de penetrar más
allá de lo que el ojo puede ver o que el oído puede
oír, la que ha limitado las actividades de todos los
historiadores humanos.

Si se tiene presente esta importante
reserva, se puede decir que se han hecho muchos excelentes
intentos para registrar la historia pública de la
iglesia, y en esto nos ayudan las mismas Sagradas Escrituras. Por
ejemplo, J. N. Darby (refiriéndose a las cartas a las
siete iglesias en Asia, que aparecen en Apocalipsis 2 y 3), dijo:
«No me cabe duda de que esta serie de iglesias es de
aplicación como historia al estado moral sucesivo de toda
la iglesia: las cuatro primeras se refieren a la historia de la
iglesia desde su primera decadencia hasta su actual
condición bajo el Papado; las últimas tres son la
historia del Protestantismo».

Este marco histórico dado por Dios
ha permitido a piadosos historiadores seguir las varias fases a
través de las que ha pasado la Iglesia de Dios; aunque
está claro que las últimas cuatro fases corren
simultáneamente. En estos discursos, la iglesia es
contemplada en su posición de responsabilidad en el mundo,
como testigo público de Cristo. Como tal, está
sujeta a fracasos y consiguientemente cae bajo la
reprensión de Cristo por su infidelidad.

Las persecuciones
comenzaron el 64 d.C.

Es evidente, leyendo las epístolas
de la Escritura, que la decadencia y el fracaso ya se
habían introducido incluso en los tiempos de los
apóstoles. No sólo Pablo tiene que decir en su
segunda epístola a Timoteo que todos los de Asia lo
habían abandonado, sino que el Señor,
dirigiéndose al ángel de la asamblea de
Éfeso -la primera de las siete- dice: «Has
dejado tu primer amor». Esta decadencia fue seguida poco
después por un tiempo de intensa persecución.
Comenzó en el reinado de Nerón y por su
instigación, y prosiguió durante casi tres siglos.
Es destacable que durante este período la historia ha
registrado diez persecuciones generales distintas, lo
que puede tener que ver con la palabra del Señor a la
segunda asamblea – Esmirna: «Tendréis
tribulación por diez
días».

Se puede también hacer referencia de
pasada al temprano cumplimiento de la palabra del Señor
acerca de la destrucción de Jerusalén. El 70 d.C.
la ciudad fue devastada por el general romano Tito, y se ha dicho
que más de un millón de personas murieron en el
asedio y en la terrible guerra civil que al mismo tiempo estaba
desatada dentro de sus murallas.

Es innecesario en una sinopsis como esta
entrar en los detalles de las diez primeras persecuciones o
registrar la larga historia de los mártires cuya sangre
sirvió para regar la simiente del evangelio. Hombres y
mujeres, viejos y jóvenes, sufrieron igualmente en muchas
partes de Europa y Asia. Además de la mayoría de
los apóstoles y de otros hombres de Dios mencionados en
las Escrituras, como Timoteo, destacan de manera preeminente los
nombres de Ignacio, Policarpo, Justino y Perpetua entre los
muchos cuya fidelidad inalterable a Cristo les procuró la
palma del martirio. Una y otra vez, con terrible ferocidad, se
descargaron los poderes del infierno contra la iglesia, pero
ésta prosperó en medio de la persecución, y,
en lo principal, los períodos de calma que hubo entre las
tormentas dieron evidencia de la expansión del evangelio.
Los esfuerzos por aniquilarlo fueron terribles e implacables,
pero las puertas del infierno no iban a prevalecer, y muchos
miles de almas que habían estado buscando en vano descanso
para sus corazones en las mitologías de Roma y de Egipto
se declararon seguidores gustosos de Cristo.

Decadencia en
aumento de la Iglesia

Sin embargo, fue tras una
persecución de aproximadamente doscientos años que
los elementos de decadencia y alejamiento de la verdad comenzaron
a profundizar en la iglesia, y la fidelidad de los
mártires resplandeció tanto más sobre el
oscuro fondo de la decadencia de la gloria de la iglesia. La
causa de la decadencia -y en verdad podríamos decir que la
causa de toda decadencia- residía en el hecho de que la
iglesia había perdido de vista su puesto de santa
separación del mundo. Su temprana simplicidad estaba
volviéndose rápidamente cosa del pasado, y la mano
del hombre estaba llevando a cabo ruinosos cambios en la
dirección de sus asuntos.

Clero y
laicos

Además, la distinción entre
el clero y los laicos -largo tiempo sugerida por los principios
del judaísmo- estaba surtiendo sus malos efectos en la
iglesia. Los obispos y diáconos vinieron a ser una orden
sagrada, y, en contra de todas las enseñanzas de las
Escrituras, se les comenzó a dar un lugar preeminente. Los
acontecimientos que condujeron al establecimiento de un orden
sagrado dentro de la iglesia son considerados aquí, para
que el lector pueda ver los comienzos de lo que ahora se ha
desarrollado como un vasto sistema jerárquico. Los
apóstoles establecieron ancianos -dando sin dudas su
reconocimiento formal a aquellos que ya habían sido
capacitados por el Espíritu de Dios; pero después
que los apóstoles hubieron muerto, los supervisores [
episkopoi, u obispos], que habían sido designados
por los apóstoles para llevar a cabo una obra necesaria, y
no meramente para tener una posición oficial, comenzaron a
arrogarse para sí mismos el derecho exclusivo de
enseñar y de administrar la Cena del Señor.
Así, a comienzos del siglo segundo, ya existían en
Asia Menor los tres cargos permanentes de obispo,
presbítero y diácono. Al transcurrir el tiempo,
estos hombres fueron asumiendo más y más de control
y liderazgo sobre la iglesia y sus actividades, y los miembros
ordinarios de la asamblea fueron reducidos a la posición
de someterse a este control. Así, algo que era al
principio una cosa más o menos informal y temporal se
desarrolló a cargos fijos y permanentes. Entonces lo que
llego a ser la base de la autoridad fue no la capacitación
continuada por el Espíritu Santo, sino la posesión
de un oficio eclesiástico.

Ignacio, ya a principios del siglo segundo,
combinó las dos ideas de unión con Cristo como
condición necesaria para la salvación, y de la
iglesia como cuerpo de Cristo, y enseñó que nadie
podía ser salvo a no ser que fuera miembro de la iglesia.
Estrechamente relacionados con esta idea de que la iglesia era la
única arca de salvación había los
sacramentos, o medios de gracia, de los que el bautismo y la
Eucaristía eran los dos ejemplos destacados. En
relación con estos sacramentos surgió
también la teoría del sacerdotalismo clerical: esto
es, que los sacramentos sólo podían ser celebrados
o administrados por hombres ordenados de manera regular para este
propósito. Así el clero, en distinción a los
laicos, vino a constituirse en un sacerdocio oficial, y a
éstos se los hizo depender enteramente del clero para
conseguir la gracia sacramental sin la que, según se
enseñaba, no había salvación. Aunque Ignacio
había negado la validez de la Eucaristía
administrada con independencia del obispo, fue Cipriano de
Cartago quien, posiblemente no por designio, fue finalmente el
campeón de la causa episcopal.

Una vez quedó establecida la
distinción entre el clero y los laicos, vemos una
multiplicación de los oficios de la iglesia y la
introducción de otros que nunca fueron contemplados en la
Escritura. Estas actuaciones pueden haber servido para lograr un
orden externo en la iglesia -y la verdad es que la necesidad del
mismo fue de manera principal la causa de estas innovaciones-
pero reprimieron la libre expresión de la vida espiritual
y de la fe, y negaron el principio fundamental del cristianismo:
que «hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los
hombres, Jesucristo hombre, el cual se dio a sí mismo en
rescate por todos.»

El inevitable resultado de todo esto fue
que el Espíritu Santo dejó de recibir el puesto que
le correspondía de derecho en la iglesia. Los obispos
cristianos estaban aceptando puestos en la corte y buscaban
recibir la gloria del mundo, mientras que comenzaban a aparecer
ostentosos templos para la exhibición de la
religión cristiana. Cosa más grave todavía,
los cristianos pronto invitaron la intervención del poder
civil en los asuntos de la iglesia, y lenta pero seguramente
comenzó a hacerse más evidente el fatal
vínculo con el mundo.

La décima
persecución, el 303 d.C.

La décima y final persecución
bajo la cruel mano de Diocleciano fue indudablemente la
más asoladora de todas. Todo el poder del Imperio Romano
se combinó en un esfuerzo desesperado, no sólo para
suprimir totalmente las Escrituras, sino para exterminar todo
rastro de cristianismo de la tierra. Este terrible y definitivo
conflicto entre el paganismo y el cristianismo, aunque
añadió nuevos capítulos de gloria a los
registros de los mártires, que iban aumentando, no
llegó a impedir la germinación de las semillas de
corrupción que se habían sembrado por la
vinculación con el mundo.

Constantino el Grande

Así, es quizá comprensible
que Satanás escogiera este momento para cambiar su forma
de ataque, y a comienzos del siglo cuarto empezó el
período eclesial de Pérgamo, en el que el
león se transformó en serpiente, y en el que los
adversarios de fuera dieron lugar a los seductores desde dentro.
Constantino el Grande era en esta época el César de
Roma, y se mostró abiertamente como protector de la nueva
religión -hecho tan significativo como inesperado.
Naturalmente, lo que siguió fue que la posición de
los cristianos pasó inmediatamente de una de intensa
persecución a otra de supremo favor; y ello hasta el punto
en que se veía al mismo Emperador de Roma presidiendo los
concilios de la iglesia.

La unión
de la Iglesia y
el Estado, 313 d.C.

Pronto se hizo sentir el pernicioso efecto
de esta primera unión entre la Iglesia y el Estado.
Constantino no aceptaba otra autoridad más que la suya, y
recurría a medidas violentas para hacerla obedecer. Se
puede dar un ejemplo de esto. Un hereje destacado, llamado Arrio,
expuso un credo religioso que negaba la deidad de Cristo.
Enseñaba él que el Señor había sido
creado por Dios como todos los otros seres, y que,
consiguientemente, no era coeterno con Dios. Los obispos
cristianos denunciaron esta doctrina, con razón, como una
horrible blasfemia; Arrio y sus seguidores fueron excomulgados
por la iglesia, y la posesión y difusión de sus
escritos fueron declaradas pecados capitales. En cambio,
Constantino consideró la herejía una mera minucia,
y ordenó promulgar un edicto imperial mandando que los
herejes excomulgados fueran restaurados a la comunión de
la iglesia. Fue Atanasio, obispo de Alejandría, el que
discernió el verdadero peligro en las enseñanzas de
Arrio, y se resistió firmemente a esta
intervención. Estaba totalmente dispuesto a resistirse a
la orden del emperador y a sufrir persecución y destierro
por su defensa de esta gran verdad central del cristianismo: la
deidad del Señor Jesús. En el Concilio de Nicea, en
el año 325, la deidad de Cristo recibió
sanción oficial, y fue formalmente enunciada en el
original Credo Niceno.

El Edicto de Milán, 313
d.C.

A pesar de muchos y lastimosos fallos, se
debe admitir que Constantino hizo muchas cosas de gran valor en
su tiempo, y que su legislación en general da evidencia de
la silenciosa acción de principios cristianos. (Nota 1.)
Él fue el responsable de la redacción del famoso
Edicto de Milán -a veces llamado la Carta Magna de la
Cristiandad. Concedía a los cristianos una libertad total
y absoluta para el ejercicio de su religión. Sería
difícil encontrar un mayor contraste que el que se observa
entre la posición de la iglesia al principio y al final
del reinado de Constantino. Como bien ha dicho Miller: «La
encontró encarcelada en minas, mazmorras y catacumbas, y
excluida de la luz del cielo; y la dejó en el trono del
mundo». Sin embargo, ello fue en cumplimiento de la
profecía inspirada: «Yo conozco tus obras, y
dónde moras, donde está el trono de
Satanás» (Ap. 2:13).

El comienzo de
las Edades Oscuras

La herejía de Arrio fue sólo
uno de muchos intentos de Satanás durante el siglo cuarto
y quinto para corromper la verdad. Por ejemplo, surgió un
hombre llamado Pelagio negando la total corrupción de la
raza por la transgresión del primer hombre, y
enseñó que nacemos en inocencia, quedando por ello
excluida la necesidad de la gracia divina. En muchos casos, Dios
suscitó soberanamente a hombres que combatieran estas
malas doctrinas, pero la gloria de la iglesia iba
desvaneciéndose constantemente, y estaba
introduciéndose el terrible período de las Edades
Oscuras. El testimonio de un Cristo rechazado en la tierra y
exaltado en el cielo -que habría brillado con tanto
resplandor en los días de los mártires- estaba
ahora perdiéndose rápidamente, porque el verdadero
carácter de los cristianos como extranjeros y peregrinos
se había desvanecido con su amalgamación con el
mundo. Además, por cuanto la confesión del
cristianismo era considerada como una vía segura para la
riqueza y el honor, todas las categorías y clases
solicitaban el bautismo, mientras que muchos trataban de unirse
al orden sagrado del clero con los motivos más
mezquinos.

La caída del Imperio
Romano

Es significativo que en esta época,
el Imperio Romano, que había también estado en una
larga decadencia, iba a llegar también a sus días
más negros. Hordas bárbaras comenzaron a
desparramarse desde todos los lados, y tres veces la misma
antigua ciudad de Roma estuvo a merced de los invasores.
Finalmente, se lanzaron dentro de la ciudad como langostas,
dejando sólo ruina y desolación tras ellos.
Así fue el terrible final de Roma. No fueron los
cristianos entonces los que fueron objeto de las persecuciones.
En realidad, apenas si se les tocó, y en todo lugar se
respetó a los obispos. Sin embargo, no se reconoció
demasiado la mano de Dios en esto, y la vida de los miembros del
clero era notoriamente mala. En la misma Roma la condición
de la iglesia estaba tan deprimida que el obispado llegó a
ser, en una ocasión, objeto de contención, y dos
candidatos, en su lucha por el cargo, no tuvieron
escrúpulos en acusarse mutuamente de los más graves
crímenes.

El surgimiento del
monasticismo

Fue en medio de esta confusión y
manifiesta decadencia que surgió el monasticismo. Antonio,
natural de Egipto, tuvo el dudoso honor de ser el primer monje.
Los eremitas ya habían existido antes de él, pero
él fue el primero en adoptar la vida enclaustrada y en
retirarse de manera absoluta del mundo. Hay pocas dudas de que
era verdaderamente cristiano, y un tiempo de persecución
lo sacó de su retiro para compartir los peligros de sus
hermanos. El monasticismo se extendió rápidamente,
y antes del final de aquel siglo todos los lugares
desérticos del mundo cristiano estaban punteados por
monasterios y conventos. No hay duda alguna de que de estas
instituciones surgieron muchas cosas buenas. A menudo demostraron
ser un verdadero refugio para los enfermos, los pobres y los
viajeros. Además, en el silencio de sus celdas, los
primeros monjes copiaron y preservaron así muchos de los
antiguos escritos, incluyendo las mismas Sagradas Escrituras.
Todas estas instituciones, tan esparcidas, estaban bajo el
control de los obispos; pero los monjes eran reconocidos
sólo como legos por la iglesia. A finales del siglo quinto
apelaron al Papa de Roma, pidiéndole permiso para ponerse
bajo su protección, petición a la que él
accedió bien dispuesto, porque estaba bien familiarizado
con las riquezas e influencias de ellos. Así fue que los
monasterios, abadías, prioratos y conventos quedaron
sujetos a la Sede de Roma.

La división del Imperio Romano
resultó finalmente en la división de la iglesia,
que quedó prácticamente completa hacia finales del
siglo sexto, pero que fue consumada de manera oficial y
definitiva sólo en el 1054. Las mitades oriental y
occidental, la iglesia Católica Griega y la
Católica Romana, emprendieron así cada una su
camino por separado.

El surgimiento del Papado

Con el siglo sexto comienza el
período de Tiatira de la historia de la iglesia;
en otras palabras, el papado de las Edades Oscuras. Nos lleva al
tiempo de la Reforma, aunque, naturalmente, el Romanismo mismo
prosigue hasta la venida del Señor. Este estado
está caracterizado por la admisión y tolerancia
pública en la iglesia de lo que es burdamente malo e
idolátrico, como lo sugiere el mensaje al ángel de
la iglesia en Tiatira: «Toleras que esa mujer Jezabel, que
se dice profetisa, enseñe y seduzca a mis siervos a
fornicar y a comer cosas sacrificadas a los ídolos. Y le
he dado tiempo para que se arrepienta de su fornicación,
pero no quiere arrepentirse de su fornicación» (Ap.
2:20, 21).

Ya se ha hecho referencia a la buena obra
de Constantino, pero el triste efecto fue que la iglesia se
sintió más inclinada a poner su confianza en el
emperador de Roma que en su Cabeza viva en el cielo. Pero nunca
podía haber una total amalgamación de las dos
partes; o bien el estado o bien la iglesia debían asumir
la preeminencia, y por un tiempo la iglesia se contentó
con tomar el puesto subordinado. Con la muerte de Constantino
comenzó la lucha por la supremacía, y los obispos
de Roma presentaron atrevidamente sus pretensiones al gobierno
universal de la iglesia como sucesores de San Pedro. Es
significativo el hecho, que además expone los errores de
raíz del papado, de que aunque los nombres de los primeros
obispos de Roma puedan ser conocidos en la historia, el
orden en el que se sucedieron unos a otros no
es conocido. Además, los obispos de Antioquía y de
Alejandría (las respectivas capitales de las divisiones
asiática y africana del Imperio, así como Roma lo
era de la europea) eran reconocidos y estaban a la par con el
obispo de Roma.

Gregorio Magno

Gregorio Magno fue el único Papa
destacable en el siglo sexto. Fue un hombre piadoso, y fue
responsable del envío de un grupo de monjes misioneros a
Inglaterra, encabezados por Agustín. Fueron recibidos
amistosamente, y comenzó una gran obra
evangelística, aunque el evangelio había sido
predicado en las Islas Británicas mucho antes que llegaran
Agustín y sus monjes. A pesar de que este período
vio varias otras actividades misioneras, que indudablemente
llevaron a la conversión de muchas almas, las cosas
estaban volviéndose más oscuras por todas partes, y
el poder corruptor de Roma estaba creciendo de manera
alarmante.

Prosigue la
decadencia de la iglesia

Fue en esta época que se
estableció la abominable idea del purgatorio, mientras que
la sencillez del culto cristiano quedaba sepultada bajo la pompa
del ritual. Las tinieblas que se cernían sobre la
cristiandad fueron espesándose con el paso de los
años, y a principios del siglo séptimo la
ignorancia del clero y la superstición del pueblo
habían llegado a ser asombrosas. La Biblia era muy poco
leída, la lengua griega había quedado casi
olvidada, y muchos del clero eran incapaces de escribir sus
propios nombres. La soberbia y la codicia del clero se
introdujeron en los monasterios, y no es una exageración
decir que muchos de estos lugares llegaron a ser un nido de
vicios. Pero, ¿quién podrá sorprenderse de
este estado de cosas cuando se considera el ejemplo dado por los
Papas, cuya arrogancia y ambición parecía aumentar
a diario? Su ambición carecía de límites, y
ningunos medios eran demasiado bajos para alcanzar sus fines, y
antes de mucho tiempo hicieron suyo el título de
«Obispo Universal» por autoridad imperial.
Así, quedó sólidamente puesto el fundamento
sobre el que se edificaron todas sus pretensiones
posteriores.

La autoridad imperial, dada al
Papa

Sin embargo, el Papa de Roma, aunque era el
dictador supremo en la iglesia, seguía sometido al poder
civil, hecho que resultó extremadamente irritante y del
que varios Papas sucesivos intentaron liberarse. Con este
objetivo, y para lograr nuevos convertidos a su causa, Roma
patrocinó varios grupos misioneros. Aunque algunos de
estos esfuerzos fueron indudablemente bendecidos por Dios, es de
observar que el evangelio fue predicado en su mayor pureza por
hombres fuera del seno de la iglesia de Roma.

Los misioneros de Iona

Bien puede mencionarse en este contexto el
nombre de Columba. Con un puñado de otros cristianos,
zarpó de Irlanda en el 565, y desembarcó en la isla
de Iona, frente a la costa occidental de Escocia. Durante muchos
años el monasterio que fundó allí fue
considerado la luz del mundo occidental, y docenas de fieles
misioneros salieron de él para llevar el evangelio a cada
rincón de Europa.

El surgimiento
del islam

En el año 612 apareció
Mahoma, el falso profeta de Arabia, en la escena de la historia
del mundo. No es éste el lugar para entrar en la larga
historia del islam. Su doctrina fundamental queda expresada en el
bien conocido dogma de su fundador: «No hay más dios
que el verdadero Dios, y Mahoma es Su profeta». Esta
religión, tal como se expone en el Corán, es una
peligrosa mezcla de verdad y fábulas, pero su pecado
clamoroso reside en su negación de la deidad de
Cristo.

No es ni necesario ni provechoso dedicar
mucho tiempo a la historia de la iglesia durante los siglos
octavo, noveno y décimo. El poder papal fue creciendo
constantemente, junto con su ritual e idolatría. Es
extraño que este hecho sólo sirviera para ahondar
la enemistad entre el emperador y el Papa. El primero, alarmado
por los avances del islam, cuyo propósito expreso era la
exterminación de la idolatría y la
afirmación de la unidad de Dios, comenzó una
campaña contra el culto a las imágenes. El segundo,
totalmente apoyado por los obispos y el clero, sancionó el
culto a las imágenes, y amenazó excomulgar de la
iglesia a todos los que no se conformaran a este culto. Esta
lamentable actitud empeoró cuando un emperador
cedió en la cuestión del culto a las
imágenes, uniendo sus fuerzas a las del errado Papa, y
estableciendo la idolatría como la ley de la iglesia
cristiana.

Otro de los muchos malignos inventos de
este período fue la doctrina de la
transubstanciación, con la que se expresó que el
pan y el vino de la Eucaristía son realmente convertidos
en el cuerpo y en la sangre de Cristo. Cegada por los errores
cumulativos de la superstición, Roma estaba dispuesta a
ser extraviada, y el dogma de la transubstanciación fue
pronto reconocido como una doctrina central y
esencial.

Las tinieblas de
las Edades Oscuras

Nunca fue más aplicable la
expresión «ciegos guías de ciegos» que
durante este período. El clero, en su mayor parte,
vivía en un estado de letargo espiritual y de indulgencia
viciosa, sin exceptuar a los obispos; en realidad, era en el
obispo supremo, el papa de Roma, donde la iniquidad
encontró su culminación. Sus vidas, incluso
registradas por sus propios historiadores, muestran, bajo una luz
espeluznante, los pasos descendentes hacia la gran
apostasía. Ningún pecado era demasiado vil que no
lo pudiera perpetrar el ocupante del trono papal, ni
parecía haber inquietud alguna por las cualidades del que
lo debiera ocupar. En cierto tiempo se afirma que fue incluso
ocupado por una mujer y, posteriormente, por un blasfemo joven
inmoral de dieciocho años. En los años justo
anteriores a la Reforma reinaron dos Papas
simultáneamente, pretendiendo cada uno de ellos ser el
representante de Cristo en la tierra, y acusándose el uno
al otro, ante el mundo, de falsedad, perjurio y de los más
nefastos propósitos secretos.

Testigos fieles en las Edades
Oscuras

En medio de toda esta terrible negrura, es
alentador para el corazón registrar que Dios nunca se
dejó sin testimonio, y que la que ha sido llamada la
«hebra de plata de la gracia de Dios» puede ser
seguida con una fiel continuidad a través de todo el
tiempo de las Edades Oscuras. Luis el Gentil, un hijo de
Carlomagno, un verdadero cristiano, aparece destacado en este
contexto. Fue instrumento para la introducción del
evangelio en Dinamarca y Suecia. El evangelio fue también
llevado por diversos medios, escogidos soberanamente por Dios, a
los noruegos, rusos, polacos, húngaros y
búlgaros.

Las ambiciones del Papa Gregorio
VII

Con la elección de Hildebrando al
trono papal en el año 1073, la secular aspiración
de la iglesia de Roma por conseguir el dominio universal de todo
el mundo iba a recibir un cumplimiento parcial. Las ambiciones de
Hildebrando -que asumió el nombre de Gregorio VII-
carecían de límites, y lo mismo casi podría
decirse de los medios malvados e implacables que usó para
satisfacerlas. Su deseo era organizar un inmenso estado
eclesiástico cuyo gobernante fuera supremo sobre todos los
gobernantes de la tierra. Y Gregorio no vaciló en la
supresión de todas aquellas costumbres que él
considerara que le estorbaban en la consecución de su
audaz plan. Entre las más visibles de estas supresiones
fue su prohibición del matrimonio para el clero, cosa que
trajo gran desgracia a millares de hogares.

La lucha de Gregorio con Enrique
IV

Su intento de suprimir el privilegio
secular de reyes y emperadores de escoger sus obispos y abades le
hizo chocar de inmediato con Enrique IV, Emperador de Alemania.
La negativa de Enrique de someterse a éste y a otros
decretos del Papa enfurecieron tanto a este último, que
tuvo la audacia de ordenar al emperador que compareciera ante
él en Roma, y, cuando este llamamiento fue rechazado, el
encolerizado Gregorio pronunció la excomunión del
emperador de la iglesia. Al mismo tiempo, se le declaró
despojado de su reino y sus súbditos fueron absueltos de
sus juramentos de lealtad. Los supersticiosos temores de la
gente, ya suscitados por el interdicto papal, fueron
adicionalmente agitados por renovados embates del Vaticano, y
estalló la guerra civil. El poder de Gregorio
aumentó mientras el de Enrique menguaba, hasta que el
desdichado monarca, abandonado por casi todos sus
súbditos, rogó humilde el perdón del Papa.
Éste trató de manera tan insensible al arrepentido
emperador que el resultado fue una acerba venganza. Enrique
encontró pocas dificultades para reunir un ejército
de simpatizantes que condujo a Roma. Logró entrar en la
ciudad, deponer a Gregorio, y poner a otro Papa en su lugar. El
encarcelado Gregorio pidió ayuda inmediatamente a Robert
Guiscard, un gran guerrero normando. Pronto se reunió un
gran y abigarrado ejército, y, a pesar de todos los ruegos
del clero y de los laicos para que Gregorio se aviniera a un
acuerdo con Enrique, el Papa se mantuvo impávido. Estaba
incluso dispuesto a ver la más terrible carnicería
en Roma antes que rendir sus exaltadas pretensiones de que el
emperador «entregara su corona y diera satisfacción
a la iglesia». Tan pronto como Gregorio fue liberado de su
encarcelamiento por el triunfo de Guiscard, entabló de
nuevo una lucha contra Enrique, pero su muerte impidió el
estallido de aquella tormenta.

Las Guerras
Santas – 1094-1270

Hacia finales del siglo undécimo,
Satanás cambió de táctica. El papado
había ganado poco con su lucha contra el emperador, y una
cuestión a resolver era cómo el poder espiritual
podría lograr un dominio total sobre el temporal. Las
nuevas tácticas que el enemigo sugirió, por medio
del genio malvado de Roma, fueron las Guerras Santas. Las ocho
Cruzadas que constituyen las Guerras Santas se extendieron por
todo el siglo doce y gran parte del trece. Aunque totalmente
fallidas por lo que respecta al propósito para el que
fueron instigadas, la parte que tuvieron en el desarrollo de la
iglesia de Roma justifica alguna referencia a sus motivaciones y
desarrollo.

El objeto de las Cruzadas

Habían llegado quejas de Tierra
Santa por las afrentas y ultrajes sufridos por peregrinos al
Santo Sepulcro, y el Papa Urbano no tardó mucho en darse
cuenta de que Europa podría ser sangrada y agotada si se
organizaban expediciones con el aparente motivo de rescatar el
sepulcro de Cristo de manos de los infieles turcos. Esto le
posibilitaría impulsar sus pretensiones temporales de una
manera que ningún Papa había podido antes de
él, porque los turbulentos barones y poderosos
príncipes estarían fuera de su camino, y no
habría nadie que se le pudiera oponer. Este plan,
diabólicamente astuto, tenía una apariencia de
justicia y de piedad, y los corazones de miles por toda Europa
fueron atraídos por él. Se basaba en un
emocionalismo y superstición sin frenos, y estaba rematado
por una blasfema oferta papal de absolución de todos los
pecados para todos los que tomaran armas en esta sagrada causa, y
la promesa de la vida eterna a todos los que murieran en el
intento.

La Primera Cruzada, 1094

En estas condiciones, no es sorprendente
que una enorme horda de sesenta mil guerreros estuviera pronto
lista para emprender la primera cruzada a Palestina. Aquella
expedición estaba condenada al fracaso, y ni siquiera
llegó a Tierra Santa, aunque dos terceras partes de aquel
número murieron en el empeño. Los supervivientes
fueron reorganizados un año más tarde y,
después de una larga y sangrienta lucha, los cruzados
lograron asaltar Jerusalén. La carnicería que
siguió fue indescriptible, y la matanza de setenta mil
mahometanos fue considerada como una buena obra
cristiana.

La Segunda Cruzada, 1147

La segunda cruzada, unos cincuenta
años después de la primera, fue planificada de
manera mucho más cuidadosa. El número de
participantes aumentó a más de novecientos mil
hombres. Incluía (tal como era la intención
original de Roma) dos emperadores -los de Francia y Alemania-,
una hueste de sus nobles, y estaba apoyada por la riqueza y el
poder de las naciones.

La predicación de
Bernardo

La predicación de esta cruzada
había sido confiada al famoso abad Bernardo de Claraval,
cuya gran elocuencia y peso moral fue indudablemente útil
para lograr tan gran número de los que se pusieron bajo la
bandera de la cruz. Pero esta cruzada, como la primera, fue un
fracaso miserable y humillante, y se estima que cerca de un
millón de vidas se perdieron en la empresa.

La cruzada de los niños,
1213

No es necesario dar detalles de las
cruzadas posteriores, aunque se puede hacer una referencia
incidental de que entre la quinta y la sexta cruzada, hubo otra
compuesta totalmente por niños, organizada por un muchacho
pastor. Es triste registrar que este patético intento de
conquistar a los infieles cantando himnos y rezando oraciones
tampoco tuvo más éxito que las otras, y un gran
número de los noventa mil niños que emprendieron la
cruzada murieron de hambre o fatiga, o fueron vendidos como
esclavos. Las mismas causas irrazonables y antiescriturarias,
aunque galvanizadoras, y los mismos resultados desastrosos, se
hacen evidentes en cada una de las expediciones, ello a pesar del
hecho de que durante doscientos años fueron la fuente de
una enorme riqueza y poder para la iglesia, y de incalculable
miseria, ruina y degradación para las naciones de
Europa.

San Bernardo y el
monasticismo

Aunque la última cruzada nos lleva
al año 1270, tenemos que retroceder cien años, y
referirnos brevemente a la expansión de la vida
monástica, en particular bajo la influencia de San
Bernardo, abad de Claraval. Su predicación, que
precedió a la segunda cruzada, y que ya ha sido
mencionada, fue sólo una de sus muchas actividades. Por
medio siglo apareció como líder y rector de la
cristiandad -el oráculo de toda Europa. Aunque la idea del
monasterio había existido desde los tiempos de Antonio, ya
hacía ochocientos años, no hay duda de que el
interés en el monasticismo fue sumamente estimulado
durante la vida de Bernardo. A él mismo se le atribuye la
fundación de ciento sesenta monasterios esparcidos por
Francia, Italia, Alemania, Inglaterra y España. La vida en
estos monasterios era extremadamente severa. Obrando bajo la
piadosa pero engañada suposición de que cuanto
más alejados estuvieran de los hombres, tanto más
cerca estarían de Dios, los monjes se infligían a
sí mismos todo tipo de tortura y sufrimiento. Bernardo
sobresalía en esto, y pasaba el tiempo en soledad y en el
diligente estudio de las Escrituras. El efecto del sistema
monástico en general sobre el pueblo en las Eras Oscuras
tiene que explicar su buena disposición a creer cualquier
cosa que les dijera un monje, especialmente sobre el bien o el
mal, sobre el cielo o el infierno, y el monasterio era incluso
considerado como la puerta del cielo. Por engañado que
estuviera Bernardo, y a pesar de lo que registra la historia de
negativo en sus acciones, no se puede dudar que era un verdadero
creyente. En realidad, su vínculo con el Señor
tiene que haber sido real y de gran valía para él,
o nunca hubiera podido escribir este himno:

¡Jesús! sólo en ti
pensarDe deleite el pecho llena;Pero más dulce será
tu rostro very en tu presencia reposar.

Detalles como éstos confirman la
anterior referencia a la ininterrumpida hebra de plata de la
gracia de Dios. Sin embargo, no se debe dar la impresión
de que todos los monasterios llegaban a la norma de los que
estaban bajo el control de Bernardo, ni que la condición
de estos últimos se mantuvo igual tras su muerte. En
general, las condiciones en ellos eran lamentablemente
malas.

Testigos fieles
en el siglo doce

A pesar de esto, el siglo doce vio las
actividades de otros hombres piadosos además de Bernardo,
y constituye un ejemplo trágico del poder cegador del
papado el hecho de que Bernardo considerara generalmente a estos
fieles testigos como herejes. De entre estos pretendidos herejes
se pueden mencionar en particular a Pedro de Bruys y a Pedro
Waldo. Sus actividades fueron similares en cuanto a que
denunciaron abiertamente la corrupción de la iglesia
dominante y los vicios del clero. Waldo fue el que llegó
más lejos de los dos. No sólo renunció a
aquel sistema religioso como anticristiano, sino que
predicó el sencillo evangelio, y, al traducir los
Evangelios a la lengua del pueblo, puso la Biblia en manos de los
laicos, hecho éste que provocó el interdicto del
Papa, excomulgándolo de la iglesia.

Tomás Beckett y el papado en
Inglaterra

La sinopsis del desarrollo histórico
del siglo doce no estaría completa sin una breve
mención de la larga pendencia entre Enrique II de
Inglaterra y Tomás Beckett, Arzobispo de Canterbury. De
hecho, se trataba del viejo conflicto entre la Iglesia y el
Estado, la misma batalla que había sido librada entre
Enrique de Alemania y el Papa Gregorio, pero que esta vez se daba
en suelo inglés. Tomás Beckett, un inflexible
vasallo de Roma, se opuso violentamente a los deseos del rey de
poner a raya el crecimiento del poder papal en Inglaterra, y no
vaciló en actuar como traidor contra el rey para alcanzar
sus fines. Esto se hizo evidente cuando Enrique y sus barones
establecieron un código para la protección de sus
súbditos de las arbitrariedades del clero. Beckett,
inmediatamente después de haber puesto su firma a estas
leyes, las violó apelando a Roma, y luego, bajo la promesa
de la indulgencia papal, rehusó reconocerlas en absoluto.
Siguió a esto una larga y acerba lucha entre Enrique y
Beckett, pero este último, renunciando a todos sus
títulos y cargos oficiales, y retirándose a la
posición de un monje austero y mortificado, pronto se
ganó las simpatías de las gentes supersticiosas. Y
así sucedió que cuando Beckett fue asesinado,
más o menos por inducción del rey, que el rey fue
acusado de tirano irreligioso, y Beckett recibió culto
como santo martirizado. Este desafortunado incidente y la
consiguiente humillación del rey, que tuvo que dirigirse
en humilde peregrinaje a pie a la tumba de Beckett para ser
allí azotado por los bien dispuestos monjes, hizo mucho
por extender por Inglaterra la dominante influencia de
Roma.

La maldad de los
sacerdotes

En este tiempo, las condiciones en la
iglesia profesante parecían estar degenerando, si ello
fuera posible, hasta mayores profundidades. Clérigos de
todo rango estaban lanzados a la lucha por la riqueza y el poder.
La masa del pueblo era sumamente ignorante, y carente casi
totalmente de espiritualidad. Menospreciando la educación,
estaban a merced de los sacerdotes, que veían el valor de
la ignorancia, y que buscaban, por todos los medios, limitar sus
conocimientos. Se ha dicho con razón que Inglaterra, en el
siglo doce, estaba gobernada por los sacerdotes. Los monasterios
se habían convertido en palacios en los que los
señoriales abades podían dar sus suntuosos agasajos
y darse a sus culpables amores, protegidos por el fuerte brazo de
Roma. El astuto sacerdote podía pretender agitar la llave
de San Pedro en el rostro de su contrario, y amenazarlo con
excluirlo del cielo y encerrarlo en el infierno si no
obedecía a la iglesia. Era su pretendida santidad y su
malvada perversión de las Escrituras lo que les daba tal
poder sobre los ignorantes y los supersticiosos. Además,
desde el emperador hasta el campesino, todo el interior del
corazón de cada hombre y mujer pertenecía a la
iglesia de Roma y estaba abierto al sacerdote. Ninguna
acción, apenas si un pensamiento, eran escondidos al padre
confesor. Los sacerdotes vinieron a ser así una especie de
policía espiritual ante la cual cada hombre estaba
obligado a informar contra sí mismo. Las terribles
amenazas de excomunión de la iglesia y de las penas
eternas del infierno obligaban al más soberbio
corazón a entregar todos sus secretos. Luego, el dogma
igualmente malvado y relacionado de las indulgencias, por el cual
los pecados eran remitidos mediante una contribución a la
tesorería de la iglesia sin necesidad del penoso o
humillante proceso de la penitencia, trajo inmensas riquezas a
las manos de los culpables sacerdotes. Y aquí se debe
añadir lo dispuestos que estaban los sacerdotes a cometer
crímenes mucho más graves que aquellos de los que
con desgana absolvían a los cegados laicos. Pero si los
sacerdotes regían al pueblo, el Papa regía a los
sacerdotes. Todos le estaban sometidos, y tanto más cuanto
que durante aquel tiempo se presentó de manera destacada
el dogma de la infalibilidad papal. La «Bula de
Infalibilidad» afirmaba que el Papa como cabeza de la
iglesia
no podía errar cuando enunciara solemnemente,
como vinculantes para todos los fieles, una decisión sobre
cuestiones de fe o de moral.

La culminación del poder
papal

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