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Enviado por Andres Mena



  1. El
    Ataúd
  2. El
    Brujo
  3. Jerónimo

El
Ataúd

En aquel lugar se esparcía el llanto, nadie
podía creer lo ocurrido y mucho menos entender cómo
Crecencio había muerto, él, que al salir el sol
había emprendido la acostumbrada faena, machete en mano y
con su habitual coleto gastado, la cantimplora, su saco y la
sarapa que le preparó con cariño María, no
auguraba tan trágico destino. Dicen los que lo encontraron
que jamás vieron algo parecido, su cadáver era
terrible, sus ojos estaban blancos, la piel tostada, sin ropa;
pero lo más sorprendente era que el pecho estaba abierto,
mas no había nada dentro.

Comentarios diversos intentaban hallar respuesta o
explicación a lo ocurrido. Muchos decían que una
fuerza maligna estaría detrás todo esto, la gente
murmuraba que Crecencio no era un hombre piadoso, no le gustaba
ir a misa y mucho menos participar de sacramento alguno, es
más, otros afirman que él andaba en tratos oscuros.
Mientras estuvo en este mundo, no se relacionó con
creyentes, cristianos o no; realmente le llamaba la
atención todo lo que fuera cercano a las prácticas
ocultas, adivinaciones y ritos extraños.

Crecencio nació en la pobreza total, quedó
huérfano desde muy pequeño, tuvo que defenderse
sólo y afrontar necesidades sumamente difíciles;
por lo cual fue mandadero, mendigo y hasta ladronzuelo para
sobrevivir.

Al pasar el tiempo, Crecencio llegó a ser un
hombre trabajador, luego se enamoró perdidamente de una
bella mujer y empezó una vida de progreso, de modo
extraño, se transformó su vida, de pronto, tuvo
propiedades, ganado, dinero y toda una riqueza sospechosamente
desbordante. Pero su riqueza acabó al poco tiempo de nacer
Enrique, su primogénito, y el segundo hijo de
María, pero el único vivo, Cervandito
desapareció, no se sabe como, después de ir con
Crecencio de cacería a los montes de la Sierra.

Noche de tormenta insoportable la de aquel viernes de
octubre, muy temprano se oscureció todo y Crecencio y su
hijastro no llegaban, no fue sino hasta la una de la madrugada
que regresó el padrastro solo y con las manos
vacías.

El llanto de María anunció la tragedia a
los vecinos, cuentan que perros salvajes habrían devorado
a Cervandito después de perderse al desobedecer al
padrastro. Nunca se encontró ningún rastro de su
cadáver.

Las penurias se convirtieron en los últimos
años en el pan diario, se perdió la mayoría
de bienes atendiendo enfermedades y accidentes e incluso
pleitos.

Después de ser patrón, Crecencio no quiso
humillarse como peón, así que como era buen cazador
decidió vivir de lo que antes fue su hobbie. Se marchaba
muy temprano y volvía en las tardes. Cierto día se
llevó a Enrique, a sus diez años, María le
había insistido en que no lo llevara; en su corazón
lamentaba la muerte de Cervandito, y no resistiría la idea
de que ocurriera algo parecido. El niño estaba muy
contento, se sentía orgulloso de seguir los pasos de su
padre. Mientras Crecencio llevaba su vieja escopeta, el infante
hacía lo propio con la cantimplora. María los vio
alejarse en el camino todavía oscuro y profundo, su temor
crecía con sus pasos.

A las seis de la tarde, cuando las gallinas se
escondían se escuchó la noticia, el revuelo fue
grande, un avispero parecía la gente indagando,
perturbados, aturdidos y llorosos.

Cuando el cuerpo yerto fue traído, aumentó
el dolor, un olor intenso de azufre cubrió el poblado;
pasaron algunas horas y entre el llanto y la locura, María
abandonó este mundo, se desvaneció en el
desconsuelo, Crecencio muerto y Enrique perdido, su aliento
falleció de tanto dolor.

Se avisó desde Monomacho hasta Montería la
terrible tragedia, y un pariente lejano de Crecencio pidió
enviar su cuerpo a la capital; con gran esfuerzo se armó
una caja rectangular con unas tablas viejas que Epifanio
donó. Con una colecta juntaron unos pesos para enviar el
muerto en el capacete de un carro tipo uaz.

La trocha estaba muy acabada por el invierno, entre
charcos y barriales el viaje fue una tortura. Poco antes de
llegar a Pueblo Bello, otro carro proveniente de Montería
los detuvo, llevaba un ataúd de fábrica, un poco
suntuoso, de buena presencia; fue así que bajaron el
muerto, y en medio de una lluvia leve hicieron el traspaso,
dejando aquella caja vieja en un costado de la carretera. A toda
prisa arrancó el carro, llegando a las diez de la noche a
Montería, sin embargo el muerto no llegó, un
extraño misterio impidió que Crecencio permaneciera
en el féretro, estaba intacto, sin huellas de caída
o maltrato. En la terminal todos estaban perplejos, anonadados;
se armó una discusión babélica y el caos fue
notable, nadie pudo explicar aquello. Lo único cierto es
que desde entonces, todos cuentan que en aquel lugar donde
cambiaron al muerto de ataúd, todas las noches, de diez a
doce, se ve a dos hombres llevar una vieja caja de madera con
tres cadáveres muertos.

Fin

El
Brujo

(Cuento)

Había oscurecido y el aire gélido empezaba
a circular por las calles polvorientas, parecía que se
ocultaba todo tras una nube espesa de humedad y silencio. Se
cerraba el consultorio, que aún estaba plagado de aquella
atmósfera producida por los vapores emanados del tabaco.
Una mesa redonda, cubierta por un mantel rojo sangre, sobre el
cual yacía una esfera de cristal; pencas de sábila
colgadas por doquier, cuadros de todos los santos, botellas de
variados colores, ungüentos, diversidad de plantas y
crucifijos hacían parte del ornato del cuarto reducido
donde atendía el brujo. Se había quitado el traje,
los collares, el turbante y los anillos; se notaba el afán
en sus pasos, puso candado a la puerta y salió con una
vieja maleta. Mientras caminaba su mente se trasladaba
vertiginosamente, tanto que podía ver a Micaela,
contemplaba su rostro lozano y se ilusionaba con la
alegría de su encuentro. Intempestivamente, una mano se
posó en su hombro y una voz entrecortada le suplicaba
ayuda.

  • Por lo que más quiera,
    ¡atiéndame!

  • Ya es tarde, el domingo vuelvo.

  • Por favor, es urgente.

  • ¿De qué se trata?

  • Es mi hijo, se está muriendo.

El brujo accedió finalmente. Después de
pocos minutos llegaron a la vivienda de la mujer y caminaron
hasta el interior; era una casa amplia, con corredores anchos y
ambiente distinguido. La dama que lo había abordado era
doña Raquel Cubillos, sobrepasaba medio siglo, conservaba
la gracia de sus mejores años; de tez trigueña y
ojos claros como el atardecer. Era viuda, de muy buena
situación económica y reputación
intachable.

Después de recorrer el pasillo, pasando frente a
varias puertas, por fin se abrió una de ellas; en su
interior había un lecho de convalecencia; en una cama de
grandes dimensiones y sábanas finas, agonizaba un joven
pálido, de piel sudorosa, sus ojos parecían
hundirse. Arsenio, hijo de doña Raquel, llevaba dormido
doce meses, sin que los doctores supieran porqué no
podía despertar; consumía lo necesario para
subsistir, alimentándose mediante sueros que le
administraba una enfermera. Su cuerpo se había hecho
lánguido pero se conservaba vivo, el líquido
inyectado por sus venas era asimilado por aquel organismo. Sin
embargo, en los últimos días era muy notoria la
decadencia del enfermo; se tornó más
escuálido e inapacible, gemidos delataban su
agonía, conmoviendo con lastimero susurrar. Toda Santa
María murmuraba que Arsenio estaba "cogido", por burlar a
una joven de familia indígena, estaba bajo algún
rezo o artificio mágico.

La madre angustiada, acudió finalmente al brujo
para hallar alguna esperanza que pudiera salvar la vida de su
único descendiente.

Todos esperaban que el brujo dijera o hiciera algo,
mirándose unos a otros se interrogaban sobre lo que
sucedería en aquella habitación. Había una
ansiedad muda, casi se detuvo la respiración de la viuda y
los empleados; cuando la señora pretendía
interrumpir el silencio, el brujo levantó la mano derecha,
con tal autoridad que negó cualquier oportunidad de
preguntarle cosa alguna. Por orden del hombre salieron para que
pudiera trabajar. Transcurrieron casi dos horas eternas, mientras
la viuda bebía tazas de café que se agotaban
rápidamente, sin poder soportar más, se
acercó a la puerta queriendo entrar; al instante, una voz
la sorprendió, paralizándola
momentáneamente.

-Madre…madre…madre.

Se escuchaba levemente desde la
habitación.

Conmovida, Raquel incursionó, sobrecogida por la
emoción abrazó a Arsenio y sus lágrimas lo
bañaron.

  • No mueva su cuerpo, está muy débil.
    Dijo el brujo; cerró la maleta, de la cual
    había sacado varios frascos pequeños y
    ordenó darle una gota de cada uno tres veces
    diarias.

Salía de la casa cuando uno de los sirvientes le
entregó un paquete de billetes. El asintó con la
cabeza y guardó el dinero en su bolsillo, continuando su
marcha; pronto llegó al paradero de los carros de
transporte público; frente a un restaurante de techo de
paja y bloques de madera como muebles; el olor a carne era
penetrante, así que seducido por estómago se
acomodó en una mesa, terminó su plato y luego
consiguió ser llevado por un camión de carga de
madera hasta Puerto Caimán.

  • Lo llevo porque me han hablado bien de usted. Hay
    mucho ladrón disfrazado de médico brujo. Dijo
    el chofer; el pasajero lo miró volviendo el rostro al
    frente sin cambiar de actitud.

Siendo conversón empedernido, insistió
para entablar charla con el acompañante imprevisto, mas no
pudo si no hacer un monólogo sin confirmación o
controversia. La vía oscura era un túnel infinito,
de sobresaltos y abismos que sorteaba hábilmente el
piloto, parafraseando frecuentemente.

A las once de la noche llegaron al caserío. Con
un "gracias" y el pago del pasaje se despidió el brujo:
fue lo único que pudo oírle decir
Braulio.

Siendo muy tarde, se quedó en la
habitación de una residencia. Esperando el amanecer,
empezó a contar el dinero que había ganado con su
oficio; era muy buena suma amasada en el fin de semana. El tiempo
era corto mientras hacía planes, imaginaba escenas y se
emocionaba; era feliz sólo al pensar estar con ella y
complacer sus gustos, que significaban siempre gastos para
él. Pasó poco tiempo y el radio de un vecino se
oyó de pronto, anunciando en altavoz las seis de la
mañana. El huésped se apresuró a salir,
dirigiéndose a la plaza; desayunó en una mesa de
fritos y luego se sentó en el lugar de siempre a
esperarla.

Era medio día y el sol brillaba con fulgor
deslumbrante, había soportado un tiempo largo y tortuoso.
De repente unas manos delicadas cubrieron sus ojos y supo que por
fin había llegado; una risa juguetona se lo
confirmó; era Micaela, radiante como el sol, de cabellos
oscuros y largos, cuerpo delgado, tez morena y encanto juvenil.
Con el coqueteo habitual le dio un beso en la mejilla y se
sentó al lado del brujo, este no podía ocultar su
alegría, casi infantil. La relación era muy
particular, pues ella tenía quince años y la
actitud de una mujer de treinta y cinco; por su parte, el
pretendiente contaba con cuatro décadas. Se encontraban en
el mismo lugar, el mismo día, hacía dos meses, y
por extraño que parezca, no habían intimado en lo
más mínimo; ella con una dulzura pícara
sabía evadir y manejar a su antojo el enamorado, con
gracia obtenía todo lo que quería, sin hacer mucho
esfuerzo.

El azar había unido a dos seres de manera
caprichosa, él obsesionado y ella deseosa de saciar sus
deseos de comprar y lucir todo aquello que le gustaba. A pesar de
que Apolinar tenía mujer, no era feliz con ella,
sólo estaba a su lado esperando el momento para dejarla, y
claro, poder ir tras su Micaela.

Al final del día llegaba Apolinar a "La Azarosa",
finca de incontables matas de plátano, un caño
atravesado por un puente de madera, por el cual pasaban hombres y
bestias; en medio del sembrado había una casa amplia,
rodeada de plantas y flores que adornaban y delataban la mano
femenina en el lugar. Su caminar se hacía lento y pesado,
semejante al retorno involuntario de quien no consigue liberarse
de un yugo pesado. Martina salió a su paso para
comunicarle algo importante.

  • Patrón, estábamos
    esperándolo.

  • ¿Qué pasó?

  • Doña Matilde está
    inconsolable.

  • Pero, dígame, ¿qué
    ocurrió? Tomándola de los hombros. Martina
    empezó a llorar.

Apolinar entró a la casa y pudo comprobar que su
ambiente era fúnebre. La mujer del brujo había
viajado, después de que una razón desde el pueblo
la alteró sobremanera; Estella había muerto tras un
accidente automovilístico. El bus en el que venía a
Puerto Caimán perdió el control y se fue por un
abismo, trágicamente de los veinte pasajeros y el
conductor, sólo ella fue la víctima
mortal.

Apolinar estuvo al lado de Matilde, y fue su paño
de lágrimas, a pesar de sus diferencias, él
también sentía la pérdida, aún cuando
ella no era su hija biológica. En realidad, el brujo
postergaba nuevamente su intención de separarse, pues se
sumaban varios meses en los que su corazón latía
sólo por Micaela.

Los días y las noches transcurrían como
las aguas de un río, que corren sin lentitud ni prisa,
sólo con el ritmo propio de la fuerza de su andar.
Llovía cotidianamente, el caño de la Azarosa
crecía y estropeaba la productividad del
plantío.

Una tarde, cuando el sol interrumpía el invierno,
Apolinar entendió que había llegado el momento de
hablar con Matilde.

  • No puedo seguir aquí; debemos ponernos de
    acuerdo y tomar rumbos distintos.

  • Es por ella, cierto.

  • No importa, yo quiero marcharme.

  • Vete, no voy a pedir lo contrario.

  • Debemos dividir los bienes, yo he estado contigo por
    un tiempo largo, me lo merezco.

  • Eso es lo que quieres, para malgastarlo con esa
    vagabunda; pero no será así, no verás un
    solo peso.

La mujer se obstinó de tal forma que Apolinar
desistió de la discusión y las cosas volvieron a la
rutina acostumbrada.

El domingo siguiente volvió a Santa María,
tan pronto se encontraba abriendo el consultorio, llegó un
emisario de doña Raquel. Media hora después
Apolinar estaba en la casa de la señora; Raquel le
hacía una propuesta interesante. La señora se
sentó en la sala donde había esperado algunos
minutos el brujo. Luego del saludo formal y frases de rigor
social, se dio comienzo al tema álgido.

  • Le debo agradecer por su trabajo; mi hijo ha
    mejorado mucho; pero aún no se levanta de la cama,
    creo que usted lo curará completamente si se dedica a
    él.

  • No entiendo lo que quiere.

  • Es necesario que esté al tanto de la
    recuperación de Arsenio; por eso voy a pedirle que se
    instale aquí su consultorio, usted ocupará una
    habitación cómoda y recibirá
    alimentación. Usted se ahorrará gastos y
    estará en un mejor sitio, donde su clientela
    podrá ser más selecta. Mi muchacho es todo lo
    que tengo en este pueblo y su salud es lo más
    importante.

Apolinar dejó para el paciente plantas y pomadas
que debían prepararle como baños, bebidas y
emplastos; acordó volver el próximo domingo para
quedarse allí.

De vuelta a Puerto Caimán, se sentó en el
parque a esperar a Micaela; en su banca se acomodó un
amigo de hace muchos años y dialogaron amplia y
tórridamente; la conversación era amena, pero
Apolinar miraba a todos lados si poder ver a la joven. Pasaron
las horas, y al fin se acabó la charla se acabó, no
así la preocupación del brujo.

Se levantó meditabundo y contrariado,
caminó sin rumbo una hora, esperando hallarla entre la
gente, tal vez algo le había ocurrido, alguien la
había detenido por algún motivo importante…
Sin haber otra manera de conocer la razón de su ausencia,
Apolinar iría por primera vez a la casa de su enamorada.
Preguntó a muchas personas por la dirección de la
muchacha, vendedores, visitantes, conocidos y extraños,
pero en el parque no obtuvo respuesta. Suponía Apolinar
que la joven viviría cerca del caserío de
pescadores, así que caminó hacia
allá.

Se despedía la tarde y repentinamente
empezó a caer una llovizna muy fría, Apolinar
deambuló incansable hasta que llegó a una casucha
donde le habían dicho que se hallaba, como nunca se
había presentado por allí, decidió llamar a
uno de los muchachos y pedirle que llamara a Micaela.

  • Se fue hace tres días. Le dijo un
    niño, como respuesta a la inquietud del
    hombre.

  • ¿Para donde?

  • Dicen que tal vez se ha marchado para Santa
    María, ¿por qué pregunta
    tanto?

  • Es que… soy su amigo.

Se marchó confundido, más aún,
preocupado con la noticia; prosiguió como caminan los que
no saben donde ir, con pasos cortos y tímidos. No fue
hasta la Azarosa, en vez de eso, se quedó en la residencia
aquella, donde ocasionalmente pernoctaba.

Al día siguiente, muy temprano, se había
montado en la escalera de las seis, su desespero lo
conducía nuevamente a Santa María, a pocos minutos
de empezar el viaje se acercó a él Martina y le
hizo entrega de una carta.

Era la primera vez que Matilde le escribía a
Apolinar. La carta no era para nada amable o conciliadora, por el
contrario, estaba plagada de reclamos y reproches, de un tono
enfurecido y amenazante. De todas las frases de aquel escrito, la
última resultó ser bastante inquietante: "Todo
aquel que abandona y traiciona, su suerte oscurece y pronto
perece".

A pesar de lo intrigante y belicoso de la carta, al
brujo sólo le importaba encontrar a Micaela.

Poco antes del medio día llegó a Santa
María, fue a casa de doña Raquel, esta se
sorprendió mucho al verlo.

-¡Qué sorpresa verlo hoy aquí!, que
coincidencia tan conveniente; mi hijo lo necesita
mucho.

Arsenio había desmejoradp evidentemente, ya no
pronunciaba palabra alguna, sólo miraba con una tristeza
inconsolable. Lo paseaban en una silla rodante para que viera
paisajes y gente, para que recibiera el sol y sintiera la brisa,
pero no se inmutaba de ninguna forma.

-He encargado especialmente a una muchacha para que lo
atienda y le hable.

– Lo siento, me gustaría seguir charlando, pero
debo hacer una diligencia.

– Y la medicina, le trajo algo a mi hijo.

– Después….

Apolinar salió a buscar a Micaela. Doña
Raquel quedó perpleja y notablemente
disgustada.

Cerca de las diez de la noche, llegó el brujo, no
pudo averiguar nada, su búsqueda fue
infructuosa.

Al día siguiente el brujo de disponía a
ver su paciente y al ingresar a la habitación de Arsenio
quedó anonadado; quien cuidaba al enfermo era Micaela;
lucía tan bella, distinta y entregada a su trabajo que no
notó la presencia de Apolinar. Cuando pretendía
hablarle a la muchacha, irrumpió con un "buenos
días" doña Raquel, la joven se retiró con
humildad. El brujo prefirió ser prudente y atendió
a Arsenio, dándole más frascos y haciendo quema de
inciensos.

Pasaron los días, y Apolinar no conseguía
oportunidad para hablar con Micaela, aún era más
inexplicable el hecho de que ella no pareciera reconocerlo y no
hacía ningún esfuerzo por contarle lo
sucedido.

El brujo estaba amargado, totalmente contrariado, no
quería que doña Raquel supiera lo que
ocurría. Lo peor de todo era que moría de celos por
el tiempo que pasaba Micaela junto a Arsenio, quien había
vuelto a hablar, sobre todo con ella. No era posible que a quien
quería y por quien había cambiado su vida, ahora lo
ignorara y prefiriera pasar el tiempo con otra
persona.

Pasó todo un largo mes, y sin poder soportar
más, Apolinar confrontó a Micaela, entrando
intempestivamente a su cuarto.

  • ¿Qué hace aquí?

  • ¿Por qué no me hablas, por qué
    te fuiste de Puerto Caimán?

  • ¿Por qué me pregunta todo
    esto?

  • Responde

  • Salga, por favor…

De repente aparece doña Raquel.

-¿Qué sucede?

-No sé. Dijo la joven.

– Sólo quería preguntarle por Arsenio.
Respondió Apolinar.

– Mejor hablen mañana, y en otra
parte.

Micaela y Arsenio se entendían muy bien, pasaban
horas interminables conversando, jugando o en completo silencio,
incluso con el beneplácito de doña Raquel, dentro
del cuarto del enfermo. Pronto los jóvenes se hicieron
novios. Eso fue el detonante para Apolinar, sucumbió de
celos y rabia; tendría que hacer algo para recuperar el
amor de su Micaela; fue así que pensó que si
Arsenio era lo que lo separaba de ella, sería conveniente
que ese obstáculo desapareciera.

La salud de Arsenio empezó a deteriorarse pocos
días después, a pesar de los brebajes,
baños, riegos y demás preparados por el brujo para
aliviarlo. Arsenio espiró un sábado antes de semana
santa. Después del sepelio, Apolinar pensó
acercarse a Micaela y recuperarla; pero para su sorpresa, ella se
marchó a escondidas, sin dar razón o informarle a
alguien. El brujo la volvió a perder, y esta vez para
siempre.

El brujo siguió atendiendo en la residencia de
doña Raquel, después de un tiempo, también
enfermó y finalmente murió.

Se dice que doña Raquel, desde la muerte de
Arsenio, ordenó que a Apolinar le sirvieran junto con la
comida parte de los brebajes que él le había
recetado a su hijo.

Jerónimo

Se deslizaba suave y tenue el viento de la tarde,
sentado veía el horizonte con la apasionante calma del
cansancio, fumaba un cigarrillo para pensar entre la apacible
fumarada, el día se despedía con la figura
pálida de un sol que dibujaba la tarde. Se hacia de noche
sin prisa, Jerónimo solo pensaba en el cultivo de arroz y
la prometedora cosecha, había trabajado duro para tener
una buena producción; a decir verdad, su tierra era
fértil y sus manos prodigiosas.

Interrumpió su idilio mudo la voz dulce de
Azucena, que le recordaba que ya estaba servida la deliciosa
cena; con un abrazo paterno la tomo de la cintura y la elevo
hasta sus hombros. Un afectuoso beso se poso sobre los labios de
Amalia; empezó el concierto de tenedores, cucharas y
cuchillos, ratificando la exquisitez de la buena
culinaria.

No bien concluida la cena, la noche rompió en un
terrible llanto, el aguacero torrencial parecía ser el
comienzo de una verdadera tormenta; se sacudían
frágilmente los árboles, y las viviendas se
mecían; Emilio salto de miedo a los brazos de madre al
escuchar el estallido de una descarga eléctrica en forma
de rayo. Jerónimo corríó a salvaguardar los
animales asegurando el portón del corral y cerrando
cuidadosamente las puertas y ventanas de la casa.

Eran las once y media, la lluvia diluviana se
había ido, Amalia no conciliaba el sueño sus
vueltas hicieron despertar a Jerónimo.

_ ¿dejo de llover por fin?

_Sí, hace poco una brisa recogió las
nube

_Y tú, porque no te duermes, ¿te pasa
algo?

_Debe ser el calor

_ ¿calor?, pero si el frío es
insoportable

_Son cosas mías duérmete

Los primeros rayos del alba vieron a María
revisar el corral de las gallinas y la huerta de legumbres.
Jerónimo ya estaba en el campo evaluando los estragos en
el arrozal.

A medio día volvía a casa con un racimo de
chontaduros de un color rojo encendido, ladraba de contento pacho
y con melosería el can lamía las piernas y manos de
su amo. Muy sorprendido miró a Etanislao hablando con
Amalia. Saludó con la formalidad y sencillez de siempre,
poniendo las cosas en el corredor de la casa de tambo,
entabló con amabilidad una conversación
atípica con el visitante, poco acostumbrado, cigarrillo
entre sus dedos, meciéndose en su silla.

  • ¿Cómo están por Tagachí,
    qué me cuenta de Adán?

  • Todos bien, le mandan muchos saludos él y
    Rufino.

Se alargó la charla y acercándose la
noche, después de muchos rodeos y recuerdos lejanos,
Etanislao empezó a proponerle a Jerónimo que le
hiciera un favor que agradecería toda la vida.
Haciéndose muy tarde y concluyendo aquel coloquio, se
habían dormido los muchachos, sólo quedaba
encendida la lámpara de kerosén, Jerónimo
fumaba uno tras otro sus cigarros, contemplando una vieja
fotografía de su juventud, recordaba con ella aquellos
años de trabajo intenso, luchando por unos pocos pesos
para sobrevivir, una época dura, llegó a estas
tierras sin más que sus ropas, sin nadie para recibirlo,
sufrió intensamente trabajo sin descanso, ahora no era
rico, pero se sentía feliz con su familia, sus animales y
la tierra; Amalia, la compañera, la amiga, fiel,
hacendosa, trabajadora y cariñosa, tenía pocos
años, el amor la separó de sus padres a los quince,
de estatura mediana, ojos amplios y profundos, labios abundantes,
pelo ensortijado y largo, pómulos prominentes y contextura
delgada; vivía con Jerónimo hace diez años,
les gustaba mucho el ambiente de aquel lugar, un río
surtía de agua a todos, era dulce y cristalino, daba
pescado y transporte en canoas. Había muchos
árboles y palmas de cocos y chontaduros, frutos como el
borojó y el caimito, y animales para cazar.

Mientras apagaba la luz se acercaba lentamente a la cama
para no despertar a Amalia, metiéndose con sigilo, mas
ella lo abrazó, demostrándole que había
fallado en su intento, pasaron unos minutos hasta que Amalia
notó que Jerónimo no dormía, pues no lo
oía roncar.

  • ¿No tienes sueño?

  • ¿Qué?

  • ¿No puedes dormir? ¿Qué
    hablaste con Etanislao?

  • Quiere que lo deje vivir en mi tierra.

  • ¿Por qué?

  • Está en un aprieto con una
    muchacha.

  • Pero no hay lugar aquí.

  • Él dice que tiene madera para alzar una
    casita.

  • Y…

  • ¿Que piensas tú?

El silencio tomó posesión y sólo se
interrumpió con el canto de los gallos. Fue medio
día cuando desde Tagachí llegó Adán,
negocios de compra de animales lo habrían hecho pasar
cerca de la casa de Jerónimo y aprovechó la
oportunidad, era muy apreciado por el anfitrión,
así que la ocasión fue apropiada para aquellos
viejos amigos. Al calor de un sancocho de gallina siguió
la afectuosa charla y por el azar se nombró a Etanislao,
no pudo evitarse la pregunta.

  • Quiero que usted opine acerca del favor que me ha
    pedido.

  • Amigo mío, no puedo decidir por ti, pero
    quiero que sepas que no creo adecuado para dos hombres
    habitar un mismo terreno.

  • Etanislao es familia, pero su corazón es
    ambicioso, su lengua engañosa y su parecer atravesado;
    habló conmigo y no lo ayudé.

Muy correcto en su proceder, no quiso tocar más
el tema y prosiguió con otras cosas pendientes para no
tratar los defectos de Etanislao. Jerónimo continuó
con el comentario de sus sembrados, los animales que pensaba
vender y la tormenta de hace poco. Para su sorpresa, Adán
le dijo que no había escuchado nada sobre aquel torrencial
aguacero. Al día siguiente, llegó Etanislao,
Jerónimo trabajaba en el campo, Amalia atendió la
visita, que para ganar indulgencias llevó azúcar,
café y dulces para los niños. A las doce del
día regresaba Jerónimo y notó con un poco de
inconformidad como yacía muy a gusto el visitante en su
silla preferida, sin embargo disimuló muy bien y lo
atendió con la cortesía habitual. Pocos minutos
después hablaron del asunto pendiente.

No fue fácil decidirlo, la verdad es que no nos
conocemos mucho y cada quien tiene su modo de pensar. Hubo una
pausa desesperante que intranquilizó a los dos, y el joven
se imaginó que no sería posible, frunció el
seño y bajó la cabeza.

  • Pero yo soy de los que no juzgan hasta no conocer lo
    voy a dejar construir.

Sin ocultar su emoción, Etanislao estrechó
la mano de Jerónimo efusivamente, agradeció aquel
gesto.

Pasaron unos días, cuando pensaban en la casa que
no habrían vecinos, apareció un viaje de madera en
lomo de malas y empezó toda aquella obra, la sorpresa fue
titánica al notar que lo que parecía iba a ser un
rancho provisional sería realmente todo un caserón,
eso alertó de algún modo a Jerónimo,
sería el presagio de lo que sucedería
después.

En un principio todo fue bastante tranquilo y el trato
cordial entre todos. En la vereda se acostumbraba a jugar en las
noches, se divertían con el bingo, las cartas o
simplemente hablando y tomando café, fumando tabacos y
cigarrillos, y comiendo plátanos o chontaduros. Se iba de
casa en casa, como en ronda por turnos.

Ese domingo, a las seis de la tarde partían todos
hasta la casa de Eduviges, de buena fama por sus amanecidas, buen
tinto, pescado asado, chontaduros e incluso una vieja vitrola.
Hasta los muchachos iban con sus padres para jugar entre ellos,
claro que también era ocasión para amoríos y
negocios.

De regreso a la casa, Jerónimo se detuvo un
momento para saludar a algunos amigos en el camino, de esa forma
supo que una prima suya, Eulalia, estaba enferma, así que
le dijo a los suyos que siguieran, ya que faltaba poco para
llegar, y fue hasta la casa de su familiar.

Ingresó a la casa de su prima y la halló
en cama, el marido estaba de viaje, dialogaron un rato,
Jerónimo la animó un poco con sus comentarios
graciosos, además calentó sopa y se la dio como a
una niña. Se querían mucho, eran como hermanos y
ella apreciaba la familia que tenía su primo. Cuando
Jerónimo llevó los platos a la cocina se dio cuenta
que alguien se había agazapado en el patio de la casa,
cogió su machete con la izquierda, pues era zurdo, y
prendió su linterna, pero el fisgón huyó
despavorido. Sin verlo claramente, tenía la certeza de que
era Etanislao, lo cual acrecentó su asombro y
curiosidad.

Pasadas una semanas, aparecieron como polvareda
comentarios mal intencionados sobre aquel hecho.

Etanislao había hecho más que suyo su
espacio, además de la casa, en la que vivía con
Consuelo, una muy ingenua adolescente, también
había sembrado maíz, hecho un estanque para patos y
tenía tres cerdos.

Una tarde Amalia debió ir hasta aquella casa para
pedir que encerraran los puercos, ya que se comían las
legumbres y demás sembrados suyos, a esto Etanislao con
displicencia respondió que no era problema de él y
que sus animales no eran dañinos. Amalia no pudo razonar
con él.

De noche, mientras ladraban los perros, no pacho
precisamente, sino dos que tenía Etanislao para cazar y
cuidar, los ruidos dejaron oír algunos gritos y golpes de
objetos que eran azotados. Al día siguiente, los moretones
de Consuelo explican lo sucedido.

Respetuosamente, Jerónimo trató de
resolver con diplomacia los inconvenientes presentados, pero el
diálogo no era lo suficientemente efectivo, el
comportamiento de Etanislao mejoraba por algún tiempo, y
después empeoraba.

Un año pasó, con más desdichas que
bondades, la situación se hacía cada vez más
insostenible, el malestar era muy evidente; para Jerónimo
las cosas iban mal y no iban a mejorar.

Llegó cansado ese día, con la firme
convicción de que no dejaría pasar más
tiempo a ese inquilino en su tierra. Aduciendo estar agotado,
dejó ir solos a su mujer y sus hijos hasta la
reunión en casa de Rosario. Estando solo e intranquilo por
fin decidió hablar con Etanislao. Arribó a la casa,
y en el patio encontró a Consuelo cocinando, en el
fogón ardía la leña bajo la olla mediana
repleta de pepas de frutapan o árbol del pan; ella
relajaba dos bocachicos.

-Buenas tardes, Consuelo.

  • Buenas don Jerónimo.

  • Y ¿Etanislao?

  • Debe estar por venir, anda con los
    perros…

  • Bueno, si no demora, lo espero.

Le sirvió café tibio y casi simple con el
cual mitigó un poco la espera, acompañándolo
con un cigarrillo.

Pocos minutos corrieron y apareció Etanislao con
aquellos perros, motivos de disputas y querellas frecuentes, pues
robaban comida y atacaban esporádicamente tanto a
niños como adultos. Con cierto rodeo y parafernalia
empezó el asunto.

  • Etanislao, ha pasado el tiempo y creo que ha sido
    suficiente para que usted se organice en otro lugar,
    además es mejor evitar más
    problemas.

  • Don Jerónimo, no tengo donde ir.

  • No ha buscado donde vivir, se amañó,
    sabiendo que ese no era el compromiso.

Fue extensa la charla pero la posición de
Jerónimo permaneció inamovible. Se fue hasta su
casa y se sentó a esperar a la familia, mecíase en
su vieja silla y fumaba sin parar, eran las siete y media de la
noche, sabía que había actuado bien, pero su
corazón no descansaba, un pálpito extraño lo
atormentaba. De repente, sintió como de un tajo una hoja
de metal se encajó en su hombro izquierdo, perdió
toda la movilidad del brazo, giró instintivamente para
esquivar el próximo ataque, y vio pasar aquel machete
rozando su pecho, sin ser diestro, tomó se su vaina el
arma y trató de defenderse, dos, tres y hasta cuatro
lances pudo repeler y ver a su enemigo, era Etanislao.

  • Así paga el diablo a quien bien le sirve.
    ¡Desgraciado, mal agradecido!

Etanislao estaba poseído, sin mediar palabra,
acto seguido, hirió a Jerónimo en el brazo derecho,
haciéndole perder el machete. Malherido trató de
correr para salvar su vida, llegando hasta las orillas del
río, tomó una rama para defenderse, arrojaba
piedras; pero Etanislao era insistente. Era inminente la muerte
del marido de Amalia, resistía agonizante. Estaba a punto
de desfallecer, caído en la arena; de pronto un milagro
evitó la tragedia, los vecinos que volvían de la
casa de Rosario al notar la lucha armaron un gran alboroto y
todos arremetieron contra Etanislao. Todo aquello fue gritos,
confusión, llanto y desespero.

Cuando volvió en sí Jerónimo, se
hallaba en una cama de hospital, sintió por primera vez lo
que la ansiedad, el dolor y la impotencia hacían juntos.
Su cuerpo estaba débil, no podía moverse, el dolor
no se lo permitía. Pasó media hora tratando de
recordarlo todo, luego una enfermera le resumió como
había llegado. Supo también, por medio de una
carta, que todos en la vereda, conocida como la Deseada,
habían aportado para su viaje, algunos con dinero y otros
con animales u objetos de valor. Sus sembrados los cuidaban los
vecinos; Amalia y los niños estaban bien, lo
querían y le deseaban que se aliviara pronto.
Lágrimas corrían por su rostro pálido, y en
su desconsuelo se aferraba a su deseo de volver a ver a su
familia.

Estuvo en aquel pueblo seis meses, en este lapso
recibía visitas esporádicas y algunos encargos. Se
enteró de que Etanislao estuvo huyendo de los
paramilitares; un cuñado, hermano de Amalia, se
había encargado de perseguirlo. Meses después lo
encontraron muerto, se comentó que Etanislao no pudo
esconderse más y finalmente lo ultimaron a
tiros.

Una vez recuperado, Jerónimo volvió a la
Deseada, su regreso fue trascendental para la comunidad, todos,
sin excepción, lo recibieron, respaldando así el
afecto que les inspiraba y se había ganado con su forma de
ser.

Jerónimo se marchó con su familia de la
Deseada, hoy vive en Turbo y en su cuerpo porta las huellas de
esta historia.

 

 

Autor:

Andres Mena

 

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