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Memoria histórica de Frasco (página 3)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9

No sería raro -comentó otro
de los pasajeros- que: cuando lleguemos a nuestro pueblo, la
gente no esté tan alborotada, como lo están en
Málaga, pero se tendrán muchas ganas unos y otros.
En este momento se despidió Frasco de todos los presentes
-incluido Enrique- y, a toda marcha emprendió la vuelta a
la casa del Meléndrez, para no perder mucho tiempo
allí y poder salir cuanto antes hacia sus tierras, donde
pensaba poder llegar sin contratiempos, antes de que anocheciese
aquél día y le pudiese dar tiempo, de al menos:
buscar un sitio adecuado, donde poder acoplar al mulo, llenar las
vasijas con agua y preparar alguna dependencia de la casa
-limpiándola previamente-, para pasar la noche venidera.
Tendría que decirle a María: que le preparase algo
para comer por el camino y para la noche cuando llegase a su
finca, pues no le quedaría tiempo para preparárselo
él y la noche se cerraría pronto. En poco rato,
estaba descargando del mulo las cosas que pensaba dejar a
María, todo lo fue poniendo cerca de la puerta de la casa
de su cuñado Pepe o encima del poyete; después, con
la ayuda de Josefita y de las niñas: María
metería los colchones y las demás cosas, dentro de
la casa, para subirlas después a la cámara y poder
extender los colchones, donde poder dormir los días
siguientes. Sólo dejó Frasco, para llevar en los
capazos del serón, aquellas herramientas, que él
consideraba totalmente imprescindible para realizar algunas
labores en el campo. También dejó el
cántaro, el botijo y las botas de becerro con suelas de
cubierta de camión. Sin que él le tuviese que decir
nada, María: ya le había preparado algo que llevar
para comer por el camino de ida y dos chorizos, con dos huevos
cocidos para tomar por la noche. Aparte le aprovisionó de
un buen trozo de tocino veteado, que aún no se
había puesto añejo, un gran queso de cabra, unos
pocos de chorizos en aceite, algunos trozos de lomo en manteca
blanca, unas pocas de patatas, algunos tomates, cebollas,
pepinos, una botella con aceite de oliva, otra con vinagre y un
buen cuenco -formado por un calabacín de cuello- con la
sal; un par de fuentes de graná, dos platos finos, dos
vasos y una cuartilla de vino, del que guardaba su hermano Pepe
-el mismo que ya había probado la tarde
anterior-.

La mayoría estas viandas y
pertenencias, se las había proporcionado su cuñada
Josefita y unas pocas de semillas de varios tipos de legumbres y
hortalizas, para que las empezase a cultivar cuando llegase a la
finca.

Todo lo tenía preparado
María, a sabiendas de que Frasco emprendería de
inmediato la marcha hacia su finca.

Cuando lo tuvo todo dispuesto, ya era media
mañana y se dijo, que no podía perder más
tiempo. Josefita intentó convencerle para que se quedase
al almuerzo, pero él aseguró que había mucho
camino por delante y difícil -por la cantidad de
cañadones y tramos sin camino, que habría que
pasar-; además parte del mismo no lo recordaba o muy
someramente por el tiempo transcurrido, por lo que no
podía demorarse, evitando llegar de noche, sin luz. Una
vez cargado todo en los capazos del serón, los ató
fuertemente y los cinchó de los vértices
inferiores, se despidió de los niños
-indicándoles que debían obedecer a su madre y a
los tíos en todo momento, que no fuesen a crear
riñas entre ellas o su primo-; se despidió de
Josefita y dio dos fuerte besos cariñosos a su
María; desató al mulo de la anilla de la fachada y
apoyándose en el pollo cercano, se subió de un
mediano salto en el animal y comenzó la marcha, empezando
a bajar por la colina lindera del nordeste hacia la cañada
más cercana.

Con la mano saludó y se
despidió de su cuñado Pepe, que andaba vigilando el
ganado, mientras careaba en las cercanías de la carretera;
pero a un mismo tiempo, estaba viéndolo salir montado en
el mulo; le correspondió al saludo que le hizo Frasco con
la mano y de un bocinazo le deseó mucha suerte.
Vociferó Frasco a su vez: un ¡hasta pronto! y, se
centró en darle riendas al mulo, para que instintivamente
el animal fuese por el caminito de herradura más
frecuentado. El sabía que los animales, tienen un instinto
especial, para caminar por aquellas sendas que ofrecen menos
dificultades y a veces, adivinan las intenciones del que los
conduce, sin que éste, tenga que corregirle, ni en la
dirección, ni en el paso que deben llevar. Parecerá
increíble, pero Frasco había criado a su animal,
con todo cariño desde que se destetó de la yegua
del vecino Juan -al que se lo compró- hacía ahora
unos seis años, por ocho reales. El animal había
estado siempre muy tranquilo, transportando a las niñas,
cuando iban o venían del colegio, acompañando a
María; nunca había dado ningún sobresalto,
ni se había espantado de los coches o los ruidos
extraños.

Frasco siempre había tenido mucho
cuidado de darle los mejores pastos y piensos y cuidarle de
cualquier herida o sobadura que pudiesen producirle el aparejo o
las cargas; jamás lo había visto temblar o dudar en
los caminos.

Siempre que lo aparejaba, trataba de
hacerlo con sumo cuidado, para que al apretarle la cincha, el
animal la tomase sin recelo y sin inflarse, para que al soltar el
aire, le quedase más floja. Era un animal noble en
demasía, porque los niños se cruzaban por sus
patas, sin que él, ni siquiera hiciese los menores
movimientos o extrañezas.

Sabía indicar el peligro de antemano
y cuando lo vieses parar en su caminar, seguro que se avecinaba
algo extraño, que podía poner en peligro la
integridad de alguien -en cierta ocasión antes de cruzarse
con otro mulo, que iba cargado con una angarillas de mies de
trigo, se apartó en un recodo del camino, para dejar paso
al otro que venía cargado-; Frasco se sorprendió
tanto, que muchas veces hasta le hablaba; parecía que le
entendía perfectamente y le obedecía a cualquier
orden que le decía. Nunca se había tenido que
enfadar con el animal, si siguiera cuando en ocasiones, durante
su época de muleto, rompía la cuerda en la que
estaba atado y se iba hacia las cañadas, más
frescas o de pastos más tiernos.

CAPÍTULO V

Frasco se enfrenta al
duro comienzo, una vez más

Algunos de aquellos caminos o veredas que
llevaba el mulo, nunca habían sido pisados por el animal,
pero denotaban las huellas de otras herraduras anteriores que
hacían el camino de bajada hacia el arroyo más
profundo, que era el que venía proveniente de Colmenar y
en sus vertientes confluyentes hacia el sur. La mayoría de
de las tierras de los lagares por los que iba transitando, se
habían formado en el continuo deambular de las personas y
animales entre las casas vecinas y en ocasiones de las recogidas
de frutos, más significativos, para el transporte de las
propias cosechas. Así, por ejemplo: existían zonas,
donde el camino era bastante más profundo y las huellas de
las herraduras habían producido mayor erosión, como
consecuencia de las cargas pesadas que transportaban las bestias:
barcinas, arenas sacadas del río para la
construcción o en época de recogida de aceitunas
-cuando el camino está más blando- debido a las
lluvias del otoño-invierno, se hacían más
presentes al tener que transportar los sacos de aceituna hasta
los molinos de aceite, poco existentes por la zona. En aquella
época: existía uno de cierta importancia en el
lagar de la Breña, cercano al río de la parte de
Los Gallegos, noreste de Comares, y el del lagar de Cornelio,
situado más hacia el norte, en la vertiente opuesta y a
mitad de camino entre la población, la zona de Solano y la
denominada de Jardarin. Para acercar las aceitunas a cualquiera
de ellos había que atravesar largas y empinadas cuestas o
viceversa, que casi siempre eran las propias veredas que usaban
entre sí los vecinos, para sus comunicaciones.

Frasco iba montado en el mulo y se
sentía incómodo, por la inercia que cogía el
peso de su cuerpo en la bajada, donde tenía que ir cogido
de la parte posterior del albardón del mulo, si no
quería salir por las orejas del animal.

Finalmente, se bajó de la bestia y
fue caminando delante del animal, como a dos metros de distancia
y con el cabo del cabestro echado por encima de los hombros.
Ahora el animal hacía menos polvo en el camino de bajada,
al no tener que frenar su inercia sobre el piso. Al cabo de una
media hora aproximadamente, ya se encontraba en el arroyo, que en
estos momentos, del final de la primavera, estaba seco en muchos
tramos de su cauce; tan sólo, cuando asomaban algunos
tramos de pizarras, se podía apreciar pozas de agua, que
normalmente no eran absorbidas por el subsuelo, constituyendo las
propias pizarras -azules o de cuarzo- la capa freática que
las contenía; en la mayoría de las pozas de agua
formadas, se podían apreciar los renacuajos pululando en
su interior y nadando por entre las madejas verdes de camas de
ranas; no quiso acercar al mulo a ninguna de aquellas pozas,
temiendo que su animal pudiese coger algún
parásito, sanguijuela, etc., y esperó algún
tiempo más, para dar de beber a su mulo.

Volvió a montarse de nuevo en el
mulo y empezó a notar una ligera brisa que se desplazaba
en el mismo sentido que el llevaba; muy posiblemente el cauce del
arroyo, le servía de cañón al viento, que
arrancando desde la costa, subía hacia aquellas vertientes
empinadas y la calima de los aledaños, no le
permitían otra trayectoria, que el propio cauce del
río.

Recordaba de su mocedad, que no lejos de
allí había un manantial permanente, que
hacía como una alcubilla y tenía un buen chorro de
agua fresca, donde podría dar de beber a su animal,
refrescarse él y hasta podría renovar parte del
agua que María le había puesto en el botijo, ya que
la notó excesivamente templada, pues seguramente le
habría venido dando el sol de frente en la bajada de la
cuesta.

Ya llevaba un buen trecho recorrido por el
cauce del arroyo y al salir de uno de sus meandros, vio aparecer
-inconfundibles- un grupo de eucaliptus centenarios, cuyos
troncos lisos, seguramente no podrían ser abarcados con
los brazos de un solo hombre. Al instante recordó que
allí muy cerca estaba la alcubilla del agua que
necesitaba, a la altura del lagar de Cornelio -el que
tenía el molino de aceitunas. Efectivamente, hacia su
derecha, se podía apreciar, como salía de una
grieta -de la roca pizarrosa- un chorrito de agua -no más
grueso que un cigarrillo- y caía en un gran pilón
totalmente blanco -encalado con cal viva-; bajo él:
-había sido hecha o fabricada una amplia alcubilla, que se
alargaba por el lateral, formando una pileta de unos dos metros
de largo, con unos cuarenta centímetros de alto y ancho,
para atender a los transeúntes y animales de paso que lo
necesitase, por aquella zona. Buen sitio para comer algo, se
dijo, y bajando del animal, lo acercó al pilón para
que bebiese, al tiempo que él sacó de uno de los
capazos el botijo y lo vació del agua que traía, lo
tuvo un breve tiempo presionado sobre las aguas del pilón
y creyó que ya se había refrescado el barro, lo
colocó bajo el hilo de agua y lo llenó
completamente, dejándolo rebosar un par de minutos.
Posteriormente dio un buen trago de agua del propio botijo, pues
nunca bebía directamente de un chorro de agua natural, por
la posibilidad de tragarse alguna sanguijuela, que pudiera venir
mezclada o que normalmente se suelta al detectar la sangre
caliente. Aflojó un tanto la cincha del mulo y lo
dejó carear a sus anchas por aquellas frondosas yerbas,
que crecían en los alrededores del derramadero de la
alcubilla. Mientras tanto él, se lavó bien las
manos al final de la pileta y se sacudió firmemente las
manos y levemente se las secó en el pañuelo; se
aprovisionó de la comida que le había colocado su
mujer y fue a sentarse sobre una especie de poyete que a tan fin,
seguramente habían construido allí.

Cortó un buen trozo al pan redondo y
le puso un buen trozo de lomo sobre la propia sopa, apoyando su
dedo pulgar izquierdo sobre el mismo; atrapado sopa y lomo, lo
fue cortando en rodajas, a medida que se lo
comía.

Cuando se sintió satisfecho,
tomó una manzana como postre, que lavó previamente
bajo el chorro de agua y partiéndola por la mitad con la
navaja, se la comió rápidamente, mientras se
dirigía hacia el mulo, para cincharlo fuertemente.
Volvió a acercarlo al abrevadero, pero el animal
sólo mojó los labios.

Al poco, se montó en el animal y
prosiguió la marcha arroyo arriba.

La brisa se hacía sentir con
más intensidad en el movimiento de las hojas de aquellos
eucaliptus y algunos gorriones que habían estado esperando
la marcha de la fuente de los dos intrusos, bajaron a beber o a
seguir jugueteando con sus baños en las pequeñas
charcas que formaba el resumidero. Algunas cogujadas ya se
habían instalado también junto al resumidero de la
alcubilla que iba dejando a sus espaldas y hacían sentir
sus presencias por sus cantos inconfundibles. El camino por el
cauce del riachuelo, iba sorteando las grandes piedras clavadas
en el suelo y las otras muchas, más pequeñas, que
estaban sueltas y a veces amontonadas a los lados de la vereda
que formaban.

No dio -en todo el recorrido-, ni un solo
traspiés con aquellos peñascos, se le veía
un animal fuerte y con todas sus facultades, que iba muy
pendiente de no rozar con ninguna aristas de las que le
presentaban las piedras.

Muchas de las cañadas de las
vertientes aledañas, estaban cubiertas de adelfas de
distintas variedades, que daban un colorido especial al entorno;
eran mucho más grandes y menos frecuentes los ramilletes
de ellas, en el cauce principal del arroyo, que se adornaba -en
ocasiones- con grandes madejas de zarzales, que apuntaban las
moras silvestres aún rojas y blanquecinas; seguramente al
final del verano: estarían en su sazón, negras y
relucientes, con las que se podían hacer riquísimas
confituras. Ya había pasado el recodo del lagar de la
Seana y su alcubilla, igualmente de fresca agua cristalina, donde
volvió a llenar el botijo y dejó al mulo que
bebiese al tiempo, que él, también lo hacía,
pues ya no encontraría otro manantial, hasta llegar a sus
tierras y desconocía en que estado se encontraría
éste, desde su larga ausencia.

Subió de nuevo en la bestia y al
poco abandonó el camino que iba serpenteando el arroyo,
para tomar sobre su derecha un camino empinado, que se
dirigía al Lagarillo de Villegas; cuando llegó a la
puerta del lagar, se paró unos minutos, mientras
correspondía al saludo, que le ofrecía su futuro
vecino Miguel y su mujer Josefa; ambos estaban sentados a la
puerta -en sendas sillas, hechas de palos de olivo, con una
tarima de madera, como asientos- a la sombra de la pared que
formaba la habitación de la cocina, que se situaba -como
tantas otras- cerca del llano y adosada a la fachada principal de
la vivienda. Quiso ofrecer Josefa a su nuevo vecino
-después de preguntarle por toda la familia y los
consabidos saludos- un refrigerio y café, pero aunque
Miguel también insistió en ello, Frasco se
excusó ante ambos, argumentándoles que tenía
bastante prisa, pues aún tenía que acoplar al mulo
y arreglar un poco la vivienda para poder pasar la noche, antes
de que se hiciese de noche y sólo faltaban unas dos horas
para que se pusiese el sol; así que, después de
este preámbulo, prosiguió la marcha, subiendo por
aquellas tierras de Villegas -que aparecían muy bien
cuidadas y pobladas de frondosas vides, almendros y olivos.
Frasco, también se había interesado por los hijos
de este matrimonio, tres mujeres y tres hombres, todos ellos
bastante más mayores que los suyos y que llevaban
perfectamente las labores del campo; aún les quedaba uno
-Miguel- un poco más pequeño, que estaba cuidando
una piara de cabras en el manchón de enfrente;
efectivamente, desde allí se oían en la
lejanía y desacompasadamente el agradable sonido de las
cencerras de algunos animales.

Al pasar por el borde oriental de la era
comprobó el buen cuidado que tenía aquella finca,
expresado a través de la salud que mostraban sus
plantas.

De la era para arriba, hasta llegar al
límite con sus propias tierras: había un
tajón de olivos jóvenes que estaban doblados de la
cantidad de aceitunillas verdes, que se le habían cuajado;
posiblemente tuvieran que ponerles -a algunas ramas- horcones
para que sostuviesen el peso de la cosecha, cuando madurasen,
evitando su rotura.

Todos sus árboles tenían una
salud sorprendente, a pesar de lo pecho y pizarroso del terreno,
se les notaba en la tersura de la cáscara de los troncos,
pareciendo lisos y lustrosos, con muy pocas secas del ramaje
anteriormente caído o talado, porque el propio empuje de
su sabia los había ido ocultando, seguramente
tenían un fondo bien alimentado por el estiércol
echado en sus posturas. Algunas de las higueras que se fueron
presentando durante el camino hacia el próximo lagar de
Villar, estaban repletas de brevas y muchos pajarillos del
entorno, las tenían asediadas, como medio de conseguir de
sus preciados frutos, el rico alimento, que ellas les
proporcionaban. Algún conejo, que aplastado por la tarde
calurosa pasada, se escapó asustado de las cepas de
algún ripario, dejando su siesta para mejores
tiempos.

Cuando llegó hasta el mismo ruedo
del Lagar de Villar, giró hacia la izquierda y
apreció que no había nadie por el entorno, dando la
sensación, que en aquella vivienda no habitaba nadie,
desde hacía tiempo. Al poco rato, ya se estaba apeando del
mulo en la misma puerta de la casa de su finca, la cual estaba
recién encalada y el llano bastante limpio.

Hasta el horno había sido adecentado
y su fachada y laterales encalado.

La otra parte de la casa, perteneciente a
su hermano Juan estaba cerrada, pero como él le
había advertido por carta, dirigida a su casa en el
pueblo, le había dejado las llaves del candado pasador,
debajo de una losa de piedras que estaba junto al pié del
olivo verdial, que estaba frente a la fachada de la casa. La
llave estaba muy bien liada en un papel impregnado en aceite y un
trapo envolviendo el paquetito, para evitar que se oxidase con la
humedad o la lluvia; fácilmente pudo poner de par en par
las dos hojas de la puerta de la casa; también pudo
apreciar que le habían limpiado todo el habitáculo
e incluso le habían colocado unos cuadros familiares,
cuatro sillas y una mesa -todo rústico en palos de olivo y
la mesa con un gran tablero, formado por tres tablas de igual
calibre, que formaban una tarima rectangular y además
estaba cubierta por un hule de cuadritos blancos y azules, con
una cenefa o ribeteado en color amarillo. En el hueco sobre la
pared de entrada, estaba bien formada unas cantareras de palos de
madera, sobre las que había colocados dos cántaro,
que a la sazón estaban vacíos, pero tenían
sus tapones de corcho, para que no se les colase ningún
bicho (normalmente lagartijas, salamanquesas o insectos), de
cualquier forma: cuando él fuese a llenarlos, los
enjuagaría bien y procuraría que no tuviesen nada
extraño dentro, también se llevaría el
colador que colgaba de un clavo en la cocina, para ponerlo como
filtro, cuando fuese a llenarlos.

Aún tenía el botijo lleno de
agua de la alcubilla del Larga de la Seana, por lo que no
iría esa tarde a llenar los cántaros, lo
dejaría para la mañana siguiente y de camino le
daría de comer al mulo y posteriormente lo pondría,
trabado, a carear por aquellas inmediaciones. Bajó todas
las cosas que traía en los capazos del serón y los
fue colocando en los respectivos lugares, que él
imaginó podrían ocupar en el futuro.

Las viandas que le había puesto su
María para mantenerse los próximos días, las
colocó de forma que estuviesen bien aireadas, dentro de un
canasto de caña y colgando de una alcayata del techo, en
la punta de un trozo de alambre liso, como de medio metro.
Así cualquier animalito extraño -que normalmente
abundan en los campos-, no tendría oportunidad de acceder
a ellos. Dejó las botellas y el botijo bien tapados y se
dispuso a acomodar al mulo en la cuadra, que estaba justo debajo
de la casa en un semisótano, aprovechando el desnivel del
terreno y a la que se accedía desde el exterior, por
puerta independiente en la parte de atrás de la vivienda.
Desaparejó al animal y colocó todo el aparejo,
volteándolo en un giro de 180º de forma que la parte
interna del albardón, quedó expuesta hacia arriba,
para que todo el sudor que había transmitido el mulo al
aparejo, durante el recorrido, se pudiese orear y secar durante
toda las noche, al efecto había un pequeño
cobertizo, cerca del horno, que se utilizaba para estos
menesteres -cuando no se quería meter algún enser
dentro de la casa y en previsión de lluvia, viento o sol-
se colocaban al cobijo del cobertizo. Cuando creyó haber
acabado de instalarlo todo, preparó su chinchorro o
hamaca, que siempre utilizaba cuando estaba en la costa, para
dormir alguna siesta que otra, entre los árboles frondosos
de la explanada frontal y que se acordó de sacarla de la
carreta, cuando recogió los colchones que le dejó a
María. Pasando el extremo de una buena cuerda, que llevaba
en el serón, por entre las cañas y una de las vigas
de un extremo del techo, donde hizo un nudo corredizo;
tensó fuertemente la cuerda y allí ató un
extremo del chinchorro; el otro extremo lo amarró a la
reja de la ventana que daba acceso a la habitación
más grande, que constituía el salón, donde
estaba la mesa, las cantareras y una pequeña cocina para
los días de invierno.

Finalmente se salió a la puerta de
la casa y recogió del aparejo un saco vacío para
dirigirse a las albarradas de delante de la casa, que estaban con
bastantes yerbas -muy apetecibles de los animales- y
prácticamente lo lleno en breve espacio de tiempo;
dirigiéndose posteriormente a la cuadra -con él al
hombro- y vació la mitad en la pesebrera del mulo.
Allí quedó el animal suelto por toda la noche y su
dueño volvía a la casa; vació medio botijo
en una palangana y le adecentó adecuadamente,
refrescándose y pensando en dar por acabada la jornada.
Ahora se dispuso a comer un poco y tomar un vasito del vino de su
cuñado Pepe. Mientras comía, recordó que
nadie le había referido nada de la situación, que
tanto le había preocupado la noche anterior -es verdad que
sólo pudo hablar unos momentos con sus vecinos cercanos al
río -Miguel y Josefa- y seguramente ellos no habían
tenido oportunidad de enterarse de nada; seguro, que si hubiesen
estado al corriente de los acontecimientos, se lo hubrían
referido.

No quiso volver a pensar en ese asunto,
porque se decía: que era mucho mejor desconocer tan malas
noticias.

Cuando acabó de cenar y de tomarse
el vasito de vino, cortó un trocito de queso de cabra, que
estaba bien curado y lo saboreó a modo de postre, quedando
satisfecho y un poco entristecido, al no tener a su familia a su
lado.

Se propuso desde entonces hacer todo lo
posible, para en el menor tiempo posible, ir a recogerlos y
arrancar de nuevo allí, todos juntos.

Se salió al llano de la casa, cuando
ya empezaba a oscurecer a pasos agigantados. Se sentó en
el poyete de la entrada y sacando su petaca, lió un
cigarrillo, que fumó tan apaciblemente, que empezó
a darle sueño.

Apagó bien la colilla, entró
en la vivienda, la atrancó por dentro -echándole el
pestillo y poniéndole la tranca de madera a la otra hoja y
se introdujo dentro de su chinchorro. Cuando se acostó,
empezó a pensar en las tareas que tenía que hacer
al día siguiente: recoger un poco de leña, para que
el horno estuviese bien abastecido cuando María,
dispusiese hacer el pan. Traer los cántaros llenos de agua
de la fuente -no podía olvidarse del jarrillo, para
recoger el agua de la poza y del colador- porque si no los
llevaba, tendría que volver a por ellos. En breve espacio
de tiempo, estaba traspuesto por los siete cielos de
Marte.

CAPÍTULO VI

Frasco mejorando su
finca

A la mañana siguiente, se
levantó al ser de día, no había por los
alrededores ningún gallo que cantase anunciando la
madrugada de una mañana que se vislumbraba
espléndida, pues aunque en el lagarillo de enfrente,
más hacia el este, sí que había una buena
piara de gallinas y varios gallos de vivos colores, como pudo
comprobar más tarde, sus cánticos: no llegaban
hasta la estancia donde se encontraba Frasco. Lo primero que hizo
al bajarse del chinchorro, fue: tomar del botijo un buen trago de
agua, la que notó, excesivamente fresca; posteriormente,
desató el chinchorro, del extremo que tenía atado a
la ventana y lo enrolló, sobre el otro extremo, de forma
que no estuviese estorbando por en medio de la sala; tomó
un par de manzanas, las limpió bien con la servilleta y se
encaminó hacia la parte de atrás de la casa, donde
estaba el mulo encerrado, lo cepilló un poco por encima de
los lomos con un trozo de saco y le puso la jáquima, lo
sacó a la calle -dejando la puerta de la cuadra abierta
para que se orease con aires nuevos y se secasen los posibles
orines que el animal había dejado sobre el suelo
empedrado; lo llevó hasta el llano frontal de la fachada
del lagarillo y lo ató en la anilla redonda que estaba
entre la puerta principal y el quicio de la ventana;
volteó el aparejo del animal y lo sacudió:
apaleándolo con bastante cuido con una vara de acebuche
que tenía a mano; cuando creyó que había
soltado parte del polvo que lo impregnaba, empezó a poner
-pieza a pieza- el aparejo sobre los lomo de Pajarito (al mulo
desde este momento empezó a llamarle por este nombre;
anteriormente nunca había pensado en designarle al animal
ningún nombre); era un buen momento, -se dijo, a sí
mismo internamente, sin pronunciar ni una sóla palabra- y
pensó: a partir de ahora, tengo que procurar, que todo sea
diferente, se avecinan tiempos muy difíciles y
habré de ordenar -en todo lo posible- a toda mi familia
para que con muchos pequeños esfuerzos y ordenamientos,
hagan más llevaderos los sufrimientos que se avecinan.
Pajarito, quedó finalmente bien cinchado y listo para
recibir el serón sobre sus lomos, que amarró con
una fina cuerda, entrecruzando en forma de X por los filos de la
jalma del aparejo y cuando lo tuvo bien firme sobre el aparejo,
le colocó los dos cántaros, uno dentro de cada
capazo -no olvidó el jarrillo para llenarlos, ni el
colador, para evitar que el agua -vertida para llenarlos- tuviese
impurezas visibles. Tomó al mulo del cabestro y
apoyándose con el pié izquierdo sobre el filo del
poyete, se montó muy fácilmente sobre el
serón, encima del animal y se encaminó por la
vereda, que llevaba hacia el manantial, hacia el sureste; al
llegar muy cerca de la cañada, de la afrontada de la casa,
se desvió levemente hacia la derecha, en una
pequeña cuesta, que le llevó hasta los pies de un
gran sauce, bordeado por varias cornicabras, muchos jaramagos y
un gran zarzal, que cubría parte de cuenca de aquella
cañada, que siempre estaba fresca, gracias a la
pequeña destilación de agua que, en todo momento,
salía del pié del sauce.

Desde aquél manantial, donde se
situaba la linde este de la heredad que había
correspondido a su hermano Juan, se extendía una de las
mejores viñas de la comarca -según él lo
recordaba: era mucho más frondosa y, ahora podía
comprobar que parte de la viña estaba perdida, aunque
aún, permanecían muy bonitos y activos algunos de
los frutales, que en su juventud habían plantado su
hermano Juan y él, en compañía de su
padre.

Bajó de Pajarito y mientras el
animal bebía en la charca que se formaba a los pies del
sauce, se sentó un buen rato al pié de aquél
hermoso árbol de ramas caídas hasta el suelo,
cubierto de helechos y verdín por todos sus
laterales.

La paz era total en aquél ambiente y
la saboreaba Frasco con especial énfasis, al tiempo que
recordaba a los suyos, tan sólo interrumpida por los
cantos de los mirlos saltando por entre los zarzales -expectantes
a los movimientos del mulo y de su dueño-, de una pareja
de ruiseñores -que estaban practicando sus cantos,
cortejándose o retándose, desde la copa de un
álamo blanco- y del sonar lejano de alguna piara de
cabras, que con sus cencerras, hacían quebrar la paz y la
monotonía de un hermoso día primaveral. Recordaba
también, muchos de los aspectos de su juventud, cuando con
sus padres y hermano, gozaban de la estabilidad perfecta, estaban
muy bien unidos, como agricultores humildes, cultivando aquellas
tierras duras, sabiéndoles sacar el pan de cada
día.

Le vinieron al pensamiento los
acontecimientos que se estaban desarrollando en la capital en los
últimos días y anunciados con tanta
preocupación por aquel locutor de radio. ¡Que
diferencia, tan abismal existía!: si comparaba los tiempos
de su juventud, cuando él y su hermano montaban algunas
trampas para los conejos, en total libertad y, los tiempos que le
esperaban a sus hijos, como para tener que estar siempre alertas,
preocupados y en peligro de ser asaltados. Se decía con
empeño, que en cuanto tuviese a toda su familia acoplada
en estas tierras, dejaría de pensar en todos esos
problemas. Él no lo entendía, ni les iban a
representar ningún beneficio; hay cosas que el hombre no
debe tratar -se decía, una y otra vez, mentalmente- ni
debe perder su tiempo, si no las entiende y -se le hacían
muy difíciles- por más empeño que él
pudiese poner, nunca: llegaría a entender los desmanes que
comete el hombre, sin provecho de los resultados. En cierta
ocasión escuchó decir a su patrón -que era
un hombre muy instruido: quizás el más instruido y
buena persona, de todos los que llegó a conocer en su
vida-, que: cuando el hombre hace daño, sin obtener hada a
cambio, es que es un tonto, ignorante y estúpido y, cuando
hace daño en beneficio personal o de los suyos, entonces
es una mala persona, malvado, inhumano, pero listo y
pillo.

Ahora pareciera que la mayoría de
los hombres se habían vuelto tontos, ignorantes y
estúpidos al servicio o serviles para fortalecer a los
malvados, inhumanos, listos y pillos, que actuaban metidos en la
política o en el Gobierno.

No se atrevió a profundizar mucho
más en estos pensamientos, porque: ni entendía
mucho de los comportamientos del hombre en circunstancias
especiales, ni su instrucción alcanzaba a comprender esos
temas de la política y del Gobierno.

Él sólo sabía trabajar
de sol a sol, como lo había acostumbrado desde que era un
niño y respetar a todos las demás personas, en un
ámbito de cordialidad.

Siempre había visto, observado y se
había criado; dentro de la honradez, el respeto y el
trabajo, porque así se lo habían inculcado sus
padres y era la norma común de conducta de la
mayoría y la que, consideraba adecuada para transmitir a
los suyos.

En ese aspecto, estaba muy contento de los
comportamientos de sus hijas, para con los demás; eran muy
perseverantes en sus tareas, muy aplicadas y obedecían sin
rechistar. La madre había tenido mucho cuidado en eso y no
les dejaba pasar una falta por alto, aunque también,
debía reconocer, que las monjas habían colaborado
en todo ello. El niño, aun estaba en su etapa de
bebé y aunque se le veía un chaval muy despierto,
activo en todos sus movimientos y observador de los mayores, a
los que solía imitar con mucha frecuencia: llevaba
similares enseñanzas.

Ahora empezó a sentir cierta
preocupación de haber dejado a su familia en la casa de su
cuñado Pepe, sobre todo al comprobar que la casa:
había sido cuidada por su hermano y con poco esfuerzo: se
habría podido habitar sin gran problema. Afortunadamente
su hermano, había sido previsor en ese aspecto y
ahí es donde le demostraba todo el cariño que
sentía; bien es verdad, que nunca habían tenido
ninguna riña y sus caracteres eran muy similares;
quizás esa sea la suerte de vivir en el campo; aislados,
en cierta forma de los avatares de los pueblos o las ciudades.
Bien es verdad, que los avances, que se notan en las grandes
poblaciones y las expectativas inmejorables en el trabajo y en
los medios para llevarlos a cabo, son mucho más
seductoras, pero en cambio, se pierde la relación familiar
y muchas normas o costumbres, imprescindibles para una correcta
convivencia. Creo que el hombre se debilita en sus valores, se
vuelve más fiero, competidor y egoísta, cuando se
agrupa en manadas; llega a desarrollar su astucia y tozudez,
muchas veces en perjuicio de los demás y se dedica
más al pillaje fácil, quizás: por sentirse
más protegido al estar masificado y diluido en la
masificación. Todas estas ideas pasaban por la mente de
Frasco, mientras estaba relajado y con los ojos cerrados semi
tumbado al pié del sauce y en la frescura que irradiaba el
pequeño manantial, cuando sintió unos ligeros
ruidos, que poco a poco se fueron incrementando en intensidad,
hasta que llegó a reconocer, como eran, las pisadas de una
bestia, que se acercaba por el caminito, dirigiéndose
hacia la poza de agua. Se incorporó y entre las ramas de
algunos olivos, que se asentaban en los taludes de unas viejas
tablas del huerto, pudo distinguir a su hermano Juan, que
venía montado sobre un mulo y se dirigía a donde
él estaba. A su llegada a la altura, donde él
estaba, bajó del mulo y los dos hermanos se abrazaron y se
estrecharon la mano derecha, que mantuvieron un largo rato
apretada. La emoción en ambos era manifiesta y sincera.
Hacía más de dos años que no se
veían; la última ocasión fue: cuando Juan
estuvo de visita en su casa de Jarazmín, para comunicarle
los resultados de su herencia y se quedó a pasar la noche,
ya que no alcanzaría a tomar de nuevo el corsario para
volverse al pueblo. Nunca habían tenido recelos o
desavenencias los dos hermanos y siempre se les notaba: que el
uno procuraba el bien del otro y viceversa; por lo que tampoco
tuvieron dudas en la repartición de los bienes de sus
padres fallecidos.

Desde que Frasco se marchó a la
costa para hacerse cargo de su nuevo trabajo, su hermano Juan, se
quedó viviendo en el lagar, pero al poco tiempo, como era
un hombre soltero y sin familia allegada, se trasladó al
pueblo, donde alquiló una pequeña vivienda para
tener algo más de comodidad y aunque frecuentaba
diariamente el campo y lo cuidaba con esmero, era raro que se
quedase a dormir por la noche, aunque tenía toda la casa
bien instalada, con los enseres de sus padres, que vivieron
permanentemente en aquella casa.

Hacía algún tiempo que estaba
pretendiendo a Frasquita -una mujer solterona, como él-;
quién también había perdido a sus padres, a
los que cuidó, hasta que murieron ambos. Era muy remisa a
formar pareja, pero no lo espantaba de su lado,
considerándose ambos muy buenos amigos, sin haber llegado
nunca al contacto físico, más comprometido. Ambos
se protegían, se comunicaban sus cosas más
personales, como si fuesen seres de la misma camada e incluso se
apoyaban en las temporadas de recolección de los frutos
del campo, pues ella también había heredado de sus
padres otra muy parecida propiedad en un lugar más cercano
al pueblo, denominado de las Chamizas.

Ella, había atravesado por similares
circunstancias, al haberse dedicado al cuidado de sus padres -ya
mayores-, y cuando ellos murieron, se conformaba, pensando: que
se le había pasado las fechas de mocear y mucho menos las
de admitir pareja, para rehacer la vida en común. Estaban
en un desdén continuo, por falta de decisión. Juan,
tampoco era capaz de coger el impulso suficiente, para tomar la
determinación de un casamiento, aunque éste no se
desalentaba y trataba de conseguirla, con ese pensamiento entre
ceja y ceja: siempre estaba dispuesto a estar presente por los
lugares que ella frecuentaba y era una de las razones, para dar
de mano -en el trabajo- antes de lo previsto, con objeto de estar
temprano en el pueblo para hacer por verla o
visitarla.

Lo cierto es que los dos hermanos, siempre
se habían querido y respetado, sin dar cabida a
ningún tipo de dudas o mala intención hacia el otro
-que es como suelen llegar las desavenencias entre hermanos y
familiares-; Juan -que era el mayor de los dos- había
estado en la costa para que su hermano le informase de la parte
del lagar, que más podría interesarle y Frasco,
después de insistirle varias veces, con que: a él
le parecería bien cualquier partición que Juan
llevase a cabo; ambos terminaron por acordar: que Juan
dividiría la casa en dos mitades -lo más parecidas
posibles- y desde la casa, que se encontraba
-prácticamente en la línea medianera o mediatriz de
la finca, pondría unos mojones encalados para que su
división fuese lo más proporcional posible.
Posteriormente -ellos por carta-: confirmarían su reparto
y puesto que Juan se dedicaría a dividir
físicamente el terreno y la casa por su mitad;
sería Frasco el primero en escoger la parte que mejor
pudiera interesarle. De esa forma, ambos aceptaría la
división y no habría problemas de
futuro.

Sin ningún contratiempo, llevaron a
cabo su reparto y como Frasco estaba ausente en la costa y no
podía cuidar la finca; fue su hermano Juan, quien estuvo
cuidando la parte de su hermano con la misma dedicación,
que daba a la parte suya, aunque, para nada, lo tenia advertido a
su hermano, a pesar de que se habían carteado
frecuentemente. Ahora que se encontraron nuevamente,
después del saludo efusivo y de las preguntas pertinentes
sobre la familia de Frasco; Juan, le expuso de una forma somera,
la mayoría de los avatares y cuidados que había
hecho sobre la propiedad de su hermano. Allí mismo le dio
cuenta de los rendimientos y gastos que había tenido la
finca en su conjunto y sacando su cartera, quiso entregarle a
Frasco los rendimientos de ese par de años, desde que se
llevó a cabo la herencia, pero éste no quiso
admitir el dinero que le ofrecía Juan –producto del
rendimiento de su parte- y le agradeció toda la
dedicación y esmero que había puesto, para conserva
su parte en tan buen estado, como había comprobado, que se
encontraba.

De cualquier forma, Frasco sabía que
su hermano estaba volcado con beneficiar todo lo de él y
especialmente a su familia, teniendo especial debilidad por los
sobrinos. Aquel día ambos hermanos estuvieron dedicados a
las tareas más perentorias de la finca; almorzaron juntos
y aquella tarde Juan no volvió al pueblo,
dedicándole a su hermano toda la actividad que
podía desarrollar y comentando muchas de las tareas que
debían emprender. Entre las muchas cosas de las que
hablaron, surgió el tema de los acontecimientos
políticos de los últimos días, con la
proclamación de la II República.

Juan estaba mucho más informado de
los temas y acontecimientos que Frasco; quizás: por no
haberse mantenido tan aislado y sentir -en muchas ocasiones- la
necesidad de saber, con más detalle, de cómo se
desarrollaban los acontecimientos. Juan le comentaba a su
hermano, que ahora que él volvía al campo con su
familia, también él pensaba volverse y dejar la
vivienda alquilada que tenía en Colmenar. Estarían
los dos más compenetrados para hacer las labores en
conjunto, ahorrando mucho más tiempo, el único
problema es que resultaría un obstáculo para su
mujer. María tendría otro comensal a la mesa y
mucha más ropa que cuidar (lavar y coser); pero Frasco le
comentó: huelga que digas eso, sabes que mi María
no pondrá ningún inconveniente en cuidarte y
arreglar tus cosas, además los niños estarán
encantado de que convivas con nosotros.

Una vez aclarados ese pequeño
asunto, Juan, siguió comentándole a su hermano: que
la situación en el pueblo se iba deteriorando a pasos
agigantados y él estaba muy contento de que se hubiesen
vuelto para el lagarillo y con ello: él, podría
vivir con todos ellos; porque al igual que estaba ocurriendo en
la ciudad y parece ser, que en todos los pueblos está
ocurriendo igual: se había extendido un malestar y
enfrentamiento entre los obreros y los patronos; en los bares no
se habla de otra cosa y la gente anda sobresaltada, los
terratenientes más poderosos, no se atreven a salir a la
calle; muchos individuos se están armando y no es raro el
que ya: sale a la calle, con la escopeta colgada del hombro.
Allí también se comenta -yo lo escuché antes
de anoche en la barbería: que lo mismo está
ocurriendo por los otros pueblos vecinos de los alrededores;
dejando las gentes de trabajar y, los señoritos asustados,
ni siquiera: se atreven a salir por las mañanas de
madrugada a la plaza, para contratar gente obrera, que vayan a
recoger sus cosechas. Todo el mundo está aplazando la
siega y hay muy pocos barbechos hechos.

Los obreros pululan por las tabernas y los
ventorros del pueblo, tratando de hacer causa común, con
la idea de que pronto van a darles los campos de algunos
terratenientes y hasta llegan a entablar discusiones serias,
sobre las apetencias de unos o de otros y en qué
condiciones se harían los repartos. En la barbería
el tema continúo, son los hechos y sucesos que
están haciendo esos locos de la capital, que andan
quemando las iglesias, los conventos y todo lo suene o huela a
religiosidad. Creo que en muy poco tiempo, no vamos a estar
seguros ni aquí en la finca, que se encuentra tan apartada
de todos los follones.

Bueno Juan, yo creo que lo mejor,
será: no pensar en los tiempos malos, que se nos avecinan
y dedicarle todos nuestros esfuerzos y empeño a procurar
vivir aquí, lo mejor posible, sin meternos nosotros en
esos follones. Yo creo que: toda esta fiebre pasará pronto
y volverá alguna tranquilidad, orden y tolerancia, cuando
menos nos lo esperemos; desde luego que habrá que estar
con un ojo bien avizor, porque al ritmo que llevan las cosas: en
el campo, ni en las casas, quedará nada seguro, porque son
muchos los desmanes y poca la gente que se dedica a trabajar.
Esta locura tiene que pasar y pagando una gran factura por ello,
como pasan las enfermedades -siendo ésta voluntaria-, si
no es que nos mata, antes de encontrar el remedio para sanarnos.
Yo me he anticipado para venir a arreglar la casa un poco y he
dejado a la familia en la casa de mí cuñado Pepe
-allí en la Encinillas-, pensando que tendría que
adaptar un poco la vivienda, pero he visto que tú te has
ocupado de todo, hasta me la has dejado limpia; si llego a
saberlo, me hubiera traído al día siguiente, como
tenía pensado, a todos ellos.

Mañana mismo me vuelvo para
recogerlos, porque estoy que no vivo separado de ellos; lo que si
me haría falta, es que: tú me ayudes con el mulo a
traer las cosas, desde los Lagares de Galán, porque como
los traigo en una carreta, que me están guardando Enrique
en la Casilla del Lince, los podré acercar tirando de ella
con el mulo, hasta lo alto de la Cuesta de Chaparro, pero a
partir de ahí, sólo hay un camino de herradura;
pienso que no habrá otro sitio más cerca, por donde
pueda entrar la carreta. Si no traes muchas cosas en la carreta
-le contestó Juan- bien podríamos dar un par de
viajes con los dos mulos y dejabas la carreta allí, porque
el camino desde el pueblo hacia Solano, no está totalmente
transitable para una carreta; tiene tramos, por los que
podría circular, pero hay muchas piedras y tropezones, que
no harían fácil el camino y seguro que nos
quedaríamos arriados en las primeras curvas del Convento.
De todas formas, yo te aconsejaría, que para cuando
vuelvas, si como me dices, vas a volverte mañana;
deberías volverte por Colmenar y hacer el recorrido de
ida, como el que traerías, si te vinieses con la carreta:
así podrás comprobar con tus propios ojos las
dificultades que te encontrarías, de tomar ese camino. Si
quieres -le dijo Juan a su hermano-: esta misma tarde, nos
marchamos para el pueblo, nos quedamos en mi casa y mañana
temprano salimos para las Encinillas; yo me llevo el mulo, por
si, resultase más conveniente venirse por los montes del
lagar de Lo Rute o de la Justa, para -una vez llegados al
río- subir por Lo Minijo hacia la Cuesta de
Jardarín o hacia las Guájaras. Ese recorrido,
también nos servirá, para ver cómo se
están desarrollando los acontecimientos en el pueblo y en
la carretera, que tu trajiste viniendo de Málaga, por la
Cuesta de la Reina; te aseguro: que debe tener bastante
movimiento de gente, escapando de la ciudad.

No son fáciles los tiempos que se
nos avecinan y te aseguro, que: será mucho mejor para
todos nosotros, estar bien informado de lo que está
ocurriendo, para que no nos cojan las cosas de sorpresa y evitar
cualquier lio posterior; no se puede esconder la cabeza bajo el
ala. Siempre se ha dicho que un hombre precavido: vale por dos;
y, creo que nos va a costar muy poco más esfuerzo, llegar
a las Encinillas por un sitio, que por el otro.

CAPÍTULO VII

Ambos hermanos se
ponen en marcha

Allí bajo el sauce, se les
había ido media mañana y mientras ellos estaban en
este tipo de plática, los mulos habían repasado los
cuatro taludes del huerto, careando las hierbas que más
les apetecían y ya: se encontraban muy cerca del camino
principal; entonces acordaron que Frasco fuese llenando los dos
cántaros de agua, mientras Juna iba a recoger a los dos
mulos, que parecían también hermanados. Bajo el
chorro de agua del manantial, entraba algo tumbado un
cántaro, por lo que Frasco, le quitó el
tapón a uno de ellos, le colocó el colador, a forma
de sombrerete en la bocana y lo tumbó ligeramente hacia el
interior del sauce, para que de esta forma se fuese llenando el
cántaro; en breves momentos estuvo casi lleno y puso al
otro, como había hecho con el primero; finalmente los
colocó totalmente vertical y fue llenando el cacillo bajo
el chorro y pasándolo por el colador, hasta que
llenó completamente los cántaros, los tapó
firmemente y los alejó un par de metros hasta terrenos
secos, para que fuesen escurriendo y no le mojasen luego los
capazos, cuando estuviesen dentro del serón.

Llegó Juan con los mulos y colocaron
cada uno de los cántaros dentro del serón, no tuvo,
ni que amarrarlos, porque entraron perfectamente firmes dentro de
cada capazo. Uno tras el otro se fueron en fila camino de la
casa, a la llegada: amarraron en las argollas las dos bestias y
colocaron los cántaros en sus correspondientes huecos
dentro de la cantarera. Ya hacía calor para emprender
cualquier faena y a pesar de ello, no habían previsto nada
especial, así que lo mejor que hicieron y se lo
comunicaron uno al otro, fue sacar la mesa al llano de la puerta,
poner al botijo en medio de la tarima y acercaron un par de
sillas, para continuar la plática lo más
cómodamente posible. Frasco le comunicó y
explicó a su hermano, la idea que tenía, de hacer
una bocamina -en la olla- detrás de los tres olivos
verdiales.

Allí, él calculaba, que:
podría dar con agua con cierta facilidad y estaría
mucho más cerca de las casas, donde ellos pensaban habitar
de nuevo. Sí, le contestó Juan; pero yo creo, que
el mejor sitio: sigue siendo el manantial del Sauce, pues
allí hay un sitio, algo más arriba de donde sale el
chorrito, donde se ve, como una rocalla de pizarra azul ( de
reaní) y si consiguiéramos hacer un buen pozo o una
mina, que llegase hasta la parte de atrás, seguro que
encontraríamos -por lo menos- el doble del agua de la que:
ahora mana en la cepa del sauce; además están las
tablas del huerto hechas por debajo, con lo que podríamos
fácilmente regar las hortalizas, que pusiéramos
allí; en cambio, si empezamos una bocamina donde tú
dices: muy probablemente tengamos menos agua, aunque está
más cerca, pero tendríamos, que cavar mucho para
hacer las tablas de huerto, que ya tenemos hechas mas abajo del
chorro del sauce.

Para salir de dudas, podemos hacer un buen
intento de sacar agua ahí donde dices, pero si no lo vemos
claro, nos trasladamos, donde yo te indico.

Allí tenemos seguro el manantial y
podemos ampliar mucho más su caudal, muy posiblemente,
hasta con menor esfuerzo, pero sobre todo y lo más
importante, es: que tiene: tres o cuatro tablas de huerto hechas
y en buenas condiciones.

Si tienes razón, ese es el mejor
lugar y en cuanto traigamos a mi familia a vivir aquí, nos
pondremos mano a la obra, porque de inmediato hay que empezar:
por poner en marcha, la producción de una buena tabla de
hortalizas, que siempre es el sustento principal de la casa,
junto con la matanza de algún cerdo, que habrá que
preparar para el próximo invierno. Un par de cerdos -dijo
Juan- hay que buscar, para que se vayan engordando para finales
del año y vayan aprovechando todos los restos de
hortalizas, chumbos, higos, afrechos, restos de comidas,
etc.

Las corraletas, están bien y no hay
que prepararles ninguna reforma; pueden albergar dos o tres
cerdos, sin ningunas estrecheces.

También habrá que preparar un
buen gallinero donde María se entretenga y saque buenas
nidadas, además de los huevos necesarios para la
casa.

Entre tanto, se les hizo la hora de comer
algo, como almuerzo; Frasco entró a la casa y sacó
los utensilios necesarios para hacer una buena pipi rana, que fue
preparando en una de las fuentes de graná, que
María le había puesto junto con los utensilios de
la cocina. Lavó superficialmente la fuente con un chorro
de agua que volcó del botijo y seguidamente: limpió
una cebolla, dos pimientos, dos tomates y un pepino, los
lavó dentro de la fuente y los apartó en un extremo
de la mesa, dejó unos momentos escurrir el hermoso plato
-con filigranas azules por los bordes y una gran granada pintada
en el centro- y volvió a la casa, para traer consigo, los
ingredientes de sazonar las hortalizas: la sal, el vinagre y el
aceite de oliva; picó una cebolla en trocitos
pequeños dentro de la fuente, tres dientes de ajos,
después procedió de igual forma con los dos
pimientos, con los tomates y con el pepino; agregó como
una cucharada de sal, un buen chorreón de vinagre de vino
y otro más gran de aceite; luego lo removió todo
dentro de la fuente con la cuchara de madera. Sacó un buen
frasco de cristal que contenía los chorizos fritos en
aceite, extrajo de la talega el pan cateto, que ya había
comenzado el día anterior y puso el gran queso de cabra
sobre la tarima de la mesa. Mientras tanto Juan fue y sacó
su talega que venía en el fondo del serón de su
mulo y la colocó encima de la tarima.

Ambos hombres soltaron a las bestias, para
que fuesen careando por los ruedos de la casa, previamente les
habían sacado los aparejos, que colocaron juntos en el
llano de la casa boca arriba, para que se oreasen.

Habían ocupado sus respectivos
sitios, alrededor de la mesa y mientras Juan destorcía su
talega, para sacar sus viandas, Frasco fue al interior de la casa
para traerse la botella de vino, que le había echado su
María del vino de su hermano Pepe y, la puso sobre la
mesa, junto con un vaso de cristal, que llenó hasta el
borde. Juan también traía queso, una tortilla de
patatas, que él mismo se había confeccionado la
noche anterior, dos naranjas y algunos huevos cocidos. Sin
cortedad alguna, ambos comensales, tomaron de aquello que
más les apetecía, sin tener en cuenta de
quién provenía y mientras iban dando buena cuenta
de parte de la comida, se hacían mutuamente preguntas,
especialmente referentes a los acontecimientos acaecidos durante
la ausencia de Frasco, como por ejemplo, las personas conocidas
que habían muerto, los casamientos que se habían
contraído entre los conocidos de la zona y algunas cosas y
hechos sociales de aquella zona. Juan se interesaba mucho por el
trabajo, que había desarrollado su hermano y la calidad de
las gentes, que él conocía por aquel entorno; poco,
pero bien, siempre le contaba Frasco de su larga estancia, fuera
del terreno. Y fue Frasco el que intentó profundizar
más en temas personales, dirigiéndole a su hermano
Juan, casi de sopetón, lo siguiente: ¿y tú,
como andas de amoríos…; es que no te piensas
recoger nunca; seguro que algo habrá por ahí
escondido…?. No, le contestó Juan, hay mucho
trabajo aquí en la finca y, aunque me fui al pueblo, para
tratar de conseguirme una mujer, que me cuide, no consigo lo que
quiero, porque estoy detrás de la Frasquita, sí, la
hija de aquel que era muy amigo de nuestro padre y medio pariente
de nuestra madre -le aclaró Juan-: también le
comentó sincera y ampliamente sobre su amistad y, del
cortejo que venía haciéndole desde algún
tiempo a esta parte; pero a la hija solterona-vieja de su
conocido Sebastián -aquél que era medio pariente de
su madre -según ella misma decía, cuando lo
refería y que, se había quedado sóla, como
él: no tenía ningún deseo de unirse a
ningún hombre, pues con frecuencia decía, que:
había terminado hasta el pelo de soportar a su padre,
cuando estaba en vida. Ambos habían llegado a ser buenos
amigos, pero nada más, porque ella no quería
comprometerse con nadie y a él le faltaban agallas para
llevarla al altar; ahora menos que nunca, tal y como se estaban
poniendo las cosas. Ella también se ha quedado
sóla, pero es una mujer bastante triste y no quiere
compromisos de ningún tipo, dice que su tiempo ya
pasó, que se le fueron las ganas y terminó bastante
harta de cuidar a sus padres y no quiere echarse ninguna
obligación. Era muy repetitivo Juan, cuando se
refería a las relaciones con Frasquita, porque de alguna
forma, quería echarle toda la responsabilidad a ella, del
fracaso de su estancamiento sentimental.

Hablaba con ella de vez en cuando, pero no
se atrevía a liarse la manta a la cabeza o decirle:
conmigo, pan y cebolla; pero esta realidad, no llegaba, ni tan
siquiera, a insinuárselas a su hermano Frasco. Y
continuaba diciéndole: muy posiblemente se anime
más, ahora que vosotros os vais a establecer aquí y
con todos los problemas, que se están presentando en el
pueblo, con estas últimas revoluciones, es muy posible que
se decida y, si esto se arregla un poco, hasta la
convenceré para que se case conmigo; nos vendríamos
a vivir también aquí. Sea como fuere, yo desde
luego voy a dejar el pueblo y la casa en alquiler, que tengo
allí y me estableceré definitivamente aquí.
Cuando se aplacó algo el calor, acordaron recoger un
canasto de caña para llenarlo de brevas, que ahora estaban
en su punto, con objeto de llevarlas al hermano de su mujer para
la familia; en poco tiempo llenaron el canasto.

Frasco, volvió a repetirle a su
hermano: que como él había cuidado mucho de todas
sus cosas, ahora no encontraba mucha tarea por hacer, así
que este primer día, casi se lo habían tomado de
descanso total, pero también era necesario para ellos dos,
recuperar un poco el tiempo perdido por la ausencia y la
distancia.

Ya habrá tiempo suficiente para
llevar a cabo las tareas del campo, le dijo su hermano Juan; lo
importante, es que: te traigas cuanto antes aquí a todos
los tuyos, por lo menos estaremos más unidos y nos
cuidaremos mejor.

Allí, sentados al fresco de la
recacha, que hacía la sombra de la casa y donde siempre
soplaba una ligera brisa, que en las ocasiones propicias, les
servía para aventar las parvas de mies, que recolectaban
en las cosechas del verano, pasaron toda la tarde: ideando
algunas faenas para realizar en la finca, relatos que les
habían sucedido a algunos vecinos y algunas cosas
personales de ambos. Estaban a punto de ser las seis de la tarde,
cuando acordaron recoger las cosas y tomar los mulos para
encaminarse hacia el pueblo, donde podrían averiguar como
se estaban desarrollando las cosas y se quedarían a dormir
en la casa de Juan.

Así lo hicieron: se ocuparon de
recoger todas las cosas y de colocarlas en buen sitio, lejos del
alcance de cualquier animalillo, que pudiera tener ocasión
de alcanzarlas, por tal motivo, todo lo comestible, fue a parar
dentro de un canasto que Frasco colgó del techo y
sólo estaba unido al asa por un alambre fino y liso cuya
punta terminaba enganchada en una alcayata, clavada en una de las
vigas. Solamente los insectos voladores, tendrían
oportunidad de acceder al canasto, pero como éste estaba
muy bien tapado, con un buen trapo, no les sería
fácil introducirse dentro de los contenidos. Cuando todo
estuvo recogido, a satisfacción de ambos, recogieron a los
mulos y los aparejaron -sacudiendo, como siempre lo
hacían, las partes internas del aparejo, para que
éste soltase los pelos y las impurezas formadas con los
sudores de los animales, con los esfuerzos realizados
anteriormente-. Frasco colocó el canasto de las brevas en
uno de los capazos del serón y en el otro metió al
botijo, lleno de agua; cerraron bien las dos viviendas y
repasaron el entorno, hasta comprobar que no se quedaba nada de
los útiles, fuera de la casa. Entonces cada cual
saltó sobre su mulo, se espatarraron sobre los aparejos y
emprendieron el camino en dirección al pueblo.

Cuando iban llegando a la vertiente
aledaña de la finca vecina, se encontraron al dueño
de aquella propiedad, que venía de dar de beber a unos
tres o cuatro becerros, dos mulos y un burro y ya los llevaba
para meterlos en los corrales, que tenía acondicionados
frente a la casa; estuvieron hablando -después de los
consabidos saludos- un buen rato, especialmente de que Frasco
había decidido venirse a vivir a su finca permanentemente
con toda la familia.

Este vecino, se interesó por toda la
familia y hasta preguntó por el número de hijos que
tenía Frasco, al que llevaba muchos años sin verle.
Haz hecho bien de venirse. El vecino Antonio, le dijo: que se
enteró de su casamiento, con una muchacha de Maz Mullar
(Comares), para irse de Guarda o Encargado a una finca de los
alrededores de Málaga, para llevar un cortijo de un
patrón bastante importante.

Frasco y Juan mantuvieron un excelente
diálogo, sobre toda la familia, sobre los campos,
información sobre sus cosas personales, pero para nada
salieron a relucir los acontecimientos, que debían estarse
dando en la capital.

El tiempo se les echaba encima dijeron y
quedaron para ayudarse mutuamente, en el momento que cualquiera
de ellos los necesitase.

Se despidieron y prosiguieron la marcha y
fueron bajando un poco más hasta llegar al centro de la
cañada, donde había un buen manantial de agua
fresca, denominada la Fuente de la Teja- porque en aquella misma
cañada habían recogido las aguas del manantial -que
daba muy buen rendimiento-, porque ya habían llevado a
cabo la mina que recogía casi todo el manantial desde sus
raíces y estaba encauzado para que diese un buen chorro de
agua desde una teja morisca, que a su vez caía sobre unas
piletas donde iban a beber la mayoría de los animales de
la zona. Allí dejaron beber a los dos mulos todo el tiempo
que quisieron y ellos mismos bajaron de sus aparejos y bebieron
debajo de la teja. Al pasar junto a la casa del -saludado vecino
Antonio, momentos antes- situada unos cien metros más
arriba de la siguiente vertiente; la mujer de éste,
también les saludó -alzando el brazo, con tal
intención- al tiempo que deba de comer a una buena piara
de gallinas, pollos y pavos, que acudían raudos y en
tropel a las grandes almorzadas de grano -posiblemente trigo- que
desparramaba sobre el llano de la casa; el contenido del medio
cubo de cinc -seguramente una media cuartilla de granos de trigo-
quedó esparcido por todo el llano. Aún no se
había traspuesto el sol, cuando llegaron a la parte baja
de la cuesta de Chaparro, que tendría unos 500 ó
600 metros de pendiente, algo pronunciada, pero como iban
montados cada uno en su propio mulo y estos no iban cargados,
ellos no notaron el esfuerzo y los animales iban subiendo con
bastante facilidad.

Cuando llegaron a la parte alta de la
cuesta, todo el camino se ensanchaba bastante -casi al triple,
del que traían-, pues a la derecha se desviaba un tramo
que iba hacia Solano, otro que penetraba -casi de frente-
seguía hacia las Piletas y el que torcía hacia la
izquierda -era el principal- que se encaminaba hacia el
pueblo.

Estos caminos, aún no eran
transitables para vehículos de ruedas con tiro o a motor,
(quizás para alguna bicicleta, hubiese sido posible) pues
aunque -en algunos tramos- era suficientemente ancho, en otros no
daba paso suficiente y sólo era utilizado por los peatones
o las bestias y animales de pezuñas. En tres o cuatro
ocasiones se cruzaron con personas y animales, que venían
del pueblo y se correspondían con saludos, a la
usanza.

Mucho más adelantados, que ellos:
iban un grupo de unas cuatro personas, a pié, pero la
distancia de separación, entre ambas comitivas, era
bastante considerable, por lo que, no llegarían nunca a
darles alcance, manteniendo el paso que llevaban. Cuando ya
llegaban a la entrada del pueblo, por la parte, que se bifurcaba
el camino, hacia la calle que Sube, el camino del Cementerio y el
de la Ermita de la Patrona -la Santísima Virgen de la
Candelaria-, el piso ya si era transitable para cualquier tipo de
vehículo. Juan se bajó del mulo y Frasco lo
siguió: entraron a pié por la calle que Sube,
pendiente abajo, hasta llegar a las Pizarrillas, allí se
desviaron hacia una calle perpendicular de la izquierda, que los
llevó de nuevo a las afueras del pueblo y entraron por un
corral, que tenía la puerta semiabierta, atrancada con un
palo, pero que Juan, muy fácilmente pudo quitar y con ello
abrir la puerta- de par en par- por la entraron a un gran patio,
algo inclinado hacia el campo abierto. Bueno ya estamos en casa,
dijo Juan a su hermano, y empezó a quitar el aparejo a su
mulo, lo mismo fue haciendo Frasco y los fueron colocando sobre
sendas estacas grandes, que estaban clavadas en la pared de la
casa.

Metieron a cada mulo en una de las cuadras,
por separado, pues había un par de dependencias de cuadras
más -seguramente, en alguna ocasión el lugar era el
dormitorio, por lo menos para tres o cuatro yuntas de
bestias.

Les echaron un pienso de paja de trigo
mezclada con una alpaca de veza, que fueron extendiendo por el
pesebre, de forma que los animales, no pudiesen tirarlos
fácilmente al suelo. Atrancaron las cuadras y el
portón trasero del patio y se subieron por las escaleras
interiores de la casa, hasta llegar a la cocina, donde soltaron
todo lo que traían: botijo, canasto de las brevas, comida,
la botella media de vino y algo de pan. Debajo de las escaleras
estaba la cantarera, con dos cantaros, por delante se
subía a la parte superior -donde estaban las
cámaras, donde normalmente se guardaban algunas cosas de
las cosechas anteriores-: Vertieron agua en una palangana, que
estaba situada sobre una repisa y se estuvieron lavando en ella
progresivamente, el agua la fueron extrayendo de una orza el agua
con un jarro y no de los cántaros, que según
manifestó Juan: estaban vacios; cuando terminaron de
asearse, dieron una vuelta por el pueblo, llegándose a la
barbería, que es donde ellos creían que,
podrían informarse sobre las últimas noticias de
las revueltas de la capital. Frasco quiso afeitarse, pues
tenía la barba de dos días y con esa excusa
entraron en el establecimiento, procurando recabar más
información de los acontecimientos. A esa hora de la
tarde, ya empezaba a estar concurrida y en breve estaría
de bote en bote -cuando anocheciera completamente-; la
barbería: tardó mucho menos en estar -a rebosar,
como vulgarmente se dice-; no había terminado el barbero
con el cliente que tenía en el sillón, cuando ellos
llegaron, y se le llenó a topo la estancia; todo el mundo
iba buscando la misma información: las últimas
noticias, que se sabían, sobre las quemas de las iglesias,
de los conventos y de otras muchas propiedades de la Iglesia
Católica, de los monárquicos, de los ricos, de los
beatos o allegados al clero -fuesen laicos o seglares-; todos:
estaban sorprendidos de dichas actuaciones y, muchos que se
habían considerado -hasta entonces- sus propios amigos y
vecinos, se comportaban como enemigos acérrimos. Uno de
los que allí estaba, esperando, que le llegase el turno,
para pelarse, comentaba, que: había estado temprano en la
capital y aquello parecía un infierno; la gente andaba
desmadrada y sin control, no sólo atentando, sobre todo
aquello de los curas, monjas y otros muchos anti-republicanos,
sino que, mucha gente se estaba ocupando de hacer:
pillerías en los comercios, almacenes o tiendas, que
aunque estaban cerradas, rompían las puertas y las saquean
sin miramientos. Nosotros íbamos tres del pueblo y dos que
se subieron al coche en la Venta de la Nada -siguió
diciendo- pero cuando vimos el trajín, que se
traían, la mayoría de los individuos, dispusimos de
volvernos para el pueblo, temiendo vernos metido en algún
lío, sin comerlo ni beberlo y os puedo decir: que nos
vimos negros para salir.

En la barbería, no se hablaba de
otro tema y muchos de los allí presentes, parecían
alegrase de aquella especie de revolución, que
según ellos, iba a cambiar todo; decían, que: a la
tortilla, se le iba a dar la vuelta, como asegurando que los
ricos de antes, pasarían a ser los pobres a partir de
ahora y, que todas las tierras, las riquezas y bienes de
cualquier tipo de los poderosos: iban a ser administradas por un
comité nombrado al efecto, desde el
Ayuntamiento.

También decían que muchos de
los ricachones, se habían encerrado en sus casas, -cagados
del miedo- que les había entrado con la llegada de la II
República. Efectivamente, cuando bajábamos hacia la
barbería, que estaba en la zona conocida, como la
pescadería, muchas casas de las familias más
importantes de entonces, permanecían cerradas y sin que se
observara ninguna luz en su interior.

Ya en la barbería: el barbero no
daba abastos para atender a tantos clientes, como se le
presentaban a aquellas horas y todos éramos -más o
menos- curiosos, tratando de buscar información de los
acontecimientos, que se estaban desarrollando -dentro y fuera del
pueblo- desde que se proclamó la II República. Uno
de los que estaban presentes, esperando su turno, y seguramente
de los mejor informados o más instruido en la materia,
decía que: en Madrid, ya están preparando los
republicanos, que se vaya pronto el Rey de cualquier territorio
español y esperan, que lo haga desde la Base Naval de
Cartagena en poco tiempo. Mucha gente está continuamente
en las calles esperando ese acontecimiento para abuchearlo y
está entusiasmada proclamando la II República,
recién instalada por todo el territorio nacional y con
muchísima alegría; es que no se puede estar tanto
tiempo manipulando al pueblo -decía-; es hora de que: los
poderosos sin corazón, ni escrúpulos: paguen caro
todo nuestro sudor y avasallamiento, durante tantos años
-manifestó otro de los presentes en la barbería-
echando su gorra por alto, que rebotó en el techo y
cayó muy cerca del barbero, donde éste estaba
atareado en afeitar a otro pueblerino. -Señores
-gritó el barbero-: hagan el favor de aguantar sus
alegrías, porque me van a llevar a cortar a alguien. Los
cinco o seis más adelantados y cercanos al barbero,
seguramente entendieron la petición que acababa de
formular, pero el resto, unos ocho, que ocupaban hasta el
escalón de entrada a la barbería, no entendieron,
ni media palabra. Todos comprendían, sin embargo, aunque
no lo manifestasen exteriormente, que: en este desorden
incontrolable, como el que, también se estaba dando en la
barbería, poco iban a avanzar en el bienestar social; se
veía a las claras, que dentro de cada uno de estos
hombres: florecía un intento de revancha social, en contra
de las penalidades diarias, que tenían que soportar para
vivir, en el servilismo laboral al que estaban sometidos y que se
manifestaba abiertamente hacia la intolerancia de los
regímenes políticos anteriores, a la
monarquía, y a todas aquellas opresiones sobre la mano
obrera, que había sufrido nuestro país, hasta
entonces y durante tantos años, en beneficio de los
poderosos, los políticos y los religiosos. Tanto se
estaban caldeando los ánimos dentro de la barbería,
que Juan y Frasco, tomaron la determinación de volverse
para la casa, tomar algún, tente en pié y
oír un rato la radio, que tenía instalada Juan en
su casa, al lado del camastro.

No tuvieron ocasión, ni de acercarse
al barbero, para manifestarle sus deseos de volver en otra
ocasión, que hubiese menos gentes, al estar tan abarrotada
la sala. Poco antes de llegar a su casa, acordaron entrar en la
casa de un vecino -pequeño cosechero particular de vino-
que además de hacerse el suyo propio, expedía
alguno en su propia casa por vasos sueltos o por compromiso en
medias cuartillas. Aquellos vasos deberían tener alrededor
de 250 cm3 y con uno de ellos, seguro que iba uno bien servido o
al menos, para poder alcanzar un sueño feliz. Cada vaso,
costaba un real y en muchas ocasiones servían un platillo
pequeño de aceitunas verdes, partidas y aliñadas,
claro que: cuando se acaba la orza grande que preparaba el
dueño, dejaban de ponerlas como aperitivo, pero no bajaban
el precio. Entraron en la gran sala y alrededor de una gran mesa
redonda, con hule, se habían situado -con anterioridad a
ellos- unos tres o cuatro vecinos más, que estaban tomando
sus respectivos vasos. El dueño de la casa, los
atendió sirviéndoles sus correspondientes vasos y
un platillo de aceitunas aliñadas, al tiempo que les
comentaba a los recién llegados: ya me quedan pocas, pero
aún están buenas y duras. Resultaba, que el
dueño de la mini taberna casera, tenía una de las
mejores viñas de la zona, por donde estaban situadas las
tierras de rozas de Juan y Frasco y los conocía desde
pequeños, por éstos tenían que pasar por el
camino que atravesaba sus viñas, cada vez que
disponían de ir al pueblo o volver de él. Cuando
ambos entraron, los saludó con sincera amistad y
sentimiento; preguntó a Frasco por su familia y por los
hijos que tenía, pues hacía años que no
había tenido ocasión de saludarlo; ambos se
comentaron algunas de las incidencias familiares y posteriormente
a servirles el vino y las aceitunas; aprovechando que los otros
clientes, se habían marchado, apareció con una
mediana fuente de loza blanca con unos caracoles caldosos,
guisados con bastante picante, un trozo de pan y tres o cuatro
palillos de dientes. Esto es cortesía de la casa, para que
os acostéis con algo caliente en el cuerpo: dijo Blas -que
así se llamaba el vecino-. Bueno Frasco -le dijo- :
dirigiéndole de nuevo la palabra; ¿cómo te
va por esas costas..; entonces Frasco, le comentó algunos
de los aspectos, otros se los reservó, pensando que no
venían al caso y finalmente, terminó por comentarle
que se iba a quedar en sus propias tierras, con toda la familia o
al menos hasta que criasen sus cuatro hijos, porque pensaba: que
los tiempos venideros, se avecinaban bastante difíciles.
Era el único motivo, que le había obligado a dejar
el trabajo de la costa, donde estaba muy bien mirado y sus
niñas, asistiendo a un muy buen colegio de pago. Haz hecho
lo justo, con venirte a tu campo, la cosa se está poniendo
muy complicada y aquél que tiene una familia, como la
tuya, se debe por entero a mirar por su bienestar, hasta llegar a
criarlos, por lo menos; pero la cosa, no está, nada bien,
y lo que ahora nos estamos tomando a la ligera y sin grande
responsabilidad, nos llegará a pesar muchísimos
años. Yo a mi edad, les dijo Blas, no me preocupo mucho
por mí, pero tengo hijos y nietos, que empiezan a vivir y
esos son los que sufrirán por culpa de todas las sandeces
que nosotros los mayores estamos cometiendo ahora. Se
pronunció Juan, que era el mayor de los dos hermanos y el
más tratado por el vinatero, para decirle, que:
tenía toda la razón, pero que la gente, cuando se
agrupa en multitud, se vuelve intransigente y actúan por
el impulso vengativo, como para desahogar todo el sufrimiento que
encerramos dentro, cuando sufrimos en soledad los avatares de la
vida diaria.

Sí, le aseguró Blas a los
dos, estamos perdiendo los pocos valores, que nos quedaban de
respeto, de los unos para con los otros y eso lo pagaremos muy
caro.

Esta situación no puede terminar
bien; -continuó asegurando Frasco- que no había
abierto la boca hasta entonces… Se ve venir un cataclismo,
si esta situación no se endereza pronto, porque es muy
fácil apropiarse de las cosas de los demás, cuando
deja de existir la autoridad para prevenir los desmanes o la
justicia para corregir.

Si al menos: fuésemos capaces de
guardarnos el respeto, como personas y, todo el mundo: se
aplicara en sus respectivos trabajos; todo mejoraría y
llegaríamos a salir de la situación de miseria
social y laboral, que tanto daño, está haciendo a
la clase trabajadora de España y desde hace tanto tiempo
-agregó Blas-. Pero en este descontrol, que ahora se ha
desatado, los pocos valores que teníamos, se van a
terminar de perder y sólo sobrevivirán los
más poderosos y sin escrúpulos. Los recelos
domésticos: escondidos y soportados por muchas familias,
sin grandes problemas, saldrán a relucir con saña y
venganzas por todas partes, donde los más fuertes y
protegidos por los comités, que se están formando,
harán de las suyas: tomándose venganzas y
ejerciendo poder sobre la humillación del propio hermano.
Hay un buen dicho, que más lo es, por lo viejo y juicioso:
"con la Iglesia hemos topado…"; y es muy cierto; nunca se
debía permitir, la quema de las iglesias, los conventos y
otros muchos rasgos significativos del clero, porque un gobierno,
que se impone por la fuerza, rompiendo las creencias, de gran
parte de la población, nunca es duradero y
terminará también saliendo por la
fuerza.

Lo que está permitiendo esta II
República, recién instaurada, ni es lógico,
ni bueno socialmente para la clase obrera, ni debería ser
aplaudido por ninguno de sus miembros. Yo escucho también
los comunicados, que están dando por la radio y la quema,
se ha extendido por toda la Nación; muchos religiosos y
creyentes están siendo perseguidos, saqueados y
violentados, como en la época de la quema de Roma. A Blas,
se le notaba, que estaba bastante instruido y seguramente era uno
de los paisanos mejor informados de todos los acontecimientos,
por lo que Frasco y Juan, sin pronunciarse al respecto, le
dejaban hablar, asintiendo con un simple movimiento de la cabeza.
Aquella noche, se explayó Blas con los dos vecinos,
raramente tenía oportunidad de hacerlo con otros, pero en
esta ocasión lo hacía, porque además de
saberlos de mucha confianza, también él
había moceado con el padre de ellos y los estimaba como a
hijos propios. Le comentó también, lo de
aquél político cercano al Rey Alfonso XIII, que
aseguraba, que los españoles eran muy cambiantes,
dependiendo de la parte que les sople el viento; el
político (creo que un ministro), había asegurado:
"España se acuesta siendo monárquica y se levanta
siendo republicana"; como asegurando que dependiendo del
entusiasmo, que le llegue a las masas, estas cambian su curso muy
fácilmente, como las veletas.

Eso mismo estaba ocurriendo ahora
-aseguró-: al proclamarse la II República en
Éibar, el fanatismo y dos deseos de revancha, se
mezcló con el entusiasmo republicano de los socialistas,
comunistas, ateos, anarquistas etc., para retomar viejas
venganzas retenidas e incontroladas. En muy poco espacio de
tiempo (sólo horas) los votantes que habían sido
monárquicos hasta entonces (5 a 1) en las elecciones
municipales, se habían vuelto republicanos
acérrimos y permisivos de tantos desordenes Era como un
contagio que transmiten los mayores a los niños. Ya
estaban acabando su vaso los dos hermanos y se sentían
algo cansado de escuchar a Blas y aprovechando, que entraron
otros dos hombres, también conocidos de Blas, nuestros dos
hermanos abandonaron el salón y después de pagarle
los dos reales al dueño del local, se despidieron hasta
una nueva visita. Cuando los hermanos llegaron a la casa; Juan
dispuso que tomaran otro vaso de vino de una garrafita de una
cuartilla, que él tenía y que había comprado
a Blas, hacía unos días, lo acompañaron de
unas arencas, ajo y aceite de oliva.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9
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