El Pasajero Inocente – Monografias.com
El Pasajero Inocente
– Bueno, se dijo Clodoveo, aquí estoy.
En la parada de autobús que a esas horas de la
madrugada estaba casi desierta, a no ser por la presencia del
perro lastimoso que dormía acurrucado, aún no
habian llegado ninguno de los buses que harían el trabajo
de la jornada de ese día.
Todavía era muy temprano en la madrugada, apenas
las 04:30 y el frio era el amo y señor de las esquinas
desiertas.
Clodoveo se arropó un poco mas con el poncho de
lanas que su madre le había comprado algunos veranos
atrás, en un afán inútil de resistirse al
frio, y fue como si sintiese la mano de la señora Ercilia
su madre, que le alzaba el cuello y le prodigaba el calor que
tanto necesitaba.
– Andá mijito, taitico -le dijo al despedirle-
Andá y estudiarás bastante en el seminario.
Verás el sacrificio que estamos haciendo nosotros.
Ojalá resultaras un buen padrecito-le
conminó.
Y hete aquí, con el cajón de madera
bruñido de laca y lleno de ropa que su madre había
comprado, esperando el bus que le lleve a ese destino incierto y
desconocido que era el seminario de Atocha.
Había terminado la escuela en el caserío
viejo de Ladrillo, a trompicones, pues algo lento era para las
entendederas, y creo que el maestro se cansó de tenerle
repitiendo cada año, porque de golpe le ubicó en el
último año escolar, y así se vio un
día, recibiendo el diploma de haber terminado la
escuela.
Y dos semanas más tarde el cura Barrionuevo, el
día domingo que fue a oficiar misa en la comuna, como cada
quince días, necesitando un monaguillo se fijó en
él y de buenas a primeras le puso el hábito de
acólito, ese ropaje colorado con casulla blanca que tan
bien le quedó y que fue la envidia de los niños del
lugar.
Ni qué decir de la señora Ercilia que vio
en su único hijo el ángel enviado de Dios, y en ese
acontecimiento, la señal de lo que según ella,
curuchupa pueblerina, Dios quería para su hijo.
– Taita Curita, eso es lo que va a ser mijo, le dijo a
su esposo esa misma tarde.
– Taita Curita, le siguió repitiendo
incansablemente durante los dos siguientes meses del
período vacacional.
– Taita Curita, día y noche, noche y día,
incasable, indoblegablemente, hasta lograr que el buen hombre
cansado de tanta insistencia dijera.
– Bueno, pero no creo que le acepten, medio burro es y
inocente también.
Y con el visto bueno logrado, la buena campesina
empezó a cercar al cura Barrionuevo, cada día desde
el amanecer hasta el atardecer.
Bajaba las laderas de la montaña, por los
chaquiñanes polvorientos, apenas clareaba el día
para aposentarse a la puerta de la curia a esperar al cura que
había sido la revelación del mandato de Dios para
con su hijo.
La primera vez que se lo dijo, el cura sorprendido la
miró un poco extrañado e incrédulo, pues
conocía las limitadas capacidades económicas de esa
gente así como la estrecha vía neuronal de la
inteligencia del muchacho.
Y le aconsejó que se olvidara de esa
pretensión. La curia bien es cierto necesitaba pastores,
pero no idiotas ni inocentes bobalicones para enseñar los
caminos de Dios a una feligresía que lo haría pasto
de su crueldad, y ni hablar de ponerlo a catequizar a todo un
pueblo con esa inocencia y candor que solo da la estrecha
vía cerebral del idiota en ciernes que era ese
muchacho.
Pero igual que con el esposo, la buena señora
Ercilia no descansaba en el acoso al cura. Todos los días,
todos los fines de semana, al finalizar las misas, o los
bautizos, o los casamientos, o los funerales, allí estaba
ella.
– Padrecito, mijo tiene que ser Taita Curita como usted.
Ayúdelo a que llegue al seminario y ya verá usted
después como se le abre el entendimiento.
Y el cura capeaba la lluvia torrencial y clamoresca de
la anciana como a bien podía. Unas veces escapando por la
puerta trasera de la curia, en otras saliendo a carreras
haciéndose el ocupadísimo, y la mayoría de
las veces, mandando con su criada a ver por el resquicio de la
puerta si de pronto ella estaba allí y discurrir una
estrategia oportuna para eludirla.
Y así día tras día.
Hasta que pocos días antes de que empezara el
nuevo año escolar, el cura se rindió. Más
que nada, cuando encontró a la puerta de la curia, la
avalancha de canastos y sacos de yute llenos de papas y coles y
lechugas y tomates y choclos que la buena anciana recogió
de sus chacras creyendo que ese empujoncito era lo que el cura
esperaba para ayudar a su muchacho.
Y cierto, la ayuda le llegó.
El buen cura le presentó al rector una
versión mejorada de lo que realidad era el muchacho, y el
reverendo aceptó matricularlo previo el pago de la media
beca.
Y ahora, estaba allí, a la vera de la
estación de los carros, esperando uno que lo lleve a ese
incierto destino que era el seminario de Atocha.
– Ah, Clodoveo, qué te esperará
allá, se dijo. Y al mismo tiempo se fijó en su
mente la imagen de él mismo, con sotana negra y una biblia
en la mano.
Sonrió para sus adentros, y ese momento
llegó el carro que se parqueó a su lado.
– Ambato, Ambato ¡! Gritó el
chulío
– Vas para Ambato? Le dijo el oficial
Y él contestó,
– No, para Atocha.
– Pero primero tienes que llegar a Ambato, pues, bruto!!
– Le espetó el cholo- Sube rápido antes de que te
quedes botado.
Clareaba el día cuando el pesado carromato lleno
de pueblerinos apiñados que habían soportado el
viaje en medio de gallinas y chanchos que iban a la feria,
llegó a la vieja plazuela de Ambato que oficiaban por
entonces de terminal de pasajeros.
Cientos de carros parqueados como les dieran la gana a
sus conductores se apelotonaban en el terreno pedregoso y
allí fue donde Clodoveo se apeó del vehículo
un cierto día lunes de mil novecientos sesenta y
tres.
Se desorientó al principio y luego se armó
de valor para preguntar a la gente por donde debía coger
para llegar a Atocha.
Alguien se lo dijo y el emprendió el camino con
la pesada maleta a cuestas sobre sus hombros. Calle tras calle
con sus botines de suela gruesa fue andando cada vez más
cansado hasta llegar a orillas del desfiladero por donde discurre
el río del mismo nombre de la ciudad y ya solo le
quedó el último tramo que era descender por el
viejo chaquiñán, cruzar el puente de piedra y
ascender unos pocos cientos de metros para llegar a su
destino.
Años más tarde me dijo, que nunca
entendió por que su madre le envió solo, a
él que era un inocente muchacho, en semejante
travesía.
Pero yo sí que lo entendí.
La buena señora sabía que su hijo estaba
estigmatizado como idiota e incapaz de llevar a cabo acciones
elementales por sí solo, y esa fue su manera de demostrar
a los curas que no era así.
Y el viejo cura Monge, español de vieja prosapia,
pareció entenderlo también del mismo modo, cuando
confió a Clodoveo a sus maestros, y a lo largo de los
años con uno que otros sobresalto, el muchacho no lo
defraudó del todo.
Por que ponía empeño en estudiar. Se
aprendía de memoria las lecciones de todas las materias
que en el centro educativo se dictaban. Aunque para el siguiente
día no recordaba absolutamente nada.
Y ese era su calvario y por eso tenía que
estudiar todo el tiempo. Siempre con un cuaderno o un libro en
las manos, caminaba cabizbajo por los pasillos del alma mater
rumiando la lección de química o geografía o
lo que fuera.
Porque cada día era más grande el
tamaño de lo que debía aprender. Y al siguiente
aumentaba con lo que le habían enseñado hoy.
Entonces no tenía tiempo para los juegos ni las
distracciones, excepto los días jueves en que por la tarde
toda la camada de seminaristas salíamos a la caminata
semanal por los campos aledaños a la gran
ciudad.
Esa era su mayor distracción y era allí
cuando era realmente feliz.
Bajo la mirada de águila del cura Monge, Clodoveo
fue poniendo hitos en su desarrollo tanto físico como
intelectual.
En los sermones matinales de todos los días, la
castidad era el tema mayormente tratado, de seguro porque los
curas sabían que manejaban una manada de potros briosos en
campo abierto, y de alguna manera muy sutil querían
ponernos a todos en el redil de la abstinencia.
– La virginidad, hijos- decía el cura Monge- la
virginidad es el mayor don que un hijo de Dios debe saber cuidar.
El cuerpo que Dios Nuestro Señor os ha dado, no debe ser
mancillado jamás con pensamientos impuros que os lleven a
la masturbación. No os hagáis la paja chavales. O
quedareis ciegos y embrutecidos. Sobre todo no pequéis
pues pecado es ante Dios esa práctica malsana.
Así todos los días.
Con su voz de cura milagrero advertía terribles
castigos infernales para el desgraciado que se atreviera a
consolarse en los servicios higiénicos, o tarde de la
madrugada cuando despertábamos sudando nuestros
sueños eróticos en medios de tal ansiedad por
conocer las delicias escondidas y mal vistas y soñadas en
nuestros sueños de adolescentes .
Con semejantes visiones apocalípticas, Clodoveo
nunca se masturbó.
Y como era simple e inocente, pasó sus mejores
años mirando de reojo a las mujeres sin atinar
jamás a decirles nada, en una espera inútil por que
alguna vez, la suerte le trajera como si se sacar la
lotería, una mujer que quisiera ser su mujer y que
entibiara su lecho y que le llenara la madia cama que todas las
noches le sobraba.
Y que le descubriera ese misterio que el solo atinaba a
imaginar cuando miraba lidibinosamente el triángulo
montevenusino de sus vecinas aunque más luego, en su
memoria apareciera el cura Monge con su admonitiva mirada severa,
y él se entregaba al rezo de cien padrenuestros y cien
avemarias para ahogar su culpa y el pecado del vicio que nunca
llegó a consumar.
Como tampoco logró en todos los años de
seminario que sus condiscípulos le respetaran.
-Clodoveo, dame el mate que me meo!! Le gritaban cuando
estaba abstraído en su estudio o en el rezo del infaltable
rosario de todos los días.
No recuerdo cuantas veces me peleé con mis
compañeros por defenderle. Cada vez que alcanzaba a mirar
alguna trastada que le hacían, allí estaba yo para
sacar la cara por él. Aunque él mismo terminaba por
aceptarlos porque su alma era incapaz de odiar a
nadie.
Siempre estaba junto a mí en las horas de recreo
y así fuimos estableciendo una especie de simbiosis, yo
necesitado de su inocencia y el de mi cruda manera de ver la
vida.
Un día el severo guardián ensotanado del
cura Monge me mandó llamar con uno de mis
condiscípulos, el cual llegó a avisarme con una
expresión de alarma en su rostro.
-Dice el padre Monge que te presentes de
inmediato en su oficina.
Y el Clodoveo que se hallaba invariablemente a mi lado,
me dijo
-Ahora sí creo que le han descubierto el truco de
los libros
-La lengua se te haga chicharrón – dije yo
algo preocupado. Pero luego pensé, probablemente sea para
discutir sobre el próximo partido de fútbol que
jugaría la selección del seminario con la
selección del otro seminario que había al otro lado
de la ciudad.
Y mientras caminaba por el largo pasillo del claustro,
me volvió a asaltar la imagen de mis libros bien
forraditos y alineados en la banca de la capilla donde
solía sentarme y arrodillarme todas las madrugadas
friolentas de la serranía para meditar, orar y escuchar la
misa cuotidiana.
Esas madrugadas donde me aburría solemnemente
leyendo los áridos libros sobre conducta humana,
contemplación divina y no sé cuantos misterios
trinitarios más, y que yo cambié a hurtadillas por
la lectura de las mejores novelas de Julio Verne, Salgari ,
Dostoievski etc., y con lo cual troqué el aburrimiento
matinal contemplativo en las más sabrosas aventuras
vernianas convenientemente camufladas en el forro colegial de mis
libros.
Así lo había hecho por espacio de casi los
dos últimos años de colegio.
Y Clodoveo, lo sabía.
El severo guardián ensotanado.
Sentado tras el gran escritorio de caoba, con su calva
reluciente sus ojillos insondables y su inescrutable cara de
póker, el cura Monge me miró un largo rato en
silencio mientras yo descubría la pila de mis libros
culpables y poco a poco me encogía en la silla
eléctrica que me brindara al entrar.
No duré mucho en ella.
Tras la filípica y las amonestaciones más
severas, a duras penas contenidas para que la ira que pugnaba por
explotar en la rojiza cara del buen cura, no me aniquilara ipso
facto, supe que estaba eximido de seguir en el
seminario.
Simplemente había cometido una falta de respeto a
los reglamentos y rituales establecidos por mi afición a
la lectura, y como yo ni quise ni pedí disculpas, hube de
esperar hasta el fin de semana en que mi llorosa madre vino a
recibirme a la puerta del colegio para llevarme de regreso al
hogar del que hace 4 años atrás había salido
para enclaustrarme en esta enorme casona que ahora
abandonaba.
Clodoveo, patéticamente desolado, estaba en el
dintel de la puerta de entrada cuando me fui, agitando su mano en
un adiós que habría de durar un largo
tiempo.
Quince años más tarde, en un polvoriento y
seco media día de finados, cuando la canícula era
capaz de freir un huevo en el capó de un carro, y mientras
yo me sumergía entre la riada de gente que pugnaba por
encontrar las tumbas semiperdidas de sus olvidados muertos,
escuché a duras penas que alguien gritaba mi nombre entre
el barullo de los rezos y las letanías y los responsos con
que el cura de turno de mi pueblo hacía su
agosto.
-Wilo!! Wilo!!!
De la ladera del costado del camposanto alguien llegaba
llamando a grito pelado mi nombre y se filtraba a empujones entre
la gente.
Hasta que lo vi.
Clodoveo!!
Y el buen inocente, se planta frente a mí, con
una sonrisa radiante y en los ojos la misma mirada de
purísima candor que le conocí hace tantos
años atrás, me toma fuertemente de los hombros y me
espeta de golpe.
-Wilo, todavía soy virgoooo!!!
Me grita a todo pulmón en medio de ese
gentío de curuchupas y almas recogidas por el dolor donde
algunos, de soslayo, se regresan a verme, a vernos, entre
divertidos y escandalizados, para de inmediato seguir el paso
ante la presión de esa gran masa que desfila cargada de
coronas y ramos de flores.
Nos sentamos en el borde de una vereda cualquiera y
empieza el relato de su vida, desde cuando nos separamos quince
años atrás.
Si, terminó el bachillerato. Y quiso seguir al
seminario mayor. Era su más grande aspiración,
sobre todo por cumplir con su madrecita que soñaba con
verlo vestido de sotana y oficiando misa en su
caserío.
Pero los informes del cura Monge donde claramente
establecía que ese aspirante a sacerdote tenía un
nivel intelectual poco mayor al de una ameba, lo dejaron fuera de
cualesquiera oportunidad de hacerse cura.
Y así, no le quedó más que
conformarse con ser una rata de sacristía. Porque lo que
sí sabía hacer bien era rezar, y se conocía
al dedillo el catecismo, y acolitaba muy bien la misa que daba el
cura Barrionuevo y se sabía de memoria, sin yerros, todas
las letanías y los misterios del Santo Rosario y
más.
Y siempre estaba a la orden de la curia desde las cinco
de la mañana en que empezaba a jalar los largos cabos de
las enormes campanas del viejo campanario, hasta el rezo del
rosario al comenzar la noche. Y entonces, emprendía el
largo camino de regreso a casa.
A su casa donde ya no estaba su padre que había
muerto algunos años atrás.
Y todos los días inmerso en la religión
que ayudaba a practicar a los niños del pueblo, no dejaba
tampoco él de practicar la bondad que
pregonaba.
Encontraba con suma facilidad la belleza de la vida en
las más sutiles manifestaciones de la naturaleza, en las
aves, los insectos, en el río. En el viento contra el que
gustaba recortarse al borde del derrumbo del Pelileo
Viejo.
Quisiera poder volar decía.
Y creo que hubiera trocado con gusto ese placer de
convertirse en ave con la de poder perder un día el virgo
que tanto le obsesionaba.
En su casa, su madre, la señora Ercilia, se
había resignado a vivir junto a un hijo que cada
día se idiotizaba más y que iba perdiendo la
cordura y el buen comportamiento de que hacía gala
años atrás, para poco a poco convertirse en un
sátiro molestoso que a todas horas pretendía a las
cholas del lugar.
Clodoveo vivía en un mundo, me dijo su madre,
donde solo él y nadie más que él se
entendía. Porque ninguna mujer había querido entrar
en su mundo y por tanto él ante el miedo de irse de cabeza
al infierno si acaso se masturbaba y no tener mujer a quien amar,
se había freido el cerebro ante el dilema. Seguía
siendo inocente, me dijo. Todavía era como un niño
al que había que cuidar y temía que si ella faltaba
nadie podría ayudarlo.
Y me miraba como diciendo, usted que es su amigo
ayúdelo.
Pero yo vivía a cientos de kilómetros de
distancia, y en los años que vendrían
después de este encuentro, lo vería muy
esporádicamente.
Y cada vez, su paso hacia el mundo de la locura era
más firme.
– Wilo, sigo siendo virgo, me decía siempre que
volvíamos a encontrarnos, y que era cada vez que yo
regresaba a la casa de mis mayores.
Como si fuera un ritual impuesto en mi vida, iba a
visitar a mi amigo llevándole ropa y zapatos y
algún dinero. El los recibía agradecido, pero al
año siguiente su madre me informaba que al pronto
corría a regalar lo que le había dado, a alguna
mozuela del lugar , en la esperanza de conseguir sus
favores.
Favores que nunca llegaron.
Su madre se agostó poco a poco a lo largo de esos
años y un triste día se murió
dejándolo más solo que nunca y enfrentado en
soledad a la dureza de la vida. Una vida sin amigos. Sin
más familia que el perro de la casa, viejo pulgoso y
desdentado que apenas se contentaba con ladrar a una que otra
paloma que cruzaba el patio, siempre recostado a la sombra de la
casa como otra alma en pena esperando para irse de cabeza al
más allá.
Y comenzó su vertiginoso descenso hacia las
tinieblas del no ser. Porque simplemente dejó de ser el
muchacho inocente para convertirse en un sátiro que rogaba
a toda mujer que pasara por su lado que fuera su
mujer.
Sin que jamás nadie entibiara su lecho ni le
hiciera conocer el nirvana del sexo.
En el año de mil novecientos ochenta y ocho,
cuando Clodoveo tenía cuarenta y un años de edad,
se murió.
Allí lo enterraron, en el
caserío.
En el viejo y triste cementerio que está en las
faldas del Teligote se alza la lápida sin nombre de este
muchacho inocente que se murió sin poder llegar a cura y
que se llevó con él todos los caballos briosos de
su libido aprisionada entre su inocencia campesina y las
tronantes admoniciones de un cura que le profetizaba el mas
horrendo de los infiernos si al menos se hacía la
paja.
Y con su muerte nació la leyenda.
Porque dicen que días más tarde cuando
murió, los bordes de su tumba estaban como mojados por un
líquido que parecía sangre.
Porque dicen que quienes lo enterraron, lo enterraron
sin darse cuenta que todavía estaba bien vivo.
Porque dicen que por las noches oscuras, cuando el
viento baja ululando del Teligote, se escucha una almita
recorriendo las calles solitarias del viejo caserío,
gritando
-Soy virgoooo, todavía soy virgoooo.
Parece que olvidó mi nombre.
Yo no lo olvidé jamás.
Autor:
Wilson Culcay