El príncipe Mischkin de El
idiota como arquetipo moral
La novela El idiota
(«Idiot») fue empezada a escribir por Fiodor
[Teodoro] Mijailovich Dostoyevski (1821-1881)[1]
en septiembre de 1867, en Ginebra, y fue terminada en Florencia a
principios de 1869. A medida que la iba escribiendo se fue
publicando en el Ruskii Vestnik («El Noticiero
Ruso» o «El Mensajero Ruso») de Mijaíl
Kátov, quien abonaba a Dostoyevski, necesitado, como
siempre, de dinero, 150 rublos por folio. El 15 de febrero de
1867, el escritor se había casado con Anna
Grigórievna Snitkina, la fiel y entregada esposa que hizo
todo lo posible por evitarle preocupaciones para que se dedicase
exclusivamente a su pasión de escribir. La había
conocido en 1866, cuando la contrató como
taquígrafa y le dictó en octubre la novela El
jugador. El 22 de febrero de 1868, en medio de la
redacción de nuestra novela, nació, primer fruto de
este segundo matrimonio, su hija Sofía, que moriría
el 12 de mayo siguiente.
El protagonista de El idiota, el
príncipe Liov [León] Nikoláyevich
Mischkin[2]representa el más elevado
arquetipo espiritual y moral salido nunca de la pluma de este
gigante de la literatura universal, personaje portador de un
ideal moral tan alto que sólo puede ser comparado con Don
Quijote, el inmortal personaje cervantino[3]tan
admirado por el propio Dostoyevski[4]Al igual que
el Caballero de la Triste Figura, el príncipe Mischkin
constituye un complejísimo epítome del ideal moral
cristiano, que, en el caso del novelista ruso, se inspira de
manera clara y directa en la figura de Jesús de Nazaret y
en la enseñanza ética del Evangelio, una figura que
para Dostoyevski no es sólo el Verbo hecho carne, el
Dios-Hombre, sino la encarnación suprema y absoluta de la
bondad, de la misericordia, de la humildad, de la piedad, de la
compasión, de la dignidad, de la defensa de la vida y de
la libertad auténtica, que son los rasgos que trata de
trazar en el personaje de Mischkin, pero, como toda privilegiada
encarnación de su portentosa imaginación creadora,
dotándolo de una personalidad, de una sutileza y de una
hondura psicológica inigualables, pues a Dostoyevski lo
que le obsesiona es el alma del hombre, su espíritu, que
es lo que lo conecta con Dios. Frente al hombre-dios que se
materializará en algunos de los protagonistas de su
posterior novela Demonios, un hombre-dios que,
precisamente por renunciar a Dios renuncia al hombre y niega por
completo la posibilidad de la libertad, Mischkin tiene como
modelo y referente de su conducta a Jesús, el Dios-Hombre
que mantendrá ese ensordecedor silencio en la Leyenda
del Gran Inquisidor frente al nonagenario anciano que
representa el nihilismo y la muerte de la libertad.
Del mismo modo que San Francisco de
Asís ha sido, aquí en el mundo, el alter
Christus (el «otro Cristo»), en la literatura
universal el más auténtico alter Christus
es el personaje del príncipe Mischkin, al que, como digo,
sólo puede comparársele en este sentido Don
Quijote. El historiador británico Edward Hallett Carr, en
su célebre estudio sobre Dostoyevski, impreso por primera
vez en Londres en 1931, ya hablaba de los indudables ecos de
Cristo en Mischkin[5]de igual manera que
también se refería a Mischkin como una
antítesis de Rodion Románovich Raskólnikov,
el joven estudiante protagonista de Crimen y castigo
(1866), pues si Raskólnikov encarna al hombre que se cree
superior, que despiadadamente mata a la vieja usurera como si se
tratase de una cucaracha, porque cree estar llevando a cabo una
acción profiláctica, porque cree estar eliminando
una nociva sanguijuela que se aprovecha de los demás y les
chupa la sangre, Mischkin encarnaría la sentimentalidad
pura, la más candorosa ingenuidad, la pureza suprema. En
este sentido, viene a decir el historiador inglés, El
idiota es una continuación, por ser su
antítesis, de Crimen y
castigo[6]Rafael Cansinos Asséns, en
su maravilloso prólogo a la novela, también habla
de Mischkin como un argumento contra Raskólnikov:
«homo naturalis versus homo intellectualis».
Pero mucho antes que Hallett Carr, ya Nicolás Berdiaev
(1874-1948), en el más profundo estudio, a nuestro juicio,
escrito nunca sobre el novelista ruso, ya que desvela la
verdadera esencia de su pensamiento y de su espíritu,
redactado durante el invierno de 1920-21, cuando todavía
no había sido expulsado de la Rusia bolchevique, incide
con una mayor penetración sobre estas cuestiones,
especialmente la vinculación de Mischkin con Cristo y con
la idea y la práctica que el Hijo tiene del
Amor[7]Ya tendremos ocasión de volver sobre
ello. Aquí sólo lo
anoto[8]
Pero el paralelismo entre el
príncipe Mischkin y Jesucristo, a pesar de la
extraordinaria profundidad de los juicios de Nicolás
Berdiaev y de Dimitri Merejkovsky sobre este y otros
múltiples aspectos de la obra y del pensamiento de
Dostoyevski, no ha sido abordado nunca, que yo sepa, con mayor
hondura que la llevada a cabo en 1933 por el gran teólogo
y sacerdote de origen italiano Romano Guardini (Verona, 1885
– Munich, 1968), que desempeñó su
fecundísima tarea de profesor universitario en Alemania,
en Tubinga y en Munich, y fue elevado al capelo cardenalicio por
Pablo VI en 1965, siendo muy tenidas en cuenta sus opiniones y
reflexiones en los prolongados debates del Concilio Vaticano II.
Romano Guardini tiene buen cuidado de no confundir, naturalmente,
al príncipe con Jesucristo, pues, como él mismo
dice, si no se le vendría abajo toda su
argumentación. Lo que él dice exactamente es:
«El príncipe es el hombre Liov Nikoláyevich
Mischkin. Su existencia es de un carácter enteramente
humano; hay en ella cuerpo y alma, alegría y miserias,
pobreza y fortuna, puntos culminantes y ruina. Mas de esa su
existencia enteramente humana emerge, nítida, la imagen de
otra que no es humana, la de Dios hecho
hombre»[9]. En este sentido, antes de
haber leído a Romano Guardini, hace algunos
meses[10]he hablado yo ya de Mischkin como del
alter Christus. Esa otra existencia del príncipe
que no parece propiamente humana, que incluso tiene algo de
incorpóreo, es a la que se refiere el intelectual
católico Jacques Madaule cuando habla de que Mischkin
«no es en sí mismo más que un alma afligida
en un cuerpo de miseria, pero un cuerpo casi
transparente»[11], es decir, un cuerpo casi
pneumático, un cuerpo espiritual, como el de
Jesús después de la
Resurrección[12]
La novela transcurre entre un 27 de
noviembre y finales del mes de julio siguiente. Está
dividida en cuatro partes, y el ultimo capítulo de la
cuarta parte es una especie de epílogo donde se da cuenta
de lo que les sucede a los principales personajes con
posterioridad a los hechos narrados.
Toda la primera parte transcurre
íntegra desde las nueve de la mañana de ese 27 de
noviembre, miércoles, hasta las seis de la madrugada del
día siguiente, jueves, es decir, unas veintiuna horas
ininterrumpidas y preñadas de acontecimientos. Ya desde la
primera escena, en el tren con destino a San Petersburgo, se
perfilan con meridiana nitidez los rasgos físicos de tres
personajes, dejándose sólo entrever sus retratos
psicológicos. El primero es el propio príncipe
Mischkin, de 27 años, huérfano de padre y de madre,
que regresa de la clínica del doctor Schneider en Suiza,
donde ha permanecido varios años curándose de su
terrible mal, la epilepsia, gracias en buena medida a la
generosidad de Nikolai Andréyevich Pávlischev, su
benefactor, fallecido dos años antes del comienzo de los
acontecimientos que se describen en la
novela[13]El padre del príncipe, Nikolai
Lvóvich, que fue subteniente, murió veinte
años y tres meses antes de comenzar el relato, como
consecuencia de una bala (según dice el general Ivolguin,
que fue camarada suyo y del general Yepanchin, en el
capítulo IX de la 1ª parte, sin especificar si en
acto de guerra o pegándose un tiro). La madre del
príncipe murió seis meses después que su
padre. El segundo personaje es Lukián [Lucas]
Timoféyevich Lebédev, un funcionario chismoso y
borrachín, un hombre mediocre, y, a veces, un
espíritu ruin. El tercero, Parfén
Semiónovich Rogochin, sí tendrá un papel muy
destacado en la novela, pues en cierto modo es el contrapunto
moral del príncipe Mischkin. También tiene 27
años, pero, a diferencia del príncipe, es muy rico
y obscenamente ostentoso; en su espacioso y lóbrego
apartamento, en habitaciones separadas, vive su anciana madre, a
la que visita de tarde en tarde para que lo bendiga. Su alma
está envenenada por los celos, pues Mischkin ama a la
mujer que él también quiere (más bien con un
deseo carnal), Nastasia, que, además,
corresponderá, al menos temporalmente, al príncipe;
pero, sobre todo, Rogochin es un hombre lleno de resentimiento,
de celos enfermizos y capaz de hacer el mal[14]Su
presencia en la novela adquiere en ocasiones cruciales la
visión de un espectro, de una fantasmagoría
siniestra que se esconde, que acecha al príncipe con sus
ojos escrutadores, que parecen ubicuos y que con asombrosa
habilidad y destreza, con inquietante sigilo, vigilan y
están en todas partes, al menos en aquellas donde
él quiere que estén. En la tercera parte, en el
capítulo III, Mischkin piensa de él que «en
el alma aquel hombre no podía cambiar». Con todo,
Rogochin es también una de esas encarnaciones ambivalentes
y duales tan frecuentes en Dostoyevski, en las que el novelista
ha encontrado «el más importante principio de la
psicología moderna», que no es otro que «la
ambivalencia de los sentimientos»[15], tal
como se pondrá de manifiesto no sólo en el aspecto
bonachón de Rogochin, a pesar de sus criminales instintos
interiores, sino en cómo ama, a su manera, aunque sea de
un modo lujurioso y carnal, a Nastasia, y, precisamente por no
poder poseerla, la mata (es lo suficientemente
inteligente para comprender que poseer su carne no significa
poseer su espíritu y a todo su ser, que
pertenecen a otro), o en cómo sufre y se lamenta
hasta el paroxismo después de asesinarla y velar su
cadáver junto al príncipe.
Nada más bajarse del tren, el
príncipe se dirige a la casa del general Iván
[Juan] Fiodórovich Yepanchin, de 56 años, cuya
esposa, Lizaveta [Isabel] Prokófievna, de igual edad que
su marido, pertenece a la familia principesca de los Mischkin. El
matrimonio, que se profesa mutuamente un sincero amor, aunque el
general haya podido tener tentaciones de infidelidad, vive con
sus tres hermosas e inteligentes hijas: Aleksandra, de 25
años, Adelaida, de 23 años, y Aglaya, de 20
años recién cumplidos. El príncipe acude sin
ninguna intención concreta, sólo para darse a
conocer, pues está solo en la ciudad. Pero, desde el
primer instante, su extraño aspecto, su franqueza, su
absoluta limpieza de espíritu, su ingenuidad, sus
maravillosas dotes para contar una historia, su hermosa y pulcra
caligrafía, la amplitud de sus conocimientos, pues ha
leído mucho en Suiza, sobre todo literatura rusa, la
infinita profundidad de su alma, que repara con insólita
piedad y misericordia en lo humano, desconciertan y cautivan al
mismo tiempo a los miembros de la honorable familia, sobre todo a
Lizaveta Prokófievna y a su hija menor, Aglaya
Ivánovna.
Nada más entrar en la casa, durante
el tiempo que lo hace esperar un criado hasta que lo reciben los
señores, Mischkin deja una prueba imborrable de su
carácter y de las preocupaciones últimas de su
alma, que se revelarán aquí en un sobrecogedor
alegato contra la pena de muerte. No es sólo el hecho de
que él, que es un príncipe, aunque ofrezca un
aspecto un tanto desaliñado que hace desconfiar al criado,
se dirija a éste como a un igual, lo cual desconcierta
aún más al lacayo, pues ya sabe que es un noble y
que está lejanamente emparentado con Lizaveta
Prokófievna, sino la extrañísima historia
que le cuenta, relacionada con una ejecución mediante el
procedimiento de la guillotina que, involuntariamente,
había presenciado hacía poco tiempo en Lyon. Esta
primera y hondísima reflexión sobre la pena
capital, que después va a completar y aquilatar en
presencia de la madre y de las hijas, no se detiene tanto en el
sufrimiento físico del reo, que puede ser muy grande si se
le somete a tortura, pero que, mientras la víctima
está con vida, permite un rayo de esperanza, por
insignificante que sea, sino que se centra en lo que para el
príncipe es lo más insoportable de todo, esto es,
el espantoso horror que supone saber de fijo que uno va
a morir dentro de unos instantes, cuando se le lee al reo la
sentencia y se procede de inmediato a la ejecución, por
medio de la guillotina o por fusilamiento. Lo peor, insiste
Mischkin, es ese saber con absoluta certeza que el alma
va a ser separada del cuerpo. «Matar a quien mató
-le dice el príncipe al criado- es un castigo
incomparablemente mayor que el mismo crimen. El asesinato en
virtud de una sentencia es más espantoso que el asesinato
que comete un criminal». Advertimos ya aquí el total
distanciamiento respecto de la ley del talión del antiguo
judaísmo. Con las Yepánchinas, en cambio
(capítulo V), después de hacer una
descripción del paisaje de Suiza cuyo tono lo vincula a la
estética de lo sublime del Sturm und Drang
(«Tormenta e ímpetu») del Prerromanticismo
alemán de hacia 1770 -aunque también se percibe
mucho de ese gozoso contacto con la naturaleza que experimenta
Don Quijote, y que, entre nosotros, volverá a experimentar
de manera tan fresca, pura, inocente y llena de vida el joven
Félix Valdivia de Las cerezas del cementerio
(1910) de Gabriel Miró-, rememora con morboso detalle la
experiencia de un reo de muerte al que en el último
instante le es conmutada la pena capital. En ella aborda, al
menos, tres cuestiones fundamentales: el ineluctable
«destino» del individuo; la noción de la
«eternidad» (cinco minutos son todo el
tiempo); y el sentido del «conocimiento», porque en
ese instante anterior a la muerte, el individuo lo sabe
todo. Muy poco antes, les había hecho, nada
más conocerlas, una hermosa disertación sobre el
arte de la caligrafía, que revela su exquisita
sensibilidad (capítulo III).
Cualquier buen aficionado a la historia de
la literatura sabe de la terrible experiencia por la que tuvo que
pasar el novelista el 22 de diciembre de 1849 en la Plaza
Semenovski de San Petersburgo, cuando, momentos antes de
procederse a la ejecución de la sentencia de muerte a la
que había sido condenado (junto con otros veinte supuestos
conspiradores) por el tribunal militar el 16 de noviembre, si
bien fue conmutada por el auditor general el día 19
después de recibir la confirmación del zar
Nicolás I, llega el indulto que lo envía cuatro
años de trabajos forzados a Siberia[16]Este
suceso (que no había sido sino un simulacro de
fusilamiento, pero de espeluznante y atroz realismo), como
reconoció el propio escritor más de una vez, lo
marcaría para toda su vida. Se convertiría en un
decidido opositor de la pena de muerte. El relato que hace
delante de las Yepánchinas es muy pormenorizado y
conmovedor, sin duda morboso, como corresponde a su naturaleza
enfermiza y a su espíritu perturbado por el sufrimiento
humano. Pero ya deja preclara constancia, en presencia por vez
primera de la pura y orgullosa Aglaya
Ivánovna[17]que, aun cuando haya rozado la
«idiotez» cuando se marchó a Suiza (él
mismo emplea ese vocablo, admitiéndolo), ahora, desde
luego, a pesar de su proceder tan insólito, de su
comportamiento tan ajeno a las convenciones y usos sociales
establecidos, de lo que un poco antes se había percatado
ya el general Yepanchin cuando lo recibe en su despacho, es capaz
de mantener un prolongadísimo razonamiento, de contar con
todo detalle un extenso relato, de una manera maravillosa,
desconocida, porque lo que sus interlocutoras empiezan a atisbar
es que, detrás de esa ingenuidad, hay también una
persona culta, inteligente, reflexiva, pero sobre todo dotada de
una hondura de sentimientos inigualable, una persona
absolutamente franca, veraz, incapaz de mentir, limpio de
corazón, un «pobre de espíritu» en
sentido evangélico. Esto lo percibe todavía muy
borrosamente, lo intuye sólo ligeramente la perspicaz
Aglaya, que sabe que está ante un hombre de buen ver,
«de estatura algo más que mediana, pelo muy rubio y
espeso, carrillos chupados y una barbita en punta, casi del todo
blanca», de «ojos grandes, azules y fijos»,
pero, sobre todo, extrañamente «bueno».
Más adelante, comenzará a darse cuenta que esta
bondad es sencillamente infinita. También en parte le
ocurre lo mismo a Lizaveta Prokófievna, una mujer muy
pendiente de la educación moral de sus hijas y que es sin
duda bondadosa, incapaz de hacer mal a nadie.
Ya antes de hablar por extenso con las
Yepánchinas, el príncipe ha visto en el despacho
del general Yepanchin, y se ha quedado maravillado de su
hermosísimo y deslumbrante rostro, un retrato
fotográfico de Nastasia Filíppovna, traído
por Gavrila [Gabriel] Ardaliónovich Ivolguin, de unos 28
años, que hace las veces de secretario y hombre de
confianza del alto militar, y que pretende entablar relaciones
serias con Aglaya Ivánovna, aunque por entonces el
círculo de amistades íntimas del general quiere
casarlo con Nastasia.
Las grandes novelas de Dostoyevski, a
diferencia de las de Tolstoi, se distinguen, entre otros
aspectos, por la preeminencia que adquieren los personajes
masculinos frente a los femeninos. La única gran
excepción es El idiota, en la que, aunque nadie
puede ensombrecer al príncipe Mischkin, sin embargo, traza
con mano maestra, como no lo había hecho nunca antes ni lo
hará después el escritor, las complejas
personalidades de dos mujeres de sensibilidades muy distintas,
Aglaya Ivánovna y Nastasia Filíppovna, que se
convertirán en rivales por poseer el corazón del
protagonista. Sólo antes, en Crimen y castigo
(1866), había dibujado otro conmovedor carácter
femenino en el personaje de Sonia Marmeladov, «la
prostituta de corazón puro […] que conduce a
Raskólnikov a la
expiación»[18], y, sobre todo, en
El adolescente, escrita en 1875, donde volverá a
hacer algo parecido a lo realizado en El idiota con el
personaje femenino de Katerina Nikoláyevna, aparentemente
superficial y frívolo, pero muy profundo. No obstante, en
El idiota indaga con mucha mayor hondura en el alma
femenina, aproximándose, sin duda, aunque sin perder de
vista quién es el personaje principal, a lo que Tolstoi
había hecho con Anna Karenina en la novela homónima
y con Natasha Rostova en Guerra y paz. Es cierto que en
ambas novelas de Tolstoi, esas mujeres adquieren un relieve
extraordinario, que, en el caso de Anna Karenina, obnubila por
completo todo lo demás, por maravillosamente
contrapuntístico que sea el amor entre Lievin y Kiti.
Natasha Rostova, por su parte, es un personaje sublime,
angelical, un milagro único de la literatura mundial en
cualquier lengua, un ser del que resulta imposible no sentirse
atraído en lo más profundo y tenerla como modelo de
honestidad y de limpieza de corazón. Anna Karenina es, de
otro lado, un personaje femenino cautivador, quizás el
más subyugante de toda la historia de la literatura, que
embriaga al lector, que le absorbe por completo, con ese halo de
distancia inigualablemente aristocrática, con esa
elegancia del gran mundo, que también podría pasar
por superficial, pero que es de una complejidad espiritual
sencillamente abismal, que casi da miedo. Es un ser atormentado,
de destino terriblemente trágico. Es muy posible que
ningún escritor del mundo haya penetrado con mayor hondura
en el alma femenina que Tolstoi en esa novela única, un
producto espiritual que por su inaudita exploración
psicológica sólo nos atreveríamos a comparar
con la Betsabé de Rembrandt en el Louvre o con la
Gertrud de la película de igual título de Carl
Theodor Dreyer. En el mencionado estudio de Berdiaev, el gran
pensador cristiano ruso afirma una verdad a medias, porque,
queriendo ponderar por encima de cualquier otro escritor a
Dostoyevski, precisamente por sus hondas preocupaciones
religiosas y por su defensa de la libertad del individuo, y eso
sin entrar en su intensísimo análisis
psicológico de los personajes, valoración en la que
coincido, es quizás un poco injusto con Tolstoi al
calificarlo sólo de gran artista, del más
brillante novelista de todos los tiempos, por la estructura y
medida construcción de sus novelas, por su capacidad coral
casi sobrehumana -como, en otro orden distinto, ocurre en la
bóveda de la Capilla Sixtina-, por el fresco
histórico tan certero que es capaz de trazar cuando se lo
propone, pero para Berdiaev no pasa de ahí, es decir, no
posee la elevación de Dostoyevski,
atreviéndose incluso a insinuar que la religiosidad de
Tolstoi tenía un punto de vanidad, de egocentrismo. Todo
esto es una discusión de enorme altura, en la que han
entrado con gran agudeza, además de Nicolás
Berdiaev y de George Steiner, otros autores, entre los que
destaca de manera especialísima el gran escritor ruso
Dmitri Merejkovsky (1865-1941)[19]. Yo no voy
aquí a entrar en ella, entre otras razones porque eso
supondría escribir otro ensayo distinto, y, además,
no me siento capacitado para ello, pero sí quiero decir
que la sutileza psicológica del personaje femenino de Anna
Karenina no creo que pueda encontrarse en ningún libro del
mundo. Es muy grande también la religiosidad de Tolstoi,
y, si no, que se lea su novela Resurrección,
injustamente olvidada. Eso sí, es una religiosidad
distinta, posiblemente más estética que
espiritual, más ligada a la Naturaleza que a las
erupciones volcánicas que, de vez en cuando, agitan
violentamente el corazón humano.
Pero es cierto que hay algo en Dostoyevski
que lo hace un escritor incomparable, absolutamente único,
y ello se debe en buena medida a la extrema tensión a la
que somete a sus personajes, una tensión autodestructiva,
o que llega al límite de las posibilidades de resistencia
psíquica humana. En el caso de Aglaya Ivánovna y de
Nastasia Filíppovna ha creado también dos
arquetipos, en cierto modo las dos caras de una misma moneda, dos
mujeres plenas de matices sutilísimos, casi
inaprehensibles, como todo lo que de verdad concierne al
corazón del hombre y a los recónditos intersticios
de su alma. Aglaya es pura, honesta, inteligente, despierta,
culta, incapaz de mentir, capaz de amar verdaderamente, pero
también es orgullosa, quizás una pizca altiva, que
no admite dudas ni titubeos en lo que atañe al amor.
Algunos críticos y estudiosos, Edward Hallett Carr y
Rafael Cansinos Asséns entre otros, han pensado que el
escritor pudo inspirarse para dibujar sus rasgos en una persona
real, en Anna Korvin-Krukovskaya, con quien Dostoyevski mantuvo
una efímera relación en 1864, al poco de la muerte
de su esposa María Dmítrievna, ocurrida,
después de una larga y dolorosa agonía, el 15 de
abril de ese año. A María Dmítrievna
Isayevna Konstant (nacida en 1828) la había conocido el
novelista en marzo de 1854 en Semipalatinsk (en
Kazajstán), que es donde es confinado desde el día
2 de ese mes, después de haber salido sobre el 16 de
febrero del penal de Omsk (al SE de Siberia, a unos 2700 km de
Moscú). Esposa de un alcohólico empedernido, Fiodor
se enamora apasionadamente de ella, inician un idilio de perfiles
románticos y se casa con ella en Kúsnetzk (o
Kuznetsk, en el oblast de Penza, al oeste del río Volga)
el 6 de febrero de 1857, estando ya viuda.
En cuanto a Anna Vasilevna
Korvin-Krukovskaya (1843-1887), era la hermana mayor de la
destacada estudiosa rusa de las ciencias matemáticas
Sofía Vasíliyevna Kovalévskaya, hijas ambas
del general ruso Vasiliy Vasíliyevich Corvin-Krukovskiy,
descendiente del rey Matías Corvino de Hungría,
mientras que la madre de sendas hermanas provenía de una
familia de científicos. Anna, de ideología
socialista, terminó casándose con Charles Victor
Jaclard, miembro ferviente de la I Internacional, tomando parte
activa ambos esposos en los sucesos de la Comuna de París
de la primavera de 1871. Desde luego, en la maravillosa Aglaya
dostoyevskiana no hay ni un ápice de ideología
socialista, que por el frecuente ateísmo de los
partidarios de esa corriente de pensamiento político, era
algo que rechazaba con toda la vehemencia de su alma el escritor
(él sabe como nadie de los sólidos lazos que
terminarán estableciéndose entre el nihilismo ruso
y el socialismo, un socialismo que derivará, aunque eso ya
no podrá él verlo, pero sí predecirlo, en
bolchevismo), pero sí hay bastante en ella de esa
independencia femenina, de esa inquebrantable autonomía
como mujer, de esa inclinación decidida a la libertad de
juicio y de criterio que podemos adivinar en la efímera y
joven amante del escritor durante una de sus estancias en
Alemania. Pero va a ser de nuevo Cansinos Asséns quien
vuelva a acertar con inusual perspicacia al establecer un
parecido entre Aglaya y la María evangélica. Lo
curioso, sin embargo, es que no especifica de qué
María del Evangelio se trata, aunque se sobreentiende
quién es cuando afirma: «Aglaya podría ser
una María evangélica, ávida de oír la
palabra de verdad más bien que la de
amor»[20]. Es decir, estaríamos ante
un reflejo de María, la hermana de Marta y de
Lázaro (Jn 11, 1-44), el amigo de Jesús, esa
María que gusta de escucharlo absorta cuando Jesús
acude a su casa de Betania, mientras que Marta prefiere
permanecer ocupada en las tareas domésticas (Lc 10,
38-42). Esa María de carácter íntimo,
contemplativo y amoroso que también unge la cabeza y los
pies de Jesús con un precioso ungüento de nardo en
casa de Simón el leproso, seis días antes de la
Pascua, atestiguando el propio Jesús que lo hizo con miras
a su sepultura (Mt 26, 6-13 y Mc 14, 3-9). Esa misma María
que Velázquez, todavía en su periodo de juventud en
Sevilla, pintó en uno de sus más interesantes, y
sujeto a diversas interpretaciones, bodegones «a lo
divino», Cristo en casa de Marta, de hacia
1618-1620, que se conserva en la National Gallery de
Londres.
En cuanto a Nastasia Filíppovna,
varios estudiosos apuntan una leve inspiración, para la
composición de este personaje clave de la novela, en Marfa
[Marta] Brown, una mujer de vida disipada que mantuvo una corta y
tormentosa relación con el escritor en 1865, casi un
año después de la muerte de María
Dmítrievna, cuando aún estaba cortejando a Anna
Korvin-Krukóvskaya. El comienzo exacto de ese
vínculo con Marfa Brown no lo sabemos, aunque sí
sabemos con precisión que todavía no ha roto con
Pólina [Apollinaria] Súslova[21]a la
que probablemente habría conocido en septiembre de 1861,
cuando ella era estudiante en la Universidad de San Petersburgo,
pero con la que intimaría, según Hallett Carr,
entre agosto de 1862 -de vuelta a San Petersburgo después
de un viaje al extranjero en el que en julio, en Londres, ha
visitado a Alexander Herzen- y 1863. La hermosa Pólina
Súslova, una infidelidad conyugal del escritor, fue una de
sus grandes pasiones amorosas, coincidiendo con su época
de jugador empedernido, pero se trataba de una mujer destructiva,
de un «despotismo» rayano en la
«crueldad», según el propio novelista, que
acabaría encarnándola en un importante personaje de
igual nombre de su novela El jugador (Pólina
Aleksándrovna). A mediados de agosto de 1865, en
Wiesbaden, donde Dostoyevski lo ha perdido todo en la ruleta,
Pólina lo abandona y la ruptura es ya prácticamente
completa, aunque todavía pedirá él su mano
en noviembre, en San Petersburgo, encontrando una rotunda
negativa. Incluso después de casarse con Anna
Grigórievna, todavía recibiría Dostoyevski
cartas de la Súslova, pero la relación
íntima, que quizás tampoco existiese ya durante el
episodio de Wiesbaden, estaba desde aquella negativa
definitivamente rota e imposible de recomponer.
Mujer de origen humilde, Marfa Brown, por
la época en que conoce a Dostoyevski, había
mantenido ya relaciones íntimas con hombres de varias
nacionalidades europeas, y, por entonces, estaba unida a un
periodista bohemio y alcohólico. Al caer enferma, al poco
tiempo de frecuentar al novelista, y ser ingresada en un
hospital, hallándose abandonada de todos, Dostoyevski la
visita, se apiada de ella e incluso le propone matrimonio, cosa
imposible por ser ella mujer casada y no existir el divorcio en
Rusia. Pero esta última pasión amorosa en la vida
del escritor, antes de aparecer la maternal Anna
Grigórievna, será, como acabamos de indicar, muy
efímera.
Aún más penetrante es la
comparación, mantenida asimismo por varios estudiosos y
sobre la que insiste especialmente Cansinos Asséns, de
Nastasia Filíppovna con la María Magdalena
evangélica[22]esa gran pecadora que se
convierte en la más ferviente seguidora del Nazareno y que
es el primer ser humano sobre la tierra a quien Cristo se aparece
después de su Resurrección. Ya sólo indicar
este paralelismo nos está advirtiendo de la extraordinaria
complejidad de este personaje, que brota de lo más
profundo del alma de Dostoyevski. Nastasia Filíppovna es,
en primer término, una mujer de una «belleza
cegadora» e «insoportable», como piensa para
sí mismo Mischkin de su semblante cuando por segunda vez
puede ver el mencionado retrato, donde se dibuja «algo
así como orgullo y desdén ilimitados, y hasta
odio… y, al mismo tiempo, algo de confiado, de
prodigiosamente ingenuo; ese contraste inspiraba algo así
como piedad al mirar aquel retrato. Aquella belleza cegadora
resultaba también insoportable, aquella belleza de un
rostro pálido, de mejillas un poco chupadas y ojos de
fuego: ¡rara belleza!» (capítulo
VII)[23], pero, ante todo, es una figura literaria
embriagadora, y ello quizás esté íntimamente
relacionado con su destino trágico, que ella no
sólo intuye sino que lo sabe. Ella sabe
que, antes o después, acabará matándola
Parfén Rogochin, y, a pesar de esta certeza, en el
instante en que parece haberse salvado, en el momento en que
creemos que ha cortado definitivamente los lazos con su celoso
amante, esto es, cuando va a entrar en la iglesia donde la espera
el príncipe Mischkin para casarse con ella, Nastasia,
inesperadamente, inexplicablemente, se va con ese espíritu
atormentado y turbio que es Rogochin, siempre acechante, asimismo
su maltratador, que le clavará a las pocas horas un
puñal en el corazón. Pero, en el fondo, no resulta
tan inexplicable esa reacción suya, pues ella, como
decimos, sabe de su destino inexorablemente
trágico, sabe que el príncipe, aunque es verdad que
la ama y que ha decidido libremente casarse con ella, la ama con
un casi inhumano sentimiento de piedad hacia ella, una
piedad infinita, que traspasa las edades y los círculos
del firmamento, y ella, Nastasia, además, que es una mujer
culta e inteligente, que se siente pecadora, que se siente
culpable por su relación con su protector Totskii y con
otros hombres, no se ve digna del príncipe,
aunque consienta en vivir con él durante algunas semanas,
porque no quiere manchar la pureza de Mischkin, su limpieza de
corazón. Pero ya veremos qué desbordante grandeza
de corazón tiene esta Nastasia Filíppovna,
cuán inmensa es su capacidad de amar, cuánta
nobleza hay en su alma[24]y cómo, aunque
Aglaya Ivánovna, en el único y formidable encuentro
entre las dos rivales, la acuse de perdida, Nastasia,
precisamente por ser una gran pecadora, como lo fue María
de Mágdala[25]no puede ser una perdida para
Dostoyevski, sino una mujer que será absolutamente
redimida.
La curiosidad intelectual y la amplia
cultura de Nastasia Filíppovna queda patente cuando le
reprocha a Parfén Rogochin su desconocimiento general,
incluso el de la propia historia rusa, y por eso le presta un
volumen de la Historia de Rusia de
Soloviev[26]que Mischkin ve sobre una mesa cuando
por primera vez entra en casa de Rogochin (2ª parte,
capítulo III). Al lado del libro también se
encontraba el puñal con el que Nastasia será
asesinada, «un puñalito […] con mango de asta de
ciervo», en el que repara sin querer Mischkin, que lo coge
distraído, pero que Rogochin le quita de las manos,
guardándolo, momento en el que el príncipe hace la
observación de que acaba de darse cuenta de lo nuevo que
está, observación que exaspera a Rogochin, cuya
irritación repentina estremece simultáneamente a
Mischkin, que lo ha comprendido todo. Esta comprensión se
desprende de sus palabras unas pocas páginas antes, a modo
de estremecedora intuición: «¿Es aquí
donde piensas celebrar la boda?». La boda, es
decir, la consumación de su terrible
acción.
Huérfana desde los siete
años, Nastasia Filíppovna es recogida por Afanasii
Ivánovich Totskii, un hombre extraordinariamente rico, de
55 años cuando transcurren los acontecimientos que se
narran en la novela, que dirigirá su educación y la
visitará con regularidad, pero que cuando ella cumple 20
años y se produce un cambio radical en su carácter,
se traslada a vivir con él a San Petersburgo,
convirtiéndose en su amante. Esa larguísima primera
jornada de la novela, es, asimismo, el día en que Nastasia
cumple 25 años, y para por la noche está acordada
una reunión en la lujosa casa que le ha puesto en la
ciudad Totskii, a la que está previsto que acuda el
general Yepanchin, y en la que se supone se habrá de
formalizar la relación entre Nastasia y Gavrila
Ardaliónovich. Pero antes de esa turbulenta y accidentada
reunión, en la que tantas cosas inesperadas acontecen,
deben suceder muchas otras de capital importancia que nos
irán perfilando el carácter del príncipe y
de los otros personajes principales de la historia.
En aquella hermosísima
disertación sobre el arte de la caligrafía, que tan
pasmado deja al general Yepanchin, escribe primero Mischkin sobre
«una gruesa hoja de papel vitela, con caracteres rusos
medievales, la frase siguiente: "El humilde
igúmeno[27]Parnutti firmó por su
mano"». Después de pedirle al general una
edición de Pagodin[28]que aquél
parece que no posee, transcribe del francés al ruso otra
frase, pero esta vez no en caracteres del siglo XIV, sino en
caracteres de amanuenses militares: «El fervor todo lo
vence».
Antes de aquel primer encuentro de Mischkin
con las Yepánchinas, el narrador cuenta con todo tipo de
pormenores la historia de Nastasia, y ahí se nos aclara
que no estimaba «nada en el mundo, y menos que a nada, a
sí misma» (sentimiento de culpa que acabamos de
mencionar), mientras que en el siguiente párrafo el
narrador habla de sus ojos, de lo que Totskii adivinaba en ellos:
«parecíale como si presintiese en ellos una profunda
y misteriosa niebla. Aquellos ojos miraban cual si propusieran un
enigma». Este mismo enigma es el que advertirá al
instante el príncipe al contemplar su retrato. Algunas
páginas más adelante, también advierte el
narrador: «Nastasia Filíppovna no tenía nada
de venal». Por supuesto; lo demostrará con creces,
hasta con su propia vida.
En el capítulo V se produce ese
primer encuentro del príncipe con las Yepánchinas,
pero antes el general prefiere «preparar» a su
esposa, y, maquinalmente, le dice, para que sea amable con
él, que «el pobre no tiene donde reclinar la
cabeza». Claro está que tampoco esa
expresión, aunque parezca maquinal, es casual, sino de
honda raíz evangélica[29]
Antes de aquella extensa y morbosa
reflexión sobre el sentimiento del reo ante la inminente
muerte física, hace el príncipe, delante de sus
cuatro oyentes femeninas, un primer intento, de precisión
clínica, de descripción de su enfermedad,
enfatizando que cuando «se me repetían los ataques
varias veces seguidas, caía en un completo estupor,
perdía por entero la memoria, y aunque mi razón
seguía trabajando, no lograba coordinar lógicamente
las ideas». Les habla de su «cariño» por
los asnos y de la «simpatía» que le inspiran,
de su «felicidad» entre las montañas de Suiza
-«¿Sabe usted ser feliz?», le interroga entre
sorprendida y gratamente admirada Aglaya-, y, ya en el siguiente
capítulo, de su amor por los niños, de cómo
le agrada rodearse de ellos -pues ellos también,
allí en Suiza, «se apiñaban en torno
mío»-, escucharlos, decírselo todo, sin
secretos, porque «al niño se le puede decir
todo», a los niños «no se les debe ocultar
nada», son como «avecillas» y «nos curan
el alma». Repárese en las referencias
evangélicas: el asno, que tan pacientemente sufre todo
tipo de cargas, y que fue el animal escogido por Jesús
para entrar en Jerusalén poco antes del comienzo de su
Pasión; los niños comparados con las avecillas,
como cuando Jesús les dice a quienes le escuchan
después del Sermón de la Montaña:
«Mirad las aves del cielo; no siembran, ni cosechan, ni
recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las
alimenta» (Mt 6, 26); pero, sobre todo, el gustar rodearse
de esas inocentes e indefensas criaturas, a las que Jesús
se refiere en un pasaje muy conocido: «Dejad que los
niños vengan a mí, no se lo impidáis, porque
de los que son como éstos es el Reino de Dios» (Mc
10, 14)[30].
Asimismo, como será cada vez
más frecuente en Dostoyevski, insertará el
príncipe un triste relato, una historia acaecida mientras
él se encontraba recuperándose en Suiza, cuya
protagonista, la joven Mary, es una muchacha desgraciada y pobre,
de la que todos se mofan, una actitud que él
logrará cambiar en los niños del lugar, a pesar de
la desconfianza que ese trato tierno y lleno de piedad produce en
los aldeanos. Este recurso de la narración dentro de la
narración, procede, naturalmente, del Quijote
cervantino, un recurso de raíz manierista pero sobre todo
barroca que Dostoyevski volverá a emplear,
ampliándolo considerablemente, en El adolescente
-nos referimos a la historia que cuenta el anciano Makar
Ivánovich Dolgorukii poco antes de morir-, y, de modo muy
especial, en Los hermanos Karamazov, publicada en 1879,
donde -hablamos de la «Leyenda del gran inquisidor»-
ya no será sólo un recurso complementario o
aclaratorio de la narración principal o del perfil
psicológico y espiritual del protagonista, sino que se
convertirá en un recurso decisivo, capital, para
comprender el sentido último de toda la obra. En esa
triste historia menciona por vez primera el príncipe el
nombre del pintor renacentista alemán Hans Holbein el
Joven, a propósito de una copia del Museo de Dresde
de una bellísima Virgen conocida como Meyer
Madonna, cuyo original se halla en Darmstadt y que se
remonta a 1526-28.
Página siguiente |