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El príncipe Mischkin de -El idiota- como arquetipo moral




Enviado por Enrique Castaños



Partes: 1, 2, 3, 4

    El príncipe Mischkin de El
    idiota
    como arquetipo moral

    La novela El idiota
    («Idiot») fue empezada a escribir por Fiodor
    [Teodoro] Mijailovich Dostoyevski (1821-1881)[1]
    en septiembre de 1867, en Ginebra, y fue terminada en Florencia a
    principios de 1869. A medida que la iba escribiendo se fue
    publicando en el Ruskii Vestnik («El Noticiero
    Ruso» o «El Mensajero Ruso») de Mijaíl
    Kátov, quien abonaba a Dostoyevski, necesitado, como
    siempre, de dinero, 150 rublos por folio. El 15 de febrero de
    1867, el escritor se había casado con Anna
    Grigórievna Snitkina, la fiel y entregada esposa que hizo
    todo lo posible por evitarle preocupaciones para que se dedicase
    exclusivamente a su pasión de escribir. La había
    conocido en 1866, cuando la contrató como
    taquígrafa y le dictó en octubre la novela El
    jugador
    . El 22 de febrero de 1868, en medio de la
    redacción de nuestra novela, nació, primer fruto de
    este segundo matrimonio, su hija Sofía, que moriría
    el 12 de mayo siguiente.

    El protagonista de El idiota, el
    príncipe Liov [León] Nikoláyevich
    Mischkin[2]representa el más elevado
    arquetipo espiritual y moral salido nunca de la pluma de este
    gigante de la literatura universal, personaje portador de un
    ideal moral tan alto que sólo puede ser comparado con Don
    Quijote, el inmortal personaje cervantino[3]tan
    admirado por el propio Dostoyevski[4]Al igual que
    el Caballero de la Triste Figura, el príncipe Mischkin
    constituye un complejísimo epítome del ideal moral
    cristiano, que, en el caso del novelista ruso, se inspira de
    manera clara y directa en la figura de Jesús de Nazaret y
    en la enseñanza ética del Evangelio, una figura que
    para Dostoyevski no es sólo el Verbo hecho carne, el
    Dios-Hombre, sino la encarnación suprema y absoluta de la
    bondad, de la misericordia, de la humildad, de la piedad, de la
    compasión, de la dignidad, de la defensa de la vida y de
    la libertad auténtica, que son los rasgos que trata de
    trazar en el personaje de Mischkin, pero, como toda privilegiada
    encarnación de su portentosa imaginación creadora,
    dotándolo de una personalidad, de una sutileza y de una
    hondura psicológica inigualables, pues a Dostoyevski lo
    que le obsesiona es el alma del hombre, su espíritu, que
    es lo que lo conecta con Dios. Frente al hombre-dios que se
    materializará en algunos de los protagonistas de su
    posterior novela Demonios, un hombre-dios que,
    precisamente por renunciar a Dios renuncia al hombre y niega por
    completo la posibilidad de la libertad, Mischkin tiene como
    modelo y referente de su conducta a Jesús, el Dios-Hombre
    que mantendrá ese ensordecedor silencio en la Leyenda
    del Gran Inquisidor
    frente al nonagenario anciano que
    representa el nihilismo y la muerte de la libertad.

    Del mismo modo que San Francisco de
    Asís ha sido, aquí en el mundo, el alter
    Christus
    (el «otro Cristo»), en la literatura
    universal el más auténtico alter Christus
    es el personaje del príncipe Mischkin, al que, como digo,
    sólo puede comparársele en este sentido Don
    Quijote. El historiador británico Edward Hallett Carr, en
    su célebre estudio sobre Dostoyevski, impreso por primera
    vez en Londres en 1931, ya hablaba de los indudables ecos de
    Cristo en Mischkin[5]de igual manera que
    también se refería a Mischkin como una
    antítesis de Rodion Románovich Raskólnikov,
    el joven estudiante protagonista de Crimen y castigo
    (1866), pues si Raskólnikov encarna al hombre que se cree
    superior, que despiadadamente mata a la vieja usurera como si se
    tratase de una cucaracha, porque cree estar llevando a cabo una
    acción profiláctica, porque cree estar eliminando
    una nociva sanguijuela que se aprovecha de los demás y les
    chupa la sangre, Mischkin encarnaría la sentimentalidad
    pura, la más candorosa ingenuidad, la pureza suprema. En
    este sentido, viene a decir el historiador inglés, El
    idiota
    es una continuación, por ser su
    antítesis, de Crimen y
    castigo
    [6]Rafael Cansinos Asséns, en
    su maravilloso prólogo a la novela, también habla
    de Mischkin como un argumento contra Raskólnikov:
    «homo naturalis versus homo intellectualis».
    Pero mucho antes que Hallett Carr, ya Nicolás Berdiaev
    (1874-1948), en el más profundo estudio, a nuestro juicio,
    escrito nunca sobre el novelista ruso, ya que desvela la
    verdadera esencia de su pensamiento y de su espíritu,
    redactado durante el invierno de 1920-21, cuando todavía
    no había sido expulsado de la Rusia bolchevique, incide
    con una mayor penetración sobre estas cuestiones,
    especialmente la vinculación de Mischkin con Cristo y con
    la idea y la práctica que el Hijo tiene del
    Amor[7]Ya tendremos ocasión de volver sobre
    ello. Aquí sólo lo
    anoto[8]

    Pero el paralelismo entre el
    príncipe Mischkin y Jesucristo, a pesar de la
    extraordinaria profundidad de los juicios de Nicolás
    Berdiaev y de Dimitri Merejkovsky sobre este y otros
    múltiples aspectos de la obra y del pensamiento de
    Dostoyevski, no ha sido abordado nunca, que yo sepa, con mayor
    hondura que la llevada a cabo en 1933 por el gran teólogo
    y sacerdote de origen italiano Romano Guardini (Verona, 1885
    – Munich, 1968), que desempeñó su
    fecundísima tarea de profesor universitario en Alemania,
    en Tubinga y en Munich, y fue elevado al capelo cardenalicio por
    Pablo VI en 1965, siendo muy tenidas en cuenta sus opiniones y
    reflexiones en los prolongados debates del Concilio Vaticano II.
    Romano Guardini tiene buen cuidado de no confundir, naturalmente,
    al príncipe con Jesucristo, pues, como él mismo
    dice, si no se le vendría abajo toda su
    argumentación. Lo que él dice exactamente es:
    «El príncipe es el hombre Liov Nikoláyevich
    Mischkin. Su existencia es de un carácter enteramente
    humano; hay en ella cuerpo y alma, alegría y miserias,
    pobreza y fortuna, puntos culminantes y ruina. Mas de esa su
    existencia enteramente humana emerge, nítida, la imagen de
    otra que no es humana, la de Dios hecho
    hombre
    »[9]. En este sentido, antes de
    haber leído a Romano Guardini, hace algunos
    meses[10]he hablado yo ya de Mischkin como del
    alter Christus. Esa otra existencia del príncipe
    que no parece propiamente humana, que incluso tiene algo de
    incorpóreo, es a la que se refiere el intelectual
    católico Jacques Madaule cuando habla de que Mischkin
    «no es en sí mismo más que un alma afligida
    en un cuerpo de miseria, pero un cuerpo casi
    transparente»[11], es decir, un cuerpo casi
    pneumático, un cuerpo espiritual, como el de
    Jesús después de la
    Resurrección[12]

    La novela transcurre entre un 27 de
    noviembre y finales del mes de julio siguiente. Está
    dividida en cuatro partes, y el ultimo capítulo de la
    cuarta parte es una especie de epílogo donde se da cuenta
    de lo que les sucede a los principales personajes con
    posterioridad a los hechos narrados.

    Toda la primera parte transcurre
    íntegra desde las nueve de la mañana de ese 27 de
    noviembre, miércoles, hasta las seis de la madrugada del
    día siguiente, jueves, es decir, unas veintiuna horas
    ininterrumpidas y preñadas de acontecimientos. Ya desde la
    primera escena, en el tren con destino a San Petersburgo, se
    perfilan con meridiana nitidez los rasgos físicos de tres
    personajes, dejándose sólo entrever sus retratos
    psicológicos. El primero es el propio príncipe
    Mischkin, de 27 años, huérfano de padre y de madre,
    que regresa de la clínica del doctor Schneider en Suiza,
    donde ha permanecido varios años curándose de su
    terrible mal, la epilepsia, gracias en buena medida a la
    generosidad de Nikolai Andréyevich Pávlischev, su
    benefactor, fallecido dos años antes del comienzo de los
    acontecimientos que se describen en la
    novela[13]El padre del príncipe, Nikolai
    Lvóvich, que fue subteniente, murió veinte
    años y tres meses antes de comenzar el relato, como
    consecuencia de una bala (según dice el general Ivolguin,
    que fue camarada suyo y del general Yepanchin, en el
    capítulo IX de la 1ª parte, sin especificar si en
    acto de guerra o pegándose un tiro). La madre del
    príncipe murió seis meses después que su
    padre. El segundo personaje es Lukián [Lucas]
    Timoféyevich Lebédev, un funcionario chismoso y
    borrachín, un hombre mediocre, y, a veces, un
    espíritu ruin. El tercero, Parfén
    Semiónovich Rogochin, sí tendrá un papel muy
    destacado en la novela, pues en cierto modo es el contrapunto
    moral del príncipe Mischkin. También tiene 27
    años, pero, a diferencia del príncipe, es muy rico
    y obscenamente ostentoso; en su espacioso y lóbrego
    apartamento, en habitaciones separadas, vive su anciana madre, a
    la que visita de tarde en tarde para que lo bendiga. Su alma
    está envenenada por los celos, pues Mischkin ama a la
    mujer que él también quiere (más bien con un
    deseo carnal), Nastasia, que, además,
    corresponderá, al menos temporalmente, al príncipe;
    pero, sobre todo, Rogochin es un hombre lleno de resentimiento,
    de celos enfermizos y capaz de hacer el mal[14]Su
    presencia en la novela adquiere en ocasiones cruciales la
    visión de un espectro, de una fantasmagoría
    siniestra que se esconde, que acecha al príncipe con sus
    ojos escrutadores, que parecen ubicuos y que con asombrosa
    habilidad y destreza, con inquietante sigilo, vigilan y
    están en todas partes, al menos en aquellas donde
    él quiere que estén. En la tercera parte, en el
    capítulo III, Mischkin piensa de él que «en
    el alma aquel hombre no podía cambiar». Con todo,
    Rogochin es también una de esas encarnaciones ambivalentes
    y duales tan frecuentes en Dostoyevski, en las que el novelista
    ha encontrado «el más importante principio de la
    psicología moderna», que no es otro que «la
    ambivalencia de los sentimientos»[15], tal
    como se pondrá de manifiesto no sólo en el aspecto
    bonachón de Rogochin, a pesar de sus criminales instintos
    interiores, sino en cómo ama, a su manera, aunque sea de
    un modo lujurioso y carnal, a Nastasia, y, precisamente por no
    poder poseerla, la mata (es lo suficientemente
    inteligente para comprender que poseer su carne no significa
    poseer su espíritu y a todo su ser, que
    pertenecen a otro), o en cómo sufre y se lamenta
    hasta el paroxismo después de asesinarla y velar su
    cadáver junto al príncipe.

    Nada más bajarse del tren, el
    príncipe se dirige a la casa del general Iván
    [Juan] Fiodórovich Yepanchin, de 56 años, cuya
    esposa, Lizaveta [Isabel] Prokófievna, de igual edad que
    su marido, pertenece a la familia principesca de los Mischkin. El
    matrimonio, que se profesa mutuamente un sincero amor, aunque el
    general haya podido tener tentaciones de infidelidad, vive con
    sus tres hermosas e inteligentes hijas: Aleksandra, de 25
    años, Adelaida, de 23 años, y Aglaya, de 20
    años recién cumplidos. El príncipe acude sin
    ninguna intención concreta, sólo para darse a
    conocer, pues está solo en la ciudad. Pero, desde el
    primer instante, su extraño aspecto, su franqueza, su
    absoluta limpieza de espíritu, su ingenuidad, sus
    maravillosas dotes para contar una historia, su hermosa y pulcra
    caligrafía, la amplitud de sus conocimientos, pues ha
    leído mucho en Suiza, sobre todo literatura rusa, la
    infinita profundidad de su alma, que repara con insólita
    piedad y misericordia en lo humano, desconciertan y cautivan al
    mismo tiempo a los miembros de la honorable familia, sobre todo a
    Lizaveta Prokófievna y a su hija menor, Aglaya
    Ivánovna.

    Nada más entrar en la casa, durante
    el tiempo que lo hace esperar un criado hasta que lo reciben los
    señores, Mischkin deja una prueba imborrable de su
    carácter y de las preocupaciones últimas de su
    alma, que se revelarán aquí en un sobrecogedor
    alegato contra la pena de muerte. No es sólo el hecho de
    que él, que es un príncipe, aunque ofrezca un
    aspecto un tanto desaliñado que hace desconfiar al criado,
    se dirija a éste como a un igual, lo cual desconcierta
    aún más al lacayo, pues ya sabe que es un noble y
    que está lejanamente emparentado con Lizaveta
    Prokófievna, sino la extrañísima historia
    que le cuenta, relacionada con una ejecución mediante el
    procedimiento de la guillotina que, involuntariamente,
    había presenciado hacía poco tiempo en Lyon. Esta
    primera y hondísima reflexión sobre la pena
    capital, que después va a completar y aquilatar en
    presencia de la madre y de las hijas, no se detiene tanto en el
    sufrimiento físico del reo, que puede ser muy grande si se
    le somete a tortura, pero que, mientras la víctima
    está con vida, permite un rayo de esperanza, por
    insignificante que sea, sino que se centra en lo que para el
    príncipe es lo más insoportable de todo, esto es,
    el espantoso horror que supone saber de fijo que uno va
    a morir dentro de unos instantes, cuando se le lee al reo la
    sentencia y se procede de inmediato a la ejecución, por
    medio de la guillotina o por fusilamiento. Lo peor, insiste
    Mischkin, es ese saber con absoluta certeza que el alma
    va a ser separada del cuerpo. «Matar a quien mató
    -le dice el príncipe al criado- es un castigo
    incomparablemente mayor que el mismo crimen. El asesinato en
    virtud de una sentencia es más espantoso que el asesinato
    que comete un criminal». Advertimos ya aquí el total
    distanciamiento respecto de la ley del talión del antiguo
    judaísmo. Con las Yepánchinas, en cambio
    (capítulo V), después de hacer una
    descripción del paisaje de Suiza cuyo tono lo vincula a la
    estética de lo sublime del Sturm und Drang
    («Tormenta e ímpetu») del Prerromanticismo
    alemán de hacia 1770 -aunque también se percibe
    mucho de ese gozoso contacto con la naturaleza que experimenta
    Don Quijote, y que, entre nosotros, volverá a experimentar
    de manera tan fresca, pura, inocente y llena de vida el joven
    Félix Valdivia de Las cerezas del cementerio
    (1910) de Gabriel Miró-, rememora con morboso detalle la
    experiencia de un reo de muerte al que en el último
    instante le es conmutada la pena capital. En ella aborda, al
    menos, tres cuestiones fundamentales: el ineluctable
    «destino» del individuo; la noción de la
    «eternidad» (cinco minutos son todo el
    tiempo); y el sentido del «conocimiento», porque en
    ese instante anterior a la muerte, el individuo lo sabe
    todo
    . Muy poco antes, les había hecho, nada
    más conocerlas, una hermosa disertación sobre el
    arte de la caligrafía, que revela su exquisita
    sensibilidad (capítulo III).

    Cualquier buen aficionado a la historia de
    la literatura sabe de la terrible experiencia por la que tuvo que
    pasar el novelista el 22 de diciembre de 1849 en la Plaza
    Semenovski de San Petersburgo, cuando, momentos antes de
    procederse a la ejecución de la sentencia de muerte a la
    que había sido condenado (junto con otros veinte supuestos
    conspiradores) por el tribunal militar el 16 de noviembre, si
    bien fue conmutada por el auditor general el día 19
    después de recibir la confirmación del zar
    Nicolás I, llega el indulto que lo envía cuatro
    años de trabajos forzados a Siberia[16]Este
    suceso (que no había sido sino un simulacro de
    fusilamiento, pero de espeluznante y atroz realismo), como
    reconoció el propio escritor más de una vez, lo
    marcaría para toda su vida. Se convertiría en un
    decidido opositor de la pena de muerte. El relato que hace
    delante de las Yepánchinas es muy pormenorizado y
    conmovedor, sin duda morboso, como corresponde a su naturaleza
    enfermiza y a su espíritu perturbado por el sufrimiento
    humano. Pero ya deja preclara constancia, en presencia por vez
    primera de la pura y orgullosa Aglaya
    Ivánovna[17]que, aun cuando haya rozado la
    «idiotez» cuando se marchó a Suiza (él
    mismo emplea ese vocablo, admitiéndolo), ahora, desde
    luego, a pesar de su proceder tan insólito, de su
    comportamiento tan ajeno a las convenciones y usos sociales
    establecidos, de lo que un poco antes se había percatado
    ya el general Yepanchin cuando lo recibe en su despacho, es capaz
    de mantener un prolongadísimo razonamiento, de contar con
    todo detalle un extenso relato, de una manera maravillosa,
    desconocida, porque lo que sus interlocutoras empiezan a atisbar
    es que, detrás de esa ingenuidad, hay también una
    persona culta, inteligente, reflexiva, pero sobre todo dotada de
    una hondura de sentimientos inigualable, una persona
    absolutamente franca, veraz, incapaz de mentir, limpio de
    corazón, un «pobre de espíritu» en
    sentido evangélico. Esto lo percibe todavía muy
    borrosamente, lo intuye sólo ligeramente la perspicaz
    Aglaya, que sabe que está ante un hombre de buen ver,
    «de estatura algo más que mediana, pelo muy rubio y
    espeso, carrillos chupados y una barbita en punta, casi del todo
    blanca», de «ojos grandes, azules y fijos»,
    pero, sobre todo, extrañamente «bueno».
    Más adelante, comenzará a darse cuenta que esta
    bondad es sencillamente infinita. También en parte le
    ocurre lo mismo a Lizaveta Prokófievna, una mujer muy
    pendiente de la educación moral de sus hijas y que es sin
    duda bondadosa, incapaz de hacer mal a nadie.

    Ya antes de hablar por extenso con las
    Yepánchinas, el príncipe ha visto en el despacho
    del general Yepanchin, y se ha quedado maravillado de su
    hermosísimo y deslumbrante rostro, un retrato
    fotográfico de Nastasia Filíppovna, traído
    por Gavrila [Gabriel] Ardaliónovich Ivolguin, de unos 28
    años, que hace las veces de secretario y hombre de
    confianza del alto militar, y que pretende entablar relaciones
    serias con Aglaya Ivánovna, aunque por entonces el
    círculo de amistades íntimas del general quiere
    casarlo con Nastasia.

    Las grandes novelas de Dostoyevski, a
    diferencia de las de Tolstoi, se distinguen, entre otros
    aspectos, por la preeminencia que adquieren los personajes
    masculinos frente a los femeninos. La única gran
    excepción es El idiota, en la que, aunque nadie
    puede ensombrecer al príncipe Mischkin, sin embargo, traza
    con mano maestra, como no lo había hecho nunca antes ni lo
    hará después el escritor, las complejas
    personalidades de dos mujeres de sensibilidades muy distintas,
    Aglaya Ivánovna y Nastasia Filíppovna, que se
    convertirán en rivales por poseer el corazón del
    protagonista. Sólo antes, en Crimen y castigo
    (1866), había dibujado otro conmovedor carácter
    femenino en el personaje de Sonia Marmeladov, «la
    prostituta de corazón puro […] que conduce a
    Raskólnikov a la
    expiación»[18], y, sobre todo, en
    El adolescente, escrita en 1875, donde volverá a
    hacer algo parecido a lo realizado en El idiota con el
    personaje femenino de Katerina Nikoláyevna, aparentemente
    superficial y frívolo, pero muy profundo. No obstante, en
    El idiota indaga con mucha mayor hondura en el alma
    femenina, aproximándose, sin duda, aunque sin perder de
    vista quién es el personaje principal, a lo que Tolstoi
    había hecho con Anna Karenina en la novela homónima
    y con Natasha Rostova en Guerra y paz. Es cierto que en
    ambas novelas de Tolstoi, esas mujeres adquieren un relieve
    extraordinario, que, en el caso de Anna Karenina, obnubila por
    completo todo lo demás, por maravillosamente
    contrapuntístico que sea el amor entre Lievin y Kiti.
    Natasha Rostova, por su parte, es un personaje sublime,
    angelical, un milagro único de la literatura mundial en
    cualquier lengua, un ser del que resulta imposible no sentirse
    atraído en lo más profundo y tenerla como modelo de
    honestidad y de limpieza de corazón. Anna Karenina es, de
    otro lado, un personaje femenino cautivador, quizás el
    más subyugante de toda la historia de la literatura, que
    embriaga al lector, que le absorbe por completo, con ese halo de
    distancia inigualablemente aristocrática, con esa
    elegancia del gran mundo, que también podría pasar
    por superficial, pero que es de una complejidad espiritual
    sencillamente abismal, que casi da miedo. Es un ser atormentado,
    de destino terriblemente trágico. Es muy posible que
    ningún escritor del mundo haya penetrado con mayor hondura
    en el alma femenina que Tolstoi en esa novela única, un
    producto espiritual que por su inaudita exploración
    psicológica sólo nos atreveríamos a comparar
    con la Betsabé de Rembrandt en el Louvre o con la
    Gertrud de la película de igual título de Carl
    Theodor Dreyer. En el mencionado estudio de Berdiaev, el gran
    pensador cristiano ruso afirma una verdad a medias, porque,
    queriendo ponderar por encima de cualquier otro escritor a
    Dostoyevski, precisamente por sus hondas preocupaciones
    religiosas y por su defensa de la libertad del individuo, y eso
    sin entrar en su intensísimo análisis
    psicológico de los personajes, valoración en la que
    coincido, es quizás un poco injusto con Tolstoi al
    calificarlo sólo de gran artista, del más
    brillante novelista de todos los tiempos, por la estructura y
    medida construcción de sus novelas, por su capacidad coral
    casi sobrehumana -como, en otro orden distinto, ocurre en la
    bóveda de la Capilla Sixtina-, por el fresco
    histórico tan certero que es capaz de trazar cuando se lo
    propone, pero para Berdiaev no pasa de ahí, es decir, no
    posee la elevación de Dostoyevski,
    atreviéndose incluso a insinuar que la religiosidad de
    Tolstoi tenía un punto de vanidad, de egocentrismo. Todo
    esto es una discusión de enorme altura, en la que han
    entrado con gran agudeza, además de Nicolás
    Berdiaev y de George Steiner, otros autores, entre los que
    destaca de manera especialísima el gran escritor ruso
    Dmitri Merejkovsky (1865-1941)[19]. Yo no voy
    aquí a entrar en ella, entre otras razones porque eso
    supondría escribir otro ensayo distinto, y, además,
    no me siento capacitado para ello, pero sí quiero decir
    que la sutileza psicológica del personaje femenino de Anna
    Karenina no creo que pueda encontrarse en ningún libro del
    mundo. Es muy grande también la religiosidad de Tolstoi,
    y, si no, que se lea su novela Resurrección,
    injustamente olvidada. Eso sí, es una religiosidad
    distinta, posiblemente más estética que
    espiritual, más ligada a la Naturaleza que a las
    erupciones volcánicas que, de vez en cuando, agitan
    violentamente el corazón humano.

    Pero es cierto que hay algo en Dostoyevski
    que lo hace un escritor incomparable, absolutamente único,
    y ello se debe en buena medida a la extrema tensión a la
    que somete a sus personajes, una tensión autodestructiva,
    o que llega al límite de las posibilidades de resistencia
    psíquica humana. En el caso de Aglaya Ivánovna y de
    Nastasia Filíppovna ha creado también dos
    arquetipos, en cierto modo las dos caras de una misma moneda, dos
    mujeres plenas de matices sutilísimos, casi
    inaprehensibles, como todo lo que de verdad concierne al
    corazón del hombre y a los recónditos intersticios
    de su alma. Aglaya es pura, honesta, inteligente, despierta,
    culta, incapaz de mentir, capaz de amar verdaderamente, pero
    también es orgullosa, quizás una pizca altiva, que
    no admite dudas ni titubeos en lo que atañe al amor.
    Algunos críticos y estudiosos, Edward Hallett Carr y
    Rafael Cansinos Asséns entre otros, han pensado que el
    escritor pudo inspirarse para dibujar sus rasgos en una persona
    real, en Anna Korvin-Krukovskaya, con quien Dostoyevski mantuvo
    una efímera relación en 1864, al poco de la muerte
    de su esposa María Dmítrievna, ocurrida,
    después de una larga y dolorosa agonía, el 15 de
    abril de ese año. A María Dmítrievna
    Isayevna Konstant (nacida en 1828) la había conocido el
    novelista en marzo de 1854 en Semipalatinsk (en
    Kazajstán), que es donde es confinado desde el día
    2 de ese mes, después de haber salido sobre el 16 de
    febrero del penal de Omsk (al SE de Siberia, a unos 2700 km de
    Moscú). Esposa de un alcohólico empedernido, Fiodor
    se enamora apasionadamente de ella, inician un idilio de perfiles
    románticos y se casa con ella en Kúsnetzk (o
    Kuznetsk, en el oblast de Penza, al oeste del río Volga)
    el 6 de febrero de 1857, estando ya viuda.

    En cuanto a Anna Vasilevna
    Korvin-Krukovskaya (1843-1887), era la hermana mayor de la
    destacada estudiosa rusa de las ciencias matemáticas
    Sofía Vasíliyevna Kovalévskaya, hijas ambas
    del general ruso Vasiliy Vasíliyevich Corvin-Krukovskiy,
    descendiente del rey Matías Corvino de Hungría,
    mientras que la madre de sendas hermanas provenía de una
    familia de científicos. Anna, de ideología
    socialista, terminó casándose con Charles Victor
    Jaclard, miembro ferviente de la I Internacional, tomando parte
    activa ambos esposos en los sucesos de la Comuna de París
    de la primavera de 1871. Desde luego, en la maravillosa Aglaya
    dostoyevskiana no hay ni un ápice de ideología
    socialista, que por el frecuente ateísmo de los
    partidarios de esa corriente de pensamiento político, era
    algo que rechazaba con toda la vehemencia de su alma el escritor
    (él sabe como nadie de los sólidos lazos que
    terminarán estableciéndose entre el nihilismo ruso
    y el socialismo, un socialismo que derivará, aunque eso ya
    no podrá él verlo, pero sí predecirlo, en
    bolchevismo), pero sí hay bastante en ella de esa
    independencia femenina, de esa inquebrantable autonomía
    como mujer, de esa inclinación decidida a la libertad de
    juicio y de criterio que podemos adivinar en la efímera y
    joven amante del escritor durante una de sus estancias en
    Alemania. Pero va a ser de nuevo Cansinos Asséns quien
    vuelva a acertar con inusual perspicacia al establecer un
    parecido entre Aglaya y la María evangélica. Lo
    curioso, sin embargo, es que no especifica de qué
    María del Evangelio se trata, aunque se sobreentiende
    quién es cuando afirma: «Aglaya podría ser
    una María evangélica, ávida de oír la
    palabra de verdad más bien que la de
    amor»[20]. Es decir, estaríamos ante
    un reflejo de María, la hermana de Marta y de
    Lázaro (Jn 11, 1-44), el amigo de Jesús, esa
    María que gusta de escucharlo absorta cuando Jesús
    acude a su casa de Betania, mientras que Marta prefiere
    permanecer ocupada en las tareas domésticas (Lc 10,
    38-42). Esa María de carácter íntimo,
    contemplativo y amoroso que también unge la cabeza y los
    pies de Jesús con un precioso ungüento de nardo en
    casa de Simón el leproso, seis días antes de la
    Pascua, atestiguando el propio Jesús que lo hizo con miras
    a su sepultura (Mt 26, 6-13 y Mc 14, 3-9). Esa misma María
    que Velázquez, todavía en su periodo de juventud en
    Sevilla, pintó en uno de sus más interesantes, y
    sujeto a diversas interpretaciones, bodegones «a lo
    divino», Cristo en casa de Marta, de hacia
    1618-1620, que se conserva en la National Gallery de
    Londres.

    En cuanto a Nastasia Filíppovna,
    varios estudiosos apuntan una leve inspiración, para la
    composición de este personaje clave de la novela, en Marfa
    [Marta] Brown, una mujer de vida disipada que mantuvo una corta y
    tormentosa relación con el escritor en 1865, casi un
    año después de la muerte de María
    Dmítrievna, cuando aún estaba cortejando a Anna
    Korvin-Krukóvskaya. El comienzo exacto de ese
    vínculo con Marfa Brown no lo sabemos, aunque sí
    sabemos con precisión que todavía no ha roto con
    Pólina [Apollinaria] Súslova[21]a la
    que probablemente habría conocido en septiembre de 1861,
    cuando ella era estudiante en la Universidad de San Petersburgo,
    pero con la que intimaría, según Hallett Carr,
    entre agosto de 1862 -de vuelta a San Petersburgo después
    de un viaje al extranjero en el que en julio, en Londres, ha
    visitado a Alexander Herzen- y 1863. La hermosa Pólina
    Súslova, una infidelidad conyugal del escritor, fue una de
    sus grandes pasiones amorosas, coincidiendo con su época
    de jugador empedernido, pero se trataba de una mujer destructiva,
    de un «despotismo» rayano en la
    «crueldad», según el propio novelista, que
    acabaría encarnándola en un importante personaje de
    igual nombre de su novela El jugador (Pólina
    Aleksándrovna). A mediados de agosto de 1865, en
    Wiesbaden, donde Dostoyevski lo ha perdido todo en la ruleta,
    Pólina lo abandona y la ruptura es ya prácticamente
    completa, aunque todavía pedirá él su mano
    en noviembre, en San Petersburgo, encontrando una rotunda
    negativa. Incluso después de casarse con Anna
    Grigórievna, todavía recibiría Dostoyevski
    cartas de la Súslova, pero la relación
    íntima, que quizás tampoco existiese ya durante el
    episodio de Wiesbaden, estaba desde aquella negativa
    definitivamente rota e imposible de recomponer.

    Mujer de origen humilde, Marfa Brown, por
    la época en que conoce a Dostoyevski, había
    mantenido ya relaciones íntimas con hombres de varias
    nacionalidades europeas, y, por entonces, estaba unida a un
    periodista bohemio y alcohólico. Al caer enferma, al poco
    tiempo de frecuentar al novelista, y ser ingresada en un
    hospital, hallándose abandonada de todos, Dostoyevski la
    visita, se apiada de ella e incluso le propone matrimonio, cosa
    imposible por ser ella mujer casada y no existir el divorcio en
    Rusia. Pero esta última pasión amorosa en la vida
    del escritor, antes de aparecer la maternal Anna
    Grigórievna, será, como acabamos de indicar, muy
    efímera.

    Aún más penetrante es la
    comparación, mantenida asimismo por varios estudiosos y
    sobre la que insiste especialmente Cansinos Asséns, de
    Nastasia Filíppovna con la María Magdalena
    evangélica[22]esa gran pecadora que se
    convierte en la más ferviente seguidora del Nazareno y que
    es el primer ser humano sobre la tierra a quien Cristo se aparece
    después de su Resurrección. Ya sólo indicar
    este paralelismo nos está advirtiendo de la extraordinaria
    complejidad de este personaje, que brota de lo más
    profundo del alma de Dostoyevski. Nastasia Filíppovna es,
    en primer término, una mujer de una «belleza
    cegadora» e «insoportable», como piensa para
    sí mismo Mischkin de su semblante cuando por segunda vez
    puede ver el mencionado retrato, donde se dibuja «algo
    así como orgullo y desdén ilimitados, y hasta
    odio… y, al mismo tiempo, algo de confiado, de
    prodigiosamente ingenuo; ese contraste inspiraba algo así
    como piedad al mirar aquel retrato. Aquella belleza cegadora
    resultaba también insoportable, aquella belleza de un
    rostro pálido, de mejillas un poco chupadas y ojos de
    fuego: ¡rara belleza!» (capítulo
    VII)[23], pero, ante todo, es una figura literaria
    embriagadora, y ello quizás esté íntimamente
    relacionado con su destino trágico, que ella no
    sólo intuye sino que lo sabe. Ella sabe
    que, antes o después, acabará matándola
    Parfén Rogochin, y, a pesar de esta certeza, en el
    instante en que parece haberse salvado, en el momento en que
    creemos que ha cortado definitivamente los lazos con su celoso
    amante, esto es, cuando va a entrar en la iglesia donde la espera
    el príncipe Mischkin para casarse con ella, Nastasia,
    inesperadamente, inexplicablemente, se va con ese espíritu
    atormentado y turbio que es Rogochin, siempre acechante, asimismo
    su maltratador, que le clavará a las pocas horas un
    puñal en el corazón. Pero, en el fondo, no resulta
    tan inexplicable esa reacción suya, pues ella, como
    decimos, sabe de su destino inexorablemente
    trágico, sabe que el príncipe, aunque es verdad que
    la ama y que ha decidido libremente casarse con ella, la ama con
    un casi inhumano sentimiento de piedad hacia ella, una
    piedad infinita, que traspasa las edades y los círculos
    del firmamento, y ella, Nastasia, además, que es una mujer
    culta e inteligente, que se siente pecadora, que se siente
    culpable por su relación con su protector Totskii y con
    otros hombres, no se ve digna del príncipe,
    aunque consienta en vivir con él durante algunas semanas,
    porque no quiere manchar la pureza de Mischkin, su limpieza de
    corazón. Pero ya veremos qué desbordante grandeza
    de corazón tiene esta Nastasia Filíppovna,
    cuán inmensa es su capacidad de amar, cuánta
    nobleza hay en su alma[24]y cómo, aunque
    Aglaya Ivánovna, en el único y formidable encuentro
    entre las dos rivales, la acuse de perdida, Nastasia,
    precisamente por ser una gran pecadora, como lo fue María
    de Mágdala[25]no puede ser una perdida para
    Dostoyevski, sino una mujer que será absolutamente
    redimida.

    La curiosidad intelectual y la amplia
    cultura de Nastasia Filíppovna queda patente cuando le
    reprocha a Parfén Rogochin su desconocimiento general,
    incluso el de la propia historia rusa, y por eso le presta un
    volumen de la Historia de Rusia de
    Soloviev[26]que Mischkin ve sobre una mesa cuando
    por primera vez entra en casa de Rogochin (2ª parte,
    capítulo III). Al lado del libro también se
    encontraba el puñal con el que Nastasia será
    asesinada, «un puñalito […] con mango de asta de
    ciervo», en el que repara sin querer Mischkin, que lo coge
    distraído, pero que Rogochin le quita de las manos,
    guardándolo, momento en el que el príncipe hace la
    observación de que acaba de darse cuenta de lo nuevo que
    está, observación que exaspera a Rogochin, cuya
    irritación repentina estremece simultáneamente a
    Mischkin, que lo ha comprendido todo. Esta comprensión se
    desprende de sus palabras unas pocas páginas antes, a modo
    de estremecedora intuición: «¿Es aquí
    donde piensas celebrar la boda?». La boda, es
    decir, la consumación de su terrible
    acción.

    Huérfana desde los siete
    años, Nastasia Filíppovna es recogida por Afanasii
    Ivánovich Totskii, un hombre extraordinariamente rico, de
    55 años cuando transcurren los acontecimientos que se
    narran en la novela, que dirigirá su educación y la
    visitará con regularidad, pero que cuando ella cumple 20
    años y se produce un cambio radical en su carácter,
    se traslada a vivir con él a San Petersburgo,
    convirtiéndose en su amante. Esa larguísima primera
    jornada de la novela, es, asimismo, el día en que Nastasia
    cumple 25 años, y para por la noche está acordada
    una reunión en la lujosa casa que le ha puesto en la
    ciudad Totskii, a la que está previsto que acuda el
    general Yepanchin, y en la que se supone se habrá de
    formalizar la relación entre Nastasia y Gavrila
    Ardaliónovich. Pero antes de esa turbulenta y accidentada
    reunión, en la que tantas cosas inesperadas acontecen,
    deben suceder muchas otras de capital importancia que nos
    irán perfilando el carácter del príncipe y
    de los otros personajes principales de la historia.

    En aquella hermosísima
    disertación sobre el arte de la caligrafía, que tan
    pasmado deja al general Yepanchin, escribe primero Mischkin sobre
    «una gruesa hoja de papel vitela, con caracteres rusos
    medievales, la frase siguiente: "El humilde
    igúmeno[27]Parnutti firmó por su
    mano"». Después de pedirle al general una
    edición de Pagodin[28]que aquél
    parece que no posee, transcribe del francés al ruso otra
    frase, pero esta vez no en caracteres del siglo XIV, sino en
    caracteres de amanuenses militares: «El fervor todo lo
    vence».

    Antes de aquel primer encuentro de Mischkin
    con las Yepánchinas, el narrador cuenta con todo tipo de
    pormenores la historia de Nastasia, y ahí se nos aclara
    que no estimaba «nada en el mundo, y menos que a nada, a
    sí misma» (sentimiento de culpa que acabamos de
    mencionar), mientras que en el siguiente párrafo el
    narrador habla de sus ojos, de lo que Totskii adivinaba en ellos:
    «parecíale como si presintiese en ellos una profunda
    y misteriosa niebla. Aquellos ojos miraban cual si propusieran un
    enigma». Este mismo enigma es el que advertirá al
    instante el príncipe al contemplar su retrato. Algunas
    páginas más adelante, también advierte el
    narrador: «Nastasia Filíppovna no tenía nada
    de venal». Por supuesto; lo demostrará con creces,
    hasta con su propia vida.

    En el capítulo V se produce ese
    primer encuentro del príncipe con las Yepánchinas,
    pero antes el general prefiere «preparar» a su
    esposa, y, maquinalmente, le dice, para que sea amable con
    él, que «el pobre no tiene donde reclinar la
    cabeza». Claro está que tampoco esa
    expresión, aunque parezca maquinal, es casual, sino de
    honda raíz evangélica[29]

    Antes de aquella extensa y morbosa
    reflexión sobre el sentimiento del reo ante la inminente
    muerte física, hace el príncipe, delante de sus
    cuatro oyentes femeninas, un primer intento, de precisión
    clínica, de descripción de su enfermedad,
    enfatizando que cuando «se me repetían los ataques
    varias veces seguidas, caía en un completo estupor,
    perdía por entero la memoria, y aunque mi razón
    seguía trabajando, no lograba coordinar lógicamente
    las ideas». Les habla de su «cariño» por
    los asnos y de la «simpatía» que le inspiran,
    de su «felicidad» entre las montañas de Suiza
    -«¿Sabe usted ser feliz?», le interroga entre
    sorprendida y gratamente admirada Aglaya-, y, ya en el siguiente
    capítulo, de su amor por los niños, de cómo
    le agrada rodearse de ellos -pues ellos también,
    allí en Suiza, «se apiñaban en torno
    mío»-, escucharlos, decírselo todo, sin
    secretos, porque «al niño se le puede decir
    todo», a los niños «no se les debe ocultar
    nada», son como «avecillas» y «nos curan
    el alma». Repárese en las referencias
    evangélicas: el asno, que tan pacientemente sufre todo
    tipo de cargas, y que fue el animal escogido por Jesús
    para entrar en Jerusalén poco antes del comienzo de su
    Pasión; los niños comparados con las avecillas,
    como cuando Jesús les dice a quienes le escuchan
    después del Sermón de la Montaña:
    «Mirad las aves del cielo; no siembran, ni cosechan, ni
    recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las
    alimenta» (Mt 6, 26); pero, sobre todo, el gustar rodearse
    de esas inocentes e indefensas criaturas, a las que Jesús
    se refiere en un pasaje muy conocido: «Dejad que los
    niños vengan a mí, no se lo impidáis, porque
    de los que son como éstos es el Reino de Dios» (Mc
    10, 14)[30].

    Asimismo, como será cada vez
    más frecuente en Dostoyevski, insertará el
    príncipe un triste relato, una historia acaecida mientras
    él se encontraba recuperándose en Suiza, cuya
    protagonista, la joven Mary, es una muchacha desgraciada y pobre,
    de la que todos se mofan, una actitud que él
    logrará cambiar en los niños del lugar, a pesar de
    la desconfianza que ese trato tierno y lleno de piedad produce en
    los aldeanos. Este recurso de la narración dentro de la
    narración, procede, naturalmente, del Quijote
    cervantino, un recurso de raíz manierista pero sobre todo
    barroca que Dostoyevski volverá a emplear,
    ampliándolo considerablemente, en El adolescente
    -nos referimos a la historia que cuenta el anciano Makar
    Ivánovich Dolgorukii poco antes de morir-, y, de modo muy
    especial, en Los hermanos Karamazov, publicada en 1879,
    donde -hablamos de la «Leyenda del gran inquisidor»-
    ya no será sólo un recurso complementario o
    aclaratorio de la narración principal o del perfil
    psicológico y espiritual del protagonista, sino que se
    convertirá en un recurso decisivo, capital, para
    comprender el sentido último de toda la obra. En esa
    triste historia menciona por vez primera el príncipe el
    nombre del pintor renacentista alemán Hans Holbein el
    Joven
    , a propósito de una copia del Museo de Dresde
    de una bellísima Virgen conocida como Meyer
    Madonna
    , cuyo original se halla en Darmstadt y que se
    remonta a 1526-28.

    Partes: 1, 2, 3, 4

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