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El regreso del hijo pródigo



Partes: 1, 2

  1. Parte
    I
  2. Parte
    II
  3. Parte
    III
  4. Parte
    IV
  5. Parte
    V

PARTE
I

En el año 1998 llegó a mis manos un libro
titulado: El Regreso del Hijo Pródigo, de un sacerdote
católico llamado Henri J.M. Nouwen.

Por aquella época, yo estaba comenzando a dar
conferencias públicas en diversos centros espíritas
y leer el libro y pensar en una conferencia basada en él
fue todo uno. Esta idea me acompañó durante
algún tiempo. Pero había un problema: Una
conferencia sobre ese libro necesitaba, forzosamente, la
proyección de imágenes con la que seguir la
conferencia, por lo que el tiempo pasó y fui poco a poco
olvidando la idea.

El libro está basado en un cuadro del
célebre pintor holandés Rembrandt, con el mismo
título que el libro. El autor cuenta su experiencia al
observar ese cuadro y las profundas reflexiones éticas y
teológicas que la obra despertó en
él.

Lógicamente, desde mi visión
espírita no concordaba con algunas de las propuestas del
libro, como por ejemplo la virtud en el hombre como resultado de
la gracia, algo que contradice la propuesta espírita, que
la presenta como consecuencia de una adquisición propia
por medio del trabajo y la auto-reforma, pero sin lugar a dudas,
en un contexto general, el libro me inspiró para elaborar
este artículo, que es simplemente la antesala de una
posterior conferencia.

Para escribir el artículo me voy a basar en el
libro. Seguiré los razonamientos del autor, pero les
aplicaré una interpretación espírita, por lo
que este artículo no será un resumen del libro ni
estará fundamentalmente basado en las ideas de
él.

El planteamiento de los diferentes puntos tendrá
una visión espírita que en muchas ocasiones
será completamente distinta a las que llega el autor
original de la obra. Tampoco intentaré mantener una
actitud dialéctica en relación a sus ideas, puesto
que no es objetivo de este trabajo valorar el libro, sino como
dije, basarme en él para hacer algo completamente
distinto. Digo esto por hacer honor a la realidad y no atribuirme
la idea de realizar una interpretación del cuadro de
Rembrandt.

Pues dicho esto, pasamos al núcleo del
trabajo.

El cuadro de Rembrandt representa una de las
parábolas de Jesús, inserta en el Evangelio
de San Lucas, Capítulo 15, versículos
del 11 al 32 y dice lo siguiente:

Dijo además: —Un hombre
tenía dos hijos.

El menor de ellos dijo a su padre:
"Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde." Y
él les repartió los bienes.

No muchos días después,
habiendo juntado todo, el hijo menor se fue a una región
lejana, y allí desperdició sus bienes viviendo
perdidamente.

Cuando lo hubo malgastado todo, vino
una gran hambre en aquella región, y él
comenzó a pasar necesidad.

Entonces fue y se allegó a uno
de los ciudadanos de aquella región, el cual le
envió a su campo para apacentar los
cerdos.

Y él deseaba saciarse con las algarrobas que
comían los cerdos, y nadie se las daba.

Entonces volviendo en sí, dijo:
"¡Cuántos jornaleros en la casa de mi padre
tienen
abundancia de pan, y yo aquí
perezco de hambre!

Me levantaré, iré a mi
padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y ante
ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de
tus jornaleros."

Se levantó y fue a su padre.
Cuando todavía estaba lejos, su padre le vio y tuvo
compasión. Corrió y se echó sobre su cuello,
y le besó.

El hijo le dijo: "Padre, he pecado contra el cielo y
ante ti, y ya no soy digno de ser
llamado
tu hijo."

Pero su padre dijo a sus siervos: "Sacad de
inmediato el mejor vestido y vestidle, y

poned un anillo en su mano y calzado en sus
pies.

Traed el ternero engordado y matadlo. Comamos y
regocijémonos, porque este mi hijo estaba muerto y ha
vuelto a vivir; estaba perdido y ha sido hallado." Y comenzaron a
regocijarse.

Su hijo mayor estaba en el campo.
Cuando vino, se acercó a la casa y oyó la
música y las danzas.

Después de llamar a uno de los criados, le
preguntó qué era aquello.

Este le dijo: "Tu hermano ha venido, y
tu padre ha mandado matar el ternero engordado, por haberle
recibido sano y salvo."

Entonces él se enojó y no
quería entrar. Salió, pues, su padre y le rogaba
que entrase.

Pero respondiendo él dijo a su padre: "He
aquí, tantos años te sirvo, y jamás he
desobedecido tu mandamiento; y nunca me has dado un cabrito para
regocijarme con mis amigos.

Pero cuando vino éste tu hijo, que ha
consumido tus bienes con prostitutas, has

matado para él el ternero
engordado."

Entonces su padre le dijo: "Hijo, tú siempre
estás conmigo, y todas mis cosas son

tuyas.

Pero era necesario alegrarnos y
regocijarnos, porque este tu hermano estaba muerto y ha vuelto a
vivir; estaba perdido y ha sido hallado."

Veamos el cuadro en
cuestión:

Monografias.com

La primera reflexión que hace el libro del
cuadro, está relacionada con la
iluminación.

Si observamos atentamente, percibimos con claridad que
el núcleo central del cuadro es la figura del padre
recibiendo al hijo que se marchó. En el cuadro, el artista
ilumina intensamente esa escena, mientras que el resto de
personas que aparecen permanecen en la sombra. Hay, efectivamente
una persona que también está iluminada, que es el
hermano mayor, que mira desde la distancia al padre y a su
hermano.

La propia iluminación de los principales
personajes donde se desarrolla la escena, nos invita a la
acción. En la vida, generalmente, nos encontramos delante
de múltiples circuns- tancias que nos invitan a la
acción, a tomar parte, pero en muchas ocasiones nos
quedamos mirando, como simples espectadores, como si la cosa no
fuera con nosotros.

Esto es muy común cuando abordamos el tema de las
cuestiones espirituales, que hacen parte de nuestra propia
realización. Todos nosotros, que hemos admitido y
comprendido la doctrina espírita, sabemos que ella nos
hace una invitación, en primer lugar, a la reforma
íntima. Nos explica que la vida actual es una valiosa
oportunidad de aprendizaje y progreso, que en ella encontramos
los recursos necesarios y propios para nuestro progreso moral y
espiritual, pero que eso no implica que no sea necesario el
trabajo, la lucha y el esfuerzo por superarnos. Es más,
los recursos que la vida nos pone delante nos enseñan que
solo aprovechándolos con coraje y decisión
creceremos en nuestras vidas.

Pero muchas veces pasamos como simples
espectadores.

Dentro del papel de espectador, existen diversas razones
en la psicología del ser humano que lo llevan a no
comprometerse. Una de ellas es el miedo.

Un compromiso, ya sea a nivel espiritual o material,
implica una dedicación y un trabajo, que por supuesto
conlleva un gasto de energía y tiempo. Para muchas
personas compromiso equivale a pérdida de
libertad.

Pero, ¿qué es la libertad? ¿No es
acaso la capacidad de poder decidir libre y voluntariamente
qué es lo que quiero hacer? Si esto es así,
comprometernos libre y voluntariamente a algo no implica en
ningún momento pérdida de libertad, sino todo lo
contrario. Es gracias a nuestra libertad para elegir que tomamos
una decisión que creemos es positiva para nosotros, y
planificamos nuestra forma actuar para llegar a los objetivos que
nos hemos marcado. Esta es la visión de la libertad basada
en la toma de conciencia.

Cuando por no perder la libertad, nos dejamos arrastras
por las circunstancias y somos constantes espectadores, no
estamos siendo realmente libres, ya que quizás sabemos o
queremos hacer algo pero realmente no lo hacemos, ya sea por
comodidad, miedo, falta de fuerza de voluntad…

Otra característica que nos lleva a la
inacción es la indiferencia. En un mundo donde lo que
prima son los valores materialistas, todo lo que no se la lucha
por el tener pasa a un segundo plano, y esto en el mejor de los
casos, ya que a veces ni siquiera se tiene en cuenta.

Siempre hemos defendido que la mayor y mejor labor que
puede el espiritismo ofrecer al ser humano es la educación
que brinda. Gracias al espiritismo tomamos conciencia del ser
inmortal que somos, de que la finalidad de la vida no es
simplemente gozar, pasarlo bien, tener muchas cosas. El
espiritismo no nos dice, sino que nos demuestra nuestra
naturaleza espiritual y nos alerta en cuanto a la necesidad de
una vivencia ético-moral para equilibrar nuestro
comportamiento con la finalidad de nuestra vida, única
forma de alcanzar la felicidad.

Por último, se podrá considerar que
está la actitud de tomar parte en el proceso, pero con una
postura de crítica constante.

Es, sin lugar a dudas, una postura comodista, que nos
lleva al autoengaño, ya que interiormente nos lleva a
pensar que estamos comprometidos, que nuestra acción es
concreta, y que tenemos el deber "moral" de apuntar lo que no
está correcto en la forma de caminar de los
demás.

Es otra forma de ser espectadores, aunque en este caso,
no espectadores pasivos, pero al fin y al cabo espectadores, ya
que no crecemos, no nos realizamos, pues estamos tan inmersos en
lo mal que lo hacen los demás, que descuidamos nuestro
propio crecimiento.

Ante esto se nos puede objetar: -Entonces,
¿debemos acatar lo que hacen los demás sin usar una
actitud de análisis crítico y racional? -Obviamente
esto estaría en contra de la propuesta espírita, y
no nos podemos referir a esto. Lo que decimos, es que hay que
tener mucho cuidado a la hora de usar ese derecho que todo
tenemos, porque muchas veces en estas acciones lo último
que hay presente es la crítica constructiva e imparcial.
En la mayoría de los casos la presencia de nuestro ego, la
actitud infantil de pensar que tenemos un criterio mejor que el
resto para evaluar, y la parcialidad desmedida están
presentes, y una prueba es que cuando caemos en esto, por lo
general, todo lo que vemos en el otro nos parece mal, sin tener
la capacidad de ver que quizás lo que no haga bien sea una
sola cosa, mientras en otras está actuando
correctamente.

Frete a estas cuestiones, solo nos resta preguntarnos:
¿Dónde queremos estar? ¿Somos observadores
perennes o los personajes principales del cuadro?

PARTE
II

Una vez analizado, bajo un contexto espírita, los
diferentes mecanismos psicológicos que nos llevan a una
actitud de espectadores, es decir, a una actitud pasiva delante
de nuestra realización espiritual, pasaremos al
análisis de la parábola y de cómo Rembrandt
la interpretó en su genial obra.

Basándome en un razonamiento del autor del libro
sobre el cual baso este artículo, comprobamos que el
título. "El regreso del hijo pródigo" lleva
implícito la marcha. Solo se puede regresar cuando nos
hemos ido. Este concepto es muy interesante, y aunque obvio,
implica una reflexión profunda dentro del contexto
espírita.

Como la propuesta de la parábola es el abandono y
posterior regreso del hombre con respecto a Dios, cabe la
pregunta: ¿Hemos abandonado a Dios? ¿Qué
significa, desde la visión espírita el abandonar a
Dios? Si hemos abandonado a Dios, ¿cabe pensar que en
algún momento estuvimos con él? Y si es así,
¿no implica esto un proceso de involución, algo
contrario a la propuesta espírita de que el progreso se
realiza siempre hacia adelante?

Para responder satisfactoriamente a todas estas
preguntas, se hace necesario hacer un breve repaso de la
visión espírita en cuanto al destino y la finalidad
del ser humano.

Considerando nuestra naturaleza espiritual como la
realidad de lo que somos, y siendo el cuerpo simplemente un
instrumento de manifestación del espíritu, sabemos,
gracias a las manifestaciones de los espíritus y nuestro
análisis lógico-racional, que Dios no pudo crear al
espíritu hecho. Si así fuera, sería
imposible comprender cómo Dios pudo crearnos con tantas
diferencias intelectuales y morales. La existencia de un Chico
Xavier, una Madre Teresa, un Martin Luter King, junto con
dictadores, criminales, y personas de las más bajas
cualidades implicaría que Dios sería totalmente
parcial e injusto, dotando a unos de nobles cualidades mientras
que a otros los condena con las más bajas pasiones. La
propuesta espírita es de igualdad. Dios nos ha creado a
todos iguales, partiendo desde cero. Es gracias a nuestro trabajo
en las múltiples reencarnaciones, que vamos adquiriendo
las cualidades de las que somos portadores. Por lo tanto, la
única diferencia entre esos espíritus y nosotros es
el haber aprovechado mejor o peor las oportunidades que la vida
nos ha otorgado, o bien que la "edad" de nuestros
espíritus sea distinta. (Entiéndase edad no en un
contexto de años como lo podemos entender aquí en
la tierra. La visión espírita es que Dios, siendo
eterno, desde siempre ha creado espíritus, proceso que
continúa en la actualidad. De esta forma, hay
espíritus que comenzaron su evolución hace mucho y
han adquirido ya un progreso, mientras que otros estamos ahora
comenzando).

Ahora bien, si comenzamos nuestro desarrollo espiritual
desde cero, -para emplear el lenguaje que los espíritus
utilizaron- sencillos e ignorantes, ¿Cómo saber
diferenciar el bien del mal?

¿Cómo no perdernos en este
proceso?

En la pregunta 621 del libro de los espíritus,
Kardec indaga al mundo espiritual:

-¿Dónde está
escrita la ley de Dios?

-En la conciencia.

De esta respuesta podemos deducir que si es verdad que
Dios nos ha creado a todos sencillos e ignorantes, también
es verdad que nos ha otorgado un atributo que nos va a permitir
conducirnos por el camino del progreso. Este es la Conciencia.
Todos tenemos conciencia, todos en algún momento de
nuestra vida tenemos ese minuto de reflexión en el que nos
preguntamos: -¿Esta forma de actuar, será la
correcta? Es gracias a la conciencia que desarrollamos el sentido
de la empatía, y nos ponemos en el lugar del
otro.

Pero en el proceso de la evolución, muchas veces
hacemos oídos sordos a la conciencia, no la escuchamos.
Este es el abandono de que nos habla Jesús. No es un
abandono literal, en el que nosotros estábamos con Dios y
decidimos dejarlo. El abandono a que hace referencia Jesús
en su parábola es un abandono psicológico, cuando
dejamos de oír la voz interior que nos indica el camino
correcto y nos perdemos en el mar de las pasiones, los vicios,
los sentimientos negativos.

Cuando erigimos el egoísmo como baluarte de
nuestras vidas y pasamos a considerarnos como el eje central del
mundo.

Este abandono implica la ruptura interior entre nuestro
potencial espiritual y nuestro deseo, y supone un momento grave
en nuestro proceso de evolución. Este proceso
podría evitarse en parte si supiéramos escuchar
nuestra conciencia, pero si así no lo hacemos, entramos a
vivir experiencias perturbadoras, en las que por medio del error,
y el sufrimiento consecuente de él, vamos aprendiendo
lentamente la diferencia del bien y del mal, ya que no seguimos a
nuestra propia conciencia que nos guía en ese
proceso.

El cuadro pintado por Jesús en la parábola
es mucho más fuerte de lo que podemos imaginar. Para eso
es necesario adentrarnos en la cultura de Palestina en la
época en la que Jesús habla. En esa época,
con un sentimiento totalmente patriarcal, que un hijo se
atreviera a pedir a su padre que repartiera sus bienes y le diera
la parte que le tocaba, implicaba uno de los más graves
errores que alguien pudiera cometer. El padre, en aquella
época y cultura, tenía plena y absoluta autoridad
sobre sus hijos, que tenían la obligación total de
obedecerle y respetarle, acatando siempre sin réplica ni
posibilidad de crítica todos sus actos y decisiones. Pedir
a tu padre que te repartiera sus bienes y te diera su parte,
implica una ruptura total hacia él, que en aquella
época ningún padre hubiera tolerado.

Henri J.M. Nouwen, al hacer un estudio de esta
situación, entrevistó a expertos en la cultura
Palestina de la época de Jesús y todos le
contestaron lo mismo: ."Es algo imposible que sucediera". Ante su
insistencia: -¿Y si hubiera sucedido? -Todos contestaban
de la misma forma:

-"No es posible, ningún hijo pediría nunca
eso a su padre. El padre hubiera matado al hijo."

Al ver la parábola desde esta posición,
entendemos mucho mejor la imagen que Jesús quería
crear en sus seguidores. Estaba hablando de algo grave y
profundamente serio, cuyas consecuencias serían
desastrosas.

-¿Que hace el hijo cuando se marcha?
-Jesús es claro: -Juntó todos sus bienes, se fue a
una región lejana, y allí vivió
perdidamente.

Es decir, se marchó a una región lejana.
Esta marcha implica el abandono psicológico de que
hablamos anteriormente. Abandonamos la voz interior de nuestra
conciencia, dejamos de oírla, y comenzamos a vivir
perdidamente.

El concepto de vivir perdidamente no tiene, para el
espiritismo, las implicaciones religiosas del pecado y el
castigo. Es más bien una ley de acción y
reacción. Como la vida está basada en el
equilibrio, toda ruptura de ese equilibrio tiene unas
consecuencias. Si lo analizamos materialmente así sucede.
Nuestro cuerpo físico necesita de una serie de elementos
para la vida. Uno de ellos es la alimentación. Si comemos
menos de lo que necesitamos, el cuerpo enferma, si comemos
más de lo que necesitamos, el cuerpo enferma. Como
espíritus estamos sujetos a la misma ley. Por lo tanto, si
en nuestra marcha evolutiva elegimos un elemento que nos impide
la realización de nuestro crecimiento, como consecuencia
de eso surge el sufrimiento como elemento equilibrante, ya que
nos indica que eso que hicimos no es lo correcto delante de la
vida. De esta forma aprendemos.

Si observamos atentamente la parábola,
comprobamos como Jesús plasma perfectamente ese concepto
cuando afirma que una vez que había gastado todo, vino una
época de hambre. Eso es precisamente lo que sucede cuando
nos entregamos a las pasiones, a los vicios, a las
manifestaciones del egoísmo y el orgullo, llega un momento
que esa vida termina. Ya sea por enfermedad, por vacío
personal, por luchas acerbas contra otras personas, por abandono
de nuestro seres queridos, vejez, etc., lo que era una forma de
vida y nuestra identidad pasó, y como no edificamos
más que en todos esos placeres y goces, y ahora ya no los
tenemos, surge el hambre y la miseria moral, y es ahí,
como nos volvemos a acordar de nuestra casa, de nuestro
padre, es decir, cuando nuestra conciencia vuelve a
nosotros y empezamos de nuevo a escucharla. El retorno del hijo
pródigo comienza.

Rembrandt supo expresar esto en el cuadro que
pintó. Si observamos la figura del hijo, y la comparamos
con la del padre y la del hermano, vemos la enorme diferencia
entre ellos. Mientras el padre está vestido con majestad,
el hijo que retorna está vestido con harapos. Su cabeza
está rapada y sus pies llenos de heridas y descalzos. Es
la consecuencia del abandono, pero lo más importante de
todo, es que en medio de su miseria tiene un gesto noble, se
arrodilla ante el padre y agacha su cabeza. En la siguiente parte
reflexionaremos en cuanto a la importancia del
regreso.

PARTE
III

Como describimos en la parte anterior, el hijo menor
regresa totalmente abatido. En el cuadro Rembrandt lo pinta
vestido con harapos, con la cabeza afeitada y con los pies
doloridos y semidescalzos. Pero también
comentábamos el hecho de que se encontrara arrodillado
delante de su padre en un gesto de arrepentimiento. Pero,
¿cómo llega a arrodillarse el mismo hijo que en
otro tiempo tuvo el coraje de pedir al padre que repartiera sus
bienes y le diera su parte? Este camino del regreso es sumamente
importante, porque de una forma u otra, todos nos encontramos
transitando por él. Veamos pues algunos detalles de ese
camino.

El primer paso es el de la concienciación.
Debemos concienciarnos de nuestra situación actual para
poder caminar a otra superior. En términos
psicológicos podríamos definir este paso como el
del autoconocimiento.

Pero ese autoconocimiento es un proceso muy largo, y la
propia necesidad de autoconocerse implica el haber adquirido la
conciencia de que nuestra situación no es la mejor para
nosotros. Por eso, ese autoconocimiento no es pleno aún.
En el primer proceso de concienciación, lo que percibimos
es que hay algo en nosotros que no está bien, valoramos
nuestras acciones y las consecuencias de ellas y percibimos que
efectivamente nos equivocamos, tomamos elecciones
incorrectas.

Viene el momento de lamentar las decisiones tomadas.
Incluso podemos caer en un mecanismo infantil de auto-fuga de
esas decisiones: -Si pudiera dar marcha atrás no me
equivocaría
. -Pero afortunadamente no podemos dar
marcha atrás. ¿Afortunadamente? Si,
afortunadamente. El dar marcha atrás implicaría
borrar lo que hicimos y eso anularía la responsabilidad.
Es gracias a que hay unas consecuencias de nuestros actos que
aprendemos realmente de ellos. Por lo tanto, de nada vale
quejarnos de las decisiones tomadas, ellas están
ahí y son inamovibles. Pero las consecuencias no lo son,
todos podemos con nuestro comportamiento modificar y cambiar esas
consecuencias, y si no de forma inmediata, al menos si podemos
paliar sus efectos y lo que es más importante, aprender de
ellas.

Una segunda postura delante de nuestros errores pasados
es el remordimiento. Cuando realmente tomamos conciencia de que
no hay marcha atrás, comienza en nosotros un mecanismo
psicológico que nos produce malestar, es el
arrepentimiento de aquello que hicimos. Arrepentirse es lamentar
haberlo hecho, y como lamentamos algo sufrimos por ello. Este
proceso es doloroso pero necesario, ya que es la consecuencia de
haber tomado conciencia de nuestros errores.

Pero si es cierto que este proceso es necesario, si su
duración o intensidad superan unos límites se
convierte en algo perjudicial para nosotros. Por lo tanto,
delante de un pasado conflictivo nos quedan dos opciones:
1ª- Lamentarnos de lo que hicimos indefinidamente, o
2ª- Trabajar en nuestro interior para no volver a cometer
los mismos errores. Antes estas dos opciones es innecesario decir
cuál es la más saludable.

Posteriormente surge otro desafío. Generalmente
en nuestro comportamiento egoísta delante de la vida,
vamos perjudicando a otras personas, creando situaciones
difíciles de solucionar, generando desolación y
conflictos que, como la vida es sabia, están ahí
aguardándonos puesto que son nuestra propia siembra. Surge
la necesidad de reparar todo lo que se ha hecho mal.

El proceso evolutivo, tal y como lo propone el
espiritismo mediante la reencarnación, nos va situando
constantemente delante de lo que nosotros hemos hecho. No es un
proceso de castigo y recompensa, sino de siembra y cosecha. Es
pues necesario aprender a aceptar aquello que vamos recogiendo
con dignidad, sin quejas continuas e innecesarias, ya que no cabe
la queja cuando lo que se tiene es lo que se dio. Por lo tanto,
en ese camino de vuelta al padre que pinta Jesús, se hace
necesario recorrer nuestros pasos en sentido inverso, y devolver
a la vida en buenas obras lo que le quitamos con malas acciones,
solo así podremos reintegrarnos en él, es decir,
ajustar nuestra psicología a lo que nuestra conciencia nos
dicta sin remordimientos ni conflictos internos.

Pero este camino no es solo exterior, es además
un camino interior de superación constante. Es ahí
donde al autoconocimiento de que hablábamos al principio
se va acentuando cada vez más en nosotros, y poco a poco
vamos descubriendo qué cosas hay en nosotros que limar y
depurar y que cosas hay que potenciar. Todos tenemos cosas
buenas, pero también todos tenemos cosas que no lo son. El
desafío es ese, potenciar unas y superar las
otras.

Para esto, es imprescindible la humildad. Solo siendo
humilde nos damos cuenta de lo que realmente somos. Desde una
posición orgullosa no podemos ver esa parte negativa de
nosotros.

¿Cómo ver lo que no es correcto en uno si
no creemos que haya algo incorrecto en nosotros? Es como intentar
buscar algo donde no está simplemente porque ahí
hay unas condiciones que nos agradan más para realizar la
búsqueda. Es lo que Rembrandt captó tan bien de la
parábola y plasmó en el cuadro. El hijo está
arrodillado delante del padre, acomodando su cabeza en su regazo.
Es la expresión de la humildad que reconoce la propia
pequeñez, que acepta el perdón. Aceptar el
perdón es mucho más difícil que ofrecerlo.
Saber ser perdonado y aceptar el perdón implica reconocer
en toda su magnitud el error cometido y tener una
predisposición al cambio.

La parábola de Jesús expresa así el
profundo camino de retorno a Dios, es decir, el proceso de
emanciparnos de los procesos egoístas y encauzarnos en las
líneas de un comportamiento ético y moral, donde el
bien colectivo sea nuestra meta, sin descuidar, eso si, nuestra
propia vida. Expresa el proceso evolutivo del espíritu
desde su libertad de acción, por intermedio de la cual
podemos elegir libremente ignorar nuestra conciencia, pero nos
habla de las consecuencias de ese acto y de la necesidad de
nuestro trabajo por volver al camino correcto. Una verdadera obra
maestra dentro de su sencillez.

En la siguiente parte veremos la figura del hijo
mayor.

PARTE
IV

Observando atentamente la parábola, y
también el cuadro de Rembrandt, vemos que hay una figura
importante que debe ser tenida en cuenta. Se trata del hijo
mayor.

Si bien es verdad que los personajes principales del
relato de Jesús son el padre y el hijo ingrato y rebelde,
también es cierto que Jesús no desaprovecha la
ocasión de dar una magistral lección en
relación a la psicología del ser humano. Analizando
de forma pausada y tranquila sus parábolas y
enseñanzas, entendemos la profunda sabiduría que
encierran, y no tenemos más que admirar esas lecciones que
conservan el mismo frescor y actualidad en los días
presentes que cuando fueron dichas. Me atrevería a decir,
que con el paso del tiempo han ganado, ya que tenemos la
posibilidad de comprenderlas en su profundidad y sabiduría
plenas.

Rembrandt también supo ver esto en la
parábola, y si observamos el cuadro, la imagen central no
se encuentra en el centro, sino hacia la izquierda. A la derecha,
de pie, mirando a su padre y hermano, está el hijo mayor.
Es de notar que el hijo mayor no se acerca a la escena donde
está transcurriendo la acción, mantiene una
distancia. El padre se agacha para recibir al hijo arrodillado,
pero el hermano mayor permanece de pie, solemne, mirando la
escena pero sin participar de ella. (Ver aquí el
cuadro)

Recordemos que el hijo mayor, en la parábola
representa al hijo bueno, aquel que ha sabido obedecer al padre y
ha cumplido siempre con sus deberes. Si todos, mediante la ley de
la reencarnación, hemos sido hijos pequeños, que
hemos abandonado a nuestro padre para adentrarnos en vivencias
perturbadoras, -psicológicamente entendido- no es menos
verdad que todos también podemos identificarnos en el hijo
mayor, que ha respetado correctamente las normas establecidas, ha
cumplido con su deber como ciudadano, como hijo, como trabajador,
como padre… Pero, ¿qué hace el hijo mayor cuando
recibe la noticia de que su hermano ha vuelto y su padre ha hecho
celebrar una fiesta?

En la parábola Jesús ha pintado a la
perfección el interior del alma humana. Todos nosotros
tenemos esa dualidad, lo que hacemos por fuera y lo que vivimos
interiormente. El hijo mayor representa al ser humano correcto,
que cumple con su deber, pero lo hace más por una
obligación y por el deseo de agradar que por el valor del
deber mismo. Por eso, cuando su hermano es acogido por su padre,
Él se queja, se revela ante el padre que atiende al
hermano y no se fija en él.

El hermano mayor no valoraba que el tener trabajo en
casa de su padre, participar de su mesa diariamente, haber
honrado su apellido, eran ya una recompensa mucho mayor que
cualquier otra. Es decir, el bien lleva implícito en
sí mismo la recompensa, pues nos hace mejores, nos
engrandece delante de la vida y nos permite crecer
espiritualmente. Si hacemos el bien esperando una recompensa
externa, el bien no nos importa, lo que nos importa es lo que nos
puede reportar ese comportamiento. Esto es lo que quiere dejar
Jesús claro en su parábola, que debemos amar el
buen proceder por él mismo y no por las consecuencias
favorables que puede tener para nosotros. De esta forma, cuando
el hermano mayor se queja, demuestra que para él su
obediencia y buen proceder habían sido siempre una
carga.

Viendo esta enseñanza de Jesús, ¿no
nos sentimos identificados con ese hijo mayor? -En innumerables
ocasiones, al menos en mi caso, me siento identificado con
él. Si he tenido algún comportamiento correcto
hacia alguien y observo que no se me retribuye de la misma forma,
generalmente me revelo, lo veo como una injusticia y se genera en
mi un sentimiento de recelo. Esto me hace ser crítico con
el comportamiento de los demás, fijarme en sus defectos y
de esta forma me alejo de la finalidad real de mi existencia, que
no deja de ser el adquirir aquellas cualidades que me faltan o
que aún no están lo suficientemente desarrolladas,
y a la vez, desterrando aquello no sea positivo de
mí.

Podríamos preguntar a esta altura, -Entonces,
¿debemos cerrar los ojos ante el comportamiento de los
demás y no observar sus buenas o malas cualidades? -Esto
sería imposible además de perjudicial para
nosotros. Saber valorar correctamente el bien y el mal es
necesario para nuestro crecimiento, pero el mal ha de verse con
la finalidad de mejorarlo, de ayudar a aquel que aún no
alcanzó las condiciones para otra forma de comportamiento
y nunca, para aprovechar los errores de los demás con la
finalidad de pisotearlos. Es una línea muy delicada la que
existe entre el que ve el mal de los demás con un
sentimiento de comprensión, y aquellos que nos amparamos
en ideales de justicia y libertad para ser portadores de la
crítica mordaz y destructiva, que arrasa todo cuanto
toca.

Así pues, en el fantástico cuadro pintado
por Jesús en su parábola, encontramos dos actitudes
psicológicas diferentes, pero ambas afines a un abandono
de la casa del padre. Uno es un abandono externo, vinculado a los
placeres materiales, a la sensualidad, la falta de
responsabilidad y la huida, el otro es un abandono interno,
donde la crítica, el sentimiento de superioridad, el
resentimiento y lo que es más importante, el sentirse
infravalorado, hacen parte de nuestra estructura psíquica.
Ambos, por lo tanto, necesitan de un camino de
regreso.

El hermano mayor, al ver que el padre recibía con
alegría al hijo que había perdido, siente que no
está valorado, que no se ha tenido en cuenta su labor
durante tantos años en la casa de su padre. Esto se
desprende de sus palabras: "He aquí, tantos años te
sirvo, y jamás he desobedecido tu mandamiento; y nunca me
has dado un cabrito para regocijarme con mis amigos. Pero cuando
vino éste tu hijo, que ha consumido tus bienes con
prostitutas, has matado para él el ternero
engordado."

En estas palabras claramente se ve expresado el
desagrado profundo del hijo hacia su padre, al que considera que
no lo valora, ya que premia al hijo que se fue mientras a
él no lo ha premiado nunca.

Esta actitud es muy importante, y se hace necesario un
estudio muy cuidadoso de nosotros mismos para no caer en estos
procesos. El victimismo es un mecanismo de defensa
automático, pero de resultados lamentables. Cuando nos
hacemos las víctimas, cuando pensamos que no nos quieren,
que no nos valoran, que los demás son injustos con
nosotros, entramos en una espiral de la que es muy difícil
salir, puesto que empezamos a transferir hacia los demás
la responsabilidad de nuestra vida. La lamentación y la
queja se torna habitual en nosotros, y esto hace que empecemos a
generar en los demás el sentimiento contrario al que
deseamos despertar. Veamos las palabras de Henri J.M. Nouwen a
este respecto: "Es muy duro vivir con una persona que siempre se
está quejando, y muy poca gente sabe cómo dar
respuesta a las quejas de una persona que se rechaza a sí
misma. Lo peor de todo es que, generalmente, la queja, una vez
expresada, conduce a lo que se quiere evitar: Más
rechazo".

Otra pregunta interesante sobre la parábola es
porqué el hijo mayor no se alegra con la venida del
hermano. Supongamos que no estuviera de acuerdo en el
comportamiento del padre, pero eso no indica que no se sintiera
feliz por el reencuentro con el hermano. ¿Por qué
no sucede así?

Vemos cómo entendía Jesús la
psicología del ser humano. En este pasaje está
claramente pintado el sentimiento de temor a la pérdida.
El en caso estudiado, el hermano mayor vivía una
situación profundamente cómoda. Era el hijo
predilecto, todas las atenciones de su padre eran para él.
En esta situación se sentía completamente seguro,
pero ahora el hermano volvía, y en vez de ver a un
hermano, inmediatamente vio a un rival, alguien que
lucharía desde ese momento por el afecto y el amor del
padre. Esto generó profunda inseguridad en él y
despertó el sentimiento de egoísmo y orgullo.
¿Cómo se atrevía este ingrato a volver a la
casa de su padre? Él siempre se había sentido
superior a su hermano y ahora el hermano estaba ahí,
siendo recibido por el padre con amor. ¿Pero el amor del
padre no le pertenecía?

Es natural que en nuestro proceso evolutivo aún
no hayamos comprendido que el amor no se divide cuando se
reparte, sino que se multiplica. Estamos tan aferrados a las
posesiones que medimos todo de la misma forma, sin comprender
aún que el valorar a otro no implica desvalorarnos a
nosotros mismos, por eso, cuando vemos que otro recibe atenciones
el sentimiento de perder las que nos corresponden a nosotros se
instala en nosotros. Volvamos a la parábola, y cuando el
hijo le recrimina al padre, este le dice: -"Hijo, tú
siempre estás conmigo, y todas mis cosas son
tuyas.

En estas profundas palabras, Jesús nos
enseña que Dios nos ama siempre. Que nuestro hermano no es
un rival, sino un compañero de camino. Con estas palabras
podemos ver como no hay injusticia en la obra de Dios. Cada uno
tiene de acuerdo con lo que gane. El hijo menor se marchó,
y el mismo amor del padre de permitió su marcha, le dio
total libertad para seguir por el camino que deseara, y cuando
arrepentido vuelve, lo recibe, sabiendo que debe haber sufrido
mucho para retornar humillado y abatido. El padre comprende que
se marchó por inmadurez y que las
experiencias difíciles por las que ha pasado son el
correctivo necesario para su despertar de conciencia, por eso,
cuando vuelve arrepentido lo recibe con el mismo amor que le
tenía. En cuanto al otro hijo le indica que no tiene
porqué sentirse temeroso de la vuelta de su hermano, ya
que siempre está con él y le da todo lo que tiene,
invitándolo a la fiesta. Esta visión profunda y
espiritual de Dios se aleja completamente de la idea del infierno
eterno que posteriormente se ha enseñado, y nos muestra un
Dios profundamente sabio y bueno.

Llega la hora del retorno, y para ello nada mejor que la
gratitud. Aprender a agradecer a la vida es un desafía
para el ser humano espiritualmente maduro. Comprender que la vida
es justa y sabia porque Dios es justo y sabio implica mucho
más que entenderlo intelectualmente. Significa aceptar con
serenidad y alegría nuestra vida, confiando que en ella se
dan siempre los elementos necesarios para nuestro progreso, lo
que no implica aceptar con quietud todo lo que tengamos. La lucha
por mejorar, por crecer y superar los momentos difíciles
es necesaria y positiva. En definitiva, el hijo mayor somos
nosotros mismos, nuestro interior que necesita crecer y
comprender los mecanismos de progreso y crecimiento que la vida
nos depara.

PARTE
V

Llegamos a la última parte del artículo,
donde nos vamos a centrar en la figura del Padre.

Jesús presenta, en todas sus lecciones y
enseñanzas, a Dios como nuestro padre. Esta visión
de Jesús sobre Dios introduce un concepto nuevo en la
humanidad. Dios no es solo el creador, el director del universo,
su acción es también providencial, y como tal, no
deja de ser un padre para nosotros.

Esta visión de Dios supuso un avance profundo en
cuanto a la comprensión de Dios. Es natural, sin embargo,
que reflexionemos en las implicaciones que eso tiene para
nosotros.

Por un lado, desde los sectores religiosos anquilosados
en el dogma, Dios no deja de ser una figura superior, pero con
los sentimientos propios del ser humano. Es por esto que en los
textos sagrados de la mayoría de las religiones
teístas, se presenta a Dios con las peculiaridades
emocionales del ser humano. Así pues, se habla de que esto
agrada o desagrada a Dios, esto lo enoja o lo alegra, y esto otro
le causa tristeza o alegría. Algunos llegan a afirmar que
tanto necesitamos nosotros de Dios como Dios de nosotros.
Indudablemente, en nuestra limitadísima visión, no
podemos concebir un Dios inmutable, pues ese concepto escapa a
nuestra comprensión, ya que nuestra vida es una continua
ola de emociones y sentimientos.

Pero por contrapartida, están los que llegan a
Dios a través del razonamiento frío y
lógico, y conciben a Dios como una fuerza o energía
creadora que se mantiene ajena a su obra. Para ellos Dios es una
inteligencia que ha creado el Universo por medio de Leyes que
funcionan de forma automática, sin que exista un
vínculo entre Dios y su creación.

Frente a estas dos posturas, encontramos la
visión que nos presenta la Doctrina Espírita.
Evidentemente no podemos concebir a Dios con los sentimientos y
emociones de un ser humano, ya que si lo considerásemos
así estaríamos viéndolo de una forma
antropomórfica desde el punto de vista emocional. Un Dios
que se alegra o entristece no tiene sentido frente a la
más elemental lógica, puesto que implicaría
que Dios está sujeto a cambios emocionales propios de los
hombres, y por consecuencia, su acción estaría
también sujeta a esos cambios, lo que no corresponde con
la figura que podemos tener de Dios.

Ahora bien, y sin pretender intentar penetrar en el
pensamiento de Dios, cosa imposible en nuestro grado evolutivo,
consideramos que la propuesta de Jesús sigue teniendo
profunda vigencia en nuestros días, y la figura de Dios
como Padre es la más alentadora y consoladora que podemos
comprender.

No sería, por supuesto, un padre dentro de los
conceptos estrictos de la definición que existe en cuanto
al papel del padre. Su acción tendría base en el
Amor Infinito pero también en la Justicia Absoluta. De
esta forma, su papel como padre se establece cuando formula las
leyes evolutivas que nos permitirán pasar, desde el estado
de simplicidad y sencillez absoluta, a la condición de
espíritus puros, ofreciéndonos a todos por igual
los recursos para llegar a ese estado, y este es el padre que
pinta Jesús en su magistral Parábola del Hijo
Pródigo.

No olvidemos que Jesús habló en muchas
ocasiones por medio de parábolas, y como bien sabemos, una
parábola es una narración alegórica que
pretende, sirviéndose de las imágenes, expresar una
enseñanza. Por eso Jesús compara "El reino de los
Cielos" es decir, la creación y el proceso evolutivo, a un
padre que tiene dos hijos. Y a partir de ahí, siguiendo
con la parábola, teje un relato donde se perfilan diversas
características psicológicas de los seres humanos,
para abordar el Amor Incondicional e Infinito de Dios hacia todos
sus hijos.

Este Amor se manifiesta desde el momento que ofrece en
su casa auxilio y trabajo para sus dos hijos. Dios nos ha dado a
todos nosotros la vida. Pero no solo la vida, también nos
dio el universo para vivir, y junto a él todo lo necesario
para nuestro progreso y crecimiento. Pero no quiso darnos todo el
trabajo hecho, ya que si todo nos lo hubiera dado hecho no
tendríamos mérito de nuestras conquistas, es
más, no serían nuestras conquistas.

Por ello nos dio el libre albedrío. En la
parábola, Jesús pinta claramente esto cuando
explica que el hijo menor le dijo al padre que quería
marcharse. En ese momento el padre atiende la petición del
hijo y la respeta, deja que el hijo se marche aunque sabe que eso
va traer dolor y sufrimiento a su hijo. Es una visión
profunda de Dios. Aquí Dios no es presentado como un padre
que se angustia por la marcha del hijo, sino como un Dios que
sabe que solo por la experiencia propia su hijo aprenderá.
Por eso le deja ir, ante la certeza de que tarde o temprano el
hijo volverá, puesto que solo el camino del crecimiento y
la perfección es el válido para la
adquisición de la felicidad.

Partes: 1, 2

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