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El otro idiota




Enviado por luis b martinez



    El otro idiota

    "se miraron con lágrimas en los
    ojos"

    (Las ménades. J. Cortázar.
    Bestiario)

    Soy yo. Y no se ha de indagar más, sí, el
    otro idiota soy yo. Título y relato continuos, dignos de
    un idiota. Y con cantinela, idiota, idiota, idiota, dejando bien
    asentada esta condición para muchos irrisoria que
    nació conmigo y que no me ha abandonado ni me
    abandonará jamás. Esta idiotez está sembrada
    en el núcleo más íntimo de mis genes y se
    luce cual una amenaza quebrada y siempre latente en el silencio
    más dolorido de mi garganta. Es más, la acarreo a
    toda hora traducida como un mensaje de aparente debilidad en la
    mirada y en la cara y le es imposible borrarse o escapar de mi
    expresión. Es la que escucha los quejidos y notas del
    bandoneón y del tango en sus momentos más tristes,
    y la que ve la mirada desconcertada de los niños
    abandonados que aparecen en las fotografías de los
    reportajes. Es el tatuaje indeleble de mi interioridad y aquello
    que me identifica a todas luces y que hasta el más tonto
    puede notar fácilmente. Solo eso.

    Y esta convicción absurda pero liberadora tuvo su
    origen y se manifestó en mí sin siquiera haberlo
    pretendido ni imaginado. Y va de cuento. Todo se aclaró
    para mi entendimiento después de leer en el Bestiario un
    relato de Cortázar donde desarrolla una escena en que se
    reconoce igual de idiota al quedar brutalmente emocionado
    asistiendo a un concierto con un grupo de amigos. Y lo hizo al
    enfrentar el tema de los estremecimientos que en fracciones de
    segundo embargan el sentir al ser golpeado por una grieta
    emocional ante un drama cualquiera, por muy simple o profundo o
    ridículo que se presente, pasando el ánimo a ser
    extremadamente frágil y llegar a quebrarse y hacerse
    añicos como el fino cristal del corazón de un
    niño. Es una compulsión interna que asciende y se
    aprieta en el pecho y no te suelta. Y según él, le
    sucedía, y más que a menudo, sintiendo el embargo y
    la presión de una corriente insostenible que le
    subía y le oprimía el sentir hasta desencajarle sin
    remedio el ritmo interno y su natural comportamiento. Y no
    importaba dónde se presentaba esa apretazón,
    simplemente le ocurría, lo mismo estando en el cine, que
    en el teatro, que en la soledad de la lectura al encontrarse con
    un pasaje desgarrador, o ligado a la intimidad de los recuerdos,
    o escribiendo, o contando una historia entre un grupo de amigos
    en cualquier cafetín, o compartiendo en una barra mientras
    se bebían unas copas y se decían unos versos o se
    recordaba alguna vieja canción. Así lo dijo y sin
    lugar a dudas que así debió haber sido pues no
    ganaba nada con ello si acaso fuese mentira. Como yo con este
    escrito.

    Pero el asunto está en que a mí me sucede
    constantemente. Luego, yo soy más idiota aún. Mucho
    más. Me quedaría corto en demasía de no
    aclararlo. Eso sí, la experiencia me ha demostrado que se
    alcanza el grado de un verdadero idiota, digamos que el grado
    treinta y tres de las hermandades más secretas, siempre
    que no puedas escabullirte de ti mismo estando sacudido por una
    de esas emociones y te desmorones tratando de disimularlo, con un
    nudo en la garganta, con el pecho sin ritmo, con los ojos
    empequeñecidos y brillantes, con la voz temblorosa y
    quebrada y a la espera de una nueva respiración que te
    libere el ánimo para poder continuar hablando. Porque si
    lo haces te quiebras. Y todo eso en cuestión de segundos.
    Hasta que, con la inspiración precisa, a medias te
    controlas. Quien pase esa línea con esos síntomas,
    ya es de los nuestros. Y quien la cruce que no crea que esa
    sociedad a la que accede y en la que convivimos es de mentecatos
    y debiluchos. No, ni por asomo, son varios los de esa
    cofradía que vale la pena conocer y tener de
    compañeros. Muchos de ellos hasta son raros y tienen algo
    de talento y otro poco de imaginación (esto se ha dicho
    con descarada ironía). Cortázar está, por
    supuesto, entre esa variedad de personajes emocionales,
    sobresaliendo por su quijotesca estatura, su negro cabello
    rebelde, por su mucho humo alrededor volando sobre su cabeza y
    entre sus dedos de nicotina, y por su excesiva
    inteligencia.

    Y qué fácil es mostrar al mundo esa veta
    de idiotez, sin ambages, sin tener que representar un papel
    teatral cuando ya lo has reconocido y se sabe que esa
    aceptación liberadora es toda una victoria sobre el
    engreimiento de uno creerse mucho más de lo que en
    realidad es, siendo tan poco, y sobre la absurda vergüenza
    que se pueda sentir de una aparente debilidad, a todas luces
    engañosamente manifiesta. Y sobre todo cuando ese triunfo
    llega complementado por la aceptación de esa
    condición y por el coraje necesario para desmantelar la
    pose que solemos adoptar, así que fuese una
    obligación mostrar rudeza montañera y bravucona
    ante los demás. No, nada de eso, es tan simple como su
    elemental razón de ser: no poder evitar un principio de
    lágrimas y embargos al estar en presencia de una escena
    que conmueve y estruja la plenitud de ser como si fuese un
    trapo.

    Esa supuesta idiotez compungida, que puede desencadenar
    en una trabazón de emociones a duras penas cubierta por el
    silencio y el mirar hacia otro lado para ocultar los ojos
    lastimeros, pero que en cualquier instante puede estallar, y
    estalla, la tuve desde siempre, simplemente sintiéndola
    surgir descontrolada sin que estuviese tan reconocida y aceptada
    en mi conciencia como lo está ahora. Pero, ya liberado de
    la tonta necesidad de esconderla, le permito presentarse y
    aparecer en mi actitud y en mis ojos sin escondrijos ni disimulo
    alguno. Sí, sin vergüenza, sin tapujos, como algo muy
    auténtico que me pertenece y que puede llegar a
    identificarme, y que más que una debilidad se alcanza a
    descubrir que es un don y una riqueza extrema del sentir. Y nadie
    ha de dudarlo, soy, eso, como dice Cortázar, otro idiota
    al que le ruedan las lágrimas con relativa facilidad
    cuando lo calla y atrapa de repente algún nudo apretado en
    la garganta, que inclusive puede hacer tropezar al pensamiento. Y
    el mismo a quien le gusta encontrarse consigo para reconocerse en
    la quietud o el vértigo de ese instante y de muchas otras
    horas intensas que se admiten sin rechazos, a sólo
    respirar y contemplar, para así poder vivir cualquier tipo
    de experiencias a puro instinto y satisfacción de
    reconocerse emocionalmente como alguien que siente y padece y
    disfruta de su existencia, expresándolo,
    libremente.

    Estar en esa disposición es como levitar sobre el
    propio corazón y sobre el mundo entero, escuchando
    violines, bailando Giselles y lagos de cisnes, conociendo los
    confines y sustentos de la libertad emocional. Y de una idea a
    otra, acompañando a esa liberación que aligera el
    camino, también con mi cuota de irrenunciables emociones,
    suelo andar por las calles observando el movimiento de la gente
    sin perder detalle del hacer humano. Y accedo a una Biblioteca, o
    a un Museo, o asisto a un Concierto, o me voy a los teatros y los
    cines a entusiasmarme y a soñar que con lo que veo y
    siento, acompañando a los actores y a la
    imaginación de los creadores de esos mundos. Y entonces
    puedo vivir una vida paralela en otra dimensión, esa
    sí que de magia ilimitada, sin pequeñeces, abierto
    a todos. Y allí me quedo horas, como lo que soy, un simple
    punto entre el público, sometido a las locuras y
    semejanzas más diversas de la trama y sabiendo que esas
    situaciones que muestran nos pertenecen a todos los seres
    humanos. Y lo hago, como lo hacía Cortázar,
    dejándome ir, sin restricciones ni prejuicios. En los
    cines y teatros me sumerjo en el argumento que me han querido
    exponer, y que acepto sin medidas en ese momento de ser testigo
    mudo de una historia, tratando de entenderla y luchando por
    captar y aprender sus mensajes libremente, sin prejuicios ni
    medidas morales. Igual riendo que lagrimeando.

    Y más de una vez, estando ante una cualquiera de
    ellas, al terminar la función e iluminarse la sala,
    mostrando el obligado y lento y ansioso hormigueo del
    público vacilante, desparramándose entre las
    butacas, casi siempre con caras huidizas y confusas,
    quizás por sentirse aplastados por lo repentino de la luz
    o por saberse muy asequibles y vulnerables, entre
    extraños, dentro de un ambiente cerrado, no sé si
    estoy regresando a mi vida o si al salir a la calle voy entrando
    a otra representación de un sueño que no me
    abandona y en el que participo cual actor sin libreto de otro
    drama que no tiene cámaras, ni guión, ni Director,
    pero que no cesa de avanzar y cambiar de argumento sin aparente
    ton ni son. Bien, ya está dicho, todo es emocional, y a lo
    mejor, dentro de mi idiotez, ya no sé diferenciar el papel
    que me han asignado que estaría entre ser actor o
    espectador.

    Y no he de remedar, ni ajustado ni por defecto al
    Cortázar amigo y fumador, sureño y rayuelero,
    porteño y parisino y belga, que tan honestamente llegaba a
    considerarse ante los circunspectos como un apasionado idiota que
    podía trastornarse de entusiasmo cuando era tocado por los
    asuntos emocionales más sencillos. Y se exaltaba, y
    hacía gestos, y se le partía la voz, y subía
    el volumen, y podía hasta gimotear en mohines y garganta
    descompuesta y agrietada. Y no se escondía para hacerlo
    mientras aquellos que lo rodeaban, tan grande y enfático
    como era, lo miraban más que extrañados y algunos
    atrevidos hasta con menosprecio, como a un animal raro
    comportándose completamente fuera de lugar. Y lo estaba,
    lo único que su privilegiado lugar era dentro de sí
    mismo en un mundo de otro nivel. Lo rememoro mucho, y
    extraño su hablar bien pensado y afrancesado, y aún
    más su rara modestia cuando decía de esa
    condición emocional suya con aquella su seriedad no
    simulada que desmentía cualquier imaginada debilidad
    propia de un idiota.

    Sí, era en todas las distancias y caminos un
    compañero de yunta inigualable para mi sentir y
    comportamiento emocionales. Para los demás, equivocados
    sin excusas, por supuesto que pudimos ser vistos como una yunta
    de idiotas. Y él lo exteriorizaba, al igual que me ocurre
    a mí, al estar junto con otros, o en la intimidad, o en el
    medio de la calle, o cuando participaba en la maravilla del
    retozo de la rayuela con los niños que muchas veces le
    hacían trampas mientras él lo permitía y se
    abstraía al ir sacando cuentos como un mago, no de la
    manga, sino de los rectángulos del juego que estaban
    numerados en la acera o la calle y que fueron rayados en el
    cemento o el asfalto con un clavo, una tiza o una piedra. Cuando
    lo hacía se complacía como un emperador de la
    idiotez y la sencillez al observar a los niños jugando
    entretenidos con gran entusiasmo y la mayor simpleza.

    Pero sin lugar a dudas que yo también lo soy. Por
    supuesto que mago de cuentos como él no, ni por
    aproximación, pero idiota sí. Y con más. Y
    si no lo creí en el pasado fue por ignorante, y por ciego,
    y por eso, por lo mismo, por idiota. El relato y elogio de la
    idiotez de su relato me lo mostró como si estuviese frente
    a un espejo revelador de intimidades, Y me convenció de la
    idiotez mía, de un solo ramalazo, igual a quien recibe un
    golpe en plena cara para que despierte de su nebulosa,
    abriéndome los ojos y la mente sin necesidad de muchos
    artificios y argumentos. Tan simple como el vuelo de una
    mariposa, Yo soy, como de seguro me clasificaría este gran
    argentino hablador y cuentero, con su siempre presente seriedad y
    con su precisa ironía desplazándose a incesantes
    bocanadas sobre el cigarrillo empedernido de tabaco negro: un
    idiota, un rotundo idiota. Sí, eso soy. Concluyente: ni
    más ni menos que un rotundo idiota. No existe ni un
    imbécil cotidiano, aunque no llegue a un quinto de buen
    lector, que pueda dudar de esa idiotez conjunta que vivimos
    ambos.

    Y se ajusta ese criterio con mi manera de ser, porque,
    igual a lo definido por él sobre sí mismo, soy,
    como lo dicho, demasiado entusiasta y me desboco con facilidad. Y
    es que me sucede con tanta frecuencia que sobrepasa los
    límites hasta de lo idealmente idiota, soy el
    máximo representante de ese desmoronamiento, lo mismo
    escuchando un viejo bolero, o un tango lagrimeado, o una romanza
    de cualquier zarzuela, que un aria de una ópera o un
    nocturno de Chopin, o estando en cuclillas para observar a una
    solitaria hormiga andando su camino mientras yo pienso en el
    misterio inescrutable de la certeza de ella al saber
    adónde va y cómo hacer para llegar a ese destino
    sin cometer errores. ¡Qué maravilla, tan chiquitita
    que es y tan infalible! (Pueden darse cuenta: puras idioteces
    emocionales). ¡Y hasta con signos de admiración para
    enfatizarlas! ¡Ah, sí, eso soy, un idiota
    enfatizado!

    Y todo esto sin olvidar mis primeras señales y
    vergüenzas inexpertas de estos resquebrajamientos,
    inolvidables por lo intensas que fueron en los golpetazos y
    fracasos cuando niño, como siempre que perdía la
    partida por pisar las líneas de la rayuela sin sacar el
    tejo y los muchachos no me permitían dar un salto
    más. "No. Ya perdiste, ya perdiste. Estás fuera,
    estás fuera, ¡pisaste la raya!", me gritaban. Me
    mataba la furia que se me apretaba en los ojos que querían
    estallar. A partir de ahí siempre creí que esa
    impotencia fue el manantial de mis primeras idioteces y la
    raíz que alimentó a todas esas fuertes debilidades,
    (valga el oxímoron).

    Ahora puedo reírme, pero si volviese atrás
    y aún fuese un niño, de seguro me pondría a
    rabiar mucho más fuerte ante tanta inocente maldad y les
    borraría todas las rayuelas que dibujasen, y les
    botaría las tizas, y les rompería el tejo y les
    aplastaría las narices a todos los burladores y severos
    jueces que apenas pasaban de un metro de estatura. Pero yo era
    igual de niño y de idiota. Y peor de juez. Y el idiota
    ciego, la mayoría de nosotros, no se ve, ni se oye, ni se
    reconoce como idiota ni en mil años, y menos de
    niño malcriado y petulante y caprichoso. Sí
    señor, porque soy un idiota que llegué a los
    extremos de la ira y también fui un beligerante emocional
    a quien le costaba mucho frenarse y cuya combatividad contra el
    mundo y los criterios, además de otras verdaderas y
    más extravagantes idioteces acompañando a una
    excesiva pedantería, por suerte han ido desapareciendo en
    el tiempo. (En realidad no por completo, para así
    reafirmar aún más el grado de idiotez).

    Pero aún eliminada esa furia lo sigo siendo,
    idiota quiero decir, pero ya sin violencias ni peleas. Ahora soy
    tan idiota de otra manera, la de Cortázar, que hasta me
    creo condescendiente con ésa mi nueva actitud cuando
    siento la burla que me araña las espaldas. Porque, igual
    que antes, o peor quizás, manteniendo el ritmo, como nota
    principal, y todo el tiempo por el mismo derrotero, la
    mayoría de las veces me conmuevo hasta lo más
    profundo, con lágrimas grandes que arden y cubren todo el
    ojo, viendo una mamarrachada de escena de una película
    también idiota, como dicen otros, con un tema
    intrascendente, como dicen otros más, vista al acaso. Y no
    tiene que ser un film de Bergman, o de Pasolini, o de
    Buñuel, ni tienen que actuar Marlon Brando o Lawrence
    Olivier o Fernando Fernán Gómez o Sandrini, puede
    ser una cualquiera de esas oscuras películas nuestras con
    cargas emocionales sencillas, de exagerado dramatismo y voces
    engoladas, sobreactuadas, que los innumerables espectadores
    distintos a mí, los que no adolecen de mi idiotez, pueden
    ver impasibles con la mayor tranquilidad y suficiencia de este
    mundo. Pueden verla como si por encima y ante todo tuviesen la
    mente de una calculadora analítica, como si levantasen un
    muro para que todo lo emocional del vivir externo chocase con
    él sin traspasarlo o superarlo y así no pudiesen
    cambiar de ritmo sus corazones y su respiración. Y
    entonces ellos, ya a resguardo, fríamente, analizar lo
    visto y concluir con exactitud que se trata tan sólo de
    actores representando papeles para encajar y armar la trama de la
    película idiota que algún otro idiota
    imaginó. Y a lavarse las manos que el mundo marcha bien. Y
    a la casa, y a la camita, y a dormir. ¡Así de
    simple! Y les parece maravilloso y de superioridad vivir
    recostados al poste de la indiferencia y al ajuste sin emociones
    de sus endiosadas medidas.

    Para los que no somos así, los enfermos, los
    debiluchos crónicos, todo es distinto. Los actores
    actúan y comunican, los idiotas se conmueven y lloran.
    ¿Será eso? ¿Será acaso que esos otros
    espectadores, los que conviven con nosotros a diario, los que a
    nuestro lado no se pueden distinguir en la noche casi
    impenetrable de este inmenso salón de teatro vital, tienen
    en todo momento conciencia de que lo que están viendo no
    es un copia de una posible historia humana sino una farsa
    representada delante de una cámara y un ojo de
    camarógrafo, siguiendo las pautas que marca un director
    que a lo mejor tampoco siente nada? Debe ser. Pero a veces, cual
    buen idiota, creyéndome observado cuando lagrimeo en el
    anonimato de un asiento perdido en la oscuridad de un teatro,
    siento como si todos ellos, los que no lloran ni alteran su
    respirar, como si fuesen un solo individuo con múltiples
    caras y gigantescos ojos, supiesen de mi condición de
    estupidez y no me dejasen de vigilar. Y entonces,
    unánimes, después que se ha resquebrajado lo que
    por siempre y por suerte habrá de resquebrajarse dentro de
    mí, me estuviesen mirando con esos sus ojos
    ciclópeos que acortan toda distancia y vencen infalibles a
    la oscuridad tras una sonrisa de burla. Sí,
    viéndome con esa suficiencia de saberlo todo y en
    ocasiones hasta recriminándome con muecas de desprecio al
    adoptar una pose que en ellos es claramente otra actuación
    de mentida preponderancia, toda una farsa, con la que pretenden
    estar muy por encima de mí y fingir que sienten
    lástima por este pobre y débil ser anodino.
    ¡Con lástima! ¡Qué horror!
    ¡Pretenden ver a los demás con lástima!
    ¡Y todo eso en actitud fingida! ¡Más horror!
    Se necesita para eso definitivamente estar viviendo en otro mundo
    donde toda riqueza emocional quedó desarticulada. No, por
    favor, que no me incluyan, que ni siquiera intenten arrastrarme
    con ellos, me quedo con el mundo del abarcador y honesto
    Cortázar.

    Y es que esas expresiones de maquinarias desajustadas,
    tan pretenciosas y pedantes, en realidad me asustan, por ellos,
    no por mí, y me duelen, porque me alejan de la realidad
    humana tal y como la veo y no como la concibo. Por instantes,
    como lo tan idiota que soy me lo permite, en lugar de
    despreciarlos y verlos cual enanos de vidas desapasionadas,
    androides hollywoodenses pretendiendo superar su justa medida,
    casi llego a odiarlos. Pero me abstengo, para no hacerme
    más idiota al caer en otra trampa. Y es que siento que al
    mirarme así lo hacen igual que si fuesen insectos gigantes
    de andares no sincronizados de una película de
    ficción, con sus propios ojos que se transforman en lentes
    de camarógrafos fríos y anónimos girando y
    dando traspiés de interrupciones y saltos sobre el
    imaginado trípode de sus cuellos. Sí, igual que
    máquinas, siempre con la supuesta y pretenciosa
    razón puesta por delante, como si yo, junto a
    Cortázar, y a los que estamos de este lado, fuese un
    vehemente emocional venido de regreso de otro mundo de desenfreno
    donde sólo existiesen las tragedias y las lágrimas
    enfermizas. Creo eso, creo que piensan que los que somos
    así, presenciando realidades o representaciones,
    pertenecemos a otro mundo, también mucho más idiota
    que éste, que ellos pretenden esquivar y poner a un lado
    para no contaminarse. Y después, encima, sin tregua, con
    aquella suficiencia y jactancia tan detestables,
    catedráticos antárticos en sus hielos perpetuos de
    miradas congeladas, te quieren explicar sin sentimiento alguno
    todos los defectos que vieron en la endeblez de los personajes y
    en la porquería de la trama que en un momento dado pudo
    sacarte unas lágrimas. Y por supuesto que al hacerlo, como
    si me estuviesen dando una lección bien merecida, me ven
    mucho más idiota de lo que soy. Ah, si lo sabré yo.
    Por supuesto que lo soy. Tengo miles de pruebas en mi memoria y
    en mi espíritu de que es así. Soy un idiota a todo
    dar.

    Y va de muestra ésta, extraída del saco de
    las manifestaciones de la idiotez con todos sus recuerdos. Hace
    muchísimos años, siendo casi un niño, y sin
    tener conciencia de la grandeza de aquel momento que nunca
    podré olvidar ni repetir, viendo a Maya Plisétskaya
    transformada en ingrávida ave en un ballet, mucho
    más que delicada y sugestiva, y sutil, bailando y
    sintiendo y viviendo la Muerte del Cisne de Fokine/Saint
    Saëns, lloré sin parar hasta los extremos de la
    debilidad. Lloré esa agonía de algo más que
    un verdadero cisne de absoluta blancura falleciendo sobre las
    tablas. Lloré viendo las puntas de las zapatillas temblar
    como plumas, y a toda ella vibrar también en sacudidas,
    agonizando, con las figuraciones de alas de sus brazos ondulantes
    y el estremecimiento del dolor y la tristeza que sólo ella
    podía irradiar sobre el escenario, llenándolo todo
    de arte y de presencia y de música sin par donde el cello
    era un ondular de mortales presagios y tristezas. Lloré
    tanto que hasta pensaron que yo podría llegar a perder los
    lacrimales, junto con los ojos y el corazón enteros que
    quedarían derretidos en la butaca. Pude haber inundado el
    teatro por completo si no me hubiesen sacudido y detenido. Fue
    uno de los días más maravillosos y profundos y
    felices de mi vida idiota.

    Sí, así de idiota fui desde
    pequeño. Y justo no tengo otro remedio que
    sonreírme ladinamente para mis adentros al imaginar a los
    implacables y desalmados críticos como lo que son y lo que
    hubiesen hablado si acaso en aquellos tiempos me hubiesen visto
    en ese estado de derrumbamiento en aquel teatro. O abiertamente
    reírme de ellos como un loco en altas carcajadas ante
    tanto raciocinio sin calor humano, para que, al verme en ese otro
    estado desaforado de mis risas en esa ideática demencia,
    que no imaginan, tan arrebatado y burlón, confirmen con
    toda certeza cuánto más idiota de lo que creen que
    soy todavía puedo ser. Creo que esto es una tara familiar,
    mi padre y dos de mis hermanos han sido así, idiotas
    también. Si los que miden y sentencian la naturaleza y la
    conducta de los demás con esa distintiva y liviana y
    pretenciosa frialdad llegaran algún día a ostentar
    el poder absoluto, siempre irracional, terminarían por
    aislarnos en la ignominia, como huérfanos de la cordura, o
    abandonarnos completamente incomunicados en una celda tenebrosa,
    como si fuéramos agentes contaminantes de alta
    peligrosidad atentando contra la inconmovible sociedad de
    supuesta razón a la que ellos pertenecen. Sí,
    llegará un momento en que los idiotas no podremos ni tan
    siquiera sollozar en público. Y creo que hasta
    existirán campos de concentración y exterminio para
    los enfermos de este mal y de este tipo de deficiencia y
    debilidad sentimental. Y hasta seríamos exhibidos en un
    museo rodante de carretones con rejas y débiles bombillos,
    Fellini y circo en blanco y negro, con afiches aclaratorios de
    nuestra condición y un payaso vociferante frente a ellos,
    definiéndonos como ejemplares aberrados de una especie que
    no es necesario proteger para que desaparezca de una vez por
    todas de la superficie de la tierra. Así
    quedaríamos olvidados para siempre.

    Puesta esa premisa, que no es una alucinación
    sino una posibilidad concreta, no me queda otra salida que
    recordar entonces que el día más estúpido y
    absurdo de mi vida en este tema, el más idiota si se
    quiere, más que el de la Plisétskaya y su muerte de
    cisne, fue cuando me emocioné hasta los extremos sin poder
    contenerme, he de reconocer que ese día sí que como
    un exagerado idiota, viendo la película Candilejas, con
    Chaplin al final cayendo viejo y desvalido desde el escenario en
    el foso de los músicos del teatro, bajo el peso de su
    fracaso casi mortal y víctima de aquel desquiciado amor
    por Thereza, otra bailarina. Amor que se había hecho
    pedazos entre la depresión, la pobreza, el alcohol y la
    diferencia de edad. Después, mucho después, con la
    frecuencia natural con que suele presentarse en más de una
    vida, me ocurriría y les ocurriría a otros que
    fueron cercanos a mí. Y tampoco se pudo reír. El
    Gran Calvero, con su andar de borracho fuera de serie, atrapado
    en los remolinos de su naufragio y de su loca pasión,
    terminando de fondillo dentro de un enorme tambor mientras Buster
    Keaton tocaba el piano cayéndose una y otra vez del
    banquillo junto con los pentagramas que se regaban por el piso
    del escenario. Junto a Keaton y las notas desparramadas en locos
    papeles por las tablas, estaba el violín, pisoteado y
    aplastado, con el clavijero colgando del mástil, cual un
    brazo roto y despedazado de voladas cuerdas que quedaron sin
    apoyo y sin tirantez. Violín que supuestamente no
    volvería a sonar, pero que lo hizo, maravillosamente,
    aunque estuviese partido en dos, como si no hubiese sucedido
    nada, con notas graves y melancólicas brotando de las
    manos mágicas de Carlitos (cuyo ingenuo corazón de
    irrenunciable aceptación nunca se alarmaba de un absurdo
    como ése o cualquier otro). Carlitos no medía la
    vida, simplemente la observaba, y la vivía, con todas sus
    emociones no contaminadas.

    Sin lugar a dudas, para los eternos camarógrafos
    de ojos-cámaras que nos rodean y que no sienten ni
    padecen, ni siquiera ante algo tan magistral, ésta era una
    escena idiota de una historia idiota cuyo tema central era una
    ridícula idiotez demasiado humana: el amor insensato y sin
    horizontes de un viejo actor, decadente, alcohólico y
    rechazado por el público, que sin dejar de ser brillante
    se enamora de una mujer bella, y joven, y débil, y
    desesperada que se encuentra al borde del suicidio. Y él,
    el ridículo payaso que ha perdido la gracia para un
    público cada vez menos entendedor y más escaso,
    quien, como muy bien sabemos, en la profundísima
    película quería proteger y salvar con su sacrificio
    a la débil bailarina de todo y de todos a como diera
    lugar. Hasta que, con tambor y violín, fue sacado en
    hombros como un Hamlet del fracaso llevado en andas por los
    demás fracasados. Sí, era para llorar en el
    silencio y la soledad. Aunque todos te estuviesen
    mirando.

    Pero qué se puede hacer cuando se es tan idiota
    como lo fue Chaplin y se sueña un melodrama genial en
    blanco y negro que no te deja dormir hasta que lo culminas como
    él lo hizo. Y seguro que lo sabía mejor que nadie
    cuando la imaginó y la actuó y la dirigió,
    porque conocía de idiotas y de súper idiotas hasta
    el mínimo detalle. He ahí su grandeza. Y quiso
    mostrarnos su genio para abofetear a los rigurosos que
    sólo se burlaban cuando él lloraba al andar
    balanceándose con el emblemático bastón en
    sus películas silentes. Nos lo anunció en esos
    llantos.

    Sí, lo sabía mejor que todos nosotros.
    Siempre lo supo, en Candilejas y en la vida. Y por eso se
    casó con Oona, y por eso realizó esta obra maestra
    entre hermosas sombras y bombillas débiles de un teatro
    triste y oscuro, como muchos corazones, para maravillar y hacer
    llorar a idiotas como yo. No quiero imaginarme lo que
    sería de Cortázar y su apretado silencio estando
    rodeado de otra oscuridad ante estas escenas que de seguro lo
    estremecerían de angustia y de
    admiración.

    Por supuesto que el fondo musical, exactamente a tono,
    también de este inmenso Carlitos, para los calmados,
    insensibles, impersonales y secos, con oídos duros que no
    se consideran idiotas porque pueden ser distantes ante la
    tragedia humana, que puede parecerles adocenada, fue a su vez
    otra idiotez sin valor alguno cuyas melodías no los
    emocionaban. Claro está que no pude ver todos los ojos
    secos y los rostros ásperos, ni los tímpanos
    indiferentes y los laberintos obtusos dentro de los oídos
    de los que estaban viendo la película y escuchando la
    música, pero seguramente el que más lloraba, sino
    el único, era yo. Qué idiota.

     

     

    Autor:

    Luis B. Martinez

     

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