Cuando él renunció, ella se quitó
la sábana de encima y hundió sus penas hacia lo
oscuro de su interior. Sentía el cuerpo más sudado
que nunca y se sabía tan repugnada o más que en las
noches anteriores. No, no podía jugar al amor. Simplemente
no podía. Estaban demasiado sucios. Los quejidos se le
acumulaban en la boca reseca y en el pecho reducido y se
dominó para no deshacerse en un grito que en nada se
parecería al que había imaginado que la
liberaría bajo aquella soñada lluvia en el patio y
en su momento allí en la cama. Hasta que cerró los
ojos con la amargura de un grueso nudo en la garganta y el no
poder contener dos lágrimas intentando brotar ardientes
entre sus párpados apretados. En esa encrucijada era
cuando aquel mundo se tornaba más intolerable y cuando se
maldecía con más fuerza a la inhumana y seca
Revolución. Sí, estaba sucia. Y él
también. Y no tenían agua. Y el vecindario entero
era una inmundicia de abandono y desagrado. Sí, era un
horror, las cañerías, los tanques y los grifos
estaban muertos, mugrosamente muertos. Giró sobre las
caderas y le dio la espalda a su hombre.
Habían transcurrido aquellos cuatro hostiles y
azarosos días sin que hubiese agua en el pueblo. Cuatro
días sin una gota de agua. No había duda alguna:
tenían razón esos señores del omnipresente
Partido cuando argumentaban como única razón que se
vivía otro período especial. Otro maldito
período especial. Sí, demasiado especial: faltaba
hasta una mínima gota de agua. Y peor aún, por su
absoluta incomodidad ante lo horrible que se sentía, y por
el asco y desprecio de sí misma en su suciedad, el hondo
deseo que al igual que a su marido le latía entre los
sudados muslos, y que sí gritaba en su negrura su excitada
humedad, también tendría que esperar y terminar
borrándose. Y entonces vislumbró de nuevo,
amargamente, que cual un abismo sin final, interminable,
sería muy larga y aplastante la noche que se le
venía encima. Y largo sería su mirar de
lágrimas y gemidos hacia el techo. Y larga su
inquietud.
Y así se mantuvo. Hasta que, en un instante, se
apagó, quedándose seca, de sexo y de llanto.
Sabía que estaba muerta y que por más que luchara
no podría con todo aquello. En ese momento, deseando que
se abriese bajo su cuerpo un hueco que la succionase y llevase a
través de la sábana y del colchón, hacia una
nada en remolino, más abajo de la cama y del piso, hacia
las entrañas de la tierra, desesperada e inmóvil,
con los ojos fijos y ardientes amarrados en la dureza
recóndita del odio, entrevió perfectamente su
destino. No había salida. Y allí se
quedaría, prisionera, de la casa, del pueblo, y de la
sucia Revolución. Y sudaría. Y seguiría
sudando a chorros por todos los veranos y abusos que
faltasen.
Autor:
Luis B Martinez
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