Mientras la lluvia cae – Monografias.com
Mientras la lluvia cae
En la soledad de una buhardilla, donde
Harry Haller
me contactó entre la madeja de una
sana melancolía.
El lobo estepario. Hermann
Hesse.
Por dos días la lluvia no ha cesado ni un
segundo. La vi desde que se asomó en la lejanía en
las primeras horas de la tarde de ayer, cual desleída
pizarra de suaves grises. Ya se había anunciado al final
de la mañana al borrar los blancos y azules del horizonte,
diluyendo después los del cielo entero,
imponiéndose con sus tonos de mar revuelto y su fresco
vientecillo de agua que me llegaba sobre la cara a pesar de la
distancia. Toda ella no permitiendo que el sol brillara a su
capricho. Y desde la posición en que me encuentro, de pie
junto a la ventana de mi cuarto, en la segunda planta de la casa,
permanecí observando su avance en el silencio del espacio,
por encima del paisaje de los árboles y parques que nos
separaba y donde otro mundo la anhelaba para refrescarse,
viéndola como una cortina lejana y ascendente, compacta y
deseosa de caídas y de brumas.
Y la he respirado al acercarse, hasta el mismo instante
de arribar paso a paso borrando luces y suaves silencios. Y la he
visto estacionándose a sus anchas, abarcando el mundo de
la visión, sin apuros pero sin abandonos, golpeando
levemente sobre hojas y flores, para, sin perder su mansedumbre,
quedarse y regar el espacio con su imagen de caída y
persistente presencia que no alcanza a culminarse en un chubasco
que la exprima y agote, para que entonces ya sin agua en sus
adentros, pueda disiparse y despedirse dejando las calles y las
esquinas con sus huellas de aguas en los pequeños charcos,
pero libres de su cerrazón. Pero no, sigue ahí,
flotando en el aire, abochornando de saturación todos los
ambientes y rincones.
Ahora las líneas sesgadas de la caída de
las gotas, antes igualmente tímidas y llevadas con
facilidad por el viento, han desaparecido. Y la garúa que
ha dejado sólo muestra su cansancio al disiparse y
presentarse casi puntual, cual una neblina, protegida por el
silencio y la lisura, casi inexistente. La humedad que contagia
su resto de terca presencia al llenar el aire todo se siente en
la piel y en el espíritu, y en la tristeza, y en el
respirar, pero apenas se distingue allá afuera. Pareciera
que tan sólo está ahí para empañar el
vidrio de la ventana y así aumentar la agonía lenta
y brumosa del curso de las horas y los relojes y de las luces que
consume, desvirtuando el panorama que apenas se alcanza a
distinguir disperso a través de la ventana desde adentro
de la casa.
Los alrededores, en la poca distancia alcanzada de un
apagado y torpe golpe de vista más allá del
cristal, prácticamente se han escondido entre la simulada
bruma hecha por el agua y todo pareciera ser vago y estar sumido
en un mutismo externo, total, encubridor y cómplice, y
hasta nostálgico, haciendo juego con la quietud y remota
tristeza que se acallan dentro del cuarto y dentro de
mí.
El brillo del agua sobre las plantas y las dormidas
aceras es el que, a duras penas, denuncia su ahora debilitada
existencia. Y en ese juego de sumisa caída, donde el
interior de la habitación es el único ambiente que
está solemnemente seco y al alcance de permanencia y
espera, el tiempo se hace monótono y espeso y tiene dentro
de su lentitud ese suave calor de refugio, de abatimiento y de
mansedumbre que siempre me ha contagiado para pensar y recordar y
que puedo, de extraña manera, disfrutar durante horas en
absoluta serenidad y ensimismamiento.
Me gusta esa tristeza entregada y suave que por momentos
detiene al mundo, y que ahí se relaja, relajándome
a mí, y que, acompañándome en mi abandono,
me llama desde un mullido butacón al cual me resisto, a un
lado de la cama, invitándome a dejarme caer por unas horas
para que a solas me acompañe con mis propias ideas o con
algún libro preferido.
En la soledad quieta se aprende a esperar sin angustias
hasta por lo más insignificante, mirando al interior de
uno mismo, pacientemente.
Me gusta estar de pie frente a la lluvia en mi ventana.
Y entonces poder ver que en ese ambiente abarcado el cielo no es
cielo, ni es azul, ni es vacío, ni es altura. Es una masa
gris que flota desde la lejanía sobre un mundo que para
identificarlo es preciso recordar y adivinar, porque todo es
lluvia, y porque se posa sobre las cosas y vaga entre sus propias
sombras sin aportar una definida luz, estando simplemente
ahí, sin intervenir ni definir nada en lo más
mínimo. Pero que al mismo tiempo penetra en el
ánimo y se cala hasta los huesos. Es una visión
desvanecida de un cuadro de otoño, de mucha niebla y corto
espacio. Así lo debieron sentir los asiduos a la Rue
Lepic, cuando bajaban por ella, en los días que vivieron
los impresionistas al andar bajo la garúa parisina con las
manos en los bolsillos y los sombreros calados, andando por las
estrechas y curvas callejuelas de Montmartre. Con Pissarro y Van
Gogh y Lautrec con sus alcoholes y sus colores bajando a la
cabeza de sus conversaciones.
Como el cuadro que lo copia y que cuelga de una pared
junto a la puerta de este cuarto, pareciendo pobre y
desleído, y más aún con la poca luz que
entra por la ventana.
Y aquí en la casa, adivinándolos,
pareciera que todos los relojes implacables, y todos los
recuerdos de las escenas dibujadas y pintadas por ellos se
hubiesen detenido en mi mente para darle cabida y libertad al
correr del pensamiento y la nostalgia. Y recorriendo la
habitación, como si también fuese un arruinado
pintor, sin paleta y sin bosquejos en la imaginación, sin
dibujos, sin fijar la atención en algo específico,
reviso las fotos de los que ya no están y que ahora todas
parecen más arcaicas de lo que son, y que se aburren junto
a los viejos relojes y los pocos adornos que se reparten con sus
apariencias también antiguas sobre los muebles.
Y concentradamente abstraído me dejo llevar por
los recuerdos amontonados que de esos personajes quedaron, y que
los mismos representan, para afincar la ausencia de otros y la
húmeda soledad mía en el mismo espacio que aquellos
ocuparon y que en sus soledades quizá soñaron como
ahora sueño yo en otras tardes de lluvia. Y me detengo con
la mirada sobre esos objetos que aún me acompañan
con sus pasadas razones de estar allí, con sus
retahílas de historias adosadas por ser partícipes
de la familia, y porque esperan sin saberlo por un adiós
de muerte que por seguro pasará desapercibido para sus
porcelanas y metales, aunque nos sobrevivan doscientos
años más.
Y volteando de nuevo hacia la ventana me acerco a sus
cristales para acechar muy cerca de ella la pena que comunica la
lluvia escurridiza, concentrando por un instante la mirada en el
obstáculo de un punto inmediato de vidrio, más
cercano a mis ojos, que en cierta forma me sorprende.
Y puedo ver en el contraste del cristal frente a
mí, empañándolo con mi respirar y sabiendo
de su frío, una aproximación de la imagen de mi
cara, que extrañada y fruncida, borrosa y desdibujada,
desde un punto inaccesible e inexistente tras el falso espejo que
me duplica, me mira también. Me mira y se mueve bajo la
acción de mi lento capricho y sobre otras visiones de
gotas de agua y de reflejos de la habitación y del
exterior que sin definición se retratan en
ella.
Y cuando esa visión de imagen mía se
aclara siguiendo a varios parpadeos y a un interés
interrogante que estira el brazo y esparce suavemente con los
dedos el empaño de mínimas gotitas sobre el vidrio,
logro enfocarme con más precisión.
Y entonces me veo con relativa fidelidad, pero siempre
débilmente desdibujado y extraño. Y aunque
sé perfectamente que soy yo, no me es tan fácil
reconocerme. Algo dentro de mí tiende al rechazo y a la
negación. Y viéndome como entre la llovizna que
está más atrás, ahora sin moverme,
escudriñándome, reflexiono sobre ese casi
desconocido que parece no concordar en nada conmigo y que me mira
igualmente extrañado desde más allá del
cristal, y de la lluvia, y de los años, y de los recuerdos
y de todas las ausencias y naufragios. Y sí, soy yo, no
hay remedio, claro que soy yo. Y eres tú. Y somos todos
cuando nos miramos en el cristal de una tarde de lluvia. Y por
supuesto que todos nosotros, en ese recorrido desde donde la
mayor parte del tiempo hemos estado, y hemos vagado, y hemos
dejado correr las horas como si fuesen interminables, hasta
llegar aquí, sin hacer exacta conciencia al vernos lo
hemos pensado muchas veces. Y nos lo han dicho los más
viejos, y los amigos más sabios, y nos lo han repetido, y
nos lo repiten con insistencia de apuro, y una vez más lo
descubrimos cuando acopiamos el valor suficiente para vernos a
nosotros mismos como en realidad somos y que en ese momento,
frente al húmedo cristal, a empujones, estamos
redescubriendo sin escapatoria.
Pero no es tan sencillo de asimilar cuando en el vivir
de la costumbre no se mantiene contacto con esa también
engañosa realidad al quedar enceguecido por la
ilusión de ver día a día lo que no somos al
mirarnos en el espejo. Y ahí estás tú, y
estoy yo, frente a nosotros mismos, ojo con ojo y piel con piel,
tan cercanos como otras pocas veces en que quizá sin
querer hacerlo nos hemos buscado creyendo estar indagando con una
mirada diferente en el mundo de todos los días. No, no lo
hemos logrado. Ésta de ahora, si en verdad se tiene el
coraje de afrontarla, es la mirada de la conciencia que anda
rondando y nos está buscando allá adentro para
dejar su mensaje de tiempo.
En verdad estás aquí y eres tú
quien mira y eres tú a quien ves. Hasta que te persigue la
realidad, y te golpea las espaldas, y te agarra por los hombros,
y te acorrala, y sin escape lo tienes que admitir:
¡Cuánto tiempo ha pasado! ¡Oh sí,
cuánto tiempo! Y entonces, más allá de tu
imagen, y más allá de tus fantasías, sin
alarmarte, mudamente recapacitas viéndote en el cristal, y
tras varios parpadeos innecesarios con los que tan sólo
consigues darte tiempo, miras de nuevo al exterior, desde una
distancia que en este momento crees inabarcable, ahora un poco
más triste, resignado, como recordándote, como si
desprevenido siguieses viéndote a ti mismo en otros
momentos y tal cómo eres.
Y más allá del instante te ves caminando
por las calles, o te retratas en la mente estando a solas en la
casa, o merodeando por el jardín que ahora observas. Y es
entonces que, sin pretenderlo, aprendes más de ti al
escuchar tu voz interna y sentir tu paso inseguro. Y la lluvia,
deshaciéndose en miniaturas, sin soltarte, te transporta a
esa única verdad de tu copia en el cristal y a esa
inequívoca evidencia de tu fugaz estancia en el tiempo y
en el espacio. Y lo externo, lo sutilmente real, con sus
chispazos de verdades, tiene razón en lo que comunica:
sí, han pasado muchos años, que se han ido,
sumándose a la ausencia del hilo de las eternidades,
inexorables, sin un ruido, como quien no quiere las cosas,
dejando heridas que tan sólo con más tiempo se
llegan a percibir pero que por más que intentes borrarlas
nunca alcanzan a sanar.
No sanan porque esas tajaduras han resultado de golpes
certeros y profundos, con un quehacer diario y perseverante, y no
han cesado de abrirse, y han sido devastadoras. Y, peor
aún, los relojes son incansables en su largo ritmo de
cuerda infinita, y marchan en la inconsciencia de no percibirlos,
sin que nos demos cuenta, y jamás se han detenido ni han
aminorado su marcha. Ni se detendrán.
Y así, estando a solas en cualquier punto del
camino, te irás borrando, como al final siempre lo
hará la lluvia que simula ser dueña del espacio
allá afuera, y como lo harán las gotas que ahora
brillan sobre el cristal frente a tu mirada y que al final igual
que todas las cosas y por siempre se evaporarán para no
reaparecer jamás. Y así será, hasta que tu
reloj de sangre sea el único que de improviso se detenga y
entonces desaparezcas, con un último soplo, con un
último aliento, con una fugaz mirada también
borrosa que nada ya podrá identificar ni guardar en la
memoria y que, por supuesto, tampoco podrá reaparecer en
un camino que para ti ya no existirá.
Sí, desaparecerás sin dejar un sólo
rastro, junto con el Universo que morirá contigo, sin
poder decirle adiós a todo aquello que tanto amaste y de
lo que tanto quisieras despedirte. Sin volver a besar aquella
boca, sin volver a declamar aquellos versos, sin cantar aquella
canción impregnada de recuerdos, sin poder amar. Oh
sí, al hacer conciencia de tu tiempo frente al cristal
reconocerás que ya viajas sin voz y sin vista en el
último vagón de un último tren, sin ruidos,
sin ventanillas y sin otros pasajeros. Y así, sin
pasión alguna, abandonarás esta vida, a gran
velocidad. Sí, así te irás, inexorablemente,
hacia un vacío y una caída que no tienen fin. Te
irás sin resumen de tiempo ni despedidas, sin
pertenencias. Y sin boleto de regreso. (Tan sólo una
lluvia atronadora sería capaz de acabar con este embeleso
magnífico en que, estando en mi habitación, me
siento envuelto por la dispersa garúa de allá
afuera y me dejo llevar por las ensoñaciones).
Si la muerte es algo así, como esta pureza de
nostalgias y sensaciones donde sólo emergen los más
hermosos recuerdos, bienvenida sea.
Y entonces, para que la lluvia no me lleve de la mano
hacia la ruta de la melancolía, lo mejor que puedo hacer
es abandonar la ventana, cerrar la cortina, y atender al mullido
butacón y al libro que reposa sobre él y que me ha
estado llamando desde hace varias horas.
Autor:
Luis B Martinez