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Mientras la lluvia cae. (Cuento)




Enviado por luis b martinez




    Mientras la lluvia cae – Monografias.com

    Mientras la lluvia cae

    En la soledad de una buhardilla, donde
    Harry Haller

    me contactó entre la madeja de una
    sana melancolía.

    El lobo estepario. Hermann
    Hesse.

    Por dos días la lluvia no ha cesado ni un
    segundo. La vi desde que se asomó en la lejanía en
    las primeras horas de la tarde de ayer, cual desleída
    pizarra de suaves grises. Ya se había anunciado al final
    de la mañana al borrar los blancos y azules del horizonte,
    diluyendo después los del cielo entero,
    imponiéndose con sus tonos de mar revuelto y su fresco
    vientecillo de agua que me llegaba sobre la cara a pesar de la
    distancia. Toda ella no permitiendo que el sol brillara a su
    capricho. Y desde la posición en que me encuentro, de pie
    junto a la ventana de mi cuarto, en la segunda planta de la casa,
    permanecí observando su avance en el silencio del espacio,
    por encima del paisaje de los árboles y parques que nos
    separaba y donde otro mundo la anhelaba para refrescarse,
    viéndola como una cortina lejana y ascendente, compacta y
    deseosa de caídas y de brumas.

    Y la he respirado al acercarse, hasta el mismo instante
    de arribar paso a paso borrando luces y suaves silencios. Y la he
    visto estacionándose a sus anchas, abarcando el mundo de
    la visión, sin apuros pero sin abandonos, golpeando
    levemente sobre hojas y flores, para, sin perder su mansedumbre,
    quedarse y regar el espacio con su imagen de caída y
    persistente presencia que no alcanza a culminarse en un chubasco
    que la exprima y agote, para que entonces ya sin agua en sus
    adentros, pueda disiparse y despedirse dejando las calles y las
    esquinas con sus huellas de aguas en los pequeños charcos,
    pero libres de su cerrazón. Pero no, sigue ahí,
    flotando en el aire, abochornando de saturación todos los
    ambientes y rincones.

    Ahora las líneas sesgadas de la caída de
    las gotas, antes igualmente tímidas y llevadas con
    facilidad por el viento, han desaparecido. Y la garúa que
    ha dejado sólo muestra su cansancio al disiparse y
    presentarse casi puntual, cual una neblina, protegida por el
    silencio y la lisura, casi inexistente. La humedad que contagia
    su resto de terca presencia al llenar el aire todo se siente en
    la piel y en el espíritu, y en la tristeza, y en el
    respirar, pero apenas se distingue allá afuera. Pareciera
    que tan sólo está ahí para empañar el
    vidrio de la ventana y así aumentar la agonía lenta
    y brumosa del curso de las horas y los relojes y de las luces que
    consume, desvirtuando el panorama que apenas se alcanza a
    distinguir disperso a través de la ventana desde adentro
    de la casa.

    Los alrededores, en la poca distancia alcanzada de un
    apagado y torpe golpe de vista más allá del
    cristal, prácticamente se han escondido entre la simulada
    bruma hecha por el agua y todo pareciera ser vago y estar sumido
    en un mutismo externo, total, encubridor y cómplice, y
    hasta nostálgico, haciendo juego con la quietud y remota
    tristeza que se acallan dentro del cuarto y dentro de
    mí.

    El brillo del agua sobre las plantas y las dormidas
    aceras es el que, a duras penas, denuncia su ahora debilitada
    existencia. Y en ese juego de sumisa caída, donde el
    interior de la habitación es el único ambiente que
    está solemnemente seco y al alcance de permanencia y
    espera, el tiempo se hace monótono y espeso y tiene dentro
    de su lentitud ese suave calor de refugio, de abatimiento y de
    mansedumbre que siempre me ha contagiado para pensar y recordar y
    que puedo, de extraña manera, disfrutar durante horas en
    absoluta serenidad y ensimismamiento.

    Me gusta esa tristeza entregada y suave que por momentos
    detiene al mundo, y que ahí se relaja, relajándome
    a mí, y que, acompañándome en mi abandono,
    me llama desde un mullido butacón al cual me resisto, a un
    lado de la cama, invitándome a dejarme caer por unas horas
    para que a solas me acompañe con mis propias ideas o con
    algún libro preferido.

    En la soledad quieta se aprende a esperar sin angustias
    hasta por lo más insignificante, mirando al interior de
    uno mismo, pacientemente.

    Me gusta estar de pie frente a la lluvia en mi ventana.
    Y entonces poder ver que en ese ambiente abarcado el cielo no es
    cielo, ni es azul, ni es vacío, ni es altura. Es una masa
    gris que flota desde la lejanía sobre un mundo que para
    identificarlo es preciso recordar y adivinar, porque todo es
    lluvia, y porque se posa sobre las cosas y vaga entre sus propias
    sombras sin aportar una definida luz, estando simplemente
    ahí, sin intervenir ni definir nada en lo más
    mínimo. Pero que al mismo tiempo penetra en el
    ánimo y se cala hasta los huesos. Es una visión
    desvanecida de un cuadro de otoño, de mucha niebla y corto
    espacio. Así lo debieron sentir los asiduos a la Rue
    Lepic, cuando bajaban por ella, en los días que vivieron
    los impresionistas al andar bajo la garúa parisina con las
    manos en los bolsillos y los sombreros calados, andando por las
    estrechas y curvas callejuelas de Montmartre. Con Pissarro y Van
    Gogh y Lautrec con sus alcoholes y sus colores bajando a la
    cabeza de sus conversaciones.

    Como el cuadro que lo copia y que cuelga de una pared
    junto a la puerta de este cuarto, pareciendo pobre y
    desleído, y más aún con la poca luz que
    entra por la ventana.

    Y aquí en la casa, adivinándolos,
    pareciera que todos los relojes implacables, y todos los
    recuerdos de las escenas dibujadas y pintadas por ellos se
    hubiesen detenido en mi mente para darle cabida y libertad al
    correr del pensamiento y la nostalgia. Y recorriendo la
    habitación, como si también fuese un arruinado
    pintor, sin paleta y sin bosquejos en la imaginación, sin
    dibujos, sin fijar la atención en algo específico,
    reviso las fotos de los que ya no están y que ahora todas
    parecen más arcaicas de lo que son, y que se aburren junto
    a los viejos relojes y los pocos adornos que se reparten con sus
    apariencias también antiguas sobre los muebles.

    Y concentradamente abstraído me dejo llevar por
    los recuerdos amontonados que de esos personajes quedaron, y que
    los mismos representan, para afincar la ausencia de otros y la
    húmeda soledad mía en el mismo espacio que aquellos
    ocuparon y que en sus soledades quizá soñaron como
    ahora sueño yo en otras tardes de lluvia. Y me detengo con
    la mirada sobre esos objetos que aún me acompañan
    con sus pasadas razones de estar allí, con sus
    retahílas de historias adosadas por ser partícipes
    de la familia, y porque esperan sin saberlo por un adiós
    de muerte que por seguro pasará desapercibido para sus
    porcelanas y metales, aunque nos sobrevivan doscientos
    años más.

    Y volteando de nuevo hacia la ventana me acerco a sus
    cristales para acechar muy cerca de ella la pena que comunica la
    lluvia escurridiza, concentrando por un instante la mirada en el
    obstáculo de un punto inmediato de vidrio, más
    cercano a mis ojos, que en cierta forma me sorprende.

    Y puedo ver en el contraste del cristal frente a
    mí, empañándolo con mi respirar y sabiendo
    de su frío, una aproximación de la imagen de mi
    cara, que extrañada y fruncida, borrosa y desdibujada,
    desde un punto inaccesible e inexistente tras el falso espejo que
    me duplica, me mira también. Me mira y se mueve bajo la
    acción de mi lento capricho y sobre otras visiones de
    gotas de agua y de reflejos de la habitación y del
    exterior que sin definición se retratan en
    ella.

    Y cuando esa visión de imagen mía se
    aclara siguiendo a varios parpadeos y a un interés
    interrogante que estira el brazo y esparce suavemente con los
    dedos el empaño de mínimas gotitas sobre el vidrio,
    logro enfocarme con más precisión.

    Y entonces me veo con relativa fidelidad, pero siempre
    débilmente desdibujado y extraño. Y aunque
    sé perfectamente que soy yo, no me es tan fácil
    reconocerme. Algo dentro de mí tiende al rechazo y a la
    negación. Y viéndome como entre la llovizna que
    está más atrás, ahora sin moverme,
    escudriñándome, reflexiono sobre ese casi
    desconocido que parece no concordar en nada conmigo y que me mira
    igualmente extrañado desde más allá del
    cristal, y de la lluvia, y de los años, y de los recuerdos
    y de todas las ausencias y naufragios. Y sí, soy yo, no
    hay remedio, claro que soy yo. Y eres tú. Y somos todos
    cuando nos miramos en el cristal de una tarde de lluvia. Y por
    supuesto que todos nosotros, en ese recorrido desde donde la
    mayor parte del tiempo hemos estado, y hemos vagado, y hemos
    dejado correr las horas como si fuesen interminables, hasta
    llegar aquí, sin hacer exacta conciencia al vernos lo
    hemos pensado muchas veces. Y nos lo han dicho los más
    viejos, y los amigos más sabios, y nos lo han repetido, y
    nos lo repiten con insistencia de apuro, y una vez más lo
    descubrimos cuando acopiamos el valor suficiente para vernos a
    nosotros mismos como en realidad somos y que en ese momento,
    frente al húmedo cristal, a empujones, estamos
    redescubriendo sin escapatoria.

    Pero no es tan sencillo de asimilar cuando en el vivir
    de la costumbre no se mantiene contacto con esa también
    engañosa realidad al quedar enceguecido por la
    ilusión de ver día a día lo que no somos al
    mirarnos en el espejo. Y ahí estás tú, y
    estoy yo, frente a nosotros mismos, ojo con ojo y piel con piel,
    tan cercanos como otras pocas veces en que quizá sin
    querer hacerlo nos hemos buscado creyendo estar indagando con una
    mirada diferente en el mundo de todos los días. No, no lo
    hemos logrado. Ésta de ahora, si en verdad se tiene el
    coraje de afrontarla, es la mirada de la conciencia que anda
    rondando y nos está buscando allá adentro para
    dejar su mensaje de tiempo.

    En verdad estás aquí y eres tú
    quien mira y eres tú a quien ves. Hasta que te persigue la
    realidad, y te golpea las espaldas, y te agarra por los hombros,
    y te acorrala, y sin escape lo tienes que admitir:
    ¡Cuánto tiempo ha pasado! ¡Oh sí,
    cuánto tiempo! Y entonces, más allá de tu
    imagen, y más allá de tus fantasías, sin
    alarmarte, mudamente recapacitas viéndote en el cristal, y
    tras varios parpadeos innecesarios con los que tan sólo
    consigues darte tiempo, miras de nuevo al exterior, desde una
    distancia que en este momento crees inabarcable, ahora un poco
    más triste, resignado, como recordándote, como si
    desprevenido siguieses viéndote a ti mismo en otros
    momentos y tal cómo eres.

    Y más allá del instante te ves caminando
    por las calles, o te retratas en la mente estando a solas en la
    casa, o merodeando por el jardín que ahora observas. Y es
    entonces que, sin pretenderlo, aprendes más de ti al
    escuchar tu voz interna y sentir tu paso inseguro. Y la lluvia,
    deshaciéndose en miniaturas, sin soltarte, te transporta a
    esa única verdad de tu copia en el cristal y a esa
    inequívoca evidencia de tu fugaz estancia en el tiempo y
    en el espacio. Y lo externo, lo sutilmente real, con sus
    chispazos de verdades, tiene razón en lo que comunica:
    sí, han pasado muchos años, que se han ido,
    sumándose a la ausencia del hilo de las eternidades,
    inexorables, sin un ruido, como quien no quiere las cosas,
    dejando heridas que tan sólo con más tiempo se
    llegan a percibir pero que por más que intentes borrarlas
    nunca alcanzan a sanar.

    No sanan porque esas tajaduras han resultado de golpes
    certeros y profundos, con un quehacer diario y perseverante, y no
    han cesado de abrirse, y han sido devastadoras. Y, peor
    aún, los relojes son incansables en su largo ritmo de
    cuerda infinita, y marchan en la inconsciencia de no percibirlos,
    sin que nos demos cuenta, y jamás se han detenido ni han
    aminorado su marcha. Ni se detendrán.

    Y así, estando a solas en cualquier punto del
    camino, te irás borrando, como al final siempre lo
    hará la lluvia que simula ser dueña del espacio
    allá afuera, y como lo harán las gotas que ahora
    brillan sobre el cristal frente a tu mirada y que al final igual
    que todas las cosas y por siempre se evaporarán para no
    reaparecer jamás. Y así será, hasta que tu
    reloj de sangre sea el único que de improviso se detenga y
    entonces desaparezcas, con un último soplo, con un
    último aliento, con una fugaz mirada también
    borrosa que nada ya podrá identificar ni guardar en la
    memoria y que, por supuesto, tampoco podrá reaparecer en
    un camino que para ti ya no existirá.

    Sí, desaparecerás sin dejar un sólo
    rastro, junto con el Universo que morirá contigo, sin
    poder decirle adiós a todo aquello que tanto amaste y de
    lo que tanto quisieras despedirte. Sin volver a besar aquella
    boca, sin volver a declamar aquellos versos, sin cantar aquella
    canción impregnada de recuerdos, sin poder amar. Oh
    sí, al hacer conciencia de tu tiempo frente al cristal
    reconocerás que ya viajas sin voz y sin vista en el
    último vagón de un último tren, sin ruidos,
    sin ventanillas y sin otros pasajeros. Y así, sin
    pasión alguna, abandonarás esta vida, a gran
    velocidad. Sí, así te irás, inexorablemente,
    hacia un vacío y una caída que no tienen fin. Te
    irás sin resumen de tiempo ni despedidas, sin
    pertenencias. Y sin boleto de regreso. (Tan sólo una
    lluvia atronadora sería capaz de acabar con este embeleso
    magnífico en que, estando en mi habitación, me
    siento envuelto por la dispersa garúa de allá
    afuera y me dejo llevar por las ensoñaciones).

    Si la muerte es algo así, como esta pureza de
    nostalgias y sensaciones donde sólo emergen los más
    hermosos recuerdos, bienvenida sea.

    Y entonces, para que la lluvia no me lleve de la mano
    hacia la ruta de la melancolía, lo mejor que puedo hacer
    es abandonar la ventana, cerrar la cortina, y atender al mullido
    butacón y al libro que reposa sobre él y que me ha
    estado llamando desde hace varias horas.

     

     

    Autor:

    Luis B Martinez

     

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