Hacia el olvido – Monografias.com
Hacia el olvido
A Walter Benjamin, suicida de la
memoria.
Una carrera excesiva hacia la nada del
olvido.
No le quedaba otra salida que no fuese despojarse de
toda aquella retahíla de recuerdos que arrastraba adonde
quiera que fuese y estuviese despierto. Su mirada de cualquier
instante se impregnaba de millones de visiones de otras
épocas ya que su memoria despiadada se imponía
sobre su vida, cubriéndola como un sobrado manto, no
dejando resquicios, a pleno contacto, interponiéndose y
dominando cada acción y pensamiento de su quehacer diario.
Y así, no dándole un minuto de sosiego,
acosándolo, era su mayor impedimento y pesadumbre. Esa
presencia alucinante, interrumpiendo, grabando y repitiendo sin
cesar lo que vivía y hubo vivido en el correr del tiempo,
que constantemente le presionaba desde sus adentros, tal que se
mostrase a sí mismo la propia vida en una sucesión
inagotable de instantáneas, ya le resultaba hostil y
abusivo e insoportable. En ellas estaba todo.
Y se zahería al revolcarse y tropezar sin tregua
con su agotada vida, sin paz, inhumanamente. Gracias a ese
preciso recordar, su infame recorrido durante años de
caminos andados aquí y allá estaba en el
ámbito de lo inevitable y sin lugar a dudas vuelto a
vivir, al alcance de su voluntad, y hasta prescindiendo de ella,
imborrable, automático, ahí, cual una punzada
sostenida en el poder de una retentiva que no conocía el
descanso ni lo turbio. Tan sólo requería una
mínima señal, un cambio de luz de un atardecer, una
melodía o una simple nota escuchada al acaso, un silbido,
el llanto de un niño, o un aroma al pasar por un sitio
cualquiera, o una cara en la multitud, o unos versos, o el color
de unos ojos o las entonaciones de una voz, o los tonos de una
cabellera, o una foto en una estantería, y los recuerdos
surgirían sin freno alguno en precisas historias, sin
separar ni apartar las penas, sin discriminar, desbocados en
hondos tropelajes, amontonando agujas y dejando en la boca y en
el alma el sabor de inevitables amarguras.
Y le dolía, mucho que le dolía. Y
quería renunciarla. Sí, necesitaba que esa memoria
despiadada lo abandonase para poder retornar a la frescura de un
existir virgen y nuevo, sin el peso de tanta experiencia ante las
nuevas situaciones, sin presentir ni vislumbrar consecuencias
antes de vivir los hechos. Y lo lograría, aunque estuviese
invadido en esa tragedia por la conciencia del valor y la
trascendencia de las circunstancias vividas y las reacciones que
provocaron, pero quería sentirlas sin adelantar las
secuelas que dejaron las acciones desarrolladas en otros
instantes. Sabía mejor que nadie que esos hechos y sus
desenlaces hilvanados, tal y cómo ocurrían y
hubieron ocurrido, serían por siempre únicos para
mantener en línea el orden de la cadena de derivaciones
del acontecer universal. Cada hecho en su lugar y a su tiempo.
Nada era independiente. Romper el hilo de lo acaecido en un punto
cualquiera del vivir, por demás imposible de lograr, y por
lógica elemental hasta negado a los inventados dioses que
no podrían anular lo acontecido sin borrar el Universo
entero, porque no estaríamos donde estamos, sería
abrir el camino a todas las posibilidades paradójicas
imaginables y con ello indefectiblemente tener que negarlo todo.
Bastaba con pensarlo.
Y así lo entendía, y así era, lo
mismo se manifestaba en la mínima importancia
trascendental de cada paso del andar de una hormiga, que en
cualquier movimiento o desvío en la trayectoria del vuelo
de un halcón peregrino descendiendo en vertiginosa picada,
con cada pluma en su lugar cual un dardo cayendo del cielo, que
en la caída suave y sinuosa de una ligera hoja
de un árbol a merced de la brisa, o que en el girar sin
fin del Universo entero con sus incalculables disposiciones de
astros en el espacio y en el tiempo. Un microgramo de agua de
más en el desplome de un torrente, así fuese en el
lugar más apartado imaginable, cambiaba el orden entero y
las magnitudes todas del mundo material. Pero en su vida,
manteniendo el ritmo acostumbrado, en el pasado de cada intervalo
infinitésimo, su memoria retenía y burlaba lo
intemporal y le hacía revivir los mínimos detalles
de cada instante con sus consecuencias inviolables, cual si
cumpliese una interminable condena que no se detuviese en el
reposo. No, no le era asequible la calma que podría
proporcionarle el mundo del olvido, y sin el olvido no le era
soportable el
vivir.
(Por muchos años, en sus constantes elucubraciones contra
la posibilidad de la existencia de un Dios que todo lo puede,
negándolo, se deleitó con la idea de que si a ese
halcón peregrino que baja en dominada vertical de repente
se le interrumpía su pasmoso vuelo y quedaba detenido en
el vacío, con sus alas y plumas paralizadas, con sus
intensos ojos oscuros, y sus garras, y su filoso pico, y todo
él en total reposo, seco de desplazamiento, no por
sí mismo sino por otra ley desajustada que se impusiera en
el espacio, y en la inercia, y en la gravitación, entonces
la totalidad de los movimientos del Universo también
cesarían y el tiempo y los dioses y sus ideados poderes y
milagros dejarían de existir). Y entonces la humanidad no
sería tan débil y tan absurda en su carencia de
razón. Así pensaba. Y le gustaba esa imagen. Le
complacía tal idea de un Universo sin Dios y sin castigos,
mudo y apagado, sin desplazamiento alguno, sin giros, sin poder
precipitarse, inviolable, sin posible manifestación de
locura humana entre sus astros al quedar impotente de quietud,
paralizado hasta el átomo, negándolo todo. Y para
su beneficio ese freno absoluto interrumpiría
también la absorción de su incesante e
instantánea memoria, la detendría, y la
haría inservible, trastornada también. En esa total
calma nada podría suceder y por supuesto que entonces nada
se podría recordar. El mundo, sin testigos ni cambios,
aunque estuviese lleno de materia, sin movimiento
carecería de tiempo, pasando a ser una nada, y no
habría existido jamás y no necesitaría de
explicación alguna. Ni existiría quién la
pudiese dar aunque fuese con los acostumbrados argumentos
ilusorios y sin fundamentos racionales que da la fe.
Pero, por desgracia, ni el Universo ni su memoria
entraban ni en sueños en la fantasía de ese
éxtasis de calma y de cálculos recónditos
para burlar lo intemporal y lo vacío. Él quedaba
impuesto y prisionero en el revivir de cada experiencia, con
todos sus pormenores, cual si se cumpliese también otra
ley inquebrantable de permanencia y una interminable condena
donde tampoco existiese esa quietud que tan sólo el no
recordar cada momento le podría brindar. No, no le era
posible el sosiego del olvido. Y sí, sin el olvido no le
era posible el vivir. Y entonces, para él, no
habría que cambiar la vida, que no podría, sino que
sin salida tendría que borrar la suya de un tirón.
Y eso sí que podría hacerlo.
Y
siendo aplicado y minucioso como ningún otro, y
acostumbrado a hurgar hasta encontrar las particularidades
más recónditas de todo acontecer, y más que
nada de su propia vida, con lo soñado y sentido en cada
instante, había poblado su pecho y su cabeza y sus
sentidos de tantos recuerdos concatenados que terminó por
sucumbir ante el peso de sí mismo. Sucumbió sin
escape. Como colofón, al ser arrastrado sin defensas bajo
esa mole de pesadumbre, su voluntad de acción caía
sin freno ni voluntad por una pendiente oscura e infinitamente
desierta donde tan sólo le restaba soñar con la
muerte interna. Su cabeza era la cuna de un nuevo caos donde nada
se detenía. Pero aún así, tenía plena
conciencia de que, aunque todas las historias siempre
serían contadas sin tomar en cuenta las entrelineas de los
hechos, él, si acaso lo intentase hacer, con su inevitable
minuciosidad, con su caudal histórico, siempre las
reconocería, entresacándolas a la luza, y las
recordaría con perfecta ubicación hasta lograr sin
esfuerzo alguno el orden de la mayor lógica posible.
Aunque muriese en el intento.
La Historia no era en sus conceptos sino una
supermemoria para contar el devenir de multitudes y de siglos,
cojeando de datos, escondiéndolos, bajo insanas pasiones,
sin los impulsos, los deseos, las razones y los esfuerzos que
cada protagonista aportó a su lucha. Tanto de vencedores
como de vencidos. Pero que él, dentro de ella, siempre
supo en que aparte encontrarlos y de dónde y por
qué surgieron o se escondieron. Los conocía a la
perfección. Tanto los fueros físicos como los
estrictamente emocionales, sobre todo los emocionales. Y esos
recuerdos tan minuciosos le resultaban execrables. Y los
relativos a su vida, sin comparación alguna, más
que todos. Y ya no tenía otra salida que no fuese olvidar,
de la única manera que ahora lo entendía: arrasando
con todo.
Y
sabía y sentía que su vida estuvo día tras
día inevitablemente recostada a su memoria inagotable,
regida por ella, transitada en todas direcciones por esa
visión sin errores, con sus pisadas ahondando cada huella
en las páginas del desencanto que se amalgamaban en ese
manantial de recuerdos. Mirar hacia atrás era ver y
revivir la vida entera. Y por miles de experiencias había
aprendido que la retentiva perspicua era mucho más que un
don admirado por extraordinario. Podía ser como en su caso
una horrible y martirizante penitencia que acumulaba y
hacía renacer las pocas venturas y los muchos infortunios
de una vida tan colmada de errores y caídas como la
suya.
Y
ya estaba más que obstinado y aborrecido de sí
mismo y de su tan elogiada capacidad de evocación.
Historias, canciones, cuentos, autores, películas, poemas,
fórmulas, óperas, cantantes, música, Museos,
ciencias y cientos de asuntos más, podrían estar
presentes en su cabeza cuando lo consultaban o él lo
deseara, y siempre en el mínimo de tiempo. Tanto era
así que ya lo sencillo y fácil de recordar le
resultaba abominable y fastidioso en extremo.
En otros tiempos se vanagloriaba de esa capacidad y
la vanidad lo envolvía, y se llegaba a creer muy superior
a los menos dotados que a la primera oportunidad lo consultaban.
Es más, podía recordar con absoluta
precisión qué preguntó cada uno de ellos,
con cuál expresión en la cara y cuál
entonación en la voz, y en qué fecha lo hizo y en
qué momento exacto. Con horas, minutos y segundos. O si el
día estuvo gris, o si acaso la hora de marras fue
brillante a pleno sol. Los diferentes momentos no podían
escapar de aquella su óptica mental que para siempre los
grababa en cuerpo y alma. Pero ya no quería de eso ni un
ápice más, ahora le estorbaba esa condición
y se reconocía para ese pasado como un estúpido
arrogante que siempre ocultó esa otra realidad de la
absoluta permanencia en cada punto del camino. Permanencia que lo
martillaba día a día por la ominosa persistencia
del detalle.
Poseer esa memoria era arrastrar y tener siempre presente su
completa historia personal, como un film resistente a todas las
inclemencias, con sus pocos aciertos y sus muchos dolores rozando
perennes en la superficie del sentir. Sí, necesitaba
olvidar. En la memoria estaba el asidero de la existencia del
pasado, eliminada ésta, eliminado lo vivido, sin posibles
escogencias, con lo bueno y lo malo, con lo poco de felicidad y
lo mucho de ahogo. Y entonces sería mejor empezar de
nuevo, partiendo de cero, con los primeros pasos, recorriendo una
ruta desconocida e impoluta.
Y
así, desde que concluyó que la memoria no era otra
cosa que una vital computadora, le llegó la idea de
armar un gavetero cibernético exclusivo dentro de ese
mismo ordenador que poseía, para volcar en él
cuanto conocía y había vivido, y utilizarlo como
vertedero auxiliar de sus recuerdos, hasta lograr poco a poco la
total acumulación del pasado. Cuando el gavetero estuviese
hasta el tope, con todos sus datos acumulados en archivos
comprimidos, apretaría el botón de "borrado" y lo
mandaría todo al cesto de la basura. No sabía hasta
dónde podría llegar en ese intento y cuál
sería su factibilidad, y cuál pudiera ser el
daño que pudiese generar, pero sin lugar a dudas que
encerraba una idea limpia y refrescante dentro de lo que
parecía ser una extraordinaria y liberadora aventura. Era
como desahogar una habitación que estaba llena de trastos
viejos e inútiles, muchos de ellos acerbos y espinosos,
amontonados sin ton ni son, pero siempre latentes con la nefasta
posibilidad de poder ser entresacados por la propia mano o de
emerger de su profundidad como consecuencia de distintas
relaciones emocionales o intelectuales que arribasen al acaso y
los extrajesen para volcarlos hacia el vivir como una molestia
más.
Y sucedía, la mayoría de las veces los recuerdos
aparecían autónomos en chispazos atropellados de la
mente. Chispazos que llegaban a ser reiterativos hiriendo sin
piedad a la emoción. Y que con toda la retahíla de
reminiscencias arrastrada tras ellos interrumpían los
nuevos derroteros y consumían demasiada energía en
esos alumbramientos. Lo detenían todo. Y de esto, no
quería más. Tan sólo deseaba estar tranquilo
y olvidar las imágenes y los hechos que quedaron adheridos
a la telaraña de neuronas de sus pensamientos y emociones.
Anhelaba deshacerse de tantas moles y minucias por su propia
voluntad para quitarse de adentro el peso del pasado.
En realidad la idea le nació después de leer el
ensayo sobre Marcel Proust de Walter Benjamín, y de
conocer sobre el tan cuidado maletín que éste
último perdió en la agotadora frontera franco
española durante la Segunda Gran Guerra, poco antes de su
suicidio. La sobredosis de morfina, viviendo por tanto tiempo
escondido en la trinchera de la desesperación al estar
huyendo de la persecución nazi, lo borró para
siempre. Posiblemente en aquel maletín estaban registrados
miles de anotaciones de recuerdos y sueños completando su
historia, desmenuzados, igual a Proust. Y que al perder
Benjamín esos resúmenes creyó perder lo poco
que constaba y valía de su vida entera.
Leer a Proust, siguiéndole los pasos con el
preciso Benjamín, y acompañarlo por sus senderos
minuciosos, podría llegar a ser más agobiante que
el peso de esa casi infinita memoria plena de sitios,
acontecimientos y personajes moviéndose dentro de la
barahúnda perfumada y elegante de las costumbres parisinas
de la época. Y pensó que muy posiblemente Proust,
"y por qué no también Benjamín", se hubiesen
extenuado y enfermado por la presencia sin tregua de esa
encerrada y atormentada historia de sus vidas taladrando y
carcomiéndoles la memoria. Termitas incansables en
sus brillantes techos reviviendo imágenes sin pausa.
Recuerdos y café, y más café, y más
recuerdos, y el no dormir, ni descansar, y morfina, y más
morfina, y más recuerdos, y más aún, y
más, y café, y más café, y más
de todo, hasta el no existir. Ambos habían sido ejecutores
y perseguidos de sus propias vidas mil veces existidas. Para
Proust fue el encierro en el departamento parisino y la
más que acostumbrada cena en el Lucas Carton de La
Madeleine, muy elegante y muy solitario. Sin escapatoria. Para
Benjamín, el peso del judaísmo acosándolo
familiarmente y la claridad y duda filosófica sobre sus
espaldas. Y él, distante a ellos, no quería caer en
el hueco de esa presencia amarga y enfermiza de la
repetición de lo vivido hasta el final. Él
borraría la historia personal dondequiera que estuviese,
de cuajo, de un tirón. Y no dejaría nada, ni tan
siquiera el menor rastro de que alguien estuvo allí.
Quedaría como un otoño desnudo y abandonado y
frío, como un invierno adelantado, sin árboles ni
brisas, sin hojas regadas por el suelo. Como un vacío. Y
estaba convencido de no precisar de la morfina. Bastaba con
olvidar.
Esta última idea no la engavetaría, porque
quería tenerla a mano como acicate y prevención de
su futuro bienestar cuando quedase liberado y así
mantenerse en el camino que se había trazado, sin recibir
el daño proustiano y benjaminiano que las remembranzas
podían causar. Tenía que rozarlas y entresacarlas
con delicadeza, pero sin dejar raíces, para que no
emergiesen de nuevo en él. Lo que más anhelaba era
lanzar su propia vida hacia el pozo del olvido y así
avanzar por una ruta no conocida, inmaculada, siendo cada vez
más impalpable, invisible, con la mente fresca y sin
mayores distracciones, pero andando libre por donde el recuerdo
no fuese ni remotamente tan importante como antes lo había
sido. Su más trascendental aspiración era vivir el
acontecer de cada segundo como una aventura absolutamente nueva,
sin las experiencias que atan y dirigen la vida hacia el mundo de
la aprensión y las preocupaciones por el futuro.
Más tarde, cuando hubiese eliminado todo, tendría
definitivamente que colocar aparte esa nueva premisa, y leerla en
su momento, para poder arrancar de cero, aunque ésta fuese
la última de sus evocaciones. Al final, fiel al
método que se había impuesto, descartaría
esa idea también y la arrojaría al basurero de su
nuevo ordenador. Borrar, borrar y más borrar. Dejando
todas las páginas en blanco. O mejor aún, sin
página alguna.
Y una vez que empezase el proceso de eliminación no se
interrumpiría ni un instante. Se mantendría
ejecutando y transportando los recuerdos por temas, uno a uno,
vaciando y vaciando por todos los canales y programas
imaginables, hasta llenar el cesto y las diferentes gavetas que
habrían de quedar flotando al acaso en la niebla vaga del
olvido, agotando el pasado devenir con todas las combinaciones y
todos los binarios generadores de imágenes y pensamientos
y recuerdos que estuviesen acumulados.
Y lo hizo. Poco a poco fue llenando los compartimientos de la
memoria del improvisado computador que imaginaba en su cerebro,
sin identificación de clasificaciones, sin precisar
relaciones, amontonando, sin señal alguna de posible
reconocimiento. Cada gaveta contenía asuntos dispares y
quedaba comprimida y mezclada en la madeja más
recóndita, casi en la nada, que no en la memoria, sellada,
sin ubicación precisa y con contraseñas
endemoniadamente complicadas de números y letras y
símbolos hasta de otros idiomas, escogidos al azar,
tecleados a ciegas, para que nadie pudiese reclamarlas y
utilizarlas en un futuro. Nada de esto quedó anotado ni
registrado en parte alguna y jamás podría ser
recuperado ni recordado. Hasta lo hizo apagando la conciencia,
para que no existiese la posibilidad de que ni él pudiese
recordarlo. Esto último resultó ser el primer
alivio. El ordenador, matemáticamente instruido, y sin
posibilidad alguna de equivocación, no respondería
a ninguna contraseña errónea, ni tan siquiera a la
más aproximada imaginable. Quedaría absolutamente
congelado y maniatado. El laberinto de contraseñas
dejaba todas las gavetas convertidas en mínimas
partículas, conteniendo billones de datos comprimidos,
flotando en el gigantesco vacío del disco duro del
Universo, imperceptibles, a millones de años-luz unas de
otras y en la oscuridad total. La dispersión sería
irreversible.
Cada instante vivido, pasando a ser un pedacito de pasado
después de transitar el extremo de tiempo de ese mismo
instante de principio a fin, fugaz e indivisible, quedó
inmerso en el interior del olvido, almacenado, hundido en alguna
de las gavetas y ya jamás podría ser recuperado y
traído a la luz para ser recordado. En este proceso de
eliminación, que ejecutaba sin detenerse, la historia
personal transitaba la caída por las laderas de la
disminución, desvaneciéndose, escapándose
como la arena de un rápido reloj de arena de un solo bulbo
que en perfecta verticalidad desembocase en la nada. Y en cada
remembranza transportada al presente y después engavetada
quedaba el peso de algún mendrugo del pasado, con sus
cargas intelectuales y emocionales, cerebro y corazón,
hechas trizas y aniquiladas para siempre. Era una descarga total
de máximo alivio.
Movido por su voluntad sacó a la luz los recuerdos de cada
uno de los momentos de días y años y los
arrojó al vacío que se había inventado y que
con un decidido toque en la tecla precisa del borrado, en
sólo una acción que tampoco recordaría, los
hizo desaparecer. Cuando terminó de borrar, cuando su
mente quedó vacía, la vida dejó de tener
sentido alguno. Por supuesto que no pudo aplicar ni descartar la
idea de las premisas que pensaba usar en el momento de evitar los
juicios a que empujaban las experiencias y las interpretaciones.
Ya no estaban en él. Tan sólo el mundo de las
impresiones que en el futuro le llegarían, podrían
algún día hacer funcionar nuevamente el sistema
operativo del impecable ordenador que limpió de tiempo y
de recuerdos. Y llegarían esas impresiones inevitables,
todas vírgenes, como las quería, hurgando y tocando
tímidamente a la puerta, entreverando, penetrando de a
poco, sumiéndose, hasta contactar y fijarse en los
mínimos puntos y resquicios de su mente y su
emoción. Y a partir de ahí, quizá empezar
una nueva acumulación de experiencias y de datos. Que
sería en definitiva emprender una vida más limpia y
distinta que se formaría emergiendo de las aguas del
olvido. Como un Ave Fénix, más que purificado por
la limpia energía de sus propias plumas blancas y
rosadas.
Autor:
Luis B Martinez